Alcalá en el Quijote apócrifo de Avellaneda





Portada de la edición del Quijote apócrifo de 1614



Cuando estudiaba literatura en el bachillerato me enseñaron -ignoro si se seguirá enseñando ahora, tras varias décadas de eficaces intentos por cargarse los planes educativos- que un tal Alonso Fernández de Avellaneda había escrito una segunda parte del Quijote anterior a la de Cervantes, el conocido como Quijote apócrifo, aunque tampoco me dieron muchas más explicaciones al respecto ni me describieron su argumento, salvo para decir que era una mala imitación del Quijote original. De hecho, y todavía más en Alcalá, había una especie de ostracismo tácito de esta novela, considerando al tal Avellaneda como reo de lesa traición al haber osado imitar a la obra cumbre de la literatura española, e incluso mundial, quedándose tan sólo en un mero esperpento de ella.

El mensaje fue tan efectivo que tardé muchos años en leerlo, y si finalmente lo hice fue porque sabía que a diferencia del Quijote verdadero, en el que Cervantes cita en una única ocasión a su ciudad natal y además de manera tangencial, todo un episodio de su homónimo apócrifo -luego veremos que en realidad es bastante más- está ambientado en la entonces villa complutense. La cita cervantina, que aparece en el capítulo 29 de la primera parte, es la siguiente:


Y aún haré cuenta que voy caballero sobre el caballo Pegaso, o sobre la cebra o alfana en que cabalgaba aquel famoso moro Muzaraque, que aún hasta ahora yace encantado en la gran cuesta Zulema, que dista poco de la gran Compluto.


A todo esto, ¿quién fue Alonso Fernández de Avellaneda? Durante siglos los cervantistas se han esforzado por descubrir su verdadera identidad, ya que existe un consenso generalizado en considerar a esta firma un seudónimo tras el cual se escondería el autor real, sin más resultados que un batiburrillo de nombres propuestos sin que ninguno de ellos pase de ser una mera suposición con mayor o menos base, por lo que la autoría del Quijote apócrifo sigue siendo al día de hoy una incógnita. Incluso hay quien propone una escritura compartida, y ciertamente parecen existir diferencias de estilo entre unos capítulos y otros, en especial en los dos cuentos intercalados, una hipótesis que podría explicar la escurridiza identidad del fantasmagórico Avellaneda.

Así pues no seré yo quien entre en disquisiciones salvo en algunos puntos concretos que parecen estar bastante claros, tal como veremos más adelante. Lo que sí creo conveniente apuntar es que, aunque el Quijote apócrifo es literariamente inferior -no podía serlo de otra manera- al auténtico no por ello es una mala novela, ya que posee calidad suficiente como para perdonarle la felonía, y si se lee haciendo abstracción de su modelo no se le encuentra peor que otras muchas obras de su época, mostrándose su autor o autores como un escritor experimentado y con oficio.

Asimismo no hay que olvidar que la práctica de continuar obras famosas escritas por otros autores no era ni mucho menos infrecuente en el Siglo de Oro. El Lazarillo de Tormes, por poner un ejemplo conocido, cuenta con dos segundas partes también anónimas y muy diferentes entre sí, y lo mismo ocurrió con el Guzmán de Alfarache de Mateo Alemán y con novelas de caballerías muy populares entonces como el Amadís de Gaula o el Palmerín de Oliva. Sin embargo, y a diferencia de las obras citadas salvo en el caso del Guzmán de Alfarache, Avellaneda pirateó la obra de un autor vivo y probablemente conocido por él en 1614, tan sólo nueve años después de publicada la primera parte de la obra cervantina y cuando éste se encontraba escribiendo la segunda, que finalmente aparecería en 1616.




Portada de la edición del Quijote apócrifo de 1732


Puesto que la primera parte del Quijote había alcanzado un éxito considerable, cabría pensar en un interés económico por parte de Avellaneda aprovechando el tirón del Quijote auténtico, pero aunque el apócrifo tuvo una acogida relativamente favorable, no llegó a alcanzar ni de lejos la fama de éste; de hecho tan sólo tuvo dos ediciones en ese mismo año de 1614, no siendo hasta 1732 cuando apareció la tercera. Cuenta también con algunas traducciones al francés (1704), inglés (1705), holandés (1706) y alemán (1707), nada comparable con las mucho más numerosas del Quijote auténtico, que a partir de 1616 incluirían las dos partes del libro.

Así pues el Quijote de Avellaneda ha llegado hasta nuestros días como poco más que una curiosidad literaria, y si no fuera por el morbo de su naturaleza probablemente no habría pasado de ser tan sólo un objeto de interés para los estudiosos, tal como ocurre con la mayoría de las obras escritas en el Siglo de Oro.

Volviendo al tema de su autoría, la hipótesis más probable, y aquí contamos con el testimonio del propio Cervantes, es que se tratara de un intento premeditado de hacerle daño, algo también bastante habitual en esa época dado que las rivalidades entre los distintos autores llegaban a alcanzar cotas insospechadas en nuestros días, con algunos como Quevedo especializados en despellejar sin la menor conmiseración a quien tenía la desgracia de tropezar con él, como fue entre otros el caso de Góngora.

