Esplendor y caída de los concursos de televisión





¡Qué tiempos aquellos!


Es un hecho, no por desagradable menos cierto, que la sociedad española se ha infantilizado a lo largo de estos últimos años, y probablemente sea la televisión, la práctica totalidad de los canales sintonizados en nuestros aparatos, la mejor muestra de ello; y no sólo por algo tan evidente como la telebasura o los culebrones, sino también por la evolución de programas más culturales como las series -de Fortunata y Jacinta o Ramón y Cajal hemos pasado a Águila Roja, sin salirnos de Televisión Española- o los propios concursos.

En esta ocasión me voy a ceñir a los concursos, uno de los clásicos de la televisión ya desde sus mismos inicios e incluso de antes, ya que también los hubo en la radio. Puesto que nací en 1958 poco es lo que puedo recordar de los primeros años de la televisión en España, aunque sí tengo una conciencia razonable de lo que ocurría a finales de la década de los sesenta.

Sin duda mi favorito era entonces Cesta y puntos, donde dos equipos de diferentes colegios competían bajo un formato copiado del baloncesto, aunque en realidad todas las preguntas eran de índole cultural; he de añadir que siempre alenté la esperanza, por supuesto truncada, de que mi colegio participara en el concurso. Otros concursos que recuerdo con nostalgia son Un millón para el mejor o Las diez de últimas, ambos asimismo en los que los concursantes precisaban tener una sólida formación cultural. Hubo también otros tipos de concursos más especializados tales como Salto a la fama, donde cantantes noveles competían dentro de un formato similar al de los entonces populares festivales de la canción, pero esos siempre me interesaron menos.

El exitoso Un dos tres, en antena de forma intermitente entre 1972 y 2004, supondría un importante punto de inflexión, ya que en él el azar y el espectáculo primaban sobre los conocimientos. Evidentemente se trataba de un concurso muy entretenido y durante sus primeras temporadas yo no me lo perdía; y desde luego la mayoría de los españoles debían de pensar así, ya que ha sido con diferencia uno de los grandes éxitos de la historia de la televisión española. Pero ya no era lo mismo, puesto que los concursantes cuidadosamente seleccionados -curiosamente solían ser parejas jóvenes sin especiales conocimientos culturales- podrían divertir y entretener, pero desde luego no inspiraban la admiración de los cerebritos que se habían asomado a los concursos anteriormente citados.

Por esta razón Un dos tres fue probablemente el primer concurso democrático en el que no hacía falta tener unos conocimientos o unas habilidades especiales para poder participar en él; bastaba con ser razonablemente telegénico y, claro está, tener suerte con los premios. Y desde luego, las preguntas de la primera parte del concurso, la única en la que éstas existían, eran de un nivel tan básico que a veces hasta sentías vergüenza ajena al comprobar la incultura supina de los concursantes, independientemente de que acabaran llevándose el coche.

Sin embargo, no todo estaba perdido para los aficionados a los concursos culturales. Confinados en la segunda cadena, entonces y ahora minoritaria -recordemos que todavía no existían ni las cadenas autonómicas ni las privadas-, solían menudear los concursos de modesto formato y escaso presupuesto, con unos premios consecuentemente magros pero, no obstante, con una dignidad a toda prueba. En uno de ellos, Hablando claro, tuve ocasión de participar a principios de 1988; estaba dedicado a temas relacionados con el idioma español, por lo que su capacidad educativa de cara a los espectadores era notable.

También por aquellas fechas se emitía uno de los concursos más afamados de Televisión Española, El tiempo es oro, que se mantuvo en antena durante cinco temporadas entre 1987 y 1992. El tiempo es oro era el paradigma de concurso cultural, y asimismo tuve la suerte de participar en él en la primavera de ese mismo año de 1988, lo cual supuso para mí una agradabilísima experiencia.

