El gentil río de las Cien Fuentes



Aunque el viajero no sea natural de la Alcarria por cosa de los azares del destino, que en asuntos de nacimientos a nadie le suelen pedir la opinión, sí puede presumir, y presume, de contar con raíces familiares en esta hermosa tierra a la que a la gente, en palabras de Cela no le da la gana ir... Pero al viajero sí le da la gana, y lo hace con frecuencia para disfrutar de unos parajes que, sin ser los más espectaculares de Guadalajara, que este florón queda para las Serranías y el Señorío de Molina, sí atesoran algunos de los rincones más recoletos y amables de la provincia, lugares recónditos en los que el tiempo parece haberse remansado dejando atrás el fárrago de la vida cotidiana.

Al viajero, forzoso es reconocerlo, siempre le han fascinado los ríos y siempre, allá donde vaya, siente la placentera compulsión de contemplarlos. No es ciertamente la Alcarria una tierra pródiga en caudales, que por algo estamos en pleno corazón de la austera Castilla, pero puede presumir de ver discurrir por sus pagos a un Tajo todavía juvenil que, procedente de las altas tierras de Molina, remansa sus aguas en el espectacular embalse de Entrepeñas primero, y en el coqueto de Bolarque después, antes de despedirse camino de la imperial Toledo y de la lejana Lisboa, donde finalmente habrá de entregarse mansamente al Océano.

Sin embargo, no es su deseo cantar al majestuoso río puesto que son muchos los que lo han hecho ya a lo largo de los siglos, sin duda mucho mejor de lo que él pudiera hacerlo. Tampoco honrará al discreto Tajuña, humilde en caudales pero orgulloso de ser un río netamente alcarreño. Con menos razón todavía habrá de hacerlo con el noble Henares, que lo es únicamente por delegación merced a su afluente Badiel, mientras él se limita a besar la linde norteña de la comarca, limándola pacientemente en una labor de zapa secular.

No, en esta ocasión el viajero prefiere fijar su atención en otro modesto curso de agua alcarreño, el Cifuentes, que en sus apenas doce kilómetros de vida reúne suficientes atractivos para ser recordado; porque, como afirma acertadamente el conocido refrán, el buen perfume siempre se guarda en siempre frasco pequeño.




Primer manantial del río Cifuentes


Si hubiera que elegir un adjetivo para definir al Cifuentes, éste habría de ser necesariamente el de gentil... Ya que, a diferencia de la mayor parte de los ríos de Guadalajara, que acostumbran a buscar lugares recónditos tanto para manar, que es su nacer, como para desembocar, que es el morir, el Cifuentes desdeña estos escrúpulos mojigatos exhibiendo orgulloso, y sin pudor alguno, ambos jalones de su vida a todo aquél que desee contemplarlos.

Dicen los entendidos que el nombre de Cifuentes proviene de Cien Fuentes, en patente alusión a los generosos manaderos en los que tiene su origen nuestro río; lo que ya desconoce el viajero es si fue la villa quien dio nombre al río o si ocurrió justo al contrario, aunque sospecha que quizá pudieran haber sido bautizados ambos a la vez a la vista del estrecho hermanamiento que siempre ha existido entre ellos. Porque, si bien son innúmeras las poblaciones españolas que pueden presumir de ser bañadas por un río, resulta extremadamente infrecuente que a éste le dé por nacer en el mismo caserío, y tan sólo tiene memoria el viajero de otro caso similar, el de Orbaneja del Castillo, allá por los predios burgaleses regados por el padre Ebro.

Puesto a ser sincero el viajero ha de reconocer que no le salen las cuentas, que cien fuentes son muchas fuentes; lo cual no es de extrañar ya que, de ocurrir así, el Cifuentes no sería un modesto tributario del Tajo, sino un aventajado émulo del Amazonas. Pero si nos permitimos la licencia poética de considerar ese cien no en su magnitud absoluta, que el saber popular no es matemático ni falta que le hace, sino en la acepción literaria de abundante, que tampoco es mala cosa, tendremos una idea cabal de su verdadero significado.