Cervantes, como casi todos ellos, tenía también sus enemigos, y el más significado de ellos fue Lope de Vega. El enfrentamiento les vino por el teatro, entonces la más importante fuente de ingresos para los escritores puesto que la narrativa y la poesía proporcionaban prestigio, pero no dinero salvo en casos excepcionales como el del Quijote. De hecho, y aunque Cervantes era un escritor conocido en los círculos literarios, con anterioridad a la primera parte del Quijote, cuando contaba ya con 57 años, tan sólo había logrado publicar La Galatea pese a tener escritas la mayor parte de las Novelas Ejemplares y numerosas poesías, sin contar con su obra escénica.




Retrato de Lope de Vega atribuido a a Eugenio Cajés


Por esta razón Cervantes intentó ganarse la vida como dramaturgo, pero tuvo la desgracia de tropezar con la apisonadora de Lope, que con su nuevo estilo de escribir comedias laminó literalmente a todos los que cultivaban, como era el caso de Cervantes, un teatro de corte más tradicional y no supieron adaptarse al nuevo estilo como sí lo hicieron Tirso de Molina y Calderón de la Barca, de una generación posterior.

Las veinte o treinta comedias que llegó a escribir, de las que se conservan once, un puñado de tragedias y alrededor de ocho entremeses, no tuvieron mucha suerte en los escenarios y bastantes de estas obras ni siquiera llegaron a ser estrenadas, como lo demuestra la publicación en una fecha tan tardía como 2015 de Ocho comedias y ocho entremeses nuevos nunca representados, cuyo título lo dice todo.

Esta marginación, agravada probablemente por el carácter altanero de Lope, provocó una serie de disputas y diatribas entre ambos autores de las cuales, como cabe suponer, el principal perjudicado fue el alcalaíno.

Así pues, cabe preguntarse si no sería la larga mano de Lope la que pudiera haber estado detrás de la conspiración de Avellaneda. A diferencia de Quevedo, que solía atacar personalmente a cara descubierta, Lope no necesitaba mancharse las manos puesto que tenía a su alrededor una corte de aduladores dispuestos a hacer por él el trabajo sucio, razón por la que cabría buscar en este ámbito la autoría del Quijote apócrifo en un intento deliberado de hacerle daño donde más podía dolerle, ya que el Quijote fue el único éxito que tuvo en vida.

Según escribió Cervantes en la segunda parte del Quijote, donde añadió referencias explícitas al fraude, él conocía, o al menos sospechaba, la verdadera identidad de Avellaneda, pero se limitó a dar varias referencias indirectas sin desvelarla aunque sí indicó que se trataba de un aragonés, algo que corroboran algunos estudiosos al afirmar que el Quijote apócrifo está trufado de aragonesismos y buena parte de la historia transcurre en tierras de Zaragoza y Calatayud, que demuestra conocer bien incluso en detalles que habrían pasado desapercibidos a alguien que no fuera natural de allí.

Esto ha movido a pensar a algunos que Avellaneda habría sido Jerónimo de Pasamonte, un soldado aragonés -nació en un pueblo de la comarca de Calatayud- que al igual que Cervantes combatió en Lepanto y en otras batallas contra los turcos, siendo apresado por éstos y mantenido cautivo durante casi dieciocho años. Al volver a España tras su rescate escribió una autobiografía de la que se burló Cervantes en la primera parte del Quijote, ridiculizándolo como el galeote Ginés de Pasamonte, más adelante, como el ladrón que le roba el asno a Sancho y, ya en la segunda parte, como el titiritero Maese Pedro.

Cabe suponer que a Jerónimo de Pasamonte no le debió de hacer mucha gracia la mofa; y además era aragonés y escritor, por lo que siempre ha sido uno de los principales candidatos a ser Avellaneda. Y desde luego, motivos no le faltaban. Pero esta teoría cuenta con un inconveniente que no puede ser pasado por alto: quien escribió el Quijote apócrifo demostró poseer un conocimiento de Alcalá de primera mano, al alcance tan sólo de un vecino de la ciudad o, más probablemente, de un estudiante, puesto que describe su vida y su comportamiento con una exactitud difícil de encontrar en alguien ajeno a nuestra Universidad... y Jerónimo de Pasamonte no cursó estudios ni en ella ni en ninguna otra. Tampoco se le conoce más obra que su autobiografía, que amplió en varios momentos de su vida, la cual por azarosa -otra similitud con Cervantes- no le debió dejar mucho tiempo para dedicarse a escribir de forma profesional.

La hipótesis de la autoría de Pasamonte es difícilmente conciliable con la del círculo de Lope, al que no pertenecía éste y ni siquiera residía en Madrid, ya que durante algunos años vivió en Nápoles, donde se encontraba cuando se publicó la primera parte del Quijote, sin que se conozca apenas nada de los últimos años de su vida aunque hay quien supone que pudo volver a España profesando en el monasterio de Piedra, cercano a Calatayud. Además había quedado ciego de un ojo, tenía problemas de visión en el otro y serios problemas de salud, circunstancias poco adecuadas para escribir una novela de la magnitud del apócrifo.

