Los museos de arte ¿contemporáneo?





El abrazo, de Juan Genovés, el cuadro que no gustaba al Museo Reina Sofía


Según el Diccionario de la Real Academia Española, el adjetivo contemporáneo se refiere, según su primera acepción, a lo existente en el mismo tiempo que otra persona o cosa, o bien, conforme a la segunda, a lo perteneciente o relativo al tiempo o época en que se vive. Existe una tercera acepción que nos remite a la Edad Contemporánea, pero como el inicio de ésta suele estar fijado en la Revolución Francesa, se trata de un concepto histórico de difícil aplicación a nuestra vida cotidiana, ya que dudo que a estas alturas nadie se pueda considerar demasiado contemporáneo de Luis XVI o de Robespierre.

Así pues quedémonos con las dos primeras refundiéndolas en una sola, lo que viene a coincidir con el criterio habitual de considerar contemporáneo a todo aquello de tu tiempo, no necesariamente actual aunque, como resulta evidente, lo actual siempre será contemporáneo... lo cual nos plantea una nueva duda ya que, en un sentido estricto, ¿se puede considerar contemporáneo a todo aquello anterior al nacimiento de cada uno?

Como tampoco es cuestión de enredarse en disquisiciones bizantinas, lo más práctico es asumir el concepto de contemporaneidad tal como se entiende habitualmente y que, dentro de un margen flexible, abarca en general, y de forma aproximada, el siglo XX y lo que llevamos del XXI... aunque no faltará quien traslade su inicio hasta la I Guerra Mundial o, incluso, hasta la II. Pero para simplificar las cosas, nos quedaremos con el intervalo de tiempo que va desde 1900 hasta el momento actual.

Claro está que también dependerá del ámbito en el que nos movamos. Y como este artículo está dedicado al arte contemporáneo, conviene echar un vistazo a los criterios que lo definen como tal. Huelga decir que también aquí tropezamos con las mismas discrepancias o, incluso, con otras todavía mayores, pero en general suele considerarse como tal al arte del siglo XX -quizá también parcialmente al de finales del XIX- y, como propina, al del siglo XXI.

Sin embargo, aquí el problema no es tanto cronológico como cualitativo. Ciertamente en los albores del siglo XX se produjo una eclosión de las denominadas vanguardias artísticas, unos movimientos muy dispares que, siguiendo la estela del impresionismo pero de una manera mucho más agresiva, intentaban romper con todos los cánones estéticos heredados del pasado, razón por la que nuestro límite temporal parece estar bastante acertado. Pero al mismo tiempo, y como cabe suponer, no todos los artistas de entonces, ni tampoco los de ahora, se adscribieron en masa a estas tendencias, bien manteniéndose fieles a los cánones tradicionales -lo que podríamos denominar el arte figurativo, o académico-, bien moviéndose por el amplio espacio intermedio existente entre ambos extremos.

Lo malo fue que los vanguardistas -llamémosles así en aras de la simplicidad- no se conformaron con disfrutar de una plena libertad creativa impensable hasta no mucho antes sino que, yendo mucho más allá, hicieron todo lo posible para anatemizar a quienes no comulgaban con sus postulados estéticos, llegando incluso a monopolizar el término de arte contemporáneo tal como si el arte de todos aquéllos más respetuosos con la tradición no fuera contemporáneo suyo... aberración que, pese a toda lógica, acabó arraigando, hasta el extremo que los autodenominados museos de arte contemporáneo actuales suelen estar dedicados en exclusiva, o casi, al arte vanguardista, dejando relegadas al resto de las tendencias.

Sin ánimo de hacer en esta ocasión -tiempo habrá para ello- juicio de valor alguno sobre la calidad de estas obras, lo cierto es que hemos llegado a una situación de tiranía artística, o poco menos, bastante similar a la que en su día denunciaron con toda razón los promotores del movimiento impresionista, llegando el descaro de los gurús de las vanguardias a desdeñar cuando no a anatemizar, y por supuesto a boicotear, a todo aquello que no encaje con sus respetables pero muy particulares gustos artísticos, tildándolo de retrógrado o incluso de cosas peores.

Y si no lo creen, dense una vuelta por alguno de los principales museos de arte contemporáneo empezando por el propio Reina Sofía, paradigma de este problema que estoy denunciando. Y aunque basta con visitar sus salas o consultar su catálogo para constatar lo sesgado de su colección permanente y de la mayoría de sus exposiciones temporales, voy a recordar aquí varias historias, sobradamente conocidas por lo demás, que demuestran lo cierto de esta situación.

