Somos lo que comemos





Sin comentarios


Cada vez entiendo menos, lo juro, la capacidad que tiene la gente para dejarse embaucar. Y, aunque podría poner ejemplos de lo más dispares, en este caso me voy a ceñir exclusivamente al tema de la alimentación por tratarse de algo fundamental para la salud y, no menos importante, también para nuestro bolsillo, puesto que podremos pasarnos sin muchas cosas, pero no sin comer todos los días.

No, no me voy a referir a estafas criminales tales como la del aceite de colza, ni a comportamientos golfos e irresponsables como el de los piensos contaminados que dieron lugar a la enfermedad de las vacas locas, casos en los que los perjudicados fueron víctimas inocentes de la codicia y la falta de escrúpulos de sus promotores, por tratarse de algo que entra de lleno en el código penal.

En realidad se trata de algo mucho más sorprendente por cuanto, pese a ser completamente legal -aunque no necesariamente legítimo- y no engañar en sentido estricto a nadie, consigue que la gente muerda el anzuelo de la manera más disparatada después, eso sí, de habérserle comido el coco con una mezcla de medias verdades científicas o seudocientíficas y, sobre todo, consiguiendo modificar sus hábitos en el sentido de los intereses económicos de las compañías en cuestión. Evidentemente a nadie le obligan a seguir por ese camino, pero por la razón que sea -y desde luego motivos racionales encuentro pocos- una mayoría significativa acaba derivando por ahí.

Voy a poner varios ejemplos concretos, el primero de los cuales, según un criterio cronológico, es probablemente el de la leche desnatada. Quizá poca gente sepa que ésta surgió en realidad como subproducto de la elaboración de la mantequilla; llegó un momento en el que las industrias lácteas no sabían que hacer con ella, hasta que a alguien se le ocurrió la genial idea de promocionar la presunta salubridad de la leche desnatada... olvidando añadir, dicho sea de paso, que además de desnatada era en buena parte desvitaminizada, puesto que todas las vitaminas liposolubles, en especial la A, la D y la E, obviamente se iban a hacer gárgaras acompañando a la nata que se le quitaba a la leche.

Por supuesto esta promoción fue acompañada por una campaña contra la presunta maldad de las grasas lácteas, origen de enfermedades tales como la arterioesclerosis y sus desagradables consecuencias. Y, no faltaría más, ya puestos a hacernos el favor de vendernos un producto megasano, yo recuerdo que en un principio la leche desnatada era incluso más cara que la normal, con lo cual el beneficio para la central lechera era doble ya que evidentemente la mantequilla no la tiraban a la basura.

Ciertamente hay algunos casos -alergias e intolerancias gástricas aparte, que ese es un problema diferente- en los que está desaconsejado el consumo de leche entera, o de grasa animal en su conjunto, pero eso no quiere decir en modo alguno que tomar leche con toda su grasa, que es lo mismo que decir con todo su sabor, tenga que ser dañino por definición, sobre todo considerando una ingesta normal y moderada de este alimento. Aparte de que, como no es difícil de suponer, son numerosos los alimentos que nos proporcionan grasas en cantidades mucho mayores a la que podemos ingerir bebiendo uno o dos vasos de leche al día, no sólo de forma natural -por ejemplo con la carne- sino también ocultas y, desde luego, de mucha peor calidad nutricional aunque, eso sí, muy baratas, en la multitud de alimentos preparados con los que nos bombardean en los supermercados.

Vamos, que como decía un profesor mío de química todo es veneno, hasta el jamón... dependiendo de la dosis. Por esta razón, y haciendo abstracción de problemas médicos concretos o de que alguien quiera realizar un régimen de adelgazamiento -eso sí, no vale pedirse un café con leche desnatada y sacarina y luego zamparse una ración de churros-, lo cierto es que en condiciones normales no le veo mayor utilidad a beber ese brebaje insípido y desvitaminizado que es la leche desnatada.

Y no debo ser yo el único en pensarlo, puesto que la industria láctea, siempre atenta a ordeñar a la vaca -también en sentido figurado- lo más posible, se sacó de la manga la leche semidesnatada, que es algo así como el vino de la tal Asunción, ni blanco ni tinto ni con color, pero en plan lácteo...