Ciertamente las alabanzas a Lope que aparecen en el prólogo del Quijote apócrifo podrían ser una cortina de humo del propio Pasamonte, al fin y al cabo el enfrentamiento entre éste y Cervantes era de dominio público, pero queda sin explicar el profundo conocimiento que muestra Avellaneda de Alcalá y la Universidad; si bien es probable que la visitara durante alguno de los dos viajes que realizó a Madrid, no cabe pensar que su estancia en ella pasara de una breve parada camino de la corte o a la vuelta de ella, a todas luces insuficiente para describirla con tanta minuciosidad.

Que Avellaneda pudiera ser alguien del círculo de Lope encaja bastante mejor con su presumible condición de antiguo estudiante alcalaíno, pero en la Universidad complutense no solía haber muchos aragoneses ya que éstos contaban con la de Zaragoza. Así pues, el rompecabezas sigue sin encajar, a no ser que se asuma la hipótesis de una autoría colectiva en la que Pasamonte habría colaborado con uno o más acólitos de Lope en la redacción del libro aportando el primero sus conocimientos de las tierras aragonesas, en las que transcurre la mayor parte de la historia, y el o los segundos los relativos a Alcalá... y ambas partes su común interés en perjudicar y vilipendiar a Cervantes.

De hecho, el estudioso Valentín Azcune1 resalta la diferencia existente entre el estilo de Pasamonte en su autobiografía, y el de Avellaneda en el apócrifo, salvo en los dos cuentos intercalados, mucho más farragosos en mi opinión, cuya redacción encuentra similar a la de la autobiografía de Pasamonte, la cual no he leído.

Pero, conviene no olvidarlo, nos estamos moviendo en el terreno de las hipótesis, y yo no soy el más indicado para especular sobre este espinoso tema aunque sí deseo hacer hincapié en el profundo conocimiento que Avellaneda, fuera quien fuese, muestra sobre Alcalá y su Universidad, difícil de justificar en alguien que no estuviera estrechamente vinculado a ella.




Portada de la edición de Agustín del Saz


Por lo tanto, a partir de ahora dejaré de lado el tema de la identidad de Avellaneda centrándome en las referencias a Alcalá, más de cuarenta, la mayoría de ellas breves salvo el episodio que se desarrolla en Alcalá, precedido por el que tiene lugar en una venta cercana, con toda probabilidad la de Meco, lo cual no es precisamente poco. Para ello he seguido la edición de 1980 de la Editorial Juventud2. prologada y anotada por Agustín del Saz.

La trama del Quijote apócrifo es más sencilla que la del cervantino y también menos profunda o, si se prefiere, más lineal. Don Quijote reposa en su pueblo, que para Avellaneda ya no es un lugar innominado sino Argamasilla de Alba, situada en el corazón de la Mancha, vigilado por sus amigos para evitar que vuelva a caer en la locura. Cuando parece que está razonablemente curado de sus desvaríos aparece en el pueblo un grupo de caballeros que viajan a Zaragoza para participar en unas justas, celebraciones muy populares entonces aunque nada tenían que ver con los torneos medievales.




Monumento a Avellaneda en Argamasilla de Alba
Fotografía tomada de Un paseo por la isla verde


Los caballeros paran a descansar esa noche y Don Quijote, al que Avellaneda llama Martín Quijada y no Alonso Quijano, acoge en su casa a uno de ellos, el granadino don Álvaro Tarfe, que le explica los motivos de su viaje avivando los rescoldos de la antigua locura del hidalgo. Por si fuera poco al partir al día siguiente le deja en custodia una armadura completa para recogerla a la vuelta, por lo que como es fácil suponer al redivivo Don Quijote le entran unos irreprimibles deseos de participar en las justas ataviado con la armadura de su huésped.

Nada dice el libro de la primera etapa del viaje, que de la Mancha a Zaragoza lo lógico es que pasara por Alcalá, ya que tan sólo hace alusión a una venta situada en un lugar indeterminado en la que paran para dormir. Allí, como no podía ser de otra manera, Don Quijote la lía confundiendo a una fregona gallega con una princesa a la que pretende liberar de su imaginario cautiverio. Es justo aquí donde aparece la primera referencia a Alcalá en forma de airada reprimenda del ventero a la sorprendida muchacha:


Yo os voto a tal, doña puta desvergonzada, que os tengo que hacer que se os acuerde el concierto que con este loco habéis hecho; que yo ya os entiendo. ¿Así me agradecéis el haberos sacado de la putería de Alcalá y haberos traído aquí a mi casa, donde estáis honrada, y haberos comprado esta sayuela, que me costó dieciséis reales, y los zapatos tres y medio, tras que estaba de hoy para mañana para compraros una camisa, viendo que no tenéis andrajo della?


Abandonada la venta Don Quijote y Sancho Panza continúan camino de Zaragoza pasando por Ariza -primera referencia geográfica concreta desde su partida- y Ateca, donde a consecuencia de un altercado con el vigilante de un melonar, al que confunde con Roldán, el hidalgo acaba descalabrado viéndose obligado a recogerse en la casa de un sacerdote para curar sus heridas.

A causa de este percance llega a Zaragoza con retraso cuando las justas han terminado, lo que le provoca un gran disgusto. No obstante don Álvaro Tarfe, que todavía permanece en la ciudad, constituido en protector suyo tras salvarle de la justicia, que le había encarcelado por intentar liberar a un condenado, le consuela organizando, en complicidad con varios de sus amigos, otro torneo convenientemente amañado en el que fingen ser derrotados por Don Quijote.

