Sostenella y no enmendalla





¿Tan difícil es reconocer que el otro no tiene la culpa?


Me ocurrió recientemente, durante un viaje en tren de esos que hasta hace poco se conocían como regionales y ahora Renfe se empeña en denominar, no sé por que, con el insulso y anodino nombre de media distancia. Pero esto es secundario.

Así pues, vayamos al grano. Habíamos comprado previamente los billetes en internet y teníamos los asientos reservados, por lo que lo primero que hicimos fue buscar el vagón que nos correspondía -coche, para Renfe-, concretamente el número 2, y nos sentamos tranquilamente en nuestros asientos.

¿Dije tranquilamente? Pues la tranquilidad duró poco, puesto que en el panel luminoso del interior del vagón de repente el número 2 se cambió por un 5. Yo estaba seguro de que en los paneles exteriores figuraba un 2, pero... Cuando más mosqueado estaba, el intruso 5 se volvió a trocar en un 2, lo que me hizo respirar aliviado... para volver a transfigurarse inmediatamente en un 5 e iniciar un rigodón que me hizo pensar que quizá nos hubiéramos metido en el vagón tres y medio. Ante tamaño baile de cifras, huelga decirlo, opté por desentenderme dedicándome a ver el paisaje, bastante atractivo por cierto.

Este armisticio duró justo hasta que llegó el revisor, perdón, interventor. Le enseñamos los billetes y nos dijo, en un tono, si no desabrido, sí carente por completo de amabilidad, que nos habíamos equivocado de vagón, porque el nuestro era el 2 y estábamos en el 5. Yo, que llevaba oliéndome la tostada desde que empezara el cachondeo digital, le expliqué lo que pasaba y que la culpa no era nuestra, sino del voluble indicador que, al parecer, no conseguía ponerse de acuerdo consigo mismo en el dichoso número del vagón.

¿Piensan ustedes que el revisor se disculpó? ¿O que tan siquiera nos explicó amablemente lo que pasaba? Inocentes... No, insistió secamente en que esos no eran nuestros asientos, y que tendríamos que cambiarnos puesto que en la próxima estación montarían sus legítimos propietarios.

Al llegar a este punto yo ya me había hecho una idea bastante cabal de lo que ocurría; el tren constaba de dos unidades de tres vagones cada una, y los dos vagones centrales eran los correspondientes a los ordinales 2 y 5. En resumen, y por razones que ignoraba, el sistema informático del tren, o lo que fuera, se había hecho un lío a la hora de empezar a numerar los vagones por un extremo o por el otro. Pero nosotros, evidentemente, ni teníamos la culpa de ello ni nos habíamos equivocado ya que, lo reconozco, carecíamos de poderes paranormales.

La cuestión era que no sólo teníamos que cambiar de vagón sino también de unidad, debiendo bajarnos en la próxima estación -cargando con las maletas, claro- y volvernos a subir en la unidad delantera, puesto que no había comunicación interior entre ambas. Aparte de la evidente incomodidad, lo que a mí me fastidiaba más era que el tozudo revisor siguiera sin esbozar un atisbo siquiera de disculpa. Así pues porfié con él no por el huevo, sino por el fuero.

Finalmente, y gracias a mi insistencia -porque les aseguro que me costó bastante trabajo arrancársela-, conseguí que el berroqueño revisor reconociera, a regañadientes y casi como si le estuvieran extirpando el apéndice sin anestesia, que había un problema en el sistema informático del tren... es decir, lo que yo llevaba diciéndole casi desde tres estaciones antes.

Bien, tuvimos que bajarnos acarreando las maletas, cambiamos de unidad y tomamos posesión de nuestros verdaderos asientos, tardando un buen rato en pasárseme el cabreo. Y mira que me hubiera conformado con poco, apenas con una disculpa -asumiendo la responsabilidad del desaguisado, claro- y con una petición amable de que hiciéramos el favor de cambiarnos de sitio... pero no, se ve que al señor revisor eso le costaba más trabajo que dejarse arrancar tres o cuatro muelas en vivo. En fin...

Me queda por añadir que no fuimos nosotros los únicos damnificados, ya que eran bastantes los viajeros del dichoso vagón mutante que se encontraron en la misma situación, lo que originó un coro de airadas protestas -insisto en que la amabilidad del empleado de Renfe había sido nula- y alguna que otra negativa a moverse de donde estaban sentados.

Al final no sé en qué quedaría la cosa con los objetores sedentes, pero cuando nos bajamos en nuestro destino y pasamos en el andén al lado del estólido revisor, me dieron ganas de decirle algo, aunque sólo fuera que la amabilidad no era algo que estuviera de más en su oficio, máxime cuando los viajeros tenían razón; pero finalmente opté por callarme. Al fin y al cabo el problema era suyo, lo mío había sido tan sólo una -eso sí desagradable- molestia, a la par que una constatación práctica de cuan arraigados están todavía en este país los humos autoritarios de cualquiera que se ve dentro de un uniforme, aunque éste sea de portero.


Publicado el 2-12-2013