El Festival de Frikivisión





De esta guisa representó Verka Serduchka a Ucrania en 2007... y casi ganó
Fotografía tomada de la Wikipedia


O de Eurorrisión, como ustedes prefieran, que acaba de celebrar su quincuagésimo novena edición (59º para los que se trabuquen con los ordinales) con el triunfo, como es sabido, de el/la representante de Austria, un travesti barbudo llamado Thomas Neuwirth en el mundo y Conchita Wurst -Salchicha- en la farándula. Y vaya la que se armó, con los más conservadores rasgándose las vestiduras -en Armenia, Bielorrusia y Rusia se llegó a solicitar que su actuación fuera censurada por sus respectivas televisiones-, amén de que, sospecho, a más de un eurofan -todavía los hay- le daría un soponcio.

Yo, la verdad, poco puedo opinar acerca de la calidad musical de la canción ganadora porque no la oí; en realidad no oí ninguna, ni siquiera la española, puesto que mi interés por este festival es completamente nulo desde hace muchos años, tal como explicaré más adelante. Pero me divierte bastante, eso sí, que este intérprete se las haya apañado para llevarse el gato al agua recurriendo al viejo truco de dar la nota; porque, si bien he leído -y no tengo motivo alguno para dudarlo- que se trata de un buen cantante y de una buena canción, me pregunto si hubiera ganado de no haber montado el numerito que montó, porque ya se sabe que el morbo es siempre un excelente lubricante.

Asimismo, tampoco tengo nada claro lo que he leído por ahí de que su triunfo constituía una importante victoria de los colectivos homosexuales en su lucha contra la discriminación; porque, aunque ni soy homosexual ni me muevo por esos círculos, no veo por qué razón la deseada normalización de estas personas -es decir, su transparencia social en el sentido más literal y positivo del término- tenga que pasar por un montaje tan circense como el de la mujer barbuda, que puede estar bien como espectáculo pero con el que desde luego yo no me identificaría en absoluto -es más, me abochornaría bastante- en el caso de que fuera homosexual. Y les aseguro que si el ganador del festival hubiera sido un sietemachos rezumante de testosterona y con modales a lo Conan, e incluso si lo hubiera sido al estilo del Rhett Butler de Lo que el viento se llevó, al del Rick Blaine de Casablanca e incluso al del Sean Thornton de El hombre tranquilo, me habría fastidiado bastante que me lo intentaran poner como ejemplo de varón heterosexual. Se lo aseguro.

De todos modos, y salvo quizá para la carrera musical de Thomas Neuwirth, a quien le deseo sinceramente los mejores éxitos, no creo que esto vaya a tener demasiada relevancia en el ámbito musical, fuera claro está de su momentánea -aunque importante- audiencia, ni siquiera a los niveles en los que se mueve el susodicho festival que, se mire como se mire, no pasa de ser un venerable y anquilosado fósil.

En realidad no se trata de la primera extravagancia digamos extramusical -el cantante austríaco bien podría haber cantado su canción ataviado de una manera más convencional- en la historia del festival, y ni tan siquiera ha sido la primera exitosa, ya que basta con recordar al grupo finlandés Lordi que en 2006 se proclamó triunfador con una apabullante estética demoníaca frente a la cual su estilo musical, netamente escorado hacia el rock más duro, no dejaba de resultar, al menos para los profanos como yo, meramente anecdótico.

Retrocediendo hasta un lejano 1974 nos encontramos con el revuelo que montaron los suecos Abba con una estética, entonces revolucionaria, que sirvió de caja de resonancia a su famoso tema Waterloo, en una época en la que el pop todavía seguía alejado de las conservadoras pautas del festival... recuerdo, a modo de anécdota, que lo que más me sorprendió -yo era entonces adolescente- no fue ni la súbita irrupción de la música discotequera en el hasta entonces severo festival de Eurovisión, ni tan siquiera los impagables trajes y atalalajes rematadamente horteras, se mire como se mire, que lució el cuarteto, sino ver que el director de la orquesta había cambiado el tradicional traje negro por un disfraz de Duque de Wellington.

