Los camareros y el café con leche





¿Tan difícil es comprender que caliente no signfica ardiendo?


No falla. Tanto si vas a una cafetería de alto copete como a la modesta tasca de la esquina y pides un café con leche, tienes una probabilidad cercana al cien por cien de que te lo pongan hirviendo. No caliente, ni siquiera muy caliente; literalmente hirviendo. Y si, despistado, das ingenuamente un trago según te lo ponen, te abrasarás las papilas gustativas al tiempo que no podrás evitar acordarte de todos los antepasados del amable hostelero cuanto menos de veinte generaciones para acá.

He de confesar que jamás me han gustado las cosas calientes -cuanto menos las muy calientes-, y que la sensación de achicharrarme la lengua y la garganta es una de las más desagradables que pueda imaginarme; por esta razón quizá me pase de susceptible, pero justo es de reconocer que clama al cielo la extrema afición de los camareros al segundo principio de la termodinámica, aquel que dice que cuanto más calor se le aplica a un cuerpo, más se incrementa su temperatura. Y si no se lo creen, fíjense en ese adminículo demoníaco que llevan incorporadas las cafeteras consistente en un vástago metálico capaz de hacer hervir la leche de la jarra en apenas unos segundos, el cual dejan sádicamente funcionando con tu leche -para espanto tuyo- hasta que ésta parece quedar convertida en algo parecido a un plasma ionizado.

Por supuesto siempre procuro curarme en salud pidiendo que me pongan la leche fría -es decir, del tiempo en leguaje cafeteril-, con la esperanza de que la temperatura final de la mezcla -el café ya de por sí sale bastante caliente de la cafetera- resulte razonablemente tolerable; pero despistes aparte, en muchas ocasiones tal precaución resulta por completo irrelevante, ya que al parecer la sordera selectiva suele ser una de las enfermedades profesionales más extendidas entre el gremio y, en consecuencia, el buen mozo no me hará ni maldito caso poniéndome el brebaje a una temperatura capaz de escaldar pollos.

Es una lástima que uno sea demasiado educado como para acabar haciendo lo que en el fondo le está pidiendo a gritos su primitiva mente reptiloide, una demostración práctica al camarero, concretamente sobre la piel de su cara, de la lección de Barrio Sésamo relativa a los conceptos de frío y caliente.


Publicado el 29-3-2011