Objetivo cien mil: Pequeña historia del padrón de 1975





La ermita de San Isidro en junio de 1976. Fotografía de Luis Bartolomé Marcos tomada de la Wikipedia



Corrían los primeros meses de 1976. Yo estaba en mi primer curso universitario, el único que pude hacer en la recién estrenada universidad de Alcalá -aunque entonces era tan sólo una sección, o colegio universitario, de la falsamente autodenominada Complutense- y, como tantos estudiantes de entonces, procuraba buscarme trabajillos que pudiera simultanear con los estudios y me permitieran sufragar mis gastos, siquiera en parte, para resultar menos oneroso a mis padres.

Y uno de ellos, junto con las consabidas clases particulares y alguna que otra cosa más, fue el de agente censal para el padrón de 1975, que se hacían a año vencido. Huelga decir que entonces no existían ni internet ni tan siquiera los ordenadores personales, mientras los teléfonos móviles pertenecían todavía al ámbito de la ciencia ficción. De hecho, la informática se reducía a los enormes armatostes que acostumbraban a salir en las películas de la época, una sucesión de armarios que ocupaban toda una habitación pese a lo cual tenían menos potencia que un simple ordenador portátil actual, lo que no impedía que fueran escasos y caros; que yo sepa tan sólo había uno de ellos en Alcalá, concretamente en la Universidad Laboral.

En consecuencia todos los papeleos se hacían forzosamente a mano, incluyendo claro está las actualizaciones del padrón o del censo. Según explica la página del INE el censo de población tiene carácter estadístico y se utiliza para obtener información sobre las características demográficas y sociales de la población española, mientras el padrón es de naturaleza administrativa y proporciona a los ayuntamientos los datos necesarios para su gestión cotidiana, lo que no impide que sus datos sean complementarios.

Hasta finales del siglo XX los censos solían realizarse cada diez años. Los padrones municipales eran también decenales pero intercalados con los anteriores, lo que en conjunto proporcionaba datos actualizados cada cinco años. Por último, a partir de 1956 el Ayuntamiento conserva registros anuales de población de casi todos los años restantes que, aunque no tienen carácter oficial, son igualmente útiles para conocer la evolución demográfica de Alcalá durante las últimas décadas.

Ahora el INE publica actualizaciones anuales del padrón a partir de los datos que le proporcionan los ayuntamientos, los cuales registran las altas y bajas de los empadronamientos en una base de datos informatizada. Pero en 1975 el sistema era todavía el antiguo, y la metodología resultaba bastante más complicada.

El sistema utilizado era el siguiente. El Ayuntamiento imprimía unos impresos, denominados creo recordar hojas censales, donde había que escribir, a mano puesto que por su tamaño no entraban en el carro de una máquina de escribir, los datos de todas las personas que residían en una misma vivienda: nombre y apellidos, DNI, edad, nivel de estudios, parentesco, lugar de nacimiento y algún dato más como la distinción entre población de derecho -los empadronados en el municipio, residentes en él o no en la fecha indicada como referencia, en este caso el 31 de diciembre de 1975- y la de hecho, en la que se contabilizaban también los residentes temporales no empadronados y se descontaban los empadronados ausentes por diferentes razones -estudios, trabajo, servicio militar-, una dualidad que resultaba engorrosa y acabaría siendo suprimida años más tarde.

Para hacerlos llegar a todos los domicilios se reclutó a una serie de agentes censales cuya misión era la de ir casa por casa, en la zona que les había sido asignada, llamando a las puertas para entregar una hoja por vivienda, la cual pasaban a recoger varios días después una vez que hubiera sido cumplimentada por sus moradores.

Como cabe suponer, el método tenía sus inconvenientes. En primer lugar había que encontrar a alguien en la vivienda para poder entregarle la hoja, lo cual no siempre era posible por diversas razones, dándose el caso de ir varias veces y encontrarte con la puerta cerrada, o bien que se negaran a recogerla. Luego había que explicarles como se ponían los datos, algo trivial para cualquiera con un nivel cultural medio pero no entonces para muchos de los venidos de la España rural durante el éxodo masivo de las décadas de 1960 y 1970, cuyo nivel cultural era, y no por culpa de ellos, bajo. Por último, debíamos comprobar que hubieran rellenado correctamente el impreso y lo entregaran firmado.