Pero no era oro todo lo que relucía. Mientras El tiempo es oro se emitía en la segunda cadena -sólo en sus últimas temporadas pasó a la primera-, coincidiendo prácticamente con él, entre 1988 y 1993, Televisión Española emitió, en la primera cadena y en horario estelar, El precio justo, un programa en el que el único mérito de los concursantes era el de adivinar, o en su defecto aproximarse lo más posible, los precios de diferentes objetos que les eran presentados y que se convertían en los premios para los agraciados. Huelga decir que aquí todo conocimiento cultural sobraba, y que cualquiera, hasta el más zote, podía ser capaz de llevarse a casa unos espectaculares premios.

Esta democratización -aquí los concursantes ni siquiera eran telegénicos-, unida a lo trivial de su mecanismo, hizo que el concurso arrasara literalmente en audiencia; nada que ver con los concursantes de El tiempo es oro, o con sus lejanos antecesores, a los cuales el común de los espectadores podían admirar, pero nunca emular. Aquí por el contrario podía concursar cualquiera, y cuando digo cualquiera quiero decir cualquiera, así como seguirlo desde casa demostrando ser tan listo como el concursante... aunque eso no supusiera mayor mérito.

Recuerdo, a modo de anécdota, que cuando participé en El tiempo es oro oí lamentarse los responsables del programa de que ellos no pudieran dar unos premios del calibre de los que se repartían en El precio justo, pese a la dificultad que tenían para seleccionar a concursantes sin duda mucho más preparados que los de su rival... circunstancia que se sigue dando, por desgracia, en muchos ámbitos de la sociedad española actual, donde se prima cualquier cosa antes que el talento. Pero ésta es otra historia.

A diferencia de Un dos tres, donde el concurso era una mera excusa para montar un divertido programa de entretenimiento, El precio justo era un concurso con todas las de la ley, diseñado para estar al alcance del más mediocre, tanto en el plató como desde casa... con lo cual tenía el éxito más que garantizado.

Pero lo peor estaba todavía por llegar. A lo largo de la década de los ochenta desapareció el tradicional monopolio televisivo estatal, apareciendo las primeras cadenas autonómicas y, a partir de 1990, las privadas. De las tres de estas últimas que hubo en un principio, Canal+, codificado, se mantuvo al margen de la programación comercial, mientras las dos restantes, Antena 3 y Telecinco, optaban por una televisión de consumo en el sentido más literal de la palabra. Las consecuencias eran previsibles.

Tanto Antena 3 como Telecinco comenzaron a emitir concursos desde un principio, aunque como cabe suponer éstos oscilaban entre los simplemente digeribles y los que generaban una inevitable sensación de vergüenza ajena. Algunos clásicos de esta época fueron Su media naranja, Lo que necesitas es amor, Amor a primera vista o Luna de miel, debiendo citarse también, aunque sólo sea por su carácter bochornoso, otros como Bellezas al agua o ¡Ay, qué calor!

Claro está que estos concursos no eran culturales, ni pretendían serlo, como tampoco lo eran algunos de tipo espectáculo tales como El juego de la oca, Si lo sé no vengo o ¿Qué apostamos?, los cuales en algunos casos eran tan chabacanos como Grand Prix, lo que no impidió su emisión por Televisión Española... evidentemente, los tiempos habían cambiado, como lo demuestra el hecho de que la veterana tradición de concursos de cantantes noveles (Salto a la fama, La gran ocasión, Gente joven) acabara degenerando en mascaradas como El semáforo, una auténtica galería de frikis, o encallando en los arrecifes de la mal llamada telerrealidad -en realidad una variante de la telebasura- con el por otro lado celebérrimo Operación Triunfo... por no hablar ya de los Mira quien baila y demás subproductos similares.

Mientras tanto, ¿qué pasaba con los concursos culturales? Algunos de formato modesto como Cifras y letras, Lingo, Quatro, A saco o Metro a metro sobrevivieron en la segunda cadena de Televisión Española o en los canales autonómicos. Sin embargo, el rey de los programas culturales, y digno heredero de El tiempo es oro -lo realiza el mismo equipo-, es sin duda el veterano Saber y ganar, que desde 1997 se viene emitiendo ininterrumpidamente en la segunda cadena de Televisión Española y en el cual también tuve la satisfacción de participar en el otoño de 1999.

