Lo que el tiempo se olvidó



Juan M. había decidido suicidarse. Doblada ya la quinta década de su vida, el balance que hacía de ella resultaba desolador. No porque le hubiera ido mal, sino porque la encontraba anodina y, todavía peor, desoladoramente frustrante.

Él siempre había sido inmune a la inmensa de los estímulos que suele mover al común de la humanidad, los cuales inducen a muchos a correr riesgos innecesarios e incluso a cometer imprudencias de consecuencias graves; a diferencia de ellos él no era ambicioso ni vanidoso, y se conformaba con llevar una vida tranquila libre de sobresaltos y con las necesidades básicas satisfechas. Tampoco tenía vicios ni se dejaba llevar por sus instintos, y como desdeñaba los hábitos mayoritarios de la gente que le rodeaba por considerarlos fútiles, ya desde su infancia se había ganado los remoquetes de raro, rancio, aburrido... algo que, por lo demás, le traía sin cuidado.

Esto no quería decir que careciera de aficiones ni de intereses; los tenía, aunque eran tan poco frecuentes que en la práctica no los podía compartir con muchos. Sobre todo, lo que le gustaba era escribir y pensaba que no lo hacía mal, habiendo acariciado en su juventud el deseo de convertirse en un escritor profesional no tanto por la fama personal, ya que le repelía perder su anonimato, como por la aceptación de sus obras. Aparte, claro está, de la satisfacción de poder vivir de ello, y a ser posible bien, en lugar de verse sometido al yugo de un trabajo que no le satisfacía en absoluto y cuyo único acicate era el cobro de la nómina a final de mes.

Huelga decir que nunca lo consiguió, máxime en el seno de una sociedad que había convertido en ídolos a individuos tales como futbolistas de encefalograma plano, “famosos” entronizados por la telebasura o los recién llegados “influencers” -para empezar odiaba el barbarismo- especializados en no hacer absolutamente nada útil. Pero en lo que se refería a la cultura en general y a la literatura en particular, salvo en casos excepcionales, resultaba más probable ganar el premio gordo de la lotería que hacer de ella tu modo de vida.

Esta cruda realidad le frustró durante mucho tiempo antes de revestirse con la coraza del escepticismo, la cual si bien le protegía de esperanzas baldías, supuso la sentencia irrevocable de sus antiguas esperanzas.

No obstante continuaba escribiendo, aunque sólo fuera por satisfacción propia. Pero como todo tiene un límite llegó el momento en el que se hartó no sólo de escribir, sino también de seguir viviendo en una sociedad cuya deriva cada vez le desagradaba más. Así pues, decidió adelantar lo que de todos modos tarde o temprano sería inevitable.

Dicen que muchos suicidios, consumados o fallidos, son fruto de un arrebato momentáneo en el que la razón cede frente a una exaltación repentina. Será así, pero en el caso de Juan M. la voluntad de hacerlo fue no sólo premeditada, sino también minuciosamente estudiada. Tras atar con cuidado todos los cabos sueltos -carecía de familia cercana, y con la lejana no mantenía el menor vínculo- procedió a dar el paso definitivo con el que diría adiós al despreciable mundo.

Asimismo planeó con sumo cuidado la manera de poner fin a su vida. Por supuesto rechazaba de plano cualquier método teatral o morboso tales como tirarse por la ventana -vivía en un sexto piso-, arrojarse al tren, provocar una explosión de gas, estrellarse con el coche contra el pilar de un puente o el clásico de cortarse las venas, mientras el tiro en la cabeza quedaba descartado por la dificultad de conseguir un arma de fuego; lo último que pretendía era convertir su muerte en un espectáculo para gañanes. Por supuesto tampoco deseaba padecer sufrimientos innecesarios; que quisiera poner fin a su vida no le convertía en un masoquista. Su muerte tendría que ser, pues, tranquila, discreta e indolora.

Finalmente se decantó por un método tradicional y silencioso, el veneno. Pero no serviría cualquiera, lo que descartaba a los más comunes y fáciles de conseguir; no era cuestión de beberse una botella de lejía o atracarse de matarratas. Estaba la opción de una sobredosis de medicinas, pero no conocía lo suficiente ni cual podría ser la más adecuada, ni la dosis ni el tiempo que tardaría en hacer efecto, por lo que no se arriesgó a hacerlo. El monóxido de carbono decían que provocaba una muerte dulce, pero según tenía entendido la misión del catalizador de los coches era precisamente la de eliminarlo de los gases de escape, y tampoco tenía en casa un brasero de carbón o una chimenea que le permitieran generarlo.

Lo ideal sería recurrir al cianuro o a algún otro compuesto de efecto similar, pero tropezaba con el mismo inconveniente que con el arma: la dificultad para conseguirlo, ya que no era cuestión de ir a una droguería a comprarlo. Pero como poseía ciertos conocimientos de química, consultando internet pudo esbozar un método sencillo para obtenerlo a partir de una cantidad suficiente de almendras amargas.

En contra de lo que se pueda pensar, el cianuro no es peligroso mientras está disuelto en agua siempre que ésta no presente un pH ácido. Pero cuando reacciona con un ácido produce ácido cianhídrico, un gas venenoso que puede provocar la muerte por inhalación. No obstante, resultaría más efectivo beber una disolución de cianuro para que su reacción con el ácido clorhídrico del estómago generara el ácido cianhídrico en el interior del aparato digestivo.

Ésta fue la opción elegida. Acumular una cantidad suficiente de almendras amargas -había leído que se necesitarían varios kilos para conseguir una dosis letal de cianuro- fue relativamente fácil, aunque acabó hartándose de comer toda la fruta -melocotones, albaricoques, ciruelas, cerezas- que tuvo que comprar para conseguir los huesos suficientes para extraer de ellos las almendras. Siguiendo recetas fáciles de conseguir en los manuales de química, machacó las almendras obteniendo de ellas un lixiviado que, sometido a destilación y concentración, se convirtió finalmente en una disolución de cianuro potásico -o sódico, pero eso daba igual- con una concentración de veneno muy superior, según sus cálculos, a la necesaria para mandarle al otro mundo de forma indolora y rápida.