Esto sin contar, claro está, con toda una casuística con la que te encontrabas en la práctica al tropezar no sólo con el desconocimiento, sino también con el pasotismo, el desinterés o directamente con una negativa rotunda a empadronarse en base a las más peregrinas razones, siendo la más habitual que te espetaran que ellos eran de su pueblo y se empadronaban en su pueblo, por más que llevaran viviendo en Alcalá un buen puñado de años, sin poder convencerlos de que se trataba de un trámite meramente administrativo que en nada perjudicaría a su nacionalismo local. Otros, por fortuna pocos, respondían con hostilidad dándote con la puerta en las narices o te soltaban una sarta de improperios hacia el alcalde e incluso, como si tuviera alguna culpa, contra la propia ciudad.

En resumen hubo un poco de todo y coleccioné un nutrido conjunto de anécdotas no siempre agradables, pero justo es reconocer que la inmensa mayoría de la gente con la que traté cumplieron con sus deberes cívicos lo mejor que pudieron, aunque en bastantes ocasiones fue necesario echarles una mano e incluso a veces las dos.

Y ahora llegamos a uno de los principales retos con los que nos encontramos en nuestra peculiar cruzada. Entre 1960 y 1975 Alcalá había crecido exponencialmente desde los alrededor de 25.000 habitantes censados en 1960 hasta una estimación de más de 100.000 en 1975, cuadruplicándose su población en apenas quince años. Recalco lo de estimación: por diferentes razones como desconocimiento, negligencia o simple negativa, muchos de los llegados en estos años no estaban empadronados. El Ayuntamiento era consciente de ello, pero hasta el momento no había sido capaz de subsanarlo cosa que se propuso hacer en este padrón.

Buenas razones no le faltaban. Los ayuntamientos reciben de la Administración subvenciones y determinadas prestaciones públicas como colegios, centros médicos u otros en función de su población empadronada, por lo que es importante que este valor se aproxime lo más posible al número real de habitantes, ya que, para acogerse a estos beneficios, los municipios han de contar con un mínimo de habitantes.

Si la relación entre habitantes y prestaciones fuera continua no habría problemas; pero ocurre que estos parámetros estaban agrupados por intervalos dibujando un gráfico en forma de escalera o, si se prefiere, a saltos: menos de 101 habitantes, de 101 a 500, de 501 a 1.000, de 1.001 a 2.000, etc. Por su censo oficial Alcalá entraba dentro del intervalo comprendido entre los 50.001 y los 100.000, pero por su población real le correspondería el siguiente, entre los 100.001 y los 500.000, con las ventajas correspondientes. Se sabía, y se daba por supuesto, que la Alcalá de 1975 rebasaba con creces los 100.000 habitantes, pero esto era algo que no estaba reflejado en los datos oficiales y, por lo tanto, no servía de argumento de cara a las instancias administrativas superiores, por lo que habría que demostrarlo con dato fehacientes bastando con quedarse en los 100.000 habitantes exactos, tan sólo uno por debajo del límite, para no poder conseguirlo.

Para hacernos una idea, baste saber que según los datos municipales de 1974 la población empadronada era de 67.432 habitantes, casi un tercio por debajo de los ansiados 100.001. Así pues, habría que buscar a los ausentes hasta debajo de las piedras si fuera preciso, ya que rebasar ese umbral resultaría muy beneficioso para una Alcalá a la que literalmente le estallaban las costuras por todos los lados, dado que su desorbitado crecimiento, realizado sin la menor planificación, había provocado carencias estructurales de todo tipo, desde colegios y atención sanitaria hasta el suministro de agua y el alcantarillado o, simplemente, algo tan prosaico como el asfaltado las nuevas calles que los constructores habían “olvidado” urbanizar cuando empezaron a levantar edificios como si fueran setas. Sin ir más lejos yo estuve varios años pisando barro hasta que finalmente el Ayuntamiento pudo asfaltar mi calle, y también padecimos durante mucho tiempo la penuria de agua potable.

Así pues, los responsables municipales de la época se tomaron muy en serio alcanzar esa meta, puesto que era mucho lo que estaba en juego precisamente cuando más se necesitaba; pero la tarea no se presentaba fácil. Por esta razón los responsables de la sección de Estadística, que era la encargada de realizar el padrón, nos reunieron a todos los agentes censales que habían contratado para hacernos partícipes de la importancia de conseguirlo.

Y fueron sinceros. A nosotros, claro está, nos pagaba el Ayuntamiento en función de las hojas cumplimentadas que entregáramos, otro acicate más para incentivar nuestra motivación, y dejaron bien claro que nuestra obligación consistía en entregar en mano la hoja en blanco e ir a recogerla unos días más tarde comprobando que estuviera correctamente escrita, debiendo acudir a cada domicilio todas las veces que fuera necesario para conseguirlo. No estábamos obligados a ayudarles a hacerlo, pero dadas las circunstancias resultaría conveniente que en caso necesario, y en muchas ocasiones lo sería, les echáramos una mano rellenándolas nosotros con los datos que ellos nos dieran. Y si caía alguna propina, pues mejor para nosotros.