El caballero granadino, en parte por conmiseración y en parte por ganas de divertirse a su costa, hace creer a Don Quijote que Tajayunque, el bárbaro y gigantesco -utilizan un gigante de la procesión del Corpus- rey de Chipre le reta conminándole a celebrar un combate singular en Madrid. En realidad lo que pretende éste es llevarlo engañado a Toledo para recluirle en un manicomio, aunque tanto él como sus amigos no desdeñan aprovechar la ocasión para pasar un buen rato a costa de sus desvaríos.

Parte finalmente Don Quijote de Zaragoza camino de Madrid, y es en esta parte de la novela donde empiezan a aparecer las frecuentes referencias a Alcalá. Llegando a Calatayud Sancho, más garrulo en esta versión que en la cervantina, se descuelga con el siguiente comentario alusivo a un antiguo párroco de su aldea:


Pues sepa vuesa merced -replicó él- que aquel cura era grande hombre, porque había estudiado en el Alcaná toda la latrinería del pe a pa.

Alcalá dirás -dijo Don Quijote-, que en el Alcaná de Toledo no se aprenden letras, sino cómo hacer compras y ventas de sedas y otras mercancías.


El Alcaná era el mercado de Toledo situado junto a la catedral, aprovechando Avellaneda el juego de palabras causado por la confusión del ignorante Sancho para lanzar una indisimulada pulla a Cervantes, puesto que es allí donde el escritor alcalaíno ubica la imaginaria compra de los manuscritos de Cide Hamete Benegeli en los que se relata la historia del hidalgo manchego. Asimismo, apoyándose en la ignorancia de Sancho el autor hace un sarcástico -y escatológico- juego de palabras con latinería y latrinería, trocando el conocimiento del latín por el de las letrinas, latrinas en castellano antiguo.

Algo más adelante tiene lugar un acontecimiento que marcará el resto de la narración. En un pinar Don Quijote y Sancho, que marchan acompañados por Antonio de Bracamonte, un soldado que vuelve de Flandes, y fray Esteban, un ermitaño que retorna de Roma, encuentran atada a un árbol a una mujer semidesnuda que les pide auxilio, a la cual Don Quijote en su delirio identifica con Cenobia, la reina de las amazonas. No es ésta la opinión del soldado, que afirma conocerla:


Yo le juro a vuesa merced, señor caballero, que la dueña que está aquí no tiene cara de reina Cenobia, si bien tiene el talle de amazona; y si no me engaño, me parece haberla visto en Alcalá de Henares, en la calle de los Bodegones, y se ha de llamar Bárbara la de la cuchillada.




La calle de los Bodegones (entonces Cisneros) en el mapa del catastro
de 1860, anterior a la construcción de la plaza de los Santos Niños


Alude éste a un costurón que le cruza la mejilla, fruto de lo que ahora se denominaría un episodio de violencia de género. Resulta interesante la referencia a la calle de los Bodegones. Esta calle, hoy desaparecida, enlazaba la calle Mayor con la del Cardenal Cisneros, entonces llamada de los Coches, y a raíz de la construcción de la plaza de los Santos Niños a finales del siglo XIX quedó incorporada a ésta. Su trazado discurría aproximadamente por la actual calzada que bordea la Casa Tapón y la antigua oficina de turismo, desde la calle de San Felipe hasta la de San Juan. La pobre mujer niega ser semejante reina, confirmando lo dicho por Bracamonte:


Vivido he en Alcalá de Henares toda mi vida, donde, cuando era muchacha, era bien regalada y querida de los más galanos estudiantes que ilustraban entonces aquella célebre universidad, sin haber rotulada por todos sus patios y casas otra que Bárbara; y hasta en todas las puertas de los conventos y colegios estaba mi nombre escrito con letras coloradas y verdes, cubierto de coronas y ladeado de palmas, diciendo: “Bárbara víctor”; pero ya por mis pecados, después de que un escolástico capigorrón3 me hizo esta señal en el rostro, no hay quien haga caso de mí.


La conversación entre ambos continúa de esta manera:


Díganos, señora Bárbara, por vida desa suya que tantas ha pensado costar en la mocedad, ¿quién fue aquel bellaco que la dejó de tal suerte y quién el que la sacó de la calle de los Bodegones de Alcalá donde estaba como una princesa y tan visitada de estudiantes novatos que le henchían las medidas y bolsas?

¡Ay, señor soldado! -respondió ella-. ¿Conocióme a mí allá en mi prosperidad? ¿Entró alguna vez en mi casa? ¿O acaso comió jamás del mondongo4 que yo guisaba?, que le solía algunas veces hacer tan bueno, que se comían los estudiantes las manos tras ello.

Yo, señora -respondió él-, jamás comí en casa de vuesa merced, porque estaba en el colegio Trilingüe, donde daban de comer a los colegiales; pero acuérdome bien de que alababan mucho las agujas5 de vuesa merced y su limpieza, la cual, según me decían, era tanta, que con sólo un caldero de agua lavaba por el pensamiento dos o tres vientres; de manera que salían de sus manos unas morcillas verdinegras que era gloria mirallas; que como la calle es angosta y oscura, no se podía echar de ver la superabundancia del mugre con quien convidaban al más hambriento machuca6 de Alcalá.