Ya estaba casi todo hecho. Tan sólo quedaba beberlo, pero también aquí decidió seguir un ritual. Sentado en su sillón más cómodo -para una vez que te mueres lo normal es buscar la manera de hacerlo lo mejor posible-, sobre una mesita vecina tenía al alcance de su mano el vaso con el cóctel mortal, al que en un toque de sibaritismo había añadido un sabor de su agrado para contrarrestar su amargor natural.

Al lado del vaso reposaba un sobre cerrado en el que explicaba las razones de su decisión sin entrar en detalles que a nadie importaban, haciendo especial hincapié en el método seguido y en la manera en la que había obtenido la ponzoña para evitar que se ensañaran con su cuerpo. No era que le importara demasiado, total él no se iba a enterar, pero le desagradaba pensar que pudieran someterle a tratos que él consideraba vejatorios.

Y eso era todo. Puesto que no tenía herederos se libraba del engorro de disponer de sus magros bienes, con lo cual otro problema menos. Allá se las arreglaran, y quien se quedara con ellos, probablemente el estado, tampoco sacaría mucho partido de ellos.

Alea jacta est , se dijo para sus adentros, expresión sin duda mucho más elegante que el manido Adiós mundo cruel. Tan sólo un breve lapso de tiempo le separaba de la nada, puesto que como buen escéptico estaba convencido de que tras la muerte no iba a encontrarse con ningún mundo sobrenatural.

Alargaba ya la mano para coger el vaso cuando una estentórea voz exclamó:

-¡Espere! ¡No lo haga!

A punto estuvo de derramarlo por el sobresalto. ¿Cómo era que alguien había podido colarse en su casa? Había tomado todas las precauciones posibles, nadie estaba al corriente de sus intenciones y, por supuesto, la puerta estaba cerrada. De hecho, se había asegurado de hacerlo con ésta y con todas las ventanas dado que no deseaba que le descubrieran antes de que el cianuro hubiera ejecutado su trabajo.

Finalmente pudo depositar el vaso en la mesita sin derramar su contenido, pudiendo comprobar que tenía frente a él a un intruso ataviado con estrambóticos ropajes que parecían sacados de una película de ciencia ficción de serie B, incluido el casquete de aspecto metálico que a modo de verdugo le cubría toda la cabeza a excepción de la cara.

-¿Quién es usted? ¿Qué hace aquí? ¿Cómo ha entrado en mi casa? ¡Váyase ahora mismo o llamo a la policía! -sólo después de su última amenaza cayó en la cuenta de que, de hacerlo así, su intento de suicidio se iría al garete.

-Tranquilícese, señor M., y ante todo le ruego que disculpe mi irrupción, por lo demás necesaria. Tan sólo deseo hablar con usted antes de... antes de que se beba ese vaso.

-¿Cómo ha entrado? -volvió a repetir furioso.

-Simplemente me materialicé. Basta con introducirse en la máquina teleportadora, marcar las coordenadas espacio-temporales, pulsar el botón y llegar al destino, aunque como cabe suponer disponemos de unos sensores que nos permiten ver el lugar donde nos vamos a materializar, no es cuestión de hacerlo en una situación imprevista o incluso peligrosa.

-¿Pretende engatusarme con esa verborrea y ese disfraz de ciencia ficción barata? Eso es algo imposible.

-Lo es ahora, pero no en el futuro. Procedo del siglo XXVIII, y allí disponemos de máquinas para trasladarnos por el espacio, por el tiempo o por ambos. Se lo demostraré.

Y desapareció como por ensalmo, pese a que estaba enfrente de sus ojos, para reaparecer un segundo más tarde con un objeto en la mano que Juan M. identificó como el pantalón de un pijama que debería estar guardado en un cajón de la cómoda.

-¿De dónde ha sacado eso? -pese a su forzada agresividad en realidad se sentía intimidado.

-Del segundo cajón izquierdo de la cómoda de su dormitorio, concretamente de debajo del pijama verde y encima del azul celeste. Discúlpeme por haber hurgado en sus ropas, pero es la manera más rápida que se me ha ocurrido de convencerlo.

-¿En apenas un segundo le ha dado tiempo para ir a mi dormitorio, hurgar en la cómoda, escoger un pijama y volver aquí? -la sorpresa de Juan M. era real.

-No. Ha sido un segundo de su tiempo, pero a mí me ha llevado más. Tuve que volver a la cabina de la máquina teleportadora, reajustar las coordenadas, materializarme en el dormitorio, buscar en los cajones una prenda que le resultara conocida y supiera donde estaba y repetir el proceso a la inversa; por cierto, la volveré a colocar en su sitio cuando terminemos de hablar -sonrió-. Lo que ocurre es que la máquina no sólo traslada en el espacio sino también en el tiempo, por lo que una vez que cogí el pijama volví de nuevo a la máquina retrocedí brevemente en el tiempo para volver a aparecer aquí justo después de haberme desmaterializado, ya que no había necesidad de hacerle esperar. Fue sencillo, y espero que efectivo. ¿Me cree ahora?

-No me queda otro remedio -balbuceó el anfitrión. Y viendo que el visitante permanecía de pie, le invitó-. Pero siéntese, si vamos a hablar -hizo un gesto de resignación- es preferible que estemos cómodos.

Éste obedeció, sentándose de forma envarada en el sofá vecino al tiempo que depositaba cuidadosamente el pantalón en el cojín de al lado.

-Se lo agradezco. Podría decir que mi intervención fue oportuna, pero no sería cierto; con la máquina teleportadora es fácil elegir el momento adecuado, y pensé que éste sería el mejor. Dada su resolución por quitarse la vida de forma inminente, necesitaba que el efecto fuera contundente.

-¿Qué le hace pensar que su inesperada aparición me haya podido hacer cambiar de opinión? -preguntó suspicaz.

-No lo pienso -respondió impertérrito el intruso-. Pero sí espero conseguir convencerle de ello una vez que me haya permitido explicarle lo que vengo a decirle.

-Pues cuando quiera -Juan M. hizo un movimiento reflejo en dirección al vaso con cianuro, confundiéndolo inconscientemente con su cotidiana copa de después de la comida. Apercibido de su error, retiró la mano con brusquedad.