Balsa del recién nacido río Cifuentes. Fotografía tomada de la Wikipedia


Porque abundantes sí son los manantiales a la par que generosos, y todo ello en pleno corazón de villa, a la vista de todos y al pie mismo de la loma en la que se alza el majestuoso castillo de don Juan Manuel, un maridaje secular entre ambos Cifuentes que ha quedado reflejado de forma fidedigna en la heráldica cifontina. En una plaza arbolada, o pequeño parque, tiene lugar el alumbramiento un poco por todas partes, contándose incluso con una amplia balsa en la cual las aguas recién nacidas y allí remansadas tienen ya arrestos para prestar sus fuerzas a un añoso molino. Poco más allá se reunirán todos los caudales del neonato río en un breve cauce que, cantarín y risueño, salva la carretera nacional bifurcado todavía en dos brazos que remolonean antes de unirse, para encaminarse con decisión hacia la cercana Trillo.

En su camino, siempre a la vera de la carretera, el Cifuentes hará vega amena en los dos Gárgoles, el de Arriba -por mal nombre Gargolillos, a causa de lo menguado de su paisanaje- y el de Abajo, de mayor empaque que su hermano, pueblos ambos en los que a decir de los eruditos el Cifuentes, amén de acrecentar sus caudales con las fuentes abundosas del lugar, se volvió antaño industrioso vistiéndose con molinos y fábricas de papel. Todo ello pertenece ya al pasado, pero nuestro río sigue lamiéndoles las canillas a ambos pueblos con esa paciencia secular que sólo son capaces de ejercer los cursos de agua.




Cascada del río Cifuentes a su paso por Trillo. Fotografía tomada de Panoramio


Del segundo Gárgoles a Trillo tan sólo resta un paseo, esta vez por una carretera comarcal, o autonómica como dicen ahora, ya que la nacional prefiere enfilar hacia Sacedón. Es Trillo pueblo de empaque que puede presumir de tener, amén de baños trocados en leprosería, monasterio medieval desguazado y, en el colmo de la modernidad, hasta central nuclear, nada menos que dos ríos, el Cifuentes y el padre Tajo.

Pese a la enorme diferencia de caudales, que nuestro río, aunque voluntarioso, poco ha podido acopiar en sus dos leguas escasas de recorrido, o quizá precisamente a causa de ello, el modesto Cifuentes no dobla la cerviz frente a su majestuoso progenitor. Al igual que lo hiciera en la villa homónima y en los dos Gárgoles, el riachuelo no tiene el menor reparo en besar con sus aguas a esta villa alcarreña, conocida en toda España, para bien y para mal, gracias a la cercana central cuyas torres de refrigeración se enseñorean del paisaje cual si de unas nuevas Tetas de Viana se tratara.

Una vez alcanzada su meta, el Cifuentes se encaminará rectamente, sin titubeos de ningún tipo, hacia el cercano Tajo, pero antes de confundir sus modestas aguas con las abundantes de su progenitor aún tendrá arrestos para regalar al viajero con un espectáculo ciertamente armonioso: encajonado en una estrecha y fresca hondonada más propia de tierras norteñas que de la siempre reseca Alcarria, su premura por rendir pleitesía a su soberano le hará salvar el desnivel existente entre su curso y el del Tajo en forma de dos vistosas y ruidosas cascadas que merecieron el honor de ser cantadas por el propio Camilo José Cela... Y desde luego de forma harto merecida, puesto que el paraje no puede ser más cautivador.




Desembocadura del río Cifuentes enTrillo


A partir de allí tan sólo un corto trecho separa ya al gentil riachuelo de su inminente final, el cual tiene lugar al pie mismo del airoso puente que cruza el Tajo porque, como es bien sabido, el Cifuentes no es amigo de tapujos. Y así termina su aventura, con sus magras aguas confundidas con las de un Tajo que ni siquiera se inmutará al recibirlas pero que, fiel a su compromiso milenario, se encargará de transportarlas hasta el remoto Atlántico.


Publicado el 4-6-2006
Actualizado el 13-11-2015