Así fue como desempeñamos nuestra labor. A mí se me asignó una zona relativamente pequeña situada al final de la avenida de Guadalajara desde su intersección con Marqués de Alonso Martínez, incluyendo la pequeña manzana en la que se ubica la gasolinera -la actual Vía Complutense- hasta la calle Diego de Urbina, la avenida de la Plaza de Toros y vuelta por Marqués de Alonso Martínez. Y nos pusimos a la tarea siguiendo el protocolo establecido.

Por las tardes, en las que no tenía clases, iba a Santa María la Rica, donde estaba ubicada Estadística, recogía mi fajo de hojas censales en blanco, me iba a mi zona y me ponía a repartirlas y a recoger -en bastantes ocasiones también a rellenar- las que ya estaban terminadas, procurando que no se me escapara nadie... lo cual tenía sus complicaciones.

Hube de enfrentarme también a inconvenientes diversos, en ocasiones pintorescos y en otras directamente incómodos, que intenté resolver de la mejor manera posible, siempre incentivado no sólo por el dinero sino también por el prurito de aportar mi granito de arena en beneficio de Alcalá. A estas alturas, casi cincuenta años después, no recuerdo en detalle las anécdotas con las que me encontré, alguna de ellas incómodamente escabrosa, salvo el caso ya comentado de quien se negaba en redondo a empadronarse en Alcalá porque “él era de su pueblo y quería seguir siéndolo”, sin que en ocasiones sirvieran para convencerlos argumentos tan obvios como que no iba a dejar de serlo porque se empadronara en donde trabajaba y llevaba años viviendo.

Habíamos sido aleccionados para responder en estos casos con una amenaza sutil del tipo de “ si no está empadronado no va a poder llevar a sus hijos al colegio o ir al médico”, lo cual no era del todo cierto aunque tampoco completamente falso; en cualquier caso se trataba de una medida de presión plenamente justificada, puesto que el Ministerio de Educación asignaba la construcción de nuevos colegios en función de la población escolar existente en los municipios, y lo mismo ocurría con los médicos y el personal sanitario... y esta información la sacaban precisamente del padrón. En ocasiones conseguías convencerlos, siempre por las buenas, en otras tenías que acabar tirando la toalla; pero si no recuerdo mal, mi porcentaje de logros fue aceptablemente elevado. En cualquier caso por falta de interés o de tesón por mi parte no quedó, lo que de paso me permitió descubrir que podía llegar a ser bastante peleón cuando me lo proponía... claro está que entonces tenía diecisiete años y ganas, quién lo diría ahora, de comerme al mundo, mientras ahora me conformo con que el mundo no me coma a mí.

Queda por relatar el final de la historia. Terminado el plazo de recogida de las hojas censales todo el mundo no sólo en Estadística, sino supongo que también en el resto del Ayuntamiento, estábamos sobre ascuas esperando ver si finalmente se alcanzaba la cifra mágica de los 100.001 habitantes. Pero según se hacía el recuento los resultados parecían no ir tan bien como hubiera sido de desear, manteniéndose la tensión hasta el final ya que se temía que pudiéramos quedarnos colgados por poco, lo que habría supuesto no sólo una decepción sino también un grave quebranto para las finanzas municipales y para la consecución de todas esas infraestructuras de las que tan necesitada estaba Alcalá.

Bien, voy a resolver sus dudas: al final se logró, aunque por los pelos; el resultado oficial del padrón de 1975 fue de 101.416 censados, por lo que apenas sobraron poco más de mil cuatrocientas personas; pero resultó suficiente, por lo que la sensación de alivio fue generalizada. Es muy probable que este valor siguiera estando por debajo de la cantidad real, pero eso ya no importaba porque se había conseguido suprimir la mayor parte de la enorme bolsa de no empadronados que había venido lastrando a Alcalá durante los años anteriores y, lo más importante de todo, se logró saltar la barrera de los cien mil habitantes. Tiempo habría de cazar a los que faltaran. Aunque mi contribución fue modesta, me satisfizo haber podido colaborar en un proceso que trajo beneficios a nuestra ciudad.

Ya a título de anécdota personal diré que el dinero que me pagó el Ayuntamiento fue mi primer -y único durante bastante tiempo- sueldo. Tal como se hacía entonces lo entregué en casa -eso sí, me quedé con las propinas- y mis padres decidieron invertirlo en algo que pudiera quedar como recuerdo: un mueble que colocaron en el salón de casa y mi madre todavía conserva cuarenta y seis años más tarde.


Publicado el 4-8-2022