-Gracias de nuevo. Y para empezar, es necesario que le recuerde varias facetas de su vida que, como espero comprenderá, son conocidas en mi tiempo aunque no en el suyo... salvo por usted y quizá por algunas amistades íntimas. Nuestros registros, aunque completos, no llegan a ese grado de precisión.

-Continúe -le apremió incómodo.

-Bien, usted fue un escritor prolífico... bueno, todavía lo es. Y también frustrado, tanto que su desesperación le ha llevado al suicidio. ¿Me equivoco? Discúlpeme por la brusquedad, pero no creo que sea necesario, ni conveniente, andar con circunloquios.

-¿Cómo sabe usted eso? Jamás se lo dije a nadie. A nadie -recalcó.

-Porque usted es un escritor famoso en mi época, de hecho uno de los pocos de su siglo que han conseguido salvar el filtro del tiempo.

-¡Vaya! -Luis M. soltó una estruendosa carcajada-. Si al final resulta que acabaré siendo otro Cervantes... por desgracia para mí, con unos cuantos siglos de retraso. ¿Pretende que me lo crea?

-Puede creérselo, puesto que es cierto. Consideré la posibilidad de traer algunas ediciones recientes de obras suyas; pero lo descarté, al menos en este primer contacto, puesto que el formato ha cambiado mucho, ahora los libros se leen mediante los implantes cerebrales que nos injertan al nacer y, claro está, usted carece de él, por lo que sería necesario recurrir a transcripciones que usted pueda leer. Además el idioma ha cambiado mucho en todos estos siglos y bueno... la verdad es que no entendería demasiado. No obstante, si usted accede a nuestra petición, que no es otra que la de renunciar al suicidio, existen maneras de demostrarle que no le estoy mintiendo.

-Un momento -le interrumpió escamado-. Si tanto ha cambiado el idioma en estos siete siglos, ¿cómo es que usted habla perfectamente el español de mi época? Supongo que si yo viajara en su artilugio al siglo XIV, aunque ya para entonces se hablaba castellano me notarían raro al hablar, ¿no?

-En efecto -sonrió el del verdugo-. Pero como cabe imaginar, los prospectores aprendemos previamente el idioma de la época que vamos a visitar, aunque sería más preciso decir que lo asimilamos... por el implante cerebral evidentemente.

-Ya. Bien, admitamos como hipótesis todo esto que me acaba de decir. Resumiéndolo, nos encontramos con que, por una extraña e inesperada conjunción de acontecimientos yo, Juan M., un oscuro escritor aficionado que jamás se ha jalado una rosca, al cabo de mucho, mucho tiempo me he hecho famoso o, mejor dicho, mis relatos se han hecho famosos hasta convertirme en un venerado clásico. ¿Voy bien?

-Disculpe, ¿qué significa jalarse una rosca? -le interrumpió el viajero del futuro sin percatarse del tono irónico de su interlocutor-. Aunque los programas de asimilación idiomática son muy precisos, me temo que algunas locuciones excesivamente coloquiales se les debieron de escapar a los programadores. ¿Acaso se refiere a una falta de éxito, como creo deducir por el contexto?

“Este tío es idiota” -pensó Juan M. al tiempo que asentía con la cabeza.

-En efecto -corroboró en voz alta-. Pero no por ello me considero un escritor mediocre; me refería al conocimiento de mi obra, que ha sido literalmente nulo, ya que sigo pensando que no soy tan malo como para merecerme este ostracismo... pero la sociedad, al menos la de ahora, premia cualquier cosa menos el talento.

-Tiene usted toda la razón -¿le estaba dorando la píldora o era sincero?-. Pero casos como el suyo hay a montones a lo largo de la historia. Antes ha citado a Cervantes, un escritor que en mi época sigue siendo popular o al menos lo es el Quijote; pero como supongo que usted sabrá, durante toda su vida vivió, si no en la pobreza, sí con grandes apreturas, y ni siquiera el éxito de la primera parte del Quijote que le llegó casi a los sesenta años, una edad ciertamente avanzada para su época, le sirvió para mejorar suficientemente sus ingresos. De hecho, murió pobre tan sólo un año después de haber publicado la segunda parte. Su fama, su inmensa y merecida fama, le llegó póstuma.

Hizo un gesto interrumpiendo la respuesta de Juan M., el cual desconfiaba de la sinceridad de su comparación con el escritor alcalaíno, y continuó:

-Pero no es en modo alguno un caso único, ni tampoco el más sangrante. Dentro de la literatura tenemos a su compatriota Gustavo Adolfo Bécquer y a otros como Edgard Allan Poe, Franz Kafka, Emily Dickinson, John Kennedy Toole, H. P. Lovecraft... y muchos más. También ocurrió lo mismo en la pintura, con los conocidos casos de Vincent van Gogh, El Greco, Johannes Vermeer, Gauguin o Toulouse-Lautrec o los de compositores de la talla del Padre Soler, Schubert e incluso el mismísimo Bach, que no alcanzaron su prestigio hasta después de su muerte. Le hablo de personajes que usted conoce, aunque como cabe suponer durante los siete siglos que nos separan han existido muchos más.

-Bien, aceptemos su palabra de que yo me cuento entre ese grupo de privilegiados aunque sea con tanto retraso. ¿Pero qué tiene que ver esto con su empeño en impedir mi suicidio? Por cierto -continuó- ahora que caigo, ¿cómo demonios se me puede conocer, bueno, a mis obras, si he tenido la precaución de borrar previamente todas mis obras, tanto de mis ordenadores y discos duros como de internet? Yo no le pedí a ningún amigo que las destruyera tal como hizo Kafka, lo hice personalmente y le aseguro que puse mucho cuidado en ello.

-Subestima usted nuestra capacidad tecnológica, al igual que en el siglo XIV no podrían haber imaginado siquiera la del siglo XXI. Sus obras no se perdieron, al menos no en su totalidad. Tras su muerte el estado se hizo cargo de sus bienes y encargó a los servicios informáticos de la policía que estudiaran sus equipos para ver si podían averiguar más razones sobre los motivos que le habían llevado a quitarse la vida. Pura rutina, pero quiso el azar que uno de los encargados de hacerlo fuera aficionado a la literatura y al entrar en los discos duros, que usted creía haber borrado, no le fue difícil recuperar buena parte de la información que contenían, incluido un buen puñado de relatos. Tras leerlos le parecieron suficientemente buenos para que se perdieran, y se los envió a un editor amigo suyo que opinó lo mismo que él, con el añadido de que éste encontró un buen reclamo comercial en las circunstancias en que llegaron a sus manos.