Muchos años después España también pondría su granito de arena, aunque sospecho que sin el menor entusiasmo por parte de Televisión Española, cuando en el proceso de selección del intérprete para la convocatoria de 2008 se les coló -cosas de la democracia musical, y si no que no dejen votar a los espectadores, aunque se queden sin el jugoso negocio que comparten a medias con las compañías telefónicas- el inefable Rodolfo Chikilicuatre con la descacharrante Baila el Chiki-Chiki, una descarada mofa del carpetovetónico festival que, a diferencia de los ejemplos anteriores, no fue planeada para ganar sino tan sólo como una gamberrada cuyo éxito sorprendió incluso a sus promotores. Y fue una lástima que no ganara -de hecho quedó en decimosexta posición sobre un total de veinticinco países participantes en la fase final, por delante de Alemania, Francia, Gran Bretaña y Suecia, entre otros-, porque entonces el cachondeo habría sido sublime. Es que estos europeos no tienen sentido del humor...

Lo curioso del caso es que, al menos en estos últimos años, las actuaciones frikis han solido menudear en las diferentes ediciones del festival de Eurovisión, aunque al no ganar en su mayor parte -salvo en los casos anteriormente indicados, que yo sepa- no pasaron de ser una anécdota, en ocasiones tan insólita como el Pavo Dustin, una marioneta que representó a Irlanda en 2008 -el año de Chikilicuatre- cosechando un resultado todavía peor que el del bufón español, puesto que ni siquiera logró pasar a la fase final... aunque en 2007 el ucraniano Verka Serduchka estuvo a punto de ganar -quedó segundo- con la que posiblemente sea una de las escenificaciones más psicodélicas de toda la historia de Eurovisión.

En realidad, he de reconocerlo, yo no soy el más indicado para hacer no ya una crítica, sino incluso un análisis de las canciones concursantes en Eurovisión, dado que me desentendí por completo de este tema al llegar a la adolescencia, momento en el que mi mayor espíritu crítico coincidió con un cambio de rumbo del festival tras el impacto bajo la línea de flotación que supuso el citado triunfo de Abba, a partir del cual ya nada volvería a ser igual dado que su tradicional línea melódica y conservadora fue desplazada por otra más “moderna” -entre comillas- mucho más afín al pop y al rock y, por lo tanto, potencialmente más comercial... me estoy refiriendo, claro está, a la tendencia mayoritaria de las canciones participantes, ya que evidentemente siguió habiendo un poco -aunque cada vez menos- de todo.

Teniendo en cuenta que mi afición por estos dos géneros -pop y rock- y por todos sus afines ha sido siempre virtualmente nula, se entenderá que dejara de interesarme en el festival y que, con posterioridad a la digna intervención de Sergio y Estíbaliz en 1975, un año después de Abba, me despreocupara incluso de la participación española, de modo que, salvo algunos casos muy concretos como el meritorio segundo lugar de Betty Misiego en 1979, el estrepitoso fracaso de Remedios Amaya en 1983 -la manía de seguir metiendo españoladas pese al descalabro de Peret años atrás- o la machacante -y eso que no veía Operación Triunfo- participación de Rosa López en 2002, sería incapaz de citar de memoria a la inmensa mayoría de los cantantes y de las canciones que interpretaron. De hecho, incluso consultando la lista de la Wikipedia me encuentro con que muchos de ellos me siguen resultando unos completos desconocidos, y sospecho que a la industria discográfica también.

