Futuro imperfecto



-Nos encontramos en la sede del Proyecto Arca de Noé, donde nos ha recibido su director, el doctor Pumpkin, para explicarnos en qué consiste su ambicioso plan ideado para preservar el patrimonio cultural de la humanidad. Doctor Pumpkin, muchas gracias por su amabilidad y le agradecería que nos describiera los principales puntos de su proyecto.

El anfitrión, un robusto hombretón de mediana edad con más aspecto de hombre de acción que de científico sedentario, sonrió a la cámara y respondió:

-Usted lo ha resumido perfectamente. Como es sabido, la Tierra ha sufrido multitud de catástrofes a lo largo de su existencia como planeta, algunas de las cuales se saldaron con extinciones masivas de especies animales y vegetales. Aunque los humanos somos geológicamente hablando unos recién llegados, también nos hemos visto sometidos a episodios traumáticos de diversos tipos que, si bien no han logrado acabar con nosotros -soltó una risita-, sí provocaron trastornos considerables y pérdidas irreparables de patrimonio, así como retrocesos que tardaron siglos en recuperarse.

-¿Se refiere a la caída del imperio romano y al retroceso cultural de la Edad Media? -preguntó el periodista.

-Ése es sin duda el ejemplo más conocido, pero existieron otras convulsiones que acabaron con imperios y culturas más antiguos como el hitita, el asirio, el babilónico o la Grecia micénica. Incluso han existido colapsos más recientes como el de la cultura maya, acaecido hace poco más de mil años.

-¿A qué se debieron?

-Bueno, la historia antigua no es mi fuerte -se excusó el científico atusándose el pelo-, pero en general ocurrieron a causa de una conjunción de factores tanto naturales como sequías, cambios climáticos, terremotos o erupciones volcánicas, como causados por los propios humanos: invasiones de pueblos nómadas, guerras, competencia por el control de recursos escasos, en muchas ocasiones entrelazados. La casuística es compleja, y distamos mucho de conocerla bien, sobre todo en los más antiguos. En cualquier caso, lo que conocemos resulta suficiente para tener la certeza de que tarde o temprano estos procesos se volverán a repetir... por lo cual debemos estar preparados para evitar sus consecuencias negativas o cuanto menos para minimizarlas.

-Algo similar, pues -apuntó su invitado- a cuando durante los siglos oscuros se preservaron los documentos antiguos en los monasterios medievales...

-Sí, pero más efectivo; o al menos eso esperamos. Tenga en cuenta que, sin menospreciar en absoluto la abnegada labor de los copistas monásticos, a la que se sumaron las aportaciones bizantinas y el legado clásico que llegó a Europa a través de la España musulmana, la mayor parte de la cultura griega y romana desapareció con el transcurso de los siglos. ¿Se imagina lo que hubiera significado poder conservar intacto todo el saber que atesoraba la Biblioteca de Alejandría? Se calcula que se ha perdido alrededor del noventa por ciento de la literatura griega. El noventa por ciento -enfatizó-. Todo lo que sea mejorar ese porcentaje ya resultaría un éxito.

-De sus palabras deduzco que su interés está centrado en la vertiente cultural, lo cual parece chocar con el nombre de su Proyecto; Noé no embarcó libros en su arca, sino animales.

-Sí, tiene usted razón -rió el aludido-; y de hecho este nombre suscitó bastantes discusiones antes de ser aceptado. Pero sonaba bien, y al fin y al cabo encajaba con nuestro proyecto conservacionista con independencia de la naturaleza de lo preservado, a la vez que se remitía a una historia conocida por todos.

-Pero no entra en sus planes preservar animales o plantas.

-No, para eso existen otras iniciativas que han creado bancos de semillas o de ADN, por lo que nos complementamos. Nosotros lo que queremos evitar son las pérdidas de conocimientos en caso de un colapso de la civilización.

.¿Qué método van a emplear para ello?

-¡Oh, es sencillo! -sacó un objeto plateado del bolsillo y se lo entregó-. Ésta es una de nuestras fichas.

El periodista lo recogió y, tras mirarlo con detenimiento dándole varias vueltas, lo sujetó con las puntas de los dedos para que la cámara pudiera enfocarlo. Era un cuadrado de aproximadamente diez centímetros de lado y varios milímetros de espesor, de apariencia metálica y un resplandeciente brillo plateado. En sus dos caras se apreciaban unos pequeños puntos que cubrían apretadamente casi toda la superficie, aunque no era posible discernir su naturaleza.