-O sea, igual que ocurrió con John Kennedy Toole y su novela La conjura de los necios, que no fue publicada hasta después de que se suicidara, desesperado por no haber logrado que se la publicaran en vida... por cierto, al noveno intento de su madre -ironizó Juan M.

-Bien pensado, la verdad es que se trata de casos bastante similares, con la diferencia de que usted fue, perdón, quería decir es, mucho más prolífico que él, que tan sólo llegó a escribir dos novelas; y que tampoco tuvo necesidad de esperar hasta el noveno intento.

-Vamos a ver -zanjó el escritor, vacilando entre los sospechosos halagos y su deseo de terminar de una vez por todas-. Aquí hay algo que no me cuadra y le advierto, aunque usted ya lo sabrá si ha leído mis relatos, que soy aficionado a la ciencia ficción y por lo tanto estoy bastante de vuelta de todas las posibles especulaciones sobre los viajes por el tiempo.

-Dígame de qué se trata -respondió el visitante sin pestañear-. Al fin y al cabo es para eso por lo que he venido.

-En realidad son dos puntos los que no tengo claros. El primero tiene que ver con las paradojas temporales. Si ustedes son capaces de viajar a cualquier momento de mi vida, y por lo que me ha explicado deduzco que es así, ¿por qué ha esperado a este momento cuando podrían haberse puesto en contacto conmigo antes, cuando mi estado anímico no fuera éste? Asimismo, ¿no podrían haber hecho algunos pequeños ajustes para que mi obra llegara en su momento a las manos adecuadas sin necesidad de esta tragedia previa? ¿O es que necesitaba morirme para que me hicieran caso?

-Intentaré explicárselo. Ya le he dicho que mi misión era precisamente la de evitar que se suicide. En cuanto a por qué elegimos este momento en lugar de otro menos... traumático, me temo que la razón es mucho más complicada y usted carece de la formación científica necesaria para entenderla; tenga en cuenta que todavía faltan varios siglos para que García-Ndong desarrolle la Teoría Cronológica, y eso fue tan sólo el principio de todo.

Hizo una pausa y continuó:

-Podemos imaginar al tiempo como un flujo continuo, un río si lo prefiere, pero este flujo no es constante ni uniforme, sino que se comporta de una forma similar a lo que los físicos de su época denominan régimen turbulento. Esto se traduce en que no todas las coordenadas espacio-temporales son igual de accesibles, ya que si bien hay remansos por seguir con el símil de un río, también nos podemos encontrar con rápidos, torbellinos, ciclones e incluso con zonas de caos total que no es posible visitar. Y también existen lugares donde, aunque podemos llegar, el equilibro es tan frágil que podría romperse con la mínima perturbación. Tenga en cuenta que por encima de todo hemos de evitar todo lo que sea capaz de alterar la historia o, todavía peor, que la conduzcan a un bucle sin fin.

Tras una breve interrupción, que aprovechó para sentarse más cómodamente, prosiguió:

-Por esta razón los viajes por el tiempo, o por el espacio-tiempo para ser más precisos, son estudiados minuciosamente antes de ser autorizados, y asimismo están completamente regulados para evitar accidentes o intervenciones imprudentes e incluso criminales, como ocurrió en los primeros tiempos de su desarrollo. Mi visita aquí y ahora no es fruto de la casualidad, se debe a la existencia de una ventana de estabilidad adecuada... lo cual resultó una suerte para nosotros.

-Lo segundo que quería preguntarle -le interrumpió Juan M., poco convencido de la explicación anterior- es si yo soy un caso único o, como parece lógico, hayan sido más las personas visitadas por motivos similares al que le trajo a usted aquí. En definitiva, si alguno de los autores y artistas de los que hablamos, u otros, se vieron en una situación similar a la mía; porque gracias a sus medios quizás ustedes podrían haber evitado, pongo por caso, que Evariste Galois se llevara a la tumba sus descubrimientos matemáticos por culpa de un desafortunado duelo, o que se perdieran incontables documentos y obras de arte por incendios, catástrofes naturales o guerras y saqueos cuanto menos desde la Grecia clásica -tan sólo los libros perdidos de la Biblioteca de Alejandría fueron un botín extraordinario- hasta ahora.

-Lamentablemente, no es tan sencillo como usted piensa -negó el visitante del futuro con la cabeza-. Ya le he explicado que el flujo temporal es extremadamente complejo y distamos mucho de entenderlo bien. Son muchas las sondas que hemos perdido al intentar explorar una época y un lugar determinados, y más de uno de nuestros prospectores desapareció sin dejar rastro. Pero sí es cierto que hacemos cuanto podemos para preservar y rescatar no sólo aquellos elementos de interés que se perdieron a lo largo de la historia, sino también esos otros que por circunstancias adversas ni siquiera llegaron a salir de la mente o de las manos de sus creadores, como fue el caso de Galois que usted ha citado aunque aquí no logramos evitar su prematura muerte.

-Lo primero lo entiendo, basta con viajar al pasado y conseguir una copia o fotografías de lo que sea -rezongó Juan M. levantándose de su asiento y poniéndose a pasear nerviosamente por la sala-; pero lo segundo no. A no ser que... -se interrumpió.

-Ha acertado -concedió ladinamente el otro-. Y éste es precisamente su caso. Entre lo que se preservó tras su muerte y lo que conseguimos recuperar posteriormente, aunque sería más exacto decir con anterioridad a mi visita -sonrió-, disponemos de la práctica totalidad de su producción literaria. Pero lo que nos falta, y no podremos disponer de ello si usted persiste en sus planes, es lo que habría escrito en todos los años que le quedarían de vida desde este momento hasta que tuviera lugar su muerte digamos... natural. Y aquí no se trata de evitar un duelo, sino de convencerle para que no renuncie prematuramente a la vida.