¡Ay!, ¡mal haya él -replicó Bárbara-, y que gran bellaco y socarrón me parece! Pues a fe que si no me engaño, que él ha comido de mis manos más de cuatro veces; porque su talle y vestido no es para hacerme creer que ha estado en el colegio Trilingüe, como dice. Dígame la verdad, acabe.

Bracamonte la satisfizo diciendo: Antes que yo entrase en el colegio, agora cuatro años, estaba con otros seis estudiantes amigos en la calle de Santa Úrsula, en las casas que se alquilan allí junto a la iglesia mayor del mercado; y me acuerdo que vuesa merced subió a ellas con una olla no muy pequeña llena de mondongo; y un estudiante, que se llamaba López, la cogió en sus brazos sin derramarla y la metió en su aposento, donde él, con todos los amigos, comimos de la olla que vuesa merced se traía bajo sus mugrientas sayas, sin tocar a la del mondongo.


En este diálogo nos encontramos con otras dos interesantes referencias a Alcalá, alusivas al colegio Trilingüe y a unas casas de la calle de Santa Úrsula vecinas a la iglesia mayor del mercado, es decir, la antigua parroquia de Santa María de la que hoy se conserva tan sólo la Capilla del Oidor. Del párrafo final del soldado Bracamonte se deduce que Bárbara no sólo era una mondonguera, tal como afirma, sino también una prostituta y, como se verá más adelante, alcahueta. Avellaneda, al igual que otros muchos escritores de su época, no se andaba por las ramas a la hora de describir una escena escabrosa.

A su vez cuenta Bárbara los pormenores de su marcha de Alcalá y como fue engañada y robada por su galán, haciéndose la víctima inocente al tiempo que niega las afirmaciones del soldado:


A lo menos, en lo que dijo de bruja, mintió como bellaco; que si una vez me pusieron a la puerta mayor de la iglesia de San Yuste en una escalera, fue por testimonio de unas vecinas mías, envidiosas, por no más sospechas, me levantaron.


Obviamente se refiere a la Iglesia Magistral. Pese a los antecedentes de la rescatada, su zarrapastroso aspecto y la ojeriza que siente por ella Sancho, Don Quijote sigue empeñado en identificarla con la reina Cenobia y se ofrece a acompañarla hasta Alcalá, pues han de pasar por ella camino de Madrid, lo que acepta ésta, movida por la necesidad, pese a los recelos que le inspiran su locura. Agradecida, propone a Don Quijote lo siguiente:


Señor caballero -respondió ella-, beso a vuesa merced las manos por la buena obra que sin haberle servido me hace; yo quisiera ser de quince años y más hermosa que Lucrecia para servir con todos mis bienes habidos y por haber a vuesa merced; pero puede creer que, si llegamos a Alcalá, le tengo de servir allí, como lo verá por la obra, un par de truchas7 que no pasen de los catorce, lindas a mil maravillas y no de mucha costa.


Aunque ahora nos escandalice en el Siglo de Oro la prostitución estaba regulada y reglamentada, siendo necesario para disponer de una licencia, entre otros requisitos, contar con más de doce años de edad, por lo que la oferta de Bárbara era perfectamente legal aunque, como cabe suponer, poco educada. La respuesta de Don Quijote no puede ser más chusca:


Señora mía, no soy hombre que se me dé demasiado por el comer y el beber (...). Con todo, si esas truchas fueran empanadas, las pagaré, y las llevaremos en las alforjas para el camino.


Huelga decir que la avezada celestina se hace cruces ante la ingenuidad del hidalgo, por lo que comenta al soldado, que sí se había percatado del sentido de la oferta, lo siguiente:


¡Ay amarga de mí, y qué moscatel este caballero! Mucho quizá ha comido; menester habrá, si va a Alcalá, acepillar un poco el entendimiento, que le tiene muy gordo.


Poco antes de llegar a Sigüenza se despiden los dos acompañantes, el soldado y el ermitaño, camino de sus respectivos destinos, Ávila y Cuenca, por lo que Don Quijote y Sancho se quedan con la única compañía de Bárbara.

Ya en la ciudad del Doncel Don Quijote vuelve a liarla, lo que le cuesta a Sancho verse encerrado en la cárcel mientras la pobre Bárbara intenta desmarcarse de su protector frente al corregidor volviendo a contar su ya conocida historia. El corregidor llama entonces a un muchacho procedente de Alcalá para que corrobore o desmienta sus palabras:


Su amo le preguntó si la conocía, y él respondió que sí, y que era mondoguera en la calle de los Bodegones, de Alcalá, con fama de harto espesa8, y que había dos meses que la habían puesto a la puerta de la iglesia de San Yuste en una escalera con una coroza9, por alcahueta y hechicera; y que se decía por Alcalá sabía bravamente de revender doncellas destrozadas por enteras mejor que la Celestina.


El sarcasmo del autor resulta evidente. Por fortuna para ellos el corregidor y sus acompañantes se toman a risa al estrafalario trío, lo que les permite partir de Sigüenza sin mayores tropiezos. Aunque Sancho aborrece a la buscona y no se recata en demostrarlo de manera soez, ésta intenta ganarse su confianza con zalemas:


¡Oh, Sancho, qué gran bellaco eres! Pues calla; que si la fortuna nos lleva con bien a Alcalá, yo te regalaré mejor que piensas.