¿Recuerdan el cuadro titulado El abrazo, de Juan Genovés? Fue pintado en 1976, y a su innegable valía artística suma su gran simbolismo -fue utilizado por la todavía ilegal Junta Democrática como base para un cartel solicitando la amnistía de los presos políticos franquistas-, hasta el punto de que se le ha considerado unánimemente como un icono de la Transición al igual que el Guernica lo es de la Guerra Civil. Amén de ser ampliamente conocido, este cuadro sirvió de modelo para el monumento que, en homenaje a los abogados de Atocha, se alza en la madrileña plaza de Antón Martín. Dada la fecha en la que fue pintado difícilmente se le podrá negar su condición de contemporáneo, por lo que no es de extrañar que, tras haber estado a la venta en una galería neoyorkina y ser comprado en 1980 por el Ministerio de Cultura, en 1988 pasara a ser propiedad del recién creado Museo Reina Sofía... pasando casi treinta años arrinconado en sus almacenes, salvo en las contadas ocasiones en las que fue cedido para exposiciones temporales, hasta que en enero de 2016 fue entregado al Congreso de los Diputados, que le otorgó por vez primera un trato digno. Y estamos hablando de un cuadro cuyas múltiples reproducciones le han convertido en uno de los más conocidos de su época, lo que no le libró de la ignominiosa e injustificable clandestinidad a la que fue sometido por parte de los sucesivos responsables de este museo.

Y no se trata de un caso único. En 1992, recién abierto este museo al público, Antonio López tuvo un rifirrafe con su directora retirando su autorización a una exposición antológica de su obra en protesta por la discriminación a la que se había sometido a los autores de la corriente realista, marginados en la colección permanente de la nueva pinacoteca pese a ser tan contemporáneos como sus otros colegas. Dado el tiempo transcurrido desde entonces no resulta fácil rastrear por las hemerotecas en qué acabó la cosa, aunque finalmente la exposición se acabó celebrando un año más tarde y en la actualidad la colección permanente del museo alberga varias obras del pintor hiperrealista manchego. Claro está que, de no haber sido un artista de su prestigio, lo más probable es que estos exquisitos hubieran seguido en sus trece... y si no en sus trece, mucho me temo que todavía hoy siguen al menos en sus doce y media, ya que basta con echar un vistazo a su catálogo, o visitar el museo, para descubrir que el arte vanguardista en todas sus variantes sigue ganando por goleada al resto de las tendencias, y no sólo a las realistas o hiperrealistas, siendo de todo punto impensable -ahí está el ejemplo de Genovés- que artistas de la talla de Ferrer Dalmau, por citar un único nombre, acaben viendo colgados sus cuadros allí, aunque tengo mis dudas de que esto importe demasiado a los interesados.

Volvemos ahora a una época relativamente cercana, 2015, para encontrarnos con la noticia de que el Museo del Prado y el Reina Sofía realizaron un intercambio de obras, 824 cedidas por este último al Prado por 31 que siguieron el camino opuesto. Lo primero que llama la atención, evidentemente, es la exagerada desproporción -casi de 27 a uno- entre ambas cesiones; y como ésta fue a favor del Museo del Prado, cabe sospechar que se trata de obras sobre las que el Reina Sofía no tenía el menor interés... sobre todo teniendo en cuenta que, además, éste había perdido el rastro a otras 57 -menuda manera de preservar su patrimonio- de las que se desentendía por completo, pasándole el marrón a su colega. Curiosamente, el parteaguas del reparto, que necesitó una laboriosa negociación de casi veinte años, fue establecido, con algunas excepciones, en 1881, la fecha de nacimiento de Picasso, como si el artista malagueño hubiera sido capaz de pintar ya desde su cuna...

Chistes aparte, lo cierto es que no me parece lógico fijar divisorias en los años de nacimiento de cualquier artista, ya que lo lógico sería hacerlo en función de hechos significados como la exposición impresionista de 1874 o el inicio del cubismo en 1907 con Las señoritas de Aviñón de Picasso... eso sin contar con que, en la práctica, lo que viene haciendo el Reina Sofía desde su creación es delimitar esa nebulosa frontera no en base a una fecha determinada sino en función de unos estilos artísticos determinados, y si no que se lo digan a artistas desahuciados como Genovés pese a haber nacido con bastante posterioridad a Picasso... pero doctores tiene la Iglesia, aunque muchas veces no haya manera humana de adivinar en qué disciplina. El caso es que -copio una noticia del diario electrónico El Español fechada el 20 de noviembre de 2015- no se entiende muy bien qué pintan en el Reina Sofía cuadros de Julio Romero de Torres o de Ignacio de Zuloaga, o en el Prado los de Vassily Kandinsky o Paul Klee...

Eso sin considerar, claro está, el abandono al que, salvo excepciones, está sometida la pintura española del siglo XIX... pero ésta es ya otra historia.


Publicado el 16-11-2016