-Salvo en el detalle de la existencia de un segundo implicado, el duelista rival, no veo mayor diferencia entre Galois y yo -objetó con tozudez volviéndose a sentar, aunque en otro sillón-. En la línea original del tiempo, llamémosla así, ambos fallecemos. Por lo tanto, evitar que él lo hiciera en un duelo, que yo me beba el cianuro o, si lo prefiere, que Mozart falleciera prematuramente dejando sin terminar su Réquiem, o que Sócrates tomara la cicuta, supondría una alteración de la historia en todos los casos, ya que en sus libros de historia o el equivalente que tengan de ellos, estará escrito que todos hicimos mutis por el foro en el lugar y el momento indicados. Y por lo que yo he leído de ciencia ficción, aunque se trate de meras especulaciones literarias, modificar la historia podría acarrear consecuencias indeseables. ¿Me equivoco?

-No se equivoca; su razonamiento es no sólo correcto, sino también acertado -el aplomo del visitante comenzaba a resultarle cargante-. Pero me veo en la obligación de volver a recordarle lo que dije antes. Para empezar, sólo podemos actuar donde las condiciones del flujo temporal lo permiten, lo cual no ocurre siempre. E incluso cuando esto es posible, debemos sopesar minuciosamente todas las posibles consecuencias de la alteración sin que nos sea posible contar con la certeza de los resultados, dado que trabajamos siempre con probabilidades. En consecuencia, sólo en determinados casos podemos intervenir alterando el futuro sin que, por decirlo coloquialmente, corramos el riesgo de meter la pata.

“Parece que sí se ha aprendido nuestra jerga” -se dijo Juan M.-. Y ya en voz alta, añadió:

-De sus palabras deduzco que mi vida, o mi muerte, resultan tan insignificantes de cara a la historia que no ocurriría nada importante si cambiara mi futuro... salvo para mí, claro.

-Lamento que me haya entendido mal, pero no he pretendido decir eso. Alguien insignificante puede alterar drásticamente el futuro si, por ejemplo, atropella a quien estaba destinado a alcanzar relevancia histórica; y viceversa, por supuesto. Usted, ya se lo he explicado, morirá en el anonimato tanto si lo hace ahora como si sobrevive más o menos años, ya que su celebridad no llegará sino hasta mucho después de cualquiera de las dos alternativas, en realidad no antes de que se descubran los viajes temporales. Por esta razón aquí sí podemos intervenir ya que la diferencia entre uno y otro caso, haciendo excepción de lo que le afecta personalmente, se referirá exclusivamente a su obra literaria, más larga y más madura en el segundo de ellos. Claro está que siempre puede surgir algún imponderable no previsto que frustre nuestros planes, hay que tener en cuenta que la estadística nunca proporciona una certeza absoluta, aunque en su caso particular las probabilidades son lo suficientemente altas como para que merezca la pena intentarlo.

-Ya lo veo... -musitó el escritor levantándose de nuevo-. En realidad ustedes no tienen modo de saber, de hecho ni siquiera lo tengo yo, lo que podría llegar a escribir en los años que me queden de vida suponiendo que no me suicide ahora -y ante el mudo asentimiento de su interlocutor, continuó-. Simplemente dan por hecho que seguiría escribiendo y que cada vez lo haría mejor. ¿Me equivoco? Aunque también podría ocurrirme como a Rossini, que se jubiló con treinta y siete años dedicándose el resto de su vida, y murió a los setenta y siete, al dolce far niente.

-Éste es un riesgo que estamos dispuestos a correr -sonrió ligeramente el hombre del futuro-. Porque...

-¡Pues yo no! -le interrumpió violentamente Juan M.-. ¡Y por mí pueden irse todos al diablo!

Abalanzándose sobre la mesita donde reposaba el olvidado vaso, lo asió bebiéndose de un trago su contenido ante la mirada aterrorizada del visitante, que pese a intentar impedírselo no logró su objetivo. Instantes después, lo que sostenía entre sus brazos era tan sólo un cadáver.

-¡Maldita sea! -exclamó abandonando su anterior compostura, al tiempo que soltaba al inerte cuerpo como si fuera un fardo y se arrancaba de un zarpazo el verdugo que albergaba un sofisticado sistema de grabación-. ¡Se me ha vuelto a escapar!

Poco le quedaba por hacer allí, por lo cual tras asegurarse que no dejaba tras de sí ningún rastro de su presencia y colocar al difunto escritor en una postura más digna para un suicidio, ordenó a su implante que le trasladara de vuelta a la cabina de la máquina teletransportadora.

Seis veces con ésta eran las que había intentado convencerle de que no se suicidara, y otras tantas había fracasado. Lo cual, para un agente en prácticas como él, podía suponer una considerable traba de cara a su promoción profesional, condenándole a dedicarse a trabajos de poca monta.

Eso sin contar con las previsibles burlas de sus compañeros, que ya se habían ensañado con sus desdichas sugiriéndole propuestas tan peregrinas como la de traerse con él de vuelta a Juan M. a ver si así lograba convencerle, cambiarle el cianuro por una limonada e incluso, los más zumbones, que fuera a visitarlo al infierno, círculo de suicidas, quinta planta galería derecha, para pedirle todo lo que hubiera escrito desde que residía allá abajo.

Y eso pesar de que, si bien no le había engañado, sí había silenciado cuidadosamente todo aquello que hubiera podido obstaculizar su labor, empezando por que el organismo cronoexplorador para el que trabajaba no era académico ni gubernamental, sino una empresa privada -el adjetivo multinacional había dejado de tener sentido hacía siglos, pero su espíritu seguía siendo el mismo- cuyo modus operandi consistía en saquear el pasado para vender el fruto de su expolio al mejor postor.

Expolio cultural y sólo aquél que pudiera ser convertido en información digital, ya que la cronomáquina no podía trasladar, por complejas razones físicas y tecnológicas, ningún objeto material a excepción del propio operador. Pero eso era algo que importaba poco a los habitantes del siglo XXVIII, acostumbrados desde hacía generaciones a interaccionar con metaversos o entornos virtuales con preferencia a la realidad cotidiana.

Para satisfacer la demanda toda una pléyade de agentes se había dedicado a remontar los meandros del tiempo, en busca de nuevos trofeos con los que aportar distracción a sus ociosos contemporáneos y jugosos beneficios a sus empresas y a ellos mismos, copiando con sus sofisticados instrumentos todo tipo de textos, partituras, cuadros, esculturas y recreaciones virtuales de edificios convertidos hacía mucho en polvo por el inexorable discurrir de los milenios. Así habían logrado acumular un ingente patrimonio disponible para todo aquél que tuviera interés en disfrutarlo y estuviera dispuesto a pagarlo.