Aunque el mensaje es bastante explícito, dado que el cerril escudero tan sólo piensa en términos de comida ésta se ve obligada a explicárselo de una manera más clara:


Lo que yo, amigo, os regalaré, si llegamos a Alcalá con la salud que deseo, y paramos allí algunos días, será con una mocita como un pino de oro, con que os divertáis más de dos siestas; que las tengo allí muchas y bonísimas, muy de manga10; y si vuestro amo quisiera otra y otras, se las daré a escoger como en botica.


Pero ni con esas. Mientras tanto a los caminantes se han unido dos estudiantes, que van también camino de Alcalá, con los que el hidalgo traba amistad mientras éstos, al igual que todos sus acompañantes anteriores, ven en el pobre loco un motivo de regocijo. Sin mayores sobresaltos llegan días después a una venta de la que Avellaneda tan sólo dice que estaba a dos leguas escasas de Alcalá, alrededor de unos diez kilómetros, lo que coincide con la distancia a la que se encuentra la antigua Venta de Meco, hoy convertida en restaurante. Allí tiene lugar una nueva peripecia de Don Quijote, en esta ocasión con una compañía de comediantes que están alojados en ella dado que tienen previsto representar una comedia en la entonces todavía villa, a la que el autor describe con estas elogiosas palabras:


Alcalá, teatro de consideración y cuenta, por los agudos y extremados ingenios que a toda España le dan lustre.


Enterado de los desvaríos de Don Quijote el director de la compañía decide divertirse a su costa ayudado por sus compañeros; nadie mejor que ellos para montar una comedia de la que tampoco se librará el sufrido Sancho, al que fingen convertirlo en musulmán. Los comediantes ensayan en el patio de la venta la obra de Lope de Vega que tienen previsto representar en Alcalá, y tomando por cierta Don Quijote la trama de la misma pretende atacar al actor que representa el papel de felón. Este episodio recuerda mucho al del retablo de Maese Pedro, con la diferencia de que en éste los actores son títeres; puesto que pertenece a la segunda parte del Quijote, cabe la posibilidad de que Cervantes lo plagiara deliberadamente, tal como hizo con otros elementos del Quijote apócrifo incluyendo al propio don Álvaro Tarfe, al que le hace renegar de los falsos Quijote y Sancho. Quien roba a un ladrón...

Obviamente, todo se queda en una nueva burla, y a la mañana siguiente la compañía parte para Alcalá. Algo más tarde lo hacen los tres protagonistas, mientras los estudiantes se quedan atrás por temor a ser vistos en compañía de semejantes esperpentos.

Llegando a Alcalá, y dada la fama de la que goza Bárbara en ella, Don Quijote le propone prudentemente lo siguiente:


Pues ya estamos en Alcalá, paréceme marchemos por aquí poco a poco detrás destas murallas, sin pasar por medio del lugar, que es grande y poblado de gente de cuenta; y paréceme será acertado también que vuesa merced se cubra el rostro con ese precioso volante hasta que pasemos de la otra parte, por lo que es conocida de todos; que puestos en ella, nos podremos quedar, si nos pareciere, en algún mesón secretamente esta noche, y a la mañana entrarnos con la fresca en Madrid.


Así lo hacen, rodeando la muralla -cabe suponer que siguiendo por la actual Vía Complutense- alojándose:


En un mesón fuera de la puerta que llaman de Madrid.




Aspecto actual de la Posada del Diablo


Aquí la identificación es clara: se trata de la antigua Posada del Diablo, o del Infierno, situada frente a la Puerta de Madrid en la esquina de la calle Andrés Saborit y la avenida de Madrid. Arruinado, pero milagrosamente a salvo de la especulación que tantos edificios antiguos se llevó por delante en las pasadas décadas, el edificio fue rehabilitado hace algunos años y abierto como mesón, recuperando su antiguo y peculiar nombre.




Lápida de la Posada del Diablo que recuerda al Quijote de Avellaneda


Llegada la noche Don Quijote, que fiel a su voto de caballero se ha quedado velando en el patio de la posada, oye un estrépito de trompetas, atabales -tambores- y otros instrumentos, y dado lo inusitado de la hora imagina que deberá de tratarse de la celebración de unas justas convocadas para honrar algún suceso extraordinario; así pues, decide intervenir en ellas luchando contra los más reputados rivales. Sancho intenta convencerlo de que no lo haga, ganándose una agria reprimenda de Don Quijote:


¡Por Dios -dijo Don Quijote-, que estáis bien en el caso! Veis lo que pasa en la plaza: la deshonra de vuestra patria y la afrenta de vuestros caballeros, y que yo voy a remediarlos, ¡y ahora me salís con cena! Digo que no quiero cenar ni comer bocado hasta honrar con mi persona esta universidad, y matar a todos aquellos que lo contradijeren; que es vergüenza, y muy grande, que jayán solo rinda y sujete a una ciudad como ésta.