En lo que respecta a las cadenas privadas las circunstancias eran bastante diferentes, no porque no emitieran concursos presuntamente culturales, sino porque éstos solían ser, por lo general, bastante más descafeinados, quizá tan sólo con la excepción del veterano ¿Quiere ser millonario?

Concursos típicos de las privadas son, o fueron, Alta tensión, Pasapalabra, La ruleta de la fortuna, Password, El rival más débil, El traidor, Atrapa un millón, ¡Ahora caigo!... Todos ellos solían tener en común un nivel medio de las preguntas bastante bajo, con frecuentes incursiones a la temática del cotilleo -ellos lo denominan actualidad- y asimismo con intervenciones habituales de famosetes de medio pelo venidos a menos, con la misión de ayudar a los concursantes... famosetes que no se suelen caracterizar precisamente por su gran cultura, aunque justo es reconocer que los concursantes a los que acompañan acostumbran a estar a su altura o, por decirlo con mayor propiedad, a su bajura.

Véase, si no, lo ocurrido en uno de estos concursos, concretamente en Atrapa un millón; la pregunta por la que estaba en juego la respetable cantidad de 5.000 euros era tan difícil como responder qué convertía al agua en conductora de la electricidad, la sal o el azúcar, cuestión ésta para la que, creo yo, no hacía falta ir a estudiar a una facultad de Ciencias Químicas. Pues bien, el concursante, un estudiante -es un decir- de 21 años, dudó muchísimo antes de optar por la sal... por desgracia para él, que hubiera acertado aunque fuera de pura chiripa, la famoseta de guardia que teóricamente le ayudaba, una ex-Miss España, metió la gamba hasta el cuezo cambiando en el último momento la respuesta por el azúcar. Sin comentarios, aunque me tengo que morder la lengua -o su equivalente mecanográfico- para no saltar con el tópico, posiblemente cierto en muchas ocasiones, de que, por lo general, la gran mayoría de estas beldades no suelen destacar precisamente por sus grandes dotes intelectuales o culturales.

De todos modos, lo normal suele ser que los concursantes no precisen de ayudas de este tipo para dar muestra patente de su incultura. En ese mismo concurso tuve ocasión de ver como a una pareja de concursantes les preguntaban en qué obra de teatro estaba basada la película El rey león, dándoles como posibles alternativas dos respuestas escandalosamente erróneas y, como las dos presumiblemente válidas, sendas tragedias de Shakespeare, concretamente Hamlet y El rey Lear. Aunque los concursantes afirmaron conocer -¡faltaría más!- la película de Disney, fueron incapaces de acertar dado que su desconocimiento de las obras de Shakesperare -y eso que les bastaba con tener idea de sus respectivos argumentos- era, según ellos mismos reconocieron, supino. Sin comentarios.

Y ni siquiera esto es lo peor. En ocasiones, y con objeto de hacerlos más entretenidos, se introducen en la mecánica de los concursos elementos de dudoso buen gusto, cuando no rozando el masoquismo, tales como convertir a los propios concursantes en jueces, con lo que la objetividad se va literalmente al garete (El rival más débil), introducir a un traidor entre los concursantes (El traidor) o despedir a los concursantes eliminados por el expeditivo método de abrir una trampilla a sus pies (¡Ahora caigo!). O bien, ya puestos, se suprime absolutamente todo lo relativo a las preguntas y se deja en un simple concurso de azar, como ¡Allá tú!

En cualquier caso, los concursos actualmente en antena en las cadenas privadas y, si me apuran, también en las públicas excepción hecha de Saber y ganar, no están pensados precisamente para intelectuales ni para personas con unas mínimas inquietudes culturales. Será que vivimos en la España light...


Publicado el 19-7-2011
Actualizado el 5-2-2012