Que la tierra te sea leve



J.P. era un genio científico de aquéllos que sólo aparecen una vez cada varias generaciones. También era un excéntrico total y un misántropo patológico, combinado todo lo cual daba como resultado una personalidad tan singular que no encontraba acomodo en una sociedad de naturaleza y vocación mediocres. Así pues, nació condenado a ser un inadaptado.

Fue a costa de heroicos esfuerzos, no intelectuales puesto que su mente privilegiada daba para ello y para mucho más, sino sociales para lo que no estaba preparado en absoluto, como consiguió terminar sus estudios universitarios graduándose como físico no sin problemas, puesto consideraba a sus profesores, con los que había chocado constantemente, unos imbéciles que compensaban su falta de inteligencia con la falsa vanidad de los cargos académicos que detentaban sin merecerlos. Éstos, a su vez, acabaron optando por aprobarle sus asignaturas -eso sí, con la puntuación mínima para salvar el suspenso- como el modo más sencillo de quitárselo de encima, o al menos eso era lo que alegaban aunque en el fondo no dejaban de estar tan fascinados por su talento como irritados por su indomable carácter.

El caso fue que cuando el joven científico se vio libre de la tortura de las aulas y en posesión de un título universitario, no supo qué hacer con él... ni consigo mismo. Era evidente que no estaba dispuesto a malograr su talento encadenándose de por vida a una carrera investigadora que aborrecía, y tampoco le apetecía lo más mínimo dedicarse a otras posibles actividades como la enseñanza -se sofocaba tan sólo con pensar en tener que soportar a adolescentes descerebrados a los que tan sólo interesaba la satisfacción de sus instintos más animales-, la industria o, en general, cualquier actividad que le obligara a soportar el más mínimo contacto con cualquier espécimen humano.

Pero de algo tenía que vivir... vino entonces en su ayuda el azar, poniendo en sus manos la inesperada herencia de un tío al que apenas conocía -posiblemente de haberse conocido ambos las cosas habrían sido muy diferentes- que falleció oportunamente sin testar, siendo él su pariente vivo más cercano. No era una gran fortuna, pero sí lo suficiente para satisfacer sus sobrias necesidades materiales; y en cuanto a las intelectuales, él era un teórico al que tiempo atrás le habría bastado con papel y lápiz y ahora se conformaba con un equipo informático razonablemente sofisticado.

Así pues, encerrado en la vivienda también heredada de su tío a la que convirtió en su guarida, se dedicó a hacer lo que más le gustaba, en realidad lo único que le gustaba: ejercitar su privilegiado intelecto explorando caminos vírgenes incluso para la ciencia más avanzada. Porque él, volvamos a repetirlo, era un genio de tal magnitud que ni siquiera necesitaba hombros de gigantes para alcanzar sus objetivos.

Lo cual acarreaba, como inevitable contrapunto, que sus indagaciones y sus descubrimientos quedaran ignorados, dado que J.P. no sólo desdeñaba sino que aborrecía a todo el conjunto de la comunidad científica, por lo cual jamás mostró el menor interés en dar a conocer sus trabajos siquiera como revancha por la forma en la que había sido tratado. En realidad a él tan sólo le importaba su satisfacción personal, mostrando por el resto de la humanidad, incluidos los científicos, una indiferencia tan olímpica como absoluta. Posiblemente habría llegado incluso a la novelesca decisión de destruir sus trabajos en vísperas de su muerte, de no mediar las circunstancias no previstas que condujeron su vida por otros derroteros. Pero no nos adelantemos.

El interés científico de nuestro protagonista no estaba enfocado hacia ningún campo específico en particular, dado que despreciaba la especialización a la que se veían abocados los investigadores a causa del progreso continuo de la ciencia; algo que él no contemplaba como inevitable sino como la consecuencia lógica de la cerrazón mental de quienes eran incapaces de ver la realidad de forma panorámica, estableciendo interrelaciones entre campos aparentemente diversos. Ésta era la única metodología que consideraba válida para ampliar el conocimiento de una manera armónica y no distorsionada.

En realidad J.P. emulaba sin saberlo -la historia jamás le había interesado al considerarla una crónica de la inepcia humana a través de los tiempos- a los sabios renacentistas capaces de abarcar cualquier disciplina del saber de su época, aunque en su caso limitada a las ciencias teóricas, que no era poco.

Y finalmente ocurrió lo que tenía que ocurrir: logró desarrollar una teoría completa sobre los viajes temporales, según la cual sería posible desplazarse a cualquier punto de la historia desde el remoto pasado de la Tierra hasta el futuro más ignoto. La teoría en sí tenía un enorme valor intelectual al dejar muy atrás a las creadas por las más preclaras mentes de la historia de la ciencia tales como la de la gravitación universal, la de la evolución, la del electromagnetismo, las dos de la relatividad o la de la mecánica cuántica; pero aunque resultaba el mayor monumento intelectual jamás pergeñado por mente humana alguna, por sí sola servía para poco salvo para satisfacer la vanidad de su creador, dado que no tenía el menor propósito de darla a conocer ni siquiera en los círculos académicos más selectos.