En inacabables bancos de memoria estaban almacenada gran parte de la producción literaria, artística, cinematográfica y musical de la humanidad, y hasta el más longevo habitante de una época en la que todos lo eran, habría necesitado infinidad de vidas para poder disfrutar tan sólo de una parte insignificante del total.

A pesar de lo cual, nunca era suficiente. Los ociosos y caprichosos habitantes del siglo XXVIII, siempre ávidos de novedades y por tales entendían todo aquello recién traído del pasado, rechazaban desdeñosamente el ingente patrimonio ya existente con independencia de que no lo conocieran, reclamando aportaciones nuevas de manera continua. Esto obligaba a los prospectores a seguir buscando material inédito, algo que cada vez resultaba más difícil incluso rebajando su calidad intrínseca.

Pero existía otra razón más, por la cual se había intentado evitar el suicidio de Juan M. Puesto que los derechos de autor -éstos no habían cambiado de forma significativa con el tiempo- pasaban a ser de dominio público transcurrido un determinado tiempo tras la muerte de su creador, el descubrimiento de los viajes por el tiempo había conducido a una situación en la que prácticamente nadie podía cobrarlos por razones obvias. Y aunque las compañías cronomineras, como se las denominaba en su jerga interna, basaban sus ingresos en las tasas por reproducción, les resultaba mucho más lucrativo todo aquello que constituyera una novedad absoluta recién traída del pasado, ya que durante un período de tiempo determinado se les reconocía la propiedad exclusiva de los derechos de autor de esos antiguos vestigios. Y como estas iniciativas eran las que más satisfacían la demanda de sus clientes, todos salían ganando.

El problema estribaba en que, para mantener el ritmo exigido por el mercado, era preciso seguir encontrando obras inéditas de autores conocidos los cuales, por lo general, ya habían sido convenientemente exprimidos, por lo que cada vez eran más difíciles de conseguir. Por ello, a alguien se le ocurrió la idea de intentar prolongar la vida de aquéllos que hubieran fallecido de forma prematura cuando todavía se encontraban en plena etapa creativa. Algo que, en esto sí había sido sincero el prospector, no siempre era posible por las razones que había expuesto al difunto Juan M.

Pero cuando estimaban que sí lo era, lo intentaban. Por desgracia para el sufrido agente, éste había tropezado con la tozudez del suicida que, empeñado en consumar su fallecimiento, había burlado todos sus intentos por evitarlo. En estos casos u otros similares, como una muerte accidental o por una enfermedad evitable, el procedimiento a seguir cuando no conseguían evitarlo consistía en volverlo a intentar de nuevo, retrocediendo en el tiempo lo suficiente para evitar que el visitado pudiera recordar lo ocurrido, que para él habría de transcurrir en su futuro, e incluso que el prospector corriera el riesgo de encontrarse consigo mismo. Lo cual, por lo general, solía aumentar las posibilidades de éxito al contar con la experiencia previa adquirida... aunque no siempre.

Y seis fallos consecutivos eran, se mirara como se mirara, demasiados fallos para una única misión. Así pues, el burlado prospector buscó frenéticamente un plan alternativo con el que poder lograr su objetivo, ya que estaban en juego tanto su carrera profesional como su prestigio. Teniendo claro, asimismo, que este nuevo intento habría de ser probablemente el último, ya que era dudoso que le permitieran siquiera intentarlo de nuevo.

Lo cual significaría el fin de su carrera profesional, viéndose relegado a tareas burocráticas sin posibilidad de volver a viajar por el pasado ni, por supuesto, de aspirar a puestos más ambiciosos. Y él no lo deseaba en absoluto, máxime cuando no se consideraba culpable del fracaso sino víctima de la mala suerte de haberle tocado un caso tan problemático, algo que, no dudaba, no sería considerado como eximente o atenuante por sus superiores.

De vuelta a la cabina de la máquina teletransportadora evitó dar la orden de vuelta a la base mientras su cerebro se convertía en un torbellino que buscaba frenéticamente una posible solución al entuerto. Aunque la cabina contaba con un campo de éxtasis que neutralizaba al tiempo, tampoco podría alargarlo mucho ya que, aunque mientras estuviera allí éste no discurriría en la base, sí existían sensores que lo registraban, por lo cual si lo dilataba demasiado éstos acabarían disparando la alarma, algo que tampoco le interesaba.

Recurrió al implante para indagar todos los detalles posibles sobre la vida de Juan M., buscando con desesperación un posible resquicio sobre el que poder actuar. Aunque todavía quedaba margen suficiente en la ventana de probabilidad que había estado utilizando, por lo que podría remontarse una o dos veces más hasta un momento anterior al de su última materialización para intentarlo de nuevo, era consciente de que eso serviría de poco ya que resultaba evidente que seguiría sin poder vencer la terquedad del suicida. Incluso corría el riesgo de que le engañara, fingiendo dejarse convencer para, una vez que se hubiera marchado, consumar su propósito. No, el problema debía abordarse desde un enfoque totalmente distinto. ¿Pero cuál?

Auxiliado por la inteligencia artificial de la cabina, por sí solo le hubiera resultado imposible, recorrió la totalidad de la información sobre la biografía literaria de Juan M. almacenada en los bancos de datos de su compañía, descartando una tras otra todas las ventanas operativas abiertas a lo largo de ésta, con desoladores resultados hasta que...

Estaba a punto de tirar la toalla cuando descubrió el que quizá fuera el único punto débil de la férrea coraza que se interponía ante sus intereses. La probabilidad de poder atravesarla era baja, pero no le quedaba otra opción, por lo que no dudó un instante en que sería eso o nada.

El problema estribaba en que él solo no podía hacerlo, por lo que necesitaría ayuda procedente de otro departamento, ya que para lo que pretendía hacer carecía de competencias. Además, sería necesario forzar un tanto los protocolos de actuación de los agentes en sus expediciones al pasado. El riesgo era grande, pero la alternativa se le presentaba aún peor.

