Catalina de Aragón. Una reina alcalaína en su V centenario





Retrato de Catalina de Aragón realizado por Lucas Hornebolte



Llamad a mis doncellas. Cuando muera, amortajadme con honor. Cubridme de flores virginales y que todos sepan que he muerto como casta esposa. Hacedme embalsamar y sepultadme. Aun cuando destronada, yo soy reina y soy hija de un rey... ¡No puedo más!


Difícilmente se podría describir mejor el drama de una infanta española y reina de Inglaterra que con estas palabras que William Shakespeare puso en boca de la moribunda Catalina de Aragón casi un siglo después de ocurrido este suceso, palabras que no por ser producto de la imaginación de este escritor dejan de reflejar todo el patetismo de una vida destrozada por los intereses de estado.

Pero si bien la figura de la infortunada Catalina pertenece por derecho propio a la historia general de nuestro país y aun de Europa entera, no por ello deja de ser figura señera de nuestra historia local puesto que los azares del destino quisieron que naciera alcalaína.

Corría el mes de diciembre de 1485 en un invierno que, a juzgar por las crónicas, no fue precisamente seco ya que estuvo lloviendo en Alcalá desde el día de Todos los Santos hasta el 31 de enero; por entonces los Reyes Católicos disfrutaban de uno de sus prolongados períodos de residencia en el palacio arzobispal de nuestra ciudad. La reina se encontraba en avanzado estado de gestación y el 15 de dicho mes, pronto hará quinientos años, vio por primera vez la luz en Alcalá la quinta y última de sus hijos (sus cuatro hermanos, mayores que ella, eran el malogrado príncipe don Juan y las infantas Juana, que luego sería reina, Isabel y María). La recién nacida infanta fue poco después bautizada en la colegiata (hoy Magistral) por don Pedro González de Mendoza, Gran Cardenal de España y a la sazón arzobispo primado de Toledo, lo que le convertía en el señor de Alcalá y en el personaje más influyente de Castilla después de los propios reyes. El cardenal Mendoza, como vástago que era de una de las familias más aristocráticas del reino, era un gran amante de la pompa y de los actos palaciegos, por lo que no es de extrañar que tal como nos relata Alfonso Quintano el prelado fizo un gran combite al rey e a la reyna e a todos los caballeros e dueñas e doncellas de su Corte, por honra del nacimiento de aquella infanta.

Sin embargo, Catalina no residiría mucho tiempo en nuestra ciudad. Los reyes de la dinastía Trastamara carecían de capital tal como lo entendemos ahora, puesto que solían desplazarse con su corte por todas las ciudades importantes del reino. Ahora bien, en aquellos años finales del siglo XV se preparaba una importante acción militar: la conquista del reino moro de Granada. Por tal motivo, Catalina pasó los primeros años de su vida junto a sus padres en el campamento de Santa Fe, cuartel general cristiano, sin que las difíciles condiciones de vida allí existentes impidieran que la joven infanta recibiera una educación acorde con su rango.

Contaba Catalina siete años de edad cuando entró con sus padres en la recién conquistada capital del reino nazarí recibiendo como recuerdo el emblema heráldico de la granada, emblema que llegó a figurar durante algún tiempo en el escudo de Inglaterra como consecuencia de su enlace dinástico con la casa de los Tudor.




Retrato de Catalina de Aragón joven, obra de Michel Sittow
(Kunsthistorisches Museum, Viena)


Pero pronto comenzaría a sufrir la infanta española los inflexibles dictados del destino. Víctima de la ambiciosa política europea de su padre, al igual que sus hermanas fue prometida en matrimonio a un príncipe europeo, concretamente a Arturo, príncipe de Gales y heredero de la corona inglesa cuando apenas tenía dos años de edad. La boda se celebró por fin en la primitiva catedral de San Pablo de Londres un día de noviembre de 1501, cuando Catalina apenas contaba dieciséis años de edad.