Así pues sus posibles aplicaciones prácticas, algo que hubiera entusiasmado a historiadores, paleontólogos e infinidad de investigadores tanto de disciplinas científicas como humanísticas, quedaban cercenadas de raíz.

Pese a su misantropía, J.P. no carecía ni de curiosidad ni del prurito de constatar la certeza de sus especulaciones. Así pues, se le metió en la cabeza que resultaría conveniente realizar, aunque sólo fuera una única vez, un viaje por el tiempo para comprobar que sus ecuaciones funcionaban. Claro está que, para pasar de la compleja simbología matemática a la realidad tangible de los viajes temporales, sería necesario construir un vehículo que le permitiera hacerlo... algo que quedaba fuera de su alcance no por la dificultad de su construcción, que consideraba sencilla, sino porque todo cuanto tenía de genio teórico le faltaba de habilidad manual. Dicho en plata era un espantoso manazas incapaz hasta de apretar un tornillo.

Lo cual le planteaba un problema de difícil resolución. Podría perfectamente recurrir a un técnico ya que su diseño era relativamente sencillo, pero esto haría trizas su voluntad de mantenerlo en secreto. Tras mucho cavilar llegó a una solución que le pareció satisfactoria: la mayoría de los componentes de su máquina podían ser adquiridos por separado preferiblemente por internet, ya que en nada se diferenciaban de los que constituían las entrañas de diversos aparatos de uso común; lo que les convertiría en singulares sería su conjunto.

En cuanto a la carcasa que debía contener el habitáculo de control y la parte generadora del campo cronotorial -el neologismo era suyo- que haría posible el desplazamiento a través del tiempo... bien, eso se lo podría encargar a un cerrajero, dado que no requería unas especificaciones complejas. Éste probablemente se sorprendería del encargo de algo parecido a una antigua cabina de teléfonos, cristales incluidos, con un asiento y una repisa para colocar los mandos, pero su fama de extravagante era suficientemente conocida para procurarle una cobertura eficaz.

Quedaría entonces lo más peliagudo, el ensamblaje de todas las piezas incluido el colector taquiónico responsable del suministro energético intertemporal, por más que su aspecto exterior no llamara la atención al tratarse de la hábil modificación de un microondas. Al llegar a este punto no tendría más remedio que encargárselo a un técnico, lo cual le hacía sentir escalofríos por todo el cuerpo; pero finalmente encontró una excusa tan inverosímil que resultaba creíble; poco importaba que el currante le tomara por un chiflado si cobraba religiosamente la cantidad estipulada por su trabajo incluyendo una generosa propina.

En resumen, y saltándonos por innecesarios todos los prolegómenos del proceso de construcción del cronoscopio, baste con decir que varios meses después de iniciado el acopio de materiales el aparato estaba montado y listo para ser utilizado en el sótano de la vivienda de J.P. Su aspecto era tosco, pero en nada necesitaba unas líneas estilizadas puesto que no se desplazaría por el espacio sino por el tiempo, y el tránsito sería además paradójicamente instantáneo. Fue él mismo quien realizó las últimas conexiones y comprobó que todo funcionaba, tras lo cual tan sólo restaba iniciar el gran viaje.

Pero entonces le surgió una duda. El cronoscopio estaba diseñado para moverse a través del tiempo pero no a través del espacio, por lo que con independencia del desplazamiento temporal se mantendría en las mismas coordenadas geográficas que tuviera en el momento de ser conectado. Esto era evidente, pero ¿y la Tierra? Porque la Tierra no se mantiene inmóvil en el espacio sino que rota en torno al Sol. Pero si quisiéramos considerar un sistema de referencia absoluto respecto al universo tendríamos que contar también con que el Sol gira en torno al eje de la Vía Láctea, la Vía Láctea se desplaza en el seno del Grupo Local, éste lo hace en dirección al Gran Atractor perteneciente al Supercúmulo Local, que a su vez se mueve en el seno del Complejo de Supercúmulos Piscis-Cetus... lo que en la práctica convierte en imposible la resolución del problema de cual pueda ser el movimiento resultante de nuestro planeta en el cosmos.

Por si fuera poco, el elegante experimento realizado en 1887 por Michelson y Morley intentado calcularlo en base a hipotéticas pequeñas variaciones de la velocidad de la luz medida en direcciones distintas del firmamento se saldó con un rotundo fracaso, remachado por el aguafiestas de Einstein al determinar años después que la velocidad de la luz en el vacío era invariable con independencia de cual pudiera ser el desplazamiento del observador frente a la fuente que la emitía.

Tampoco sirvió de mucho la búsqueda de anisotropías en la radiación de fondo cósmica, desarrollada a partir de la década de 1960, como modo de determinar mediante el efecto Doppler la velocidad absoluta de la Tierra respecto al universo, aunque sí permitió confirmar la teoría del Big Bang, que no era poco... pero que nada aportaba a los intereses de J.P.