El mesonero acude en ayuda del escudero explicándole que no se trata de ninguna justa, sino del homenaje a un doctor que acaba de ganar la cátedra de medicina, por lo que la Universidad ha organizado un solemne desfile por las calles de Alcalá en el que intervienen un carro triunfal adornado con alegorías y acompañado por músicos y más de dos mil estudiantes con ramos en las manos. Pero no consiguen convencer al tozudo hidalgo, que se empeña en abandonar el mesón armado y montado en Rocinante mientras Sancho y Bárbara rehúsan acompañarlo.

Don Quijote, cabe suponer que cruzando la Puerta de Madrid para continuar por la calle de los Coches -Cardenal Cisneros- y la de los Bodegones -plaza de los Santos Niños-, se encuentra con la comitiva en la calle Mayor. Es de reseñar una vez más que Avellaneda, fuera quien -o quienes- fuera, demuestra conocer perfectamente estas ceremonias universitarias, describiendo con todo detalle su organización y los motivos alegóricos, acompañados de textos en latín, del carro triunfal, similares en todo a otros que nos han llegado en las crónicas de los historiadores.

Don Quijote, como cabe suponer, sigue con sus delirios y no se le ocurre más que acercarse al carro triunfal que precede al catedrático. En un principio los espectadores que en gran número acompañan al desfile le toman por un participante en éste, pero descubren su error cuando el hidalgo se planta delante del carro interrumpiendo su camino a la par que reta al mago que según cree ha encantado al vehículo. Los organizadores intentan convencerlo para que se retire y permita continuar a la comitiva, pero éste se niega arremetiendo contra ellos.

Se organiza entonces una trifulca en la que el hidalgo corre con la peor parte, ya que pese a estar armado le llueven piedras, palos y golpes por todas partes, siendo desmontado y desarmado. Mal lo hubiera pasado de no haberse encontrado allí el director de la compañía de comedias, que paseando por los soportales ve que es arrastrado por una turba y encerrado en un portal. Auxiliado por varios de los miembros de la compañía consigue convencer a los estudiantes para que se marchen, reteniéndolo en la casa mientras se reanuda el interrumpido desfile.




Lápida de la Posada de la Parra


Una vez desocupada la calle su benefactor, que sabe de que pie cojea, consigue tranquilizarlo al tiempo que encarga a uno de sus compañeros que vaya a buscar a Rocinante, la espada y la adarga, que habían desaparecido en el tumulto, rescatándolos al precio que fuera. La montura aparece en un mesón y las armas en una pastelería, todos ellos ya empeñados -resulta notable la habilidad para la picaresca de los estudiantes-, devolviéndoselos el comediante a su propietario.

Es preciso hacer un inciso para recordar que José García Saldaña11 identificaba este mesón con la Posada de la Parra, que se encontraba en el tramo sin soportales situado frente a la calle de la Imagen, limitando por el costado con el desaparecido callejón del Peligro, que unía a la calle Mayor con la de Escritorios. Según el cronista la posada se mantuvo hasta 1912, ocupando el edificio una carbonería que fue demolida años más tarde por el propietario del antiguo colegio de los Irlandeses. Durante mucho tiempo perduró la fachada ya como una simple tapia, pero ésta desapareció también a principios de los años ochenta cuando se construyeron los edificios que hoy conforman la plaza de los Irlandeses. Los únicos recuerdos que se conservan de la posada son una pequeña placa conmemorativa colocada en 2001 en el quicio de la entrada principal a la plaza, justo donde estuviera la antigua puerta de la posada, y la propia puerta, felizmente recuperada y adosada a la pared.




Entrada a la plaza de los Irlandeses desde la calle Mayor. A la izquierda se aprecian la placa y la puerta


El maltrecho hidalgo retorna a la posada acompañado del comediante, alarmándose Sancho al descubrirle tan malparado. Por su parte el mesonero le reconviene con las siguientes palabras:


Por su vida, señor caballero, que no se meta con estudiantes; porque hay en esta ciudad pasados de cuatro mil, y tales, que cuando se mancomunan y ajuntan hacen temblar a todos los de la tierra; y dé gracias a Dios, pues le han dejado con vida, que no es poco.


Lo que refuerza todavía más la suposición ya comentada de que el autor del Quijote apócrifo, o al menos el que escribiera esta parte de la novela en caso de que hubieran sido varios, conocía a la perfección el mundo estudiantil de la época, tal como ocurre con escritores como Quevedo o Mateo Alemán, entre otros, que reflejaron en sus obras los recuerdos de su paso por la Universidad complutense.

Pero ni con esas. Sin que el descalabro le haya servido de escarmiento Don Quijote sigue empeñado en volver a las andadas respondiendo al mesonero con estas airadas palabras:


Juro por la vida de la reina Cenobia, que es la que hoy más aprecio, que sólo por lo que has dicho estoy por tornar a subir en mi caballo y entrar otra vez en la ciudad y no dejar en ella persona viva, acabando hasta perros y gatos, hombres y mujeres y cuantos vivientes racionales e irracionales le habitan, y después asolalla toda con fuego hasta que quede como otra Troya, escarmiento a todas las naciones del griego furor.