Sin embargo, el golpe maestro estaba por llegar. Recuerdo que, hace ya bastantes años, apareció por casa un brebaje que mi madre había comprado confundida creyendo que era leche de verdad... pero no lo era, aunque el etiquetado era lo suficiente y deliberadamente ambiguo -de hecho llegó a haber multas por ese motivo- como para confundir al comprador.

El invento en cuestión consistía en un mejunje obtenido a base de mezclar leche desnatada con aceite de pescado refinado para que no oliera ni supiera a sardinas. En un primer momento se vendió como sucedáneo de la leche y más barato, relativamente, que la leche de verdad, hasta que a alguien se le ocurrió la genial idea de correr la voz de que los ahora famosos ácidos omega-3, una variedad de ácidos grasos presentes en algunos tipos de grasa animal, eran fenomenalmente buenos para la salud... y que casualidad que el aceite de pescado, además de ser muy barato, era rico en esos compuestos.

Así pues, en poco tiempo consiguieron convencer a la gente para que bebiera ese mejunje -que según recuerdo sabía fatal- con el goloso añadido de que ahora resultaba ser, paradójicamente, mucho más caro que la leche de verdad. Negocio redondo.

Eso sí, pregunto yo: si tan buena es la grasa del pescado, ¿no será mejor comernos directamente los boquerones, o las sardinas, que dicho sea de paso están tan ricos?

Una vez abierto el melón, la industria alimenticia ya no paró: leche -desnatada o no- con todo tipo de aditivos, naturales o no, como calcio, hierro, magnesio, fibra o jalea real, o bien con las vitaminas liposolubles -si no hay grasa, ¿en qué las disuelven?- que previamente le habían quitado; leche baja en lactosa; yogures con fermentos supercalifragilísticoexpialidosos... y todo lo que se les ocurra. Ah, se me olvidaba decirlo, todos estos inventos suelen tener un precio muy superior al de sus equivalentes normales, pese a que su incremento de valor nutricional es limitado y en cualquier caso resultan prescindibles para cualquier persona sana con una alimentación suficientemente completa.

Dentro de la jerga comercial los fabricante suelen llamar a estos potingues productos con valor añadido, lo que viene a significar, en román paladino, que cuando los compras, te sacan los cuartos con mucha mayor eficiencia que con los productos normales de toda la vida. Que luego sean o no beneficiosos para tu salud es algo por completo secundario... para ellos, aunque yo personalmente preferiría que a la industria alimentaria se le prohibiera utilizar venenos lentos tales como el aceite de palma o las grasas hidrogenadas, por muy rentables que éstos les puedan resultar.

Para rematar la faena, y es que las grandes multinacionales tienen al parecer un gran exceso de producción de soja, también han aparecido en nuestros supermercados sucedáneos de leche hechos con soja, o bien otras combinaciones como soja y arroz... tradicionalmente populares en Extremo Oriente debido a que la población de esos países suele tener, en una alta proporción, intolerancia gástrica a la leche, pero totalmente ajenos a nuestra cultura alimentaria. Además saben fatal, los probé una vez y no pienso volver a hacerlo. Pero se venden, y caros además.

Las manipulaciones de la industria alimentaria no se quedan ahí. Por ejemplo ahora es casi imposible encontrar un zumo de frutas que no haya sido deshidratado y convenientemente vuelto a hidratar, con lo que las vitaminas -su principal valor- se habrán ido literalmente a hacer puñetas. En cuanto al sabor... imaginen ustedes que hicieran eso mismo con el vino, pongo por ejemplo. Más llamativos aún son los concentrados de zumo y extractos de frutas, hortalizas y verduras -¡hasta en comprimidos los hay, aunque lo normal es que sean líquidos!- que nos pretenden vender con el reclamo de que, bebiéndote una dosis diaria, ya no tienes necesidad de consumir estos alimentos en su estado natural. El problema es que, además de ser sensiblemente más barato -y probablemente más nutritivo-, yo personalmente prefiero el método tradicional antes que estas delicatessen para astronautas.