-La tablilla, como llamamos coloquialmente a las fichas por analogía con las tablillas de arcilla mesopotámicas -explicó su propietario-, está formada por una aleación metálica indeformable e inoxidable reforzada con un núcleo de carborundo y recubierta por una capa de diamante para protegerla del desgaste y de cualquier agente químico que la pudiera corroer. Es prácticamente indestructible -remachó con orgullo.

-¿Diamante? -preguntó, perplejo, el periodista. Esto explicaba su peculiar brillo.

-Sí, diamante; artificial, por supuesto, y con un espesor de micras. No serviría para tallarlo y engarzarlo en un anillo -rió su propio chiste-. Y tampoco es tan caro dentro de lo que cabe; lo fabricamos mediante un proceso industrial que consiste básicamente en convertir en plasma los átomos de carbono procedentes del metano, tras lo cual éstos se depositan en la superficie metálica, cristalizando en la red cúbica del diamante. Claro está que antes tenemos que grabarla mediante un proceso de fotolitografía similar a la que se emplea para fabricar los microchips.

-Entiendo... son unidades de almacenamiento similares a las memorias USB o a los discos SSD sólo que, supongo, de mayor capacidad.

-Se equivoca. No es un almacenamiento digital ni tiene que ver nada con la informática, sino algo más sencillo -hizo una pausa que aprovechó para mirar a la cámara y continuó-. En realidad si se puede comparar con algo es con los antiguos microfilmes, aunque se trata de un sistema más eficaz y desarrollado y, por supuesto, de mucha mayor capacidad. Basta con un microscopio para comprobarlo; permítame que se lo muestre.

La pantalla cambió a lo que evidentemente era un vídeo promocional con un primer plano de la placa metálica, mientras la voz de Pumpkin siguió explicando en su eficaz tono académico.

-Ésta es la ficha tal como se ve a simple vista, en la que se puede distinguir una trama de lo que aparentemente parecen ser puntos. Veamos qué ocurre si la ampliamos.

En la imagen la placa comenzó a aumentar de tamaño hasta que sólo se apreciaba una parte de ésta, cada vez más ampliada. Los puntitos apenas visibles también se agrandaron hasta separarse unos de otros mostrando asimismo sus propias tramas que, al expandirse a su vez, repitieron el proceso varias veces hasta acabar representando algo que recordaba a las páginas de un libro.

-La velocidad del zoom era lo suficientemente alta para evitar que el aumento de las imágenes se prolongara demasiado -continuó-, pero espero que haya servido para explicar como funciona nuestro sistema, que por otro lado no puede ser más sencillo; es una simple reproducción analógica de textos e imágenes, similar a las antiguas enciclopedias en volúmenes sólo que reducida a una escala microscópica, lo cual permite condensar la información en estas pequeñas láminas metálicas. Evidentemente para leerlas se necesita un aparato similar a un microscopio, pero evitamos el problema de la fragilidad y la vulnerabilidad del papel y el del espacio que necesitaríamos para almacenarlo. Aun con ello hemos necesitado grabar miles de placas y el trabajo de recopilación y redacción de los originales ha supuesto un enorme esfuerzo; de hecho todavía no lo hemos terminado. Pero estamos satisfechos de nuestra labor ya que, con independencia de su propósito final, nuestra enciclopedia es de por sí una de las recopilaciones más completas del saber humano, si no la que más.

Terminado el vídeo, la escena volvió al despacho donde tenía lugar la entrevista.

-Impresionante -reconoció el periodista-. Pero hay una cosa que no entiendo. ¿Por qué no recurrieron, como parece más lógico, a un almacenamiento informático?

-Esperaba esa pregunta. Y por supuesto, tiene su explicación. Verá, aunque la facilidad para almacenar información en tus propios equipos informáticos o en la famosa nube, que no son más que grandes servidores conectados a internet, es evidente, nos enfrentamos a un problema, o mejor dicho a tres.

Hizo una pausa y continuó:

-No sé si usted tendrá en casa alguno de esos discos compactos de los años noventa del pasado siglo en los que venían programas, juegos o archivos sobre temas culturales, históricos o de cualquier otro tipo; llegaron a ser tan populares que hasta los regalaban con las revistas. Bien, ¿ha intentado abrirlos con un ordenador moderno equipado con un sistema operativo actual? ¿O un simple archivo de texto escrito con los venerables procesadores WordStar o WordPerfect, diseñados para el venerable MS-DOS? Lo más probable es que no pueda hacerlo incluso recurriendo al modo de compatibilidad con programas antiguos, ya que los sistemas informáticos han evolucionado tanto que en la práctica han acabado siendo incompatibles con los equipos actuales.