Por si fuera poco, hacia finales de la década de los ochenta el festival de Eurovisión había caído en una profunda decadencia que hacía pensar incluso en su desaparición, con bastantes países -entre ellos España- participando a desgana con cantantes de tercera fila que pasaron desapercibidos sin pena ni gloria, e incluso con Italia, uno de los pesos pesados, dejando de participar durante bastantes años. Su salvación vendría a raíz de la caída del Muro de Berlín en 1989, ya que este hecho supuso el ingreso en la Unión Europea de Radiodifusión, a principios de los años noventa, de todos los antiguos países comunistas, incluyendo aquellos surgidos de la fragmentación de la Unión Soviética, Yugoslavia y Checoslovaquia. Y fueron bastantes, más de una veintena, a los que se sumaron algunos que hasta entonces no se habían interesado por el evento tales como Andorra, San Marino o Islandia.

Tamaño incremento de participantes, unido al hecho de que estos nuevos miembros llegaron con unas ganas de triunfar olvidadas ya por los tradicionales, produjo una revitalización del añejo festival cuando probablemente ya nadie se lo esperaba, y todavía más cuando empezaron a cosechar triunfos países como Estonia (2001), Letonia (2002), Ucrania (2004), Serbia (2007), Rusia (2008) o Azerbaiyán (2011). Esto motivó, probablemente, que España se lo empezara a tomar algo más en serio a partir de 2002, cuando la triunfita Rosa López logró quedar en séptima posición, la mejor desde entonces... lo cual no impidió que en años posteriores, excepción hecha de la bufonada del Chiki-Chiki, volviera a pegar bandazos, algunos tan clamorosos como la pachanguera participación en 2006 de Las Ketchup -su nombre artístico ya lo decía todo- con una canción del verano químicamente pura, las cuales no sólo hicieron el ridículo más espantoso con su actuación -al menos Rodolfo Chikilicuatre nunca pretendió tomárselo en serio- sino que además estuvieron a punto de quedar las últimas, en el puesto número 21 sobre un total de 24... y eso que España, por tener enchufe, se había librado de tener que pasar por las eliminatorias previas implantadas dos años antes.

Y si en lo que respecta a España, al menos durante los últimos treinta y tantos años, se podrían contar con los dedos de una mano las canciones presentadas al festival no ya con una mínima calidad musical, sino tan siquiera exitosas comercialmente, ¿qué se puede decir del resto de los países? Insisto en que mis conocimientos al respecto son mínimos, pero cuando por casualidad algunos años, durante las votaciones, tuve ocasión de atisbar unos pequeños fragmentos de las actuaciones que competían por el premio, lo que vi de forma mayoritaria fueron pachangas discotequeras clónicas -salvo por el rótulo del país lo mismo podían ser de Islandia, de Montenegro, de San Marino o de la República Sudafricana, si a ésta le hubiera sido posible participar- y más de una y más de dos patochadas jugando la carta, por lo general fallida, de la extravagancia, a veces justo es reconocerlo con unos resultados muy logrados... como extravagancia.

En definitiva, lo que toda esta morralla haya podido aportar al patrimonio musical europeo, incluso al cada vez menos exigente público aficionado a la comúnmente llamada -al menos en mi juventud- música moderna, mucho me temo que sea muy, pero que muy poco, aun contando con la condición efímera de este tipo de canciones en las que los decibelios, la matraca rítmica y, sobre todo, la parafernalia escénica parecen tener mucha más relevancia que su valor musical intrínseco.

Al menos Abba, aunque a mí personalmente nunca me gustó lo más mínimo, hacía buen pop, mientras que de los finlandeses de Lordi decían -confieso que cada vez que oigo ese tipo de música me entran unos irrefrenables deseos de salir corriendo, con lo cual poco es lo que puedo opinar objetivamente de ella- que hacían buen rock duro, cosa de la que no tengo por qué dudar... pero, mucho me temo, éstas no dejan de ser excepciones a la ramplona regla.

Así pues, parafraseando a Cicerón, permítanme despedirme con esta pregunta inspirada libremente en su Catilinaria: ¿Hasta cuándo abusarás, Eurovisión, de nuestra paciencia?