Así pues, la duda que se le planteaba era la siguiente: cuando viajara del presente al pasado, o al futuro, y apareciera en el mismo lugar, ¿éste correspondería a su situación en la Tierra, o a su ubicación absoluta en el universo? La cuestión no era en modo alguno baladí, puesto que en el segundo de los casos se materializaría en mitad del vacío cósmico -las probabilidades de hacerlo en una estrella, un planeta o cualquier otro astro eran tan remotas que resultaban despreciables- al haber dejado atrás a la Tierra o haberlo hecho ésta a él y a su frágil cascarón, lo que causaría su muerte inmediata.

Pero J.P. era, ya lo hemos repetido hasta la saciedad, un genio sin parangón en toda la historia de la ciencia además de un excepcional teórico; así pues, se puso a estudiar el problema con el rigor y la minuciosidad que le caracterizaba. Y lo consiguió, descubriendo con alivio que con independencia del intervalo temporal recorrido, sin que influyera tampoco que el salto temporal fuera hacia adelante o hacia atrás, su vehículo temporal se mantendría fijo respecto a sus coordenadas relativas al centro de la Tierra o, más exactamente, al punto de convergencia de todos los vectores gravitacionales generados por la masa del planeta. Debido a las irregularidades existentes en la distribución de esta masa el punto al que se podía reducir matemáticamente la atracción gravitatoria no coincidía exactamente con el centro geométrico terrestre, pero la diferencia era suficientemente pequeña como para no tener que considerarla y tampoco era esto algo que preocupara a J.P., puesto que lo único que le interesaba era aparecer en el mismo lugar de donde partiera al final del viaje, y no en mitad de la nada.

Claro está que también sería necesario tener en cuenta la orogenia y la erosión, dos procesos geológicos responsables de modificar la superficie de la Tierra y no poco, como demuestran los fósiles marinos encontrados en la cordillera del Himalaya. Cierto es que al tratarse de fenómenos lentos a escala humana este inconveniente podría obviarse optando por un desplazamiento temporal corto, aunque no tanto como para correr el riesgo de encontrarse con quienquiera que habitara entonces en la casa si es que realizaba su experimento desde el sótano.

Lo más sencillo habría sido dar un salto de tan sólo unos días al futuro, dado que sólo correría el riesgo de encontrarse a sí mismo y además ya estaría al corriente del resultado de su experimento; pero una de sus intrincadas ecuaciones conducía a conclusiones similares al principio de exclusión de Pauli, según las cuales no sería posible la coexistencia de una misma masa -la del cronoscopio y la suya propia- con ella misma procedente de otro punto temporal. Y aunque desconocía las consecuencias que pudiera acarrear este bucle temporal, decidió prudentemente evitarlo.

Así pues, la opción más viable parecía ser dar un salto temporal de quizá uno o dos siglos, suficiente para evitar estos engorrosos inconvenientes pero al mismo tiempo convenientemente corto para evitar alteraciones significativas del entorno del laboratorio. Pero sí habría que tener en cuenta las posibles modificaciones artificiales; cómo se podría saber si en un futuro su vivienda unifamiliar había sido sustituida por un nuevo edificio o derribada para abrir una calle. En cuanto al pasado, tampoco tenía manera de conocer si el sótano habría sido ya excavado en el momento de su llegada.

Disponía, no obstante, de cierto margen gracias una vez más a su genio; aplicando el principio de incertidumbre de la cronología cuántica -disciplina, huelga decirlo, de su invención-, consiguió dotar a su cronoscopio de cierta capacidad de desplazamiento espacial que evitaría su materialización en el seno de una masa sólida. Este mecanismo de seguridad funcionaría de manera automática, desplazando suavemente su vehículo hasta hacerle aparecer en un lugar seguro... y a nivel del suelo, ya que también logró evitar el riesgo de aparecer a varios metros de altura con el consiguiente y poco deseable riesgo de caída. El margen de variación no era demasiado grande, como mucho de unas decenas de metros en cualquier ángulo, pero ¿sería suficiente? Eso dependería, supuso, del intervalo temporal recorrido, ya que el margen de incertidumbre aumentaba conforme lo hiciera éste.

Una vez ultimados los detalles, tan sólo quedaban por determinar dos cuestiones: el sentido del viaje temporal, hacia el pasado o hacia el futuro, y la distancia temporal recorrida. Lo primero que se planteó fue limitarse a viajar uno o dos siglos, pero esto era algo que no acababa de convencerle: hacía cien o doscientos años la humanidad era tan estúpida o más como en el presente, lo cual no le incentivaba en absoluto; y tampoco cabía esperar que la situación hubiera mejorado significativamente en el futuro. Además, lo suyo no era la historia ni tampoco le interesaba lo que pudiera ocurrir en el mundo una vez que no estuviera en él.

Así pues decidió ir mucho más lejos, a eras en las que ni siquiera existían los ancestros más remotos de la humanidad, o bien a aquéllas en las que presumiblemente ésta hubiera desaparecido; aunque quizá esta segunda opción, pensó mordaz, no le obligara a desplazarse a un futuro demasiado lejano considerando su previsible extinción a causa de su estupidez congénita.