Por fortuna el comediante, que sabe de qué pie cojea el pobre loco, había dado instrucciones al mesonero para que encerrara bajo llave a Rocinante, consiguiendo entre todos calmarlo y llevarlo al interior del mesón ya que los curiosos han comenzado a agolparse en la puerta. Aquí termina la aventura alcalaína, ya que a la mañana siguiente parten hacia Madrid acompañándoles Bárbara, por estar ésta temerosa de que la reconozcan sus conciudadanos. En la corte le acaecerán nuevas aventuras, pero éstas no tienen ya relación con Alcalá aunque nuestra ciudad todavía es citada en varias ocasiones, generalmente cuando Bárbara repite una y otra vez su historia:


Bárbara de Villalobos me llamo, nombre heredado de una agüela que me crió, buen siglo haya, en Guadalajara; vieja soy, moza me vi y siéndolo tuve los encuentros que otras.


Relata la desdichada mujer como fue engañada por un rufián perdiendo su honestidad, algo extremadamente grave -para las mujeres, obviamente- en la hipócrita sociedad de la época, por lo que se ve obligada a marcharse de Guadalajara -su abuela había muerto por el disgusto y ella había sido abandonada por el rufián- asentándose en la villa complutense:


Me bajé a Alcalá, do he vivido más de veinte y seis años, ocupada en servir a todo el mundo, y más a gente de capa negra y hábito largo.


Se refiere, como cabe suponer, a los estudiantes. Llama la atención el trato deferente, casi diríase que cariñoso, que Avellaneda da a la protagonista femenina a lo largo de toda la narración, pese a que ésta es presentada como un compendio de todo cuanto era reprobable en las mujeres de su época; y aunque a nosotros nos parezca normal, esta defensa de la descarriada, presentándola como la víctima inocente de una sucesión de canallas, resulta insólita en una sociedad tan hipócrita como machista, mérito que hay que reconocer al desconocido autor.

En otras ocasiones se trata de las intrigas tramadas por don Álvaro Tarfe con los personajes de la corte amigos suyos para burlarse del pobre loco:


Ofreciéronlo de hacer con condición de que se había de fingir él, gran archipámpano de Sevilla, y su mujer archipampanesa, diciendo que Don Quijote era hombre que sólo se pagaba de nombres campanudos, (...) y que así se le había puesto en la cabeza que una feísima mondonguera de Alcalá, que traía por fuerza en su compañía, era la reina Cenobia.


La novela termina de una manera muy distinta a la del Quijote cervantino. Don Álvaro Tarfe lleva con engaños a Don Quijote a Toledo para internarlo en la Casa del Nuncio, un manicomio regentado por el arzobispado, mientras propone a Bárbara ingresar en una casa de arrepentidas -el refugio habitual de las antiguas prostitutas-, donde podrá residir cuanto quiera gracias a una renta vitalicia sufragada por el falso -nunca se llegará a conocer el verdadero nombre de este cortesano- Archipámpano, a lo cual accede dado que se trata de la única opción que tiene de poder enderezar su vida:


Ella, convencida de sus buenas razones y conociendo cuán mal le estaba volver a Alcalá, do ya todos sabían su trato, tras volverse sin tener que comer ni partes para ganarlo con ellas, dio con no poca alegría el sí de hacer lo que se le pedía y perseverar dondequiera que la pusiesen.


Sancho Panza sale mejor librado, ya que aprovecha la oferta del Archipámpano de quedarse a su servicio en Madrid, junto con su mujer, tras oír estos irrebatibles argumentos sobre los resultados de sus andanzas como escudero de Don Quijote:


Y, si no, decidme: ¿qué sacastes de las antiguas aventuras, sino muchos palos, garrotazos, malas noches y peores días, tras mucha hambre, sed y cansancio, tras veros manteado de cuatro villanos, con tantas barbas como tenéis? ¡Pues monta, que es menos lo que habéis padecido en esta última salida!; en la cual las ínsulas, penínsulas, provincias y gobernaciones que habéis conquistado vos y vuestro amo, son haber sido terreno de desgracias en Ateca, blanco de desdichas en Zaragoza, recreación de pícaros en la cárcel de Sigüenza, irrisión de Alcalá y últimamente mofa y escarnio desta corte.


Y esto ha sido todo, que no es poco, en lo que a la presencia de Alcalá en el Quijote apócrifo se refiere.




1 Azcune, Valentín (1998), Avellaneda no es Passamonte, en Dicenda. Cuadernos de Filología Hispánica, 16, pp. 247-254.

2 Fernández de Avellaneda, Alonso. El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha. Prólogo y notas de Agustín del Saz. Colección Libros de bolsillo Z, nº 242. Editorial Juventud. Barcelona, 1980.

3 Estudiante pobre que sobrevivía como podía.

4 El mondongo era la casquería de las reses, en especial la de cerdo. A las mujeres que lo guisaban y vendían las llamaban mondongueras, y era éste un antecedente remoto de la comida preparada actual.

5 Pasteles de hojaldre rellenos de carne picada.

6 Estudiante pordiosero y hambriento.

7 Prostitutas jóvenes.

8 Sucia, grasienta.

9 Capirote cónico que colocaban en la cabeza a los reos de la Inquisición. De él derivan los capirotes de los hábitos de las cofradías de Semana Santa.

10 Avenidas, conformes.

11 García Saldaña, José. Aquellas posadas. Documentos olvidados. Biblioteca de Temas Complutenses. Alcalá de Henares, 1986.


Publicado el 22-10-2020