Addenda de 2021




El grupo italiano Maneskin, ganador del concurso de Eurovisión en 2021


Han pasado siete años desde que escribiera el artículo, por lo que cuento con una perspectiva de seis convocatorias más dado que la edición de 2020 fue suspendida por la pandemia de covid. Durante este período las canciones ganadoras del festival fueron las siguientes:

En 2015 la sueca Héroes, una -copio de la Wikipedia- “canción pop cuya letra habla sobre el acoso escolar”, cantada como cabía suponer en inglés.

En 2016 la ucraniana 1944, cantada en “inglés y tártaro de crimea” (sic) y dedicada a “la deportación de los tártaros de Crimea” por Stalin, lo que motivó críticas por su evidente politización justo dos años después de la anexión de esta península por Rusia.

En 2017 saltó la sorpresa cuando Portugal, que siempre había sido un convidado de piedra, se llevó por vez primera el galardón con Amar pelos dois, una canción clásica -y además bonita- y un cantante en las antípodas del postureo exhibicionista de los últimos años; y además en portugués, lo que todavía era más mérito.

Lamentablemente la esperanza duró poco y en 2018 ganó Israel con Toy, una conseguida macarrada -por supuesto también en inglés- cantada por una friki químicamente pura; eso sí, loaba el “empoderamiento femenino” y hacía “una crítica de la visión de la mujer como un objeto”, algo que siempre dará buen rollito en estos tiempos de corrección política hasta en la sopa. Así pues, ¿qué importaba que musicalmente fuera una birria?

Holanda fue la ganadora en 2019 con Arcade, una canción más normal también en inglés, muy moderna y a mi parecer sin mayores méritos; vamos, una del montón de esas que te sueltan las cadenas especializadas en videoclips con las que acostumbran a torturarnos en bares y otros establecimientos.

Y, como no podía ser menos, en 2021 volvió a ganar el frikismo en su versión rockera de manos de la italiana -¡Italia, qué bajo has caído!- Zitti e Buoni, que por lo menos -no todo iba a ser malo- estaba cantada en su idioma. Para empezar el aspecto de los integrantes de la banda que la interpretaba ya decía bastante, con su imitación de la trasnochada parafernalia de David Bowie, incluidos collares de perro. Supongo que a los acérrimos de esta variante de rock -desconozco a qué grado de la escala de dureza corresponde- les gustaría, pero dudo mucho que esta canción, a la que tuvieron que suprimirle los tacos, encajara demasiado en el espíritu original del festival.

No quedó ahí la cosa; aunque no vi el festival sí he repasado las fotografías de las diferentes actuaciones, encontrándome con puestas en escena tan esperpénticas como la de la corista alemana ataviada con un extraño traje en forma de peineta -la digital, no la del pelo-, con el enhiesto dedo corazón oficiando de turbante, o el cantante noruego encarnado en ángel con su traje plateado, su manto blanco, sus alas con muchas plumas y, a modo de propina, los grilletes que le aprisionaban manos y tobillos; seguramente hubo más, pero no he tenido interés en buscarlos. Aunque, bien pensado, estas extravagancias no son muy diferentes de las perpetradas desde hace años los directores de escena de los más copetudos teatros de ópera, empeñados al parecer en ver a quien de ellos se le ocurre la cagada -a veces literalmente- más escandalosa.

¿Y España? Pues por variar, a verlas venir. Y eso que probó casi de todo en estas últimas seis ediciones: pop clónico (2016), pachanga discotequera (2017 y 2019), balada romántica (2018) y canciones de muy aceptable nivel (2015 y 2021). Incluso un par de años cometió la herejía de cantar en inglés, por completo o parcialmente. Pero ni por esas; en 2015 España quedó en el puesto 21º; en 2016 en el 22º; en 2017 en el 26º y última; en 2018 en el 23º; en 2019 en el 22º, y en 2021 en el 24º, siempre sobre un total de 26 participantes excepto en 2015, que fueron 27 a causa de la exótica incorporación de Australia. Y eso que nuestro país es uno de los cinco privilegiados, junto con Francia, Italia, Alemania y Gran Bretaña, que a golpe de talonario están exentos de pasar las eliminatorias de las semifinales; de no ser así, cabe dudar que hubiera logrado clasificarse para las fases finales.