Este matrimonio sólo duraría cinco meses debido que el príncipe de Gales, de naturaleza enfermiza, falleció de tuberculosis en el castillo donde la pareja residía sin que al parecer llegara a consumarse el matrimonio. Este hecho creó un problema de difícil solución ya que tanto Enrique VII, rey de Inglaterra, como Fernando V, padre de Catalina y monarca español, deseaban mantener sus vínculos familiares y la alianza que este hecho traía como consecuencia.

Mientras tanto la joven viuda permanecía retenida en Londres ya que Enrique VII deseaba conservar en su poder la importante baza política que representaba la princesa mientras maquinaba alguna solución que resultara positiva para sus intereses. En un principio se llegó incluso a pensar en el matrimonio entre la joven viuda y el viejo rey, posibilidad que se rechazó apuntándose en cambio la conveniencia de un enlace entre Catalina y el único hijo que le quedaba al monarca, el príncipe Enrique que era tan sólo un niño.

Establecido por fin el acuerdo se planteó un importante problema: La Biblia, y por lo tanto la iglesia católica, prohibía expresamente el matrimonio entre cuñados. Pero los intereses políticos eran muy fuertes, por lo que se obligó a Catalina a someterse al juicio de un tribunal eclesiástico que como era de esperar dictaminó que la princesa continuaba siendo virgen. Superado este obstáculo, pudo conseguirse sin dificultad la autorización del papa Julio II.


Izquierda, retrato de Catalina de Aragón basado en una miniatura contemporánea.
Derecha, divorcio de Enrique VIII de Catalina de Aragón
Ambos cuadros se conservan en el Parlamento de Westminster (Londres)


Finalmente la ceremonia de los esponsales tuvo lugar en 1503 aunque el matrimonio no tendría lugar hasta seis años más tarde, contando Catalina con veinticuatro años de edad y Enrique, recién coronado rey, diecisiete. La boda está representada, junto con varias escenas religiosas, en la vidriera principal de la iglesia londinense de Santa Margarita, situada junto a la abadía de Westminster y frente a las Casas del Parlamento; se trata de una vidriera flamenca fechada hacia 1526, y se desconoce para que iglesia pudo haber sido encargada, siendo comprada en 1758 por los responsables de este templo e instalada sobre el altar mayor. Lamentablemente no estaba permitido fotografiarla, ni tampoco he podido conseguir ninguna fotografía suya.

Los primeros años de matrimonio fueron al parecer normales, llegando incluso Catalina a ejercer de regente durante una visita de Enrique VIII a Francia en 1513. Pero con el tiempo la relación entre ambos iría empeorando: Mientras Catalina continuaba con sus costumbres casi monacales, Enrique era un mujeriego empedernido al que la rígida moral de la época importaba muy poco o nada. Además, y esto era mucho más grave, los seis embarazos de Catalina dieron como único fruto una niña, la futura María Tudor, lo que dejaba sin heredero varón a la corona inglesa.

Todo se precipitaría cuando en 1522 el rey conoció a Ana Bolena, descendiente de una familia en la cual la moralidad no era precisamente fuerte. Versátil como era, Enrique se encaprichó de esta dama la cual, seguramente más inteligente que sus antecesoras, no se conformó con ser una simple amante del monarca.




Fachada de la catedral de Peterborough


En consecuencia fue Catalina, la esposa legítima, quien tuvo que pagar los platos rotos. Auxiliado por el ambicioso cardenal Wolsey, Enrique VIII proclamó la nulidad de su matrimonio con la infanta española aduciendo que lo reglamentado en la Biblia estaba por encima de las disposiciones papales. Prescindiendo de prejuicios fáciles, hemos de reconocer que a lo largo de la historia no resultaron nada infrecuentes los repudios de esposas de reyes bendecidos por la Iglesia; pero en aquella ocasión, fuera por lo que fuese, el papa Clemente VII se negó en redondo a conceder la nulidad del matrimonio. Catalina, por su parte, se negó rotundamente a aceptar el más mínimo menoscabo de los derechos legítimos que les correspondían tanto a su hija como a ella. Era el año 1529.