El entrevistador hizo un gesto dubitativo que le arrancó una sonrisa.

-Pruebe a hacerlo -le retó-; si quiere, yo le puedo proporcionar alguna copia. Sí, siempre se puede recurrir a los servicios de un experto en informática, aunque eso le costará dinero y probablemente no le compense hacerlo... pero cabe suponer que fuera posible conseguirlo si el esfuerzo mereciera la pena. Ahora bien, recuerde que estamos hablando no de unas condiciones normales en los que el problema consiste sólo en la obsolescencia programada, sino de un escenario postapocalíptico, llamémosle así, en el que la tecnología ha sufrido un colapso y, tras varias generaciones, la civilización se ha hundido. ¿Recomendaría usted dejarles el legado perfectamente conservado en unos almacenamientos informáticos que con mucha probabilidad serían incapaces de abrir?

-Visto así... -reconoció al fin.

-Eso sin contar con el segundo problema, mucho más prosaico: basta con que haya un corte de electricidad, aunque sea breve, para que no sólo nuestros ordenadores, sino prácticamente todos nuestros aparatos queden inoperantes, y cuando una avería nos deja sin internet durante unas horas son muchos los que entran en un estado de nerviosismo que roza la histeria. Es fácil suponer que en ese escenario postapocalíptico que hemos planteado el acceso a un suministro eléctrico mínimamente estable resultara difícil, por no decir imposible; y dígame usted de qué sirve un ordenador que no se pueda ni tan siquiera encender.

-No había caído en ese detalle -concedió el periodista-. Evidentemente, en esas circunstancias resultaría problemático acceder a su legado.

-Por último, nos encontramos con una tercera circunstancia ya de por sí capaz de crear ella sola ese escenario -remachó Pumpkin-. ¿Ha oído hablar de los pulsos electromagnéticos?

-Creo recordar que es algo relacionado con las tormentas solares. -respondió el interpelado, que no deseaba pasar por un inculto ante su audiencia.

-Efectivamente, pero no sólo con las tormentas solares. También puede ser provocado por una deflagración atómica. En esencia, se trata de un estallido repentino y extremadamente intenso de radiación electromagnética, capaz de dañar e incluso destruir cualquier equipo o instalación que funcione con electricidad, desde los tendidos de alta tensión hasta los aparatos informáticos. Dicho en lenguaje coloquial, los dejaría fritos. Eso sin contar con los posibles perjuicios a los humanos, ya que la radiación más energética como los rayos gamma, los X y los ultravioleta pueden causar daños graves a nuestro organismo e incluso provocarnos la muerte.

-Me está hablando de un fenómeno excepcional, con una probabilidad muy baja de que ocurra -objetó. Aunque el Sol tiene ciclos de actividad, siempre suele mantenerse dentro de ciertos márgenes. Además, contamos con la protección del campo magnético terrestre, que detiene a la radiación dañina en los cinturones de Van Allen.

-Cierto, pero nosotros trabajamos precisamente en escenarios de baja probabilidad, lo cual no garantiza que no puedan ocurrir. De hecho ocurren, como sucedió con el asteroide que causó la gran extinción del Cretácico, que dicho de paso ni fue la única ni la peor, o con las supererupciones volcánicas de Yellowstone capaces de arrasar buena parte de América del Norte, la última de las cuales tuvo lugar hace tan sólo setenta mil años... ayer mismo, geológicamente hablando. Lo que no sabemos es cuando, de ahí la importancia de prevenirlas.

Miró de nuevo a la cámara y continuó:

-De hecho podría suceder mañana mismo, bien por el estallido de una guerra nuclear, bien por una fulguración solar, aunque en el primer caso posiblemente no sería ésta la principal preocupación de los supervivientes -remachó con sorna-. Pero aun asumiendo que los gobernantes mundiales fueran, pese a todo, lo suficientemente sensatos para no provocar un apocalipsis atómico, todavía tenemos pendiente por encima de nuestras cabezas, literalmente hablando, la amenaza de una tormenta solar de magnitud excepcional. Por cierto, ¿sabe usted cuándo tuvo lugar la última, de hecho la única que está bien documentada?

-No sé, ¿hace un millón de años? -respondió el periodista por decir algo.