No lo dudó. Por fortuna conocía a la persona adecuada. Y se puso en contacto con él desde la misma cabina de control puesto que el tiempo era oro, en esta ocasión de forma literal.

-¿Jann? Soy Klem. Tengo un problema que sólo tú me puedes ayudar a resolver -dadas las circunstancias, era conveniente ir directamente al grano.

-¡Hola, Klem! ¿En qué lío te has metido ahora? -saludó zumbón-. ¿Tiene que ver algo con tus tropiezos en el tema del suicidio del escritor?

-¡Vaya, sí que corren rápido las voces! -suspiró irritado-. Por lo que se ve, a estas alturas debo de ser ya el hazmerreír de toda la sección. Te envío la información por canal privado, no quiero arriesgarme a que alguien se entere de mis pretensiones. Y tampoco tenemos demasiado tiempo, no podré permanecer mucho más en la cabina antes de volver a la base.

Segundos después, Jann estaba al tanto de lo ocurrido y del plan que se le había ocurrido al prospector.

-Chico, sí que es un buen embrollo, y tu solución me parece elegante... y divertida. Supongo que eres consciente de lo que te arriesgas si se enteran arriba de tus manejos o las cosas se tuercen y no salen como has planeado; yo podría escabullirme, pero tú no.

-¿Me ayudarás?

-Sí, claro, no podía hacer menos por ti. Pero no te quiero engañar, me temo que la cosa no resultará fácil. Estamos hablando de alterar el hilo temporal de este individuo hasta bastantes años antes de la crisis...

-De eso se trata, su resentimiento acumulado durante todo este tiempo hace imposible evitar su suicidio, algo que dicho sea de paso los imbéciles de los supervisores no se molestaron en comprobar.

-Te confieso -respondió su amigo con una risita- que ésta es la razón principal por la que me atrae intervenir junto, claro está, con la de ayudarte. Estoy harto de aguantarlos, y eso que tengo la suerte de no ser un subordinado suyo. Te entiendo perfectamente, y por suerte puedo llegar hasta donde tú tienes vetado.

Jann pertenecía a un departamento conocido coloquialmente como Los bomberos, un arcaísmo lingüístico rescatado de la noche de los siglos que casaba muy bien con su labor de reparar -zurcir lo llamaban ellos- los desgarros y las desviaciones que en ocasiones surgían en el flujo del tiempo tras una intervención poco afortunada de los prospectores. Claro está que desde un punto de vista teórico sólo podían intervenir tras una solicitud formal de los supervisores, pero era un secreto a voces que acostumbraban a tener la tendencia a actuar de por libre, algo que se les toleraba siempre que consiguieran solucionar el desaguisado incluso aunque fuera de manera heterodoxa. Poner trabas burocráticas a quien te sacaba las castañas del fuego no solía ser una buena práctica, y los jefes de muy, muy arriba solían tenerlo bastante en cuenta.

-Mmm... Vamos a ver. Tú deduces que el tal Juan M. arrastró durante la mayor parte de su vida una frustración insufrible por no haber logrado triunfar como escritor, y que pese a que intentó sublimarla en el fondo jamás consiguió superarla, lo que le condujo irremisiblemente al suicidio. Rastreando su biografía literaria has descubierto que durante un tiempo se presentó reiteradamente a un buen puñado de concursos literarios, por considerarlos el primer paso hacia un reconocimiento de su obra, sin conseguir el menor triunfo en ellos. En consecuencia, deduces que ésta fue la verdadera raíz de su frustración y su resentimiento. ¿Me equivoco?

La pregunta era retórica, puesto que todo este planteamiento le había llegado junto con el resto de la información transmitida por su amigo. Pero Klem asintió.

-Por lo tanto, llegas a la conclusión de que dándole un discreto empujoncito, es decir, haciéndole ganar alguno de los concursos a los que se presentó en su día, se desatascaría el problema. Pero como puedes comprobar consultándolos, todos ellos correspondían en su totalidad a convocatorias de poca monta que en su modestia poco podrían haber ayudado a promocionar la carrera literaria de un autor novel. De hecho, esto tan sólo le hubiera servido para satisfacer su ego y conseguir un dinerillo extra, por lo que dudo que esto resulte suficiente para conseguir lo que buscas. Sí, resultaría fácil intervenir para convertirlo en ganador de alguno e incluso de todos ellos, pero en la práctica no conseguiríamos gran cosa salvo quizás mitigar su indignación ante la evidencia, y no le faltaba razón, de que quienes le arrebataban los triunfos, incluyendo a los acaparadores profesionales de premios, no eran mejores que él. Pero de ahí a convertirse en un escritor profesional de éxito media un abismo.

-Evidentemente, pero yo considero esto tan sólo como un primer paso, lo suficiente para animarle a embarcarse en empresas más ambiciosas... como el Premio Satélite -soltó la bomba, puesto que este detalle no se lo había anticipado a su amigo por temor a que éste rechazara su petición.

-¿El Premio Satélite? -respondió éste, perplejo tras consultar la base de datos-. ¿Bromeas? Se trataba del premio literario más prestigioso en la lengua de Juan M., y sus ganadores solían alcanzar tal relevancia que una manipulación de su palmarés podría acarrear alteraciones impredecibles en el devenir cronológico. Klem, créeme, yo te quiero ayudar, pero no me pidas imposibles.

-¿El más prestigioso? -se burló el aludido-. Si sigues leyendo verás que no era eso, sino el más publicitado así como el más rentable tanto para el autor como para la editorial... pero tienes razón en todo lo demás. No obstante, he encontrado una excepción de la que nos podríamos aprovechar. En 20... el galardonado fue un escritor prestigioso, éste sí, ya anciano. Se discutió mucho entonces sobre la tardía concesión de un premio que se merecía desde mucho antes, e incluso se insinuó que le fue otorgado para que pudiera afrontar un costoso tratamiento médico que a la postre le sirvió de poco, puesto que falleció apenas unos meses después. Como comprenderás en poco hubieran variado su vida y su entorno de no haber quedado ganador sino tan sólo finalista. Como ganador, claro está, tendríamos a Juan M.

-¿Y qué pasaría con el antiguo finalista? No se pueden dejar cabos sueltos.