Pero seguían existiendo las dos alternativas, pasado o futuro. Por un lado el futuro lejano se le presentaba potencialmente más atractivo, pero contaba con el inconveniente de desconocer con qué se podría encontrar y no todas las posibles alternativas se le antojaban halagüeñas. ¿Y si aparecía en un mundo yerto y radiactivo?

El factor que le movió a optar por el pasado fue, no obstante, otro distinto. Si quería desplazarse un intervalo temporal comprendido en la escala de las decenas de millones de años, resultaría importante conocer lo mejor posible el lugar -o dicho con mayor propiedad el tiempo- al que llegaría, para lo que disponía de suficiente información sobre la evolución geológica del planeta. Se trataba, sin duda, de una ventaja importante.

Quedaba por determinar, únicamente, cuanto retrocedería en el tiempo, algo irrelevante desde el punto de vista técnico ya que, según su teoría, podría viajar si quisiera incluso al mismo instante del Big Bang... aunque sería mejor no arriesgarse, limitándose a los períodos geológicos razonablemente bien conocidos. Su primera intención fue hacerlo a algún momento del Cenozoico, entre los 5 y los 66 millones de años atrás, una era suficientemente cercana para albergar una fauna reconocible a la par que suficientemente exótica para confirmar su éxito; pero estudiando las características principales de esta era de la historia de la Tierra, descubrió con desagrado que fue muy activa geológicamente, con grandes movimientos orogénicos que crearon la mayor parte de las grandes cordilleras actuales incluyendo el Himalaya, los Alpes, los Pirineos y el Cáucaso, entre otras muchas. Y aunque el proceso de formación de una cordillera es extremadamente lento a escala humana, nada que ver con lo reflejado en la película Fantasía, prefirió no arriesgarse teniendo como tenía mucho donde elegir.

La segunda opción fue el Mesozoico, el reino de los dinosaurios. Aquí disponía de un intervalo temporal mucho mayor, entre los 66 y los 250 millones de años, repartido en los tres períodos geológicos clásicos: Triásico, Jurásico y Cretácico. Puesto que era demasiado amplio eligió el Cretácico por ser el más cercano, y dentro de éste el Cretácico Superior, comprendido entre los 66 y los 100 millones de años; un intervalo más manejable que coincidía con el apogeo de los dinosaurios, otros reptiles como los pterosaurios, los plesiosaurios y los mosasaurios, y los primeros mamíferos y aves. Además fue un período geológicamente tranquilo en la mayor parte del planeta, otro factor a tener en cuenta.

Únicamente su final fue abrupto a causa del catastrófico evento que provocó la extinción de los dinosaurios y de otros muchos animales, pero éste fue un fenómeno breve de apenas unos miles de años frente a los 34 millones de años de duración del Cretácico Superior, por lo cual tenía margen más que de sobra para evitarlo.

A ello se sumaba que la idea de avistar dinosaurios vivos le atraía, por lo que todo quedó decidido optando por unos redondos 80 millones de años antes de Cristo, a 14 tranquilizadores millones de años de la gran extinción y con la fauna y la flora del planeta en pleno apogeo.

Un último detalle le preocupaba. No tenía manera alguna de prever cual podría haber sido la transformación del terreno en todo ese tiempo, pero ochenta millones de años era mucho tiempo, por lo que el margen de maniobra que le permitía el desplazamiento espacial del cronoscopio se le antojaba insuficiente.

Metódico como era, J.P. no tardó en encontrar una solución que se le antojó satisfactoria. Rastreando internet escudriñó mapas geológicos buscando localizar terrenos suficientemente antiguos -al menos tanto como los millones de años que pensaba retroceder en el tiempo- que no hubieran experimentado fenómenos geológicos significativos tales como erosión, plegamientos, fallas o terremotos; es decir, que se hubieran mantenido estables sin alteraciones significativas. Y a ser posible, y por cuestiones logísticas, que no se encontraran demasiado alejados de su casa.

Le costó tiempo encontrarlos, puesto que una vez seleccionada una posible ubicación tenía que confirmar su estabilidad con un estudio más detallado, lo cual no siempre ocurría. Eso sin tener en cuenta los lugares que tuvo que descartar por resultar inaccesibles -no era cuestión de marcharse a un remoto rincón de Siberia- o por cualquier otro motivo.

Comenzaba a desesperarse -la paciencia nunca había sido su principal virtud- cuando descubrió un lugar que inexplicablemente le había pasado desapercibido pese a su relativa cercanía, ya que ni siquiera tendría que abandonar el país. Y para satisfacción suya, demostró reunir todos los requisitos.

Era, pues, la ubicación idónea. Como era de suponer se trataba de una paramera inhóspita alejada de las vías de comunicación y a varios kilómetros del lugar habitado más cercano, una pequeña aldea que quedaba prácticamente despoblada en invierno, desde la que se accedía por un misérrimo camino, puesto que esas tierras, de puro pobres, no tenían utilidad agrícola alguna e incluso las cabras se encontrarían con serios problemas para sustentarse en ellas.