-Fue un poquito más reciente -le corrigió el científico con sorna-. Concretamente en 1859. Las crónicas de la época hablan de unas auroras polares de intensidad inusitada en ciudades situadas en latitudes tan alejadas de los polos como Madrid, Roma o Santiago de Chile, e incluso en lugares todavía más cercanos al ecuador como Florida, Cuba o Hawaii. Hasta fue posible leer el periódico por la noche con la luz que éstas emitían. Por fortuna el uso de la electricidad estaba entonces en estado embrionario, pero aún así los tendidos telegráficos llegaron a colapsar e incluso a incendiarse. Pero si entonces los daños fueron limitados, imagínese cómo sería ahora incluso contando con la protección del campo magnético terrestre, tal como ha apuntado usted. Protección, por cierto, que no se extendería a los satélites que orbitan más allá de los Cinturones de Van Allen, que son la mayoría. Un fenómeno como el de 1859 podría causar, de ocurrir ahora, una catástrofe de magnitudes imprevisibles. De ahí la importancia de disponer de un sistema de registro que no dependa de ninguna tecnología avanzada para su lectura.

-Pero sus tabletas son imposibles de leer a simple vista -objetó el periodista.

-La miniaturización extrema era inevitable -explicó Pumpkin- si queríamos evitar que el almacenamiento de toda la información recopilada alcanzara dimensiones imposibles de manejar. Por esta razón elegimos una alternativa que precisa tan sólo de una ampliación óptica mediante un microscopio, que es un instrumento sencillo capaz de ser construido por sociedades carentes de una capacidad técnica elevada. De hecho fue inventado, junto con su hermano el telescopio, a finales del siglo XVI, aunque ya los griegos y los romanos conocían las propiedades ópticas de las lentes. Los romanos incluso podrían haber fabricado uno con la tecnología de la que disponían.

El periodista no veía tan claro esto último.

-Si me lo permite, voy a hacer de abogado del diablo -y ante el asentimiento de su interlocutor continuó-. Con independencia de la capacidad tecnológica de los romanos lo cierto es que, por las razones que fueran, los microscopios tuvieron que esperar más de mil años hasta que fueron inventados, al igual que ocurrió durante siglos con otos no inventos, si me permite el neologismo, romanos como la imprenta, el papel, la pólvora o los globos aerostáticos, que también estaban a su alcance. Pero no es ésta mi objeción, sino la posibilidad de que los supervivientes de la catástrofe tampoco fueran capaces de construir, por falta de conocimientos o por falta de medios, tanto me da, un microscopio, con lo cual en la práctica se verían en la misma situación que los romanos.

-Ha dado usted en el clavo -concedió impertérrito el doctor-. Por esta razón adoptamos las precauciones que consideramos necesarias para soslayar este riesgo. Permítame que explique, a usted y a la audiencia de su cadena, en qué consiste la última fase de nuestro proyecto. Una vez que hayamos terminado con el grabado de la totalidad de las tablillas construiremos un santuario, cripta, refugio o como prefiera llamarlo a prueba de accidentes geológicos, astronómicos -y guerras nucleares. Bueno, en realidad no será uno sino varios, cada uno con su correspondiente juego de tablillas, repartidos por diferentes lugares del planeta cuya ubicación mantendremos secreta. Éstas estarán acompañadas por varios microscopios especialmente diseñados para durar mucho tiempo, fáciles de manejar y posibles de reproducir con medios tecnológicos sencillos, junto con otras tablillas idénticas a éstas, pero de mayor tamaño, que llevarán grabado un texto legible a simple vista a modo de manual de instrucciones sobre el uso de los microscopios y de otros objetos útiles que depositaremos allí, junto con la descripción de la fabricación de éstos en el caso de que los originales no funcionaran o no fueran suficientes para la lectura de las tablillas.

-Creo que esto satisface las dudas, doctor Pumpkin, y le estoy agradecido por su atención y por la manera sencilla y a la vez rigurosa con la que ha explicado su proyecto a nuestros espectadores, muchos de los cuales lógicamente -ahora fue él quien sonrió- no tienen una formación académica en una disciplina científica. Tan sólo me queda hacerle una última pregunta.

-Pregunte usted.

-Usted acaba de decir que la ubicación de las criptas será secreta, por razones que son fáciles de entender.

Pumpkin asintió.

-Y por idéntica razón sus puertas de acceso también serán, supongo, antiladrones.

-Evidentemente.

-Entonces, en caso de catástrofe, y asumiendo que los miembros de su Proyecto hubieran desaparecido o quedaran inhabilitados, recordemos que estamos hablando de una catástrofe extrema, ¿cómo podrían acceder los supervivientes, sometidos con toda probabilidad a unas condiciones precarias, encontrar las criptas y acceder a ellas?