Las estadísticas globales son todavía más demoledoras. En las 65 convocatorias del festival España tan sólo ganó en dos ocasiones, en 1968 con el La, la, la de Massiel y en 1969 con Vivo cantando de Salomé, empatada en esta última con Francia, Holanda y Gran Bretaña, por lo que en puridad habría que hablar de 1,25 victorias. Bromas aparte, estos dos galardones suponen tan sólo poco más de un 3% del total, y el último tuvo lugar hace ya más de cincuenta años.

Por el contrario Irlanda ha ganado siete veces, Suecia seis, Holanda, Gran Bretaña, Luxemburgo y Francia cinco, Israel cuatro y Dinamarca, Italia y Noruega tres, mientras Ucrania, Austria, Alemania y Suiza comparten dos triunfos con España y otros doce países, algunos tan infrecuentes como Azerbaiyán o Turquía, lo hicieron en una ocasión.

Así pues, la participación global de España en el festival se puede considerar, siendo generosos, mediocre; todavía más teniendo en cuenta que sus buenas clasificaciones, además de las victorias de 1968 y 1969, quedaron muy atrás en el tiempo: cuatro segundos puestos en 1971, 1973, 1979 y 1995; un tercer puesto en 1984; dos cuartos puestos en 1970 y 1991, y un quinto puesto en 1990. Diez podios en total, el último de ellos hace ya veintiséis años.

Por el contrario, en dieciocho ocasiones quedó clasificada por debajo de los diez primeros puestos y en otras catorce ni siquiera alcanzó el vigésimo, por lo que justo en la mitad de las convocatorias, 32 de un total de 65, España ha sido una mera comparsa cuando no ha hecho directamente el ridículo. Todavía más grave es el hecho de que desde el año 2000 hasta ahora, es decir, en las últimas 21 convocatorias, el puesto más alto alcanzado por nuestro país ha sido el sexto de 2001, seguido por el séptimo de 2002, el octavo de 2003, el noveno de 2014 y los décimos de 2004 y 2012, mientras de las quince participaciones restantes cuatro quedaron por debajo del décimo y las otras once por debajo del vigésimo.

Poco más se puede añadir, salvo recordar que la bufonada del Chiqui-chiqui -quedó en la décimosexta posición en 2008- superó en este mismo intervalo de tiempo a catorce canciones serias -al menos bastantes de ellas lo eran- de un total de veinte. Así pues tampoco nos fue tan mal con Rodolfo Chikilicuatre, por mucho que se rasgaran las vestiduras los eurofans.

Resumiendo: Puesto que mi interés por este festival, y todavía más por el tipo de música mayoritaria en él es, vuelvo a repetirlo, nulo, no me considero el más adecuado para juzgarlo. Pero analizando la fría estadística de los resultados, y teniendo en cuenta que nos cuesta un buen dinero -617.000 euros este año, según la prensa- a cambio del flaco privilegio de estar clasificados de oficio, me pregunto si no sería mejor darle carpetazo y olvidarnos de él; o, si se prefiere, tomárselo en serio para dejar al menos de hacer el ridículo año tras año.

Pese a que distan mucho de importarme los hipotéticos triunfos futuros de nuestro país en algo tan feble que ni siquiera aporta el más mínimo prestigio, no ocurre lo mismo con lo que considero un derroche innecesario y un ridículo espantoso -no siempre por culpa de los cantantes y las canciones que nos representaban- perpetuados año tras año. Para este viaje no hacían falta alforjas, aunque mucho me temo que los prebostes de Televisión Española, desconozco por qué motivos, no deben de pensar lo mismo, pues nada hacen por intentar evitarlo.




Ver también:
Eurovisión 2022. ¿Casi...o no?


Publicado el 14-5-2014
Actualizado el 23-5-2021