Para su sorpresa en sus cercanías se habían encontrado icnitas, es decir, huellas fosilizadas de dinosaurios que ¡oh, maravilla! habían sido datadas precisamente en la época geológica que él había previsto visitar.

Todo se mostraba, pues, a favor suyo; bastaría con cargar el cronoscopio en una furgoneta o una camioneta capaz de rodar por esos andurriales, elegir un punto adecuado, colocar el artefacto en el suelo, sentarse en su interior y apretar el botón; ni siquiera tendría necesidad de una fuente de energía convencional, ya que el colector taquiónico la tomaría del propio flujo temporal y para el funcionamiento del equipo electrónico bastaría con un simple batería. Tampoco tendría que preocuparse por el tiempo durante el cual estaría ausente del presente; la traslación temporal sería instantánea, y con independencia de cuanto permaneciera en el Cretácico su retorno tendría lugar instantes después de haber partido.

El único posible inconveniente con el que quizá pudiera tropezar era que un lugareño desconfiado diera aviso a la policía y ésta acudiera a investigar la razón de su presencia allí, lo que le obligaría a dar incómodas explicaciones sobre el cronoscopio. No sin inquietud leyó que tiempo atrás había habido un intento de expoliar las icnitas por parte de excavadores furtivos, lo que había obligado a vallar el yacimiento. Ciertamente él no tenía intención de acercarse por allí sino, por precaución, justo lo contrario fijando su base de operaciones en el lugar más apartado posible; pero el camino era único para todo el páramo, por lo que de alguna manera tendría que procurar vencer la previsible suspicacia de los aldeanos.

Tras buscar la mejor excusa posible decidió hacerse pasar por astrónomo, haciéndoles creer que el cronoscopio era un telescopio experimental con el que deseaba realizar algunas observaciones en el magnífico firmamento nocturno de la zona. En realidad su tosco artefacto no se parecía ni remotamente a un telescopio o a un radiotelescopio, sino más bien a una barroca cabina telefónica; pero tras acoplarle una antena parabólica al techo y un puñado de artilugios que parecían salidos del atrezzo de una película de ciencia ficción de serie B por toda su superficie, el camuflaje quedó relativamente logrado ante los ojos -al menos eso pensaba- de unos pueblerinos que poco o nada sabrían de tecnología científica.

Esta triquiñuela le obligaría a realizar su viaje temporal de noche, lo cual si bien le incomodaba por otro lado no dejaba de ser una ventaja, ya que esto le permitiría ganarse la confianza de los lugareños además de convencerlos de que difícilmente podría dedicarse a expoliar yacimientos paleontológicos en plena oscuridad. Incluso les preguntaría por el mejor lugar para plantar su telescopio, procurando dejar claro su interés por no dañar accidentalmente las icnitas.

El plan no era perfecto, sobre todo teniendo en cuenta que las habilidades sociales no eran precisamente uno de sus puntos fuertes, pero tampoco le parecía disparatado. Eso sí, aunque su cronoviaje durara tan sólo unos segundos, tendría que permanecer en el pelado páramo durante toda la noche fingiendo realizar sus observaciones astronómicas, con independencia de que a un radiotelescopio real no le afecte en absoluto la luz diurna; pero pensaba que así resultaría más fácil embaucar a sus anfitriones abrumándolos con una jerga seudocientífica.

Dicho y hecho. Alquiló una furgoneta asegurándose de que fuera capaz de rodar por esos andurriales y colocó cuidadosamente el cronoscopio en su interior, echándose a la carretera en busca de su destino al que llegó tras un tranquilo viaje de varias horas.

El pueblo era insignificante, apenas un puñado de casas arracimadas en torno a la modesta iglesia, pero al ser verano se veía en él cierta actividad. Aparcó la furgoneta bien visible en la plaza y se dirigió al bar situado enfrente, donde pidió un café con leche. Aparte del dueño del establecimiento tan sólo había en su interior cuatro parroquianos jugando una animada partida de mus, a los que se dirigió fingiendo curiosidad. Cuando uno de ellos alzó la vista interrogándole con la mirada, pidió disculpas por la interrupción preguntándoles por la mejor manera de acceder al páramo.

Acto seguido, sin darles tiempo siquiera para fruncir el ceño, se presentó como profesor de una universidad convenientemente lejana y les contó la historia del telescopio, el magnífico cielo del que disfrutaban en la comarca y toda la sarta de trolas que había trabajosamente enhebrado, haciendo hincapié en que su telescopio era un modelo experimental realizado por él mismo -en esto no mentía- y que deseaba probarlo etcétera, etcétera, etcétera. Por último, se ofreció amablemente a enseñárselo al tiempo que invitaba rumbosamente a todos, incluyendo al camarero, a tomarse una ronda a su cuenta.

Aparentemente la ronda resultó más efectiva que la curiosidad por ver el telescopio, pero no obstante consiguió que el que parecía llevar la voz cantante accediera a interrumpir la partida para echar un vistazo al interior de la furgoneta mientras sus compañeros permanecían en el bar. Pero con esto le bastaba. J.P., dicho sea en honor suyo, hizo un titánico esfuerzo por mostrarse simpático frente al hosco aldeano, que no obstante pareció mostrarse satisfecho tras fisgar el armatoste que para él bien podría haber sido cualquier cosa desde una bomba nuclear a un nuevo tipo de frigorífico, fingiendo entender unas explicaciones que con toda seguridad no entendía.