-Me alegra que haya sacado a relucir esta cuestión -sonrió de nuevo, esta vez abiertamente-. Sí, era otro problema que nos trajo bastante de cabeza, puesto que no podía depender de que alguno de nosotros, o nuestros descendientes, conservara las llaves y procediera a su apertura cuando ésta fuera necesaria... finalmente optamos por diseñar unos sistemas automáticos, por supuesto protegidos ante posibles percances exteriores incluido el pulso electromagnético que, en función de una sofisticada programación, fueran capaces de detectar los fenómenos causantes de una catástrofe planetaria, procediendo a abrir sus puertas cuando ésta hubiera concluido y fuera necesaria la ayuda de nuestra biblioteca a los supervivientes. Lo hemos planeado minuciosamente, pero permítame que por razones de seguridad oculte los detalles concretos. Eso sí, es importante transmitir el mensaje de que todo está atado y bien atado, por lo que quienes me escuchan pueden estar seguros de que ellos, sus descendientes o en general aquellos que consiguieran sobrevivir contarán con la inapreciable ayuda del Proyecto Arca de Noé.

-Muchas gracias de nuevo, doctor Pumpkin, por habernos atendido tan amablemente.

-Gracias a ustedes por habernos permitido dar a conocer nuestro proyecto.


* * *


Varios siglos después Kunt regresaba al poblado tras una agotadora jornada de caza y recolección llevando en el zurrón tan sólo dos escuálidas ratas -al menos no parecían enfermas- y un puñado de manzanas silvestres corroídas por los gusanos. Pero menos era nada; tras tres años de implacable sequía los cultivos comunales, ya de por sí capaces a duras penas de alimentarlos a todos, habían dado unas cosechas miserables, mientras un tercio del ganado había muerto y los dos tercios restantes amenazaban con hacerlo a corto plazo.

Así pues no les había quedado otro remedio que recurrir a lo que hasta entonces había sido un complemento de sus fuentes habituales de alimento, pero la sequía también se había ensañado con los animales y las plantas silvestres y la tierra, ya de por sí poco generosa, se había transformado en un reseco erial incapaz de sostener vida salvo matojos incomestibles y alimañas repugnantes incluso para unos paladares tan poco exigentes como los suyos. Si al menos encontrara una serpiente o un lagarto... pero hasta los reptiles parecían haberse desvanecido del territorio que ocupaba su pequeño grupo.

Y todavía podían considerarse afortunados. Las montañas del oeste les protegían del desierto calcinado que se extendía más allá, un vasto y estéril territorio cubierto de cenizas en el cual sólo reinaban la muerte y la desolación, como demostraban a su pesar los desgraciados habitantes de su entorno, víctimas de atroces enfermedades y condenados a una muerte lenta y dolorosa cuya causa nadie conocía pero que todos relacionaban con el territorio maldito. Kunt y su tribu se cuidaban de internarse allí, pero en ocasiones, cada vez con menor frecuencia, algún desdichado lograba atravesar las montañas para pedir un auxilio que les era sistemáticamente negado, pues la gente de Kunt tenía verdadero pavor a que pudieran arrastrar con ellos el invisible mal que corroía sus cuerpos. En cualquier caso no solían sobrevivir demasiado tiempo, bien por la ponzoña que les consumía, bien porque en un gesto de piedad -al menos ellos se autojustificaban así- decidían acortar sus sufrimientos arrojando sus despojos marchitos por la sima que habían convertido en improvisado muladar.

Y como las cosas siguieran así pronto les acompañarían en su sueño eterno los propios miembros del poblado, se dijo para sí. El chamán repetía una y otra vez que sus rituales para atraer a la lluvia pronto darían resultado, pero a diferencia de sus crédulos compañeros Kunt era escéptico sobre sus poderes. Llovería cuando tuviera que llover, se decía en su tosco pragmatismo, y si la lluvia llegaba demasiado tarde... sus ojos habían visto morir a tanta gente que no tenía demasiado miedo de seguir su camino. A veces, incluso, los envidiaba.

Sumido en sus hoscas reflexiones llegó al poblado y, sin responder a los cansinos saludos de sus vecinos, se encaminó directamente a su choza. Más tarde entregaría su parco botín al responsable de custodiar y administrar los víveres; ahora lo único que deseaba era descansar y rumiar su malhumor.

A la puerta de la choza, situada en un extremo del poblado, su hijo menor jugaba con un objeto al que no prestó atención hasta que un rayo del sol poniente se reflejó sobre su pulida superficie fulgurando como un relámpago.