El resultado del múltiple empecinamiento fue el consabido (y consumado) cisma de la iglesia anglicana. Corría el año 1533 cuando Ana Bolena, que ya por entonces estaba embarazada de la que corriendo el tiempo sería la reina Isabel I, se convirtió por fin en la esposa legal (tan sólo para los ingleses) de Enrique VIII. Catalina, por su parte, había sido recluida en un castillo sin que accediera en ningún momento a renunciar al título de reina a pesar de que su hija María había sido declarada bastarda y desheredada por su propio padre.




Nave principal de la catedral de Peterborough


De nada sirvió que el papa excomulgara a Enrique VIII y a su nueva esposa; el cisma estaba consumado y Catalina era oficialmente la princesa viuda de Gales. Tres años después, el 7 de enero de 1536, fallecía Catalina víctima de una dolencia cardíaca; contaba cincuenta años de edad y murió abandonada por todos sin poder recibir a su hija y sin recibir la menor respuesta a la patética carta que poco antes había dirigido al que aún consideraba su esposo.

Dicen las crónicas que Enrique VIII lloró. Catalina había dispuesto que fuera enterrada en el convento de Greenwich, pero al haber sido éste destruido Enrique VIII dispuso que su cuerpo yaciera en la abadía benedictina de Peterborough, a la que convirtió en catedral a propósito.




Sepulcro de Catalina de Aragón en la catedral de Peterborough


Y allí continúa nuestra reina, yaciendo bajo una sencilla lápida negra instalada a finales del siglo XIX. Su hija, María Tudor, ordenó construir un monumento funerario que fue destruido por los soldados de Cromwell a mediados del siglo XVII. La tumba está flanqueada por dos estandartes que lucen las armas reales de España e Inglaterra mientras una estatua suya adorna la fachada principal de la catedral. Eso es todo lo que queda en su recuerdo.

Catalina fue sin duda una víctima inocente del gran drama histórico que le tocó vivir, pero la historia siempre se mostrará respetuosa con su digna trayectoria vital. No ocurre lo mismo con su voluble y venal esposo; tras desposarse seis veces y dejar tras de sí el triste balance de dos esposas repudiadas, dos ejecutadas, una fallecida en un parto y otra -la última- que apenas le sobrevivió año y medio, el funesto Enrique VIII falleció el 28 de enero de 1547 cediendo el trono al que reinaría con el nombre de Eduardo VI, el único hijo varón que tuvo con Juana Seymour, su tercera esposa, fallecida en octubre de 1537 a consecuencia del parto. Pero ésta es ya otra historia.




Lápida conmemorativa del quinto centenario del nacimiento de Catalina de Aragón,
en el Torreón de Tenorio del palacio arzobispal de Alcalá de Henares


¿Cómo recuerda nuestra ciudad la memoria de tan ilustre hija? Pues hasta fechas recientes, con bien poco; tan sólo con la calle de la Infanta Catalina, perpendicular a la del Empecinado en las cercanías de la puerta del Vado y, con motivo del quinto centenario de su nacimiento, con una modesta lápida descubierta en diciembre de 1985 en el lateral del torreón de Tenorio que da al patio de armas del Palacio Arzobispal, un lugar que no podía haber sido peor elegido puesto que la lápida quedó arrinconada y semiescondida.




Estatua de Catalina de Aragón, en la plaza de las Bernardas de Alcalá de Henares


Las cosas cambiaron en abril de 2007 con la erección de una estatua obra del escultor Manuel González Muñoz, la cual la representa como la joven que fue cuando vivió en nuestra ciudad. Como anécdota, cabe reseñar que aunque en un principio se había pensado ubicarla en la confluencia de las plazas de Palacio y del Padre Lecanda, frente a la estatua de su madre Isabel la Católica, tras ser trasladada esta última a un rincón de la plaza de Palacio para evitar actos vandálicos (de los que por cierto tampoco se ha librado la de Catalina), la nueva escultura quedó instalada finalmente junto a la fachada lateral del Palacio Arzobispal que da a la plaza de las Bernardas, de espaldas a ésta y frente al antiguo convento de la Madre de Dios, actual Museo Arqueológico.


Publicado el 9-2-1985, en el nº 937 de Puerta de Madrid
Actualizado el 10-10-2007