Volvieron al bar y allí, delante de todos, se disculpó por la tosquedad del diseño del telescopio, arguyendo que al ser un prototipo lo importante era que funcionara y que más adelante se resolvería la cuestión del diseño. Por último, concluyó su representación interesándose por poder reservar una habitación, ya que si bien pasaría toda la noche a campo abierto, necesitaría un lugar para descansar a la mañana siguiente. Respondió el dueño del bar que allí no había ningún alojamiento y que el hostal más cercano se encontraba en la carretera principal, a unos veinte kilómetros de allí, pero tras un rápido gesto del cabecilla que no pasó desapercibido a J.P. se desdijo afirmando que, puesto que volvería cansado después de pasar toda la noche en vela y no era cuestión de conducir tantos kilómetros sin haber dormido, podría prepararle una cama en su casa y también un sustancioso desayuno.

Agradeció J.P. el favor concertando el precio del servicio ante la mirada atenta de los parroquianos y, puesto que ya era mediodía, le preguntó si podía darle algo de comer, a lo que accedió éste. Una hora más tarde, cuando tras el postre saboreaba una copa de brandy peleón -no lo había mejor en el establecimiento-, era consciente de que había logrado vencer la desconfianza de los lugareños a cambio eso sí -de esto se encargó uno de los jugadores, que se escabulló sigilosamente del bar- de que todo el pueblo se enterara de la vida y milagros del visitante. Pero esto no sólo no le importaba sino que le daba garantías de haber logrado su objetivo.

La tarde se le hizo larga, puesto que en el pueblo no había nada que ver y la iglesia, el único lugar que podía tener cierto interés, estaba cerrada a cal y canto. Podría haber preguntado por el vecino que siempre tenía la llave, pero aparte de que el arte no le interesaba sobremanera -lo había pensado como una manera de matar el tiempo-, no quería correr el riesgo de que le consideraran sospechoso de ser un ladrón de obras de arte. Quizá fuera paranoico pensarlo, pero resultaría prudente evitar cualquier gesto que pudiera poner en riesgo su verdadera misión. El problema era el calor, así que volvió al bar a tomar una cerveza.

Cuando el sol comenzó a declinar estimó que era un buen momento para subir al páramo, puesto que sería preferible llegar allí todavía con luz del día. Estaba abriendo la puerta de la furgoneta cuando se le acercó por detrás uno de los jugadores del bar -no era el mandamás, sino otro que no había abierto prácticamente la boca durante toda la conversación- ofreciéndose a acompañarle hasta su destino, ya que el camino conducía directamente al yacimiento de las icnitas y si quería dirigirse a otro lugar del páramo -J.P. hizo un gesto afirmativo con la cabeza- tendría que recorrer el último tramo campo a través, por lo cual convenía que le guiara alguien que conociera el terreno para evitar un posible percance con la furgoneta, que al fin y al cabo no era un vehículo todoterreno. No es que el suelo fuera muy accidentado, añadió, pero había pequeños socavones que podrían dañarle una rueda o bien dejarle atrapado.

J.P. accedió encantado, ya que así mataba dos pájaros de un tiro. Aunque disponía de un mapa topográfico -guiarse por GPS en esos andurriales era una pura entelequia-, su interlocutor tenía razón al recordarle el riesgo de tropezar con algún obstáculo; además, con esta solapada vigilancia lograría vencer las últimas reticencias de los lugareños, a los que aparentemente no les importaba en absoluto lo que pudiera hacer ese chiflado siempre y cuando no se acercara a las icnitas.

Incluso pudiera ser que lo sometieran a una discreta vigilancia, algo que le convenía puesto que lo que le vieran hacer no desdeciría su historia, y ni siquiera se enterarían de cuando el cronoscopio se esfumara para volver a materializarse un instante después. Eso sí, tendría que permanecer toda la noche sentado en el incómodo asiento que había instalado en su interior... o no, puesto que siempre podría decir que el telescopio era automático -lo raro sería que no lo fuera- y que no necesitaba permanecer en éste salvo de vez en cuando para vigilar los controles. Sin duda, la furgoneta sería más cómoda.

Su guía se mostró taciturno, por naturaleza o por precaución, respondiendo con el mínimo de palabras posibles a las preguntas que le hizo, que tampoco fueron muchas. Cuando le manifestó su pesar por crearle un trastorno, ya que debería volver andando hasta el pueblo, éste le dijo que no se preocupara, que estaba acostumbrado a triscar por el monte y el paseo no le iba a suponer la menor molestia. Además así podría ayudarle a sacar el telescopio de la furgoneta, ya que parecía pesar bastante.

Y luego tildan a los de pueblo de tontos -se dijo J.P.-. Éstos saben hilar fino para tenerme vigilado de una manera sutil. Lo que no sospechan, es que a mí me interesa que obren así.