¡Maldito crío! Ya había vuelto a coger la reliquia a pesar de sus advertencias. En dos zancadas recorrió el espacio que le separaba del niño y, soltando el zurrón y la azagaya, se la arrebató con una mano al tiempo que le daba un bofetón con la otra.

-¡Te he dicho que eso no se toca! ¡Y menos todavía se saca fuera, donde lo podría ver cualquiera!

El chico gimoteó mascullando una excusa antes de huir en busca del consuelo materno. Malhumorando y ocultando la reliquia entre sus ropas, Kunt entró en la choza topando con la mirada furibunda de su mujer, a la que se aferraba el lloroso crío.

-¿Por qué le has pegado? -le espetó-. Sabes que no me gusta.

-Se lo ha merecido. Le tengo dicho que no juegue con la reliquia; si el jefe o el chamán se enteran, podríamos tener problemas.

-Sólo tiene cinco años, y para él es no es más que un juguete. La culpa es tuya, por haberla traído. ¿Por qué no la tiras a la sima o la devuelves a donde la cogiste?

El argumento de la mujer era lógico, pero él no estaba dispuesto a hacerlo sin poderse explicar el porqué. A diferencia de sus embrutecidos compañeros él intuía su importancia, pero era incapaz por completo de entenderla.

Ella tenía razón en su reproche; tampoco podía contar con ninguno de los dos personajes más importantes -en realidad los únicos con poder- del grupo. El jefe lo era simplemente por ser más fuerte que los demás, pero en modo alguno más inteligente. El chamán era distinto: un viejo encorvado llegado hacía muchos años desde las lejanas tierras del sur que había engatusado al jefe de entonces, y a todos los que le sucedieron, ofreciéndoles sus poderes para mejorar las condiciones de vida de la tribu, sin que sus reiterados fracasos -al menos a los ojos de Kunt- le hubieran descabalgado de su situación de privilegio.

Kunt y el chamán se aborrecían, aunque por interés mutuo se ignoraban. Al fin y al cabo el chamán era viejo, se consolaba el cazador, y tarde o temprano se iría a acompañar a los espíritus a los que presumía tener el poder de invocar. Era cuestión de tener paciencia. En cuanto al jefe, era un bruto con el que no convenía discutir dados sus expeditivos métodos para zanjar las disputas, pero Kunt sabía como manejarlo sin que éste se diera cuenta.

La reliquia era otra cuestión. La había encontrado varios meses atrás cuando vagabundeaba en busca de ratas por las estribaciones de las montañas. Al atravesar una vaguada, antaño surcada por un riachuelo y provista de una espesa vegetación y ahora convertida en una reseca hondonada, descubrió una oquedad abierta en la piedra que la sequía, al agostar las hierbas que la cubrían, había dejado al descubierto.

Se aproximó a ella mitad por curiosidad, mitad porque en estas cuevas solían buscar refugio distintos animales. Quizás tuviera suerte y hasta llegara a cazar un zorro.

Para su sorpresa, lo que encontró al fondo de ésta fue una puerta cerrada, hecha de un material desconocido, que al detectar de alguna manera su presencia -el chamán habría afirmado sin duda que tras ella se escondía la guarida de un genio maligno- comenzó a hablarle en un extraño lenguaje del que no consiguió entender muchas de las palabras, aunque pudo deducir que le daba la bienvenida y le invitaba a entrar. ¿Pero cómo, si estaba cerrada?

La respuesta le fue dada por la misma puerta -él no creía en esas historias de genios que tanto aterrorizaban a sus vecinos-, pidiéndole que apoyara la palma de la mano en una depresión existente al lado de la puerta y que él juraría que no existía cuando llegó. Obedeció, no obstante, viendo asombrado cómo la puerta se abría en silencio.

Al traspasar ésta se encontró en lo que le pareció una cueva milagrosa. Su interior era grande, quizás tanto como el poblado, y estaba profusamente iluminado pese a que no pudo descubrir ningún candil ni ninguna antorcha. Tanto las paredes como el techo, a diferencia de las cuevas que conocía, estaban formadas por lienzos verticales las primeras y horizontal el segundo, de un tipo de piedra gris que no logró identificar. Tampoco había el menor rastro de animales, y estaba impolutamente limpia.

Pero lo más asombroso eran los soportes apoyados en las paredes y las mesas que ocupaban el centro de la estancia. Tan absorto estaba contemplándolos que no se apercibió de que la puerta se cerraba, aunque esto no le intranquilizó; tenía, no sabía por qué, la certeza de que ésta se volvería a abrir cuando él deseara salir.