-¡Oh, fue un oscuro y oportunista cazapremios cuyo currículum era tan largo como corto era su ingenio. Te aseguro que no pasó a la posteridad con este premio, ni lo pasaría ni sin él.

-Vaya, veo que lo has estudiado bien, y además no te falta audacia. Sí, podría funcionar al menos en lo que respecta al que despojaríamos del triunfo, en la práctica poco le afectaría y su prestigio literario permanecería incólume, máxime correspondiéndole el premio de consolación, tampoco necesitaba más. En cuanto al otro, creo lo que dices. Pero no sucedería lo mismo con tu candidato, ya que pasar de ser un oscuro escritor aficionado a convertirse en uno de los pilares de la literatura sí acarrearía cambios drásticos no sólo en su vida y de rebote en tu currículum, que en el fondo es lo que buscas -apostilló socarrón-, sino también en todo su ámbito, con ramificaciones complejas y difíciles de evaluar.

-He hecho una estimación de riesgos -respondió Klem con aplomo-. No tan precisa como las que realizáis vosotros, por supuesto, por lo que tendrías que revisarla, pero sí lo suficientemente indicativa. Y si bien es cierto que da un valor alto, por suerte no llega al rojo.

-Aguarda a que lo compruebe -solicitó Jann-. Hum, sí, se queda en el nivel naranja, aunque bastante subidito...

-¿Es viable? -preguntó temeroso su amigo.

-Viable sí, pero también complicado. Normalmente gozamos de manga ancha para intervenir cuando el nivel es verde, pero con el naranja tenemos que andar con más cuidado. No es que los supervisores se entrometan demasiado mientras no armemos un desaguisado, pero en casos como éste en los que el riesgo podría llegar a ser real...

-¿Sí o no? -urgió suplicante.

-Espera, no seas impaciente. He lanzado los simuladores, pero no resulta sencillo desarrollar un sistema tan complejo con un nivel de redundancia diez. ¡Ya está!

-¿Y...? -imploró Klem.

-Sería posible, aunque a costa de la pérdida de buena parte de la producción literaria de tu protegido -recalcó con sorna-; toda la que no llegaría a partir de la concesión del premio, dedicado probablemente a proyectos más lucrativos, y también parte de la anterior, como la que habría dejado de escribir al embarcarse en la escritura de esa novela premiada que todavía no existe salvo quizás en su imaginación. Se conservarían las copias de seguridad de todo ello, por supuesto, pero ya sabes que éstas quedan guardadas en los archivos reservados, fuera del alcance del público; no es cuestión de desorientar a lo clientes -rió.

-Supongo que, en compensación, además de la premiada escribiría más novelas ahora inexistentes... hasta su fallecimiento por muerte natural, espero.

-Es lo más probable, y cabe suponer que sean tan buenas o mejores como lo perdido; pero no sobreestimes nuestras capacidades -replicó divertido Jann-. Son elevadas, pero distamos mucho de ser dioses. La capacidad prospectiva de nuestros algoritmos tiene un límite, y no olvides que trabajamos con probabilidades, no con certezas. Incluso con una probabilidad extremadamente alta siempre es posible una desviación indeseada... pese a que no sea fácil que ocurra. Pero el riesgo existe, aunque éste resulte ínfimo.

-Déjate de circunloquios y vayamos al grano. ¿Se puede hacer o no? O mejor dicho, porque a eso ya me has contestado, ¿estás dispuesto a hacerlo?

-Lo estoy -respondió flemático-. De hecho, mientras estábamos hablando he programado la intervención; no es por presumir, pero me ha salido una pequeña obra de arte.

-Te lo agradezco infinito...

-No te precipites, mi querido amigo; esta chapucilla tiene un precio que me pienso cobrar -le atajó con picardía.

-¿Cómo? ¿Qué? Yo...

-Pero que tú estarás encantado de pagar... o al menos eso espero -concluyó rematando la chanza con una carcajada-. Así que te puedes tranquilizar. Por cierto, ¿eres consciente de que, junto con buena parte de la vida de este hombre desaparecerá de tu expediente todo lo relativo a tu intervención en esta misión? Para lo bueno y para lo malo, matizo.

-Eso era precisamente lo que quería; borrar mi reiterado fracaso y volver a empezar de cero como si no hada hubiera ocurrido. Al no existir suicidio, ya no recurrirán a mí para evitarlo.

-Resulta paradójico que nuestras intervenciones, a diferencia de las vuestras, puedan provocar cambios irrevocables no sólo en el pasado, sino también en vuestro devenir... -reflexionó filosóficamente- “Dios mueve al jugador y éste la pieza. ¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza?” Esto lo dijo un escritor, cuyo nombre no recuerdo, más o menos por la misma época que la de tu última misión, y parece escrita expresamente para nosotros. ¿Habrá alguien capaz de modificar lo que estoy haciendo sin que yo sea consciente de su existencia?

-¿Por qué no vamos al grano -le apremió Klem- y nos dejamos de elucubraciones? ¿Qué es lo que quieres de mí?

-No sé si has tenido en cuenta que aunque tu expediente quede limpio, como espero que ocurra, seguirás siendo un simple prospector en prácticas con unas posibilidades de promoción profesional más bien escasas, incluso si pasas a formar parte de la plantilla fija. ¿Son éstas tus aspiraciones?

-Bueno, yo...

-Responderé por ti: No. Por eso te ofrezco, como forma de pagarme la deuda -rió de nuevo- la posibilidad de llegar mucho más alto. En concreto, pasando a formar parte de mi departamento, donde estoy seguro que podrás desarrollar convenientemente tus aptitudes, que ahora están desaprovechadas. Eso sí, dejarías de ser un agente de campo, nosotros raramente nos metemos en una cabina para viajar al pasado ya que trabajamos desde nuestros despachos. ¿Qué respondes?

-¿Hablas en serio?

-Por supuesto. Otro de los privilegios de los que disfrutamos los bomberos es el de poder reclamar al personal de cualquier otro departamento que consideremos apto para trabajar en el nuestro, saltándonos toda la engorrosa burocracia de la sección de recursos humanos; y bien que les fastidia -concluyó divertido.

»Y te advierto una cosa: si rehúsas, soy capaz de programar una modificación de la realidad para obligarte a hacerlo.

Klem no rehusó.


Publicado el 1-1-2023