Y ciertamente le resultó útil. Primero siguieron el camino, pero una vez llegados a la meseta su compañero le propuso abandonarlo ya que desde allí éste se dirigía al yacimiento.

-No creo que necesite colocarse al lado de la valla -le explicó-, y además no está permitido entrar sin autorización.

Blanco y en botella. J.P. le respondió que lo único que quería era encontrar un terreno suficientemente llano para asentar el telescopio sin que cojeara o quedara torcido, ya que se trataba de un aparato muy sensible -esto último era verdad-, pero que por lo demás le daba igual un sitio que otro.

Asintió éste y le indicó que se saliera del camino, guiándole por los lugares menos accidentados. Finalmente llegaron a un lugar, casualidad o no situado al otro extremo de donde se encontraba el yacimiento, que J.P. consideró idóneo. El terreno, de dura piedra mesozoica tal como pudo apreciar con agrado, era llano y sólo estaba salpicado por unos cuantos raquíticos matojos ya secos. Así pues paró la furgoneta y entre ambos bajaron el cronoscopio -comprobó aliviado que a él solo le habría costado trabajo hacerlo- y lo colocaron vertical, a modo de estrambótica cabina telefónica, calzándolo con piedras para compensar las pequeñas irregularidades del terreno.

Acto seguido sacó una escalera y se puso a fingir que orientaba cuidadosamente la antena parabólica, pese a que ésta era un mero adorno. Al mismo tiempo, dio las gracias al vecino comunicándole que ya no necesitaba su ayuda.

Éste asintió, ofreciéndose a volver a la mañana siguiente para ayudarle a desmontar el aparato. Nueva prueba de que pretendían mantenerlo vigilado, pero eso era algo que no tenía la menor importancia; a la mañana siguiente ya habría vuelto de su viaje al pasado -en realidad tendría que pasar toda la noche fingiendo realizar observaciones astronómicas-, por lo que poco importaba que hubiera alguien apostado en el camino, invisible desde donde se encontraba, para asegurarse de que no se acercara al yacimiento paleontológico, algo que no tenía la menor intención de hacer.

Ya de vuelta al pueblo se limitaría a desaparecer de allí; si querían que buscaran al falso astrónomo, aunque no pensaba que lo hicieran. De hecho dudaba de que se hubieran tragado su historia, pero lo que sí había quedado claro es que mientras su yacimiento estuviera a salvo no les importaban lo más mínimo las extravagancias que él pudiera hacer. Y todos contentos.

Una vez que se quedó solo se puso a esperar que cayera la noche. En realidad no tenía ninguna necesidad de hacerlo, aparte de que no podía prever -la precisión del cronoscopio no llegaba a tanto- la hora del día a la que llegaría al Cretácico; pero como sospechaba que estaría sometido a una discreta vigilancia, prefirió comportarse tal como lo hubiera hecho un astrónomo auténtico. Además, la oscuridad nocturna -evidentemente había elegido una noche sin luna- ayudaría a que la desmaterialización del cronoscopio pasara desapercibida a cualquier posible observador; aunque el lapso de tiempo entre ésta y la materialización posterior fuera mínimo, siempre sería más seguro asegurarse.

Aunque la puesta en marcha del equipo requería tan sólo unos minutos, dado que todavía había suficiente luz se puso a fingir que estaba atareado entrando y saliendo de la cabina y toqueteando ostensiblemente todos los objetos de atrezzo. No era consciente de ello, pero no carecía de dotes de actor.

La espera se le hizo eterna, así que cuando las primeras estrellas comenzaron a brillar en el firmamento se encontraba ansioso por realizar el experimento. La noche era ideal, tan oscura que tuvo que encender la linterna para recorrer la escasa distancia que separaba la furgoneta, donde se había refugiado para rumiar su impaciencia, del cronoscopio. Todo perfecto y a salvo de testigos indiscretos, puesto que el cronoscopio era imposible de ver apenas a unos pocos metros.

Sintiéndose embargado por un estado de ánimo cercano al frenesí, un nervioso J.P. entró en la cabina cerrando cuidadosamente la puerta, se sentó frente a los controles y procedió a conectar su genial invento. Una vez que la pantalla estuvo encendida utilizó el teclado -siempre le habían repelido las pantallas táctiles- para activar los distintos menús, hasta que finalmente llegó el momento histórico de pulsar el botón que le conduciría al pasado y a la consecución de una de las mayores gestas de la historia de la ciencia.

Lo hizo sin la menor vacilación.

Por desgracia para él, nunca llegó a su lejano destino. O mejor dicho sí lo hizo, pero no pudo saberlo ya que su triunfo científico vino acompañado de su muerte instantánea, lo cual fue una verdadera desgracia al verse privada la humanidad de una mente tan preclara como la suya.

Y lo triste del caso es que todo se debió a un absurdo olvido de alguien que había considerado meticulosamente todos los posibles inconvenientes encontrando la manera de solventar todos ellos, como sin duda habría resuelto éste de haber caído en la cuenta de su existencia. Pero nadie es perfecto, y J.P. no fue una excepción.