La Voz seguía hablándole en un tono cálido y tranquilizador. Voz de mujer, se dijo, aunque poco tenía que ver su suavidad con el bronco acento de las del poblado. Y para su desesperación, seguía sin entender la mayor parte de lo que le decía, ahora que el mensaje era aparentemente más complejo que el que le había inducido a abrir la puerta.

Por las palabras sueltas que pudo captar dedujo que la Voz le invitaba a aproximarse a una de las mesas. Así lo hizo, encontrándose con unas láminas de metal extrañamente brillantes en las cuales había dibujados unos extraños signos que fue incapaz de comprender, aunque le recordaban a los que decoraban algunos de los objetos mágicos -al menos esa cualidad les atribuía él- propiedad del chamán.

Despechado arrojó las láminas a la mesa y, haciendo caso omiso de la infatigable Voz, se puso a husmear por su cuenta. Unos objetos cilíndricos sujetos a un soporte, cuya base se apoyaba en la mesa llamaron su atención. Eran varios, aparentemente todos iguales salvo en el tamaño, y estaban hechos de un metal brillante. Cogió uno de los más pequeños y descubrió con sorpresa lo liviano de su peso, por lo que dedujo que debería estar hueco como una caña, algo que no pudo comprobar ya que sus dos extremos estaban cerrados por un material cuya apariencia recordaba al hielo, aunque no lo era ni estaba frío cuando puso un dedo encima. No, no era hielo, pero sí se parecía a algo que había visto en algún sitio... se trataba de esas piedrecitas brillantes y transparentes de las que tanto presumía el chamán. ¿Cómo las llamaba?

La palabra afloró en su memoria como una explosión. Vidrio. Eso era. Piedras de vidrio. El taimado viejo afirmaba que las había recogido hacía muchos años en uno de esos vastos campos de desolación donde, según él, se habían asentado las ciudades, según él unos enormes poblados habitados por centenares, quizás miles de personas, antes de que el fuego del cielo hubiera caído sobre ellas en castigo por sus iniquidades. Pero nadie le creía y mucho menos Kunt, aunque todos se maravillaban ante sus diferentes colores: las había blancas, verdes, ocres e incluso una roja y otra azul... y todas eran transparentes y tan duras que no se podían cortar con ningún cuchillo. Eran el principal tesoro del chamán, que se valía de ellas para emitir sus oráculos y para invocar a los genios benéficos y proteger al poblado de los maléficos.

Kunt sintió la tentación de proveerse de sus propias piedras de vidrio, pero todos los esfuerzos que hizo por arrancarlas del tubo fueron vanos y sólo consiguió mellar el filo de su azagaya. Irritado, dejó el objeto donde lo había encontrado.

Centró entonces su atención en los objetos de las paredes. Éstos eran una especie de alacenas parecidas en su función, aunque no en su forma, a la que usaba su mujer para guardar los cacharros de cocina. Y había muchas, apiladas unas encima de otras hasta más arriba de donde llegaban sus brazos, y luego otras pilas también adosadas a las paredes.

Kunt tenía dificultades para contar más allá del número de sus dedos, incluyendo los de los pies, y allí había muchas más alacenas que dedos. El chamán tenía un artilugio, que él llamaba ábaco, consistente en unas bolitas ensartadas en alambres paralelos, gracias al cual se jactaba de ser capaz de contar mejor y cantidades más altas que cualquiera de ellos; pero tampoco le creía nadie, convencidos de que se trataba tan sólo de una más de sus baratijas.

Por si fuera poco, cada una de las alacenas contenía muchas láminas metálicas cuidadosamente apiladas. Eran similares a las primeras que encontrara, pero de menor tamaño y aparentemente todas iguales. Cogió una de ellas al azar esperando encontrar los mismos dibujos, pero sólo pudo apreciar una serie de pequeños puntitos apenas visibles, pero muy apretados, cubriendo la práctica totalidad de las dos caras. Tras revisar varias de ellas comprobó que todas parecían ser idénticas, por lo que no entendía la razón de que hubiera tantas.

Fue entonces cuando su instinto práctico le advirtió de la inutilidad del descubrimiento, puesto que a su entender nada de lo que había allí parecía servir para mejorar la precaria vida de su tribu. Decepcionado, y sin hacer el menor caso a la insistente Voz, decidió abandonar la cueva; lástima de tiempo perdido, ahora tendría que volver al poblado con las manos vacías y probablemente se ganaría una bronca del jefe.

