La maldición de los secadores de manos





No me digan que ustedes no los han padecido alguna vez...


Si tuviera que hacer una lista de todas esas cosas comunes -y frecuentes- que acostumbran a fastidiarnos más que a ayudarnos, probablemente una de las que ganarían por goleada serían los secadores de manos con los que suelen estar equipados muchos servicios públicos.

Porque, he de reconocerlo, los aborrezco con todas mis fuerzas. No sé a ustedes, pero a mí me resulta de lo más desagradable sentir sobre la piel el impacto de un chorro de aire a presión, y todavía más si éste es además caliente. Por fortuna ser varón y disponer de una exigua frondosidad capilar en el espacio que media entre la frente y la coronilla me libran de la tortura de los secadores de pelo que tan imprescindibles resultan a las mujeres, y desde luego si alguien quisiera torturarme le bastaría con introducirme la cabeza en uno de esos armatostes tan típicos de los años sesenta -ignoro si todavía seguirán usándose- que, semejantes a una turbina de avión en miniatura, eran utilizados en las peluquerías femeninas de la época para cocerles a sus clientes el cuero cabelludo a fuego lento, como obligado peaje para que éstas pudieran lucir una hermosa -según los cánones estéticos de la época, que no los míos- permanente.

Volviendo a los secadores de manos, claro está que hay un argumento de peso a favor de su uso: la higiene. Obviamente a nadie le agradaría, ni a mí por supuesto, encontrarse en un servicio público con una toalla mugrienta como única opción para secarse las manos; incluso en el caso de que ésta estuviera aparentemente limpia, siempre nos quedaría la sospecha de una posible presencia de gérmenes en ella. Además, creo que, con muy buen criterio, esto está prohibido en los servicios públicos.

En ocasiones, cada vez menos, me he encontrado con un alambicado sistema consistente en una larga toalla enrollada en dos tambores, uno superior y otro inferior, los cuales recogen la parte limpia y sin usar de la misma -el de arriba- y la parte ya utilizada el de abajo. Para usarla había que tirar de la parte enrollada -la limpia, evidentemente-, de la cual salía una porción cuya longitud estaba regulada por un resorte. Una vez secadas las manos, otro resorte situado en el tambor inferior recogía la parte usada de manera que el siguiente usuario pudiera disponer de otra porción limpia del lienzo.

Aunque este sistema permitía utilizar siempre un trozo de toalla limpio, no dejaba de ser engorroso, ya que a veces se atascaba y no corría, o simplemente se acababa. Supongo que tampoco debería resultar cómodo de montar y desmontar dada la longitud de la toalla, ni por supuesto lavarla. Así pues, no es de extrañar que acabara desapareciendo prácticamente por completo.

En la práctica quedaron dos sistemas alternativos: toallas de papel de un solo uso, suministradas por un dispensador, o el susodicho secador de aire a presión y en ocasiones caliente. Huelga decir cual de los dos es mi favorito, lo que no evita que en muchas ocasiones me tenga que ver obligado a pelearme con estos antipáticos trastos.

Conste que no todo es manía mía; prescindiendo de la para mí desagradable sensación del chorro de aire caliente sobre la piel, que al fin y al cabo sobre gustos no hay nada escrito y siempre hay gente con aficiones de lo más raro, lo cierto es que siempre podremos tropezarnos con determinados inconvenientes razonablemente objetivos y por ello inmunes a los siempre volubles gustos personales de cada uno. Hablando en plata, que fastidian a todo el mundo.

Por ejemplo, puede ocurrir, y ocurre, que el chisme no funcione, con independencia de que haya sido una mera casualidad o que, por el contrario y váyase a saber por qué motivos, el dueño del establecimiento en el que está instalado no se haya preocupado de arreglarlo desde los tiempos del gol de Marcelino que dio a España el triunfo en la Eurocopa de 1964, poco más o menos.

En caso de que funcione, existen dos alternativas: que se conecte pulsando un botón, o que sea más sofisticado y que disponga de una célula fotoeléctrica dispuesta para encenderlo al colocar las manos frente a la rejilla, algo que en ocasiones requiere la ejecución de complicados movimientos y contorsiones de ambas manos que, bien mirado, en poco se diferencian de los más sofisticados pasos de ballet.

Si conseguimos que al final salga el dichoso chorro de aire caliente, entra dentro de lo posible que “disfrutemos” de una agradable sensación de quemadura en la piel –es sorprendente lo que pueden llegar a entender algunos por “caliente”- o que el chisme se desconecte apenas unos segundos después de haber empezado a funcionar, cuando todavía tenemos las manos completamente mojadas.

Todo ello, huelga decirlo, con el “agradable” acompañamiento, a modo de banda sonora, del estruendo que acostumbran a emitir estos cacharros, que no es precisamente lo que se suele entender por hilo musical. Y todo para poder secarte las manos... porque si lo que pretendes es lavarte la cara lo tendrás crudo, a no ser que consigas ser un contorsionista aficionado o, cuanto menos, un digno émulo de Mister Bean. Vamos, que el numerito sería como para grabarlo con cámara oculta.

Pero siempre hay alternativas. Les voy a relatar el truco al que suelo recurrir siempre que tropiezo con un secador de mano sin disponer de la alternativa de las toallas de papel: procuro sustituirlas con el plebeyo, pero efectivo papel higiénico, que al fin y al cabo también suele ser de un único uso.

El problema, en esta ocasión irresoluble, surgirá cuando te encuentres con que tampoco haya papel higiénico en las vecinas cabinas, quizá porque se haya gastado, quizá porque lo hayan robado -sí, esto suele ocurrir con mayor frecuencia de lo que parece, sé de una biblioteca pública en la que tuvieron que poner a los rollos un antirrobo magnético- o quizá, en definitiva, porque el dueño haya decidido aplicar sus particulares medidas de ahorro en su establecimiento, que de todo hay en la viña del Señor.

En estos casos extremos no me quedará otro remedio que recurrir a mis propios pañuelos de papel y, si por casualidad se me hubiera olvidado coger un paquete, me tendré que resignar a utilizar el maldito secador acordándome, eso sí, de todos los antepasados de quien en mala hora lo inventó.

Me entienden, ¿verdad?


Publicado el 15-7-2012