¿Que pudo suceder para que se frustraran sus cuidadosos planes? Pues que los árboles no dejaron ver el bosque o, mejor dicho, que los árboles ocultaron a uno, uno solo, que fue el responsable de su trágica muerte.

J.P. había tenido en cuenta casi todos los posibles factores que podrían haber influido en el lugar de aparición de su cronoscopio, asegurándose de que no se encontraría en mitad del vacío ni de que fenómenos geológicos como la erosión, la orogenia, los terremotos o el vulcanismo pudieran afectarlo. Había buscado un terreno que permanecía inalterado desde el período Cretácico. Su vehículo tenía un margen de seguridad razonable para evitar posibles interpenetraciones en el terreno sólido o caídas desde el vacío. Estaba previsto casi todo... pero no todo. Y fue ese detalle, el único que no consideró, el que provocó la catástrofe. Se trataba de la deriva continental.

Parece increíble que algo tan obvio se le hubiera podido pasar por alto a una mente tan preclara como la suya, pero probablemente fue por eso por lo que ocurrió. Lamentablemente J.P. no tuvo en cuenta -ni siquiera se le debió de pasar por la imaginación- que los continentes se mueven, poco a escala humana pero mucho a escala geológica. La antigua Pangea ya se había fragmentado en el Cretácico en dos supercontinentes, Laurasia y Gondwana, y durante este período se fueron perfilando los continentes actuales al mismo tiempo que se desplazaban a causa de la tectónica de placas, ensanchándose el Atlántico mientras Australia y la India realizaban un largo periplo que las llevaría a sus ubicaciones actuales.

En consecuencia, la meseta en la que había instalado J.P. su cronoscopio, aunque ya existía ochenta millones de años atrás y había variado muy poco desde entonces, en el Cretácico Superior no se encontraba en esas coordenadas geográficas sino bastante alejada de ellas. Y quiso la mala suerte que lo que ocupara entonces su lugar fuera una cadena montañosa ahora muy erosionada y distante, pero entonces formada por unos imponentes picos que se alzaban centenares e incluso miles de metros por encima de la cota a la que aparecieron J.P. y su vehículo.

Así pues sucedió lo inevitable y sin posibilidad alguna de evasión, puesto que las entrañas pétreas de la montaña en cuyo corazón se materializaron se extendían en todas direcciones mucha más distancia de la que era capaz de salvar el sistema de desplazamiento del cronoscopio. Y puesto que una de las leyes básicas de la física es el principio de impenetrabilidad de los cuerpos sólidos, las consecuencias fueron inmediatas provocando la muerte fulminante del intrépido investigador, aplastado hasta el último átomo por la mole pétrea que se materializó en el propio interior de su cuerpo.

A la mañana siguiente lo único que encontraron de él fue la furgoneta vacía, sin el menor rastro suyo ni del telescopio. Una rápida inspección del yacimiento de icnitas demostró que por allí no había pasado nadie, pero puesto que tampoco se le vio en el pueblo y éste era el único camino posible de vuelta, lo único que pudieron concluir fue que el excéntrico visitante había desaparecido misteriosamente y con él, y esto era lo más sorprendente su extraño armatoste.

Informada la policía no sin reticencias de los lugareños, que temían ser considerados sospechosos de su desaparición, ésta siguió todos los trámites de rigor y, pese a contar con el detallado testimonio de éstos, que efectivamente le habían estado espiando, no pudo hacer más que tomar fotografías del lugar de los hechos -muestras no encontraron ninguna, salvo las piedras colocadas para calzar el cronoscopio- y llevarse la furgoneta esperando poder encontrar alguna pista en su interior.

J.P. no había dicho su nombre a los aldeanos en ningún momento, pero en la documentación descubrieron la copia del contrato de alquiler del vehículo, lo que permitió identificarlo; pero la policía no pudo pasar de allí salvo que, al registrar su domicilio, se encontraron con una ingente cantidad de documentación -el registro de sus investigaciones- que nadie, ni siquiera los más afamados científicos del país, fue capaz de descifrar, razón por la cual acabó arrinconada en los archivos de una universidad a la espera de que un expurgue periódico acabara con ella para siempre.

Puesto que J.P. carecía de familia y sus relaciones sociales eran virtualmente nulas, fue dado oficialmente por desaparecido y sus bienes -la vivienda, su magra cuenta corriente y poco más- quedaron retenidos a la espera de que, transcurrido el plazo de tiempo estipulado por la ley, se decretara su fallecimiento in absentia, pasando a formar parte del patrimonio público.

Y eso fue todo... ¿o quizá no? Puede que en un futuro quizá remoto un paleontólogo descubra, en el seno de una antigua roca mesozoica, los restos fosilizados del cronoscopio y de su infortunado constructor, si es que su brusca materialización en la piedra no produjo su desintegración total. O puede que no. En cualquier caso, de lo que sí podría haber presumido J.P. es de haber disfrutado de la tumba más longeva de la historia.


Publicado el 23-5-2022