Así lo hizo, aunque presa de un repentino deseo echó al zurrón una de las láminas pequeñas. Al menos serviría para llamar la atención, y quizá incitar la envidia, de sus compañeros. Eso sí guardaría en secreto la ubicación de la cueva, ya que su trofeo sería valioso sólo si era él el único que lo poseía.

Cuando traspuso por segunda vez el umbral siguiendo el mismo método de poner la mano en el hueco correspondiente, cuando ésta se cerraba a sus espaldas creyó percibir un tono de lamento en la Voz antes de que enmudeciera.

En el camino de vuelta tuvo la suerte de tropezar con un lagarto de buen tamaño al que no le resultó difícil abatir. Satisfecho por haber logrado evitar la reprimenda se olvidó de la reliquia -así la había bautizado por analogía con otros de los cachivaches del chamán, aunque desconocía su significado-, que quedó enterrada en el fondo del zurrón.

No fue hasta el día siguiente cuando se acordó de ella. En un principio había pensado mostrársela a los demás, pero la prudencia le recomendó no hacerlo; podía ganarse la inquina del chamán ya que éste no toleraba que nadie le hiciera competencia ni que amenazara a sus privilegios, entre los cuales se contaba el monopolio de los objetos preciosos o antiguos. En el mejor de los casos se la arrebataría y, aunque siempre podría volver a la cueva a por otra, sentía un temor inconsciente a repetir la incursión. ¿Y si a pesar de todo el maldito viejo tenía razón en lo de los genios malignos?

Así pues optó por esconder su tesoro y ni siquiera se lo enseño a su mujer, que por otro lado habría sido incapaz de apreciarlo. Durante algún tiempo lo llevó consigo durante sus expediciones de caza en solitario, y cuando estaba a salvo de miradas inoportunas lo sacaba del zurrón admirando su belleza y jugando con él para que los rayos del sol lo alumbraran en todas las posiciones, disfrutando como un niño con el juego de luces que dibujaba.

Fue el maldito crío el que la descubrió en su escondite, lo que le obligó a desvelar el secreto a su mujer contándole también la existencia de la cueva. Ésta estuvo de acuerdo en la conveniencia de ocultársela al resto del poblado, aunque fracasó en sus intentos de convencerlo para que se deshiciera de ella. Kunt le aseguró que no tenía la menor intención a volver allí, pero se negó en redondo a desprenderse de la reliquia.

Y ahora se encontraba en un brete. Si bien su mujer había cumplido la promesa de no decírselo a nadie, algo de lo que al principio no estaba muy seguro dada la afición al cotilleo de las hembras, el problema estaba en el niño, ya que a pesar de las advertencias y las amenazas no había manera de impedir que tarde o temprano se fuera de la lengua.

Finalmente hubo de rendirse. La reliquia era bella, sin duda alguna, aunque sin la menor utilidad práctica. Al chamán le hubiera entusiasmado apropiarse de ella e incluso le habría encontrado alguna aplicación mágica; puede que de regalársela hasta hubiera servido para granjearse su confianza. Pero Kunt prefirió no correr riesgos. Así pues aprovechó un día de caza para devolverla a su lugar de procedencia, ya que no le parecía correcto limitarse a tirarla a la sima tal como le insistía su mujer.

Se acercó hasta la cueva y posó con decisión la palma de la mano en el hueco. La puerta se abrió y, haciendo caso omiso a la melodiosa Voz que gorjeaba de nuevo, se acercó con rapidez al lugar de donde había cogido la lámina depositándola cuidadosamente en la alacena. Hecho esto, se volvió sobre sus pasos y, posando de nuevo la mano en la oquedad de la parte interior, salió de la cueva para no volver a pisarla en toda su vida.

En el camino de retorno no cazó nada, por lo cual llegó al poblado con las manos vacías. Pero no era este vacío el que le afligía, sino el del tesoro que había dejado abandonado allá atrás. Aunque no tenía manera alguna de conocer su naturaleza, sentía difusamente que algo muy importante se le había escapado de las manos no sólo a él, sino también a los dolientes descendientes de la otrora orgullosa humanidad.

Quizás por vez primera en su vida adulta Kunt lloró. Fueron tan sólo unas lágrimas que enjugó rápidamente con el dorso de la mano, pero fueron también un presagio de esperanza por más que ésta no fuera la planeada por los extintos constructores de la Cripta del Conocimiento. Porque al alzar los ojos al cielo descubrió con sorpresa cómo por vez primera desde hacía tanto tiempo unas nubes se cernían en el horizonte trayendo en su seno la promesa de unas casi olvidadas lluvias.


Publicado el 12-2-2023