Si los empresarios lácteos y los de productos vegetales han resultado ser enormemente imaginativos, los chacineros no se quedaron atrás cuando descubrieron que la carne de pavo, además de dura e insípida, resultaba ser un interesante sucedáneo del cerdo, tradicional base de todo tipo de embutidos... doy por supuesto, claro está, que a la hora de hacerlo fiambre este ave será más rentable que los típicos gorrinos, porque si no es así no se entiende tan repentino interés por este primo de zumosol del plebeyo pollo de granja después de que hubieran pasado varios siglos desde que lo trajeran de América.

En cuanto a los gustos de los consumidores... se les dice que es una carne sanísima, que no tiene colesterol, que bla, bla, bla... y a darle a la máquina de hacer salchichas. Lo malo no es que nos hayan inundado las charcuterías con todo tipo de embutidos hechos con este descendiente bastardo de los dinosaurios, al fin y al cabo que los compre quien quiera; lo malo es que ahora hay que leerse la letra pequeña de los envases, y a veces ni con gafas progresivas se consigue descifrarla bien, para asegurarnos de que no nos den gato por liebre, o por decirlo con mayor precisión pavo por cerdo, dado que son numerosos los embutidos a los que, pese a no indicarse explícitamente en la etiqueta, se les ha añadido carne de pavo, adulterando desde mi punto de vista algo que tan sólo debería llevar cerdo. Será sanísimo, no lo discuto, pero yo reivindico mi derecho a envenenarme voluntariamente siempre y cuando no me lo prohíba mi médico y los análisis no digan lo contrario.

Termino esta reflexión, que no es cuestión de enrollarse demasiado, con la moda pija de los alimentos biológicos... como si alguno de los que tomamos habitualmente no lo fuera, porque yo sepa nadie hasta ahora ha sido capaz de digerir piedras u otros ingredientes de origen mineral. Mal empezamos, pues, con tamaño engaño semántico, pero para entendernos digamos que tildan de tales a los alimentos obtenidos de fuentes vegetales o animales que presuntamente -lo siento por el adverbio, pero no veo por qué razón tengo que fiarme más de unos empresarios que de otros- no han sido tratadas con pesticidas, fertilizantes artificiales o sustancias chungas varias que pudieran suponer un peligro para la salud. Se trata de un intento loable, por supuesto, máxime cuando tanto los productores de alimentos como la industria alimentaria acostumbran a abusar largo y tendido de todo tipo de potingues, muchos de los cuales -como ocurre con los colorantes o los sabores artificiales- no añaden mejoras objetivas a lo que comemos, sino que tan sólo sirven para maquillar lo que nos venden haciéndolo más atractivo a nuestros ojos. Aparte de que sería sin duda mucho más efectivo prohibir estos abusos en la comida corriente, lo cierto es que esos alimentos presuntamente biológicos valen mucho, pero mucho más caros que los normales, posiblemente mucho más de lo que cabría esperar del encarecimiento lógico de su producción limitada, convirtiéndose en unos auténticos productos de lujo.

Pero en fin, si la gente pica...




Estrambote

Quizá no sepan ustedes -la industria alimentaria no suele darle demasiada publicidad por razones obvias- que uno de los colorantes más comunes de los utilizados como aditivos en multitud de alimentos es el correspondiente a las siglas E-120, por nombre común carmín o, más científicamente hablando, ácido carmínico. Este colorante es natural, no sintético, y se obtiene por trituración y posterior extracción de las cochinillas, unos pequeños insectos -sí, han leído bien, insectos- que habitan en las hojas de las chumberas, las cuales les sirven de alimento.

Aunque la utilización del carmín como colorante data de la prehistoria, su conversión en aditivo alimentario es evidentemente mucho más reciente, aunque pronto se generalizó su uso para conseguir que, por ejemplo, los yogures o los helados de sabor de fresa -lo que no quiere decir que hubieran visto una sola fresa ni en foto-, muestren un hermoso -y artificial- color rojo.

Por esta razón, me llamó poderosamente la atención hace unos días la noticia de que la cadena de cafeterías Starbucks había anunciado que iba a dejar de utilizar este colorante en sus bebidas. Puesto que los insectos, desde un punto de vista nutritivo, nada tienen de insanos, en un principio supuse que esta iniciativa pudiera deberse a la repugnancia innata que estos bichos nos suelen provocar a los occidentales, no por injustificada -mientras tanto devoramos con fruición a sus primos marinos, los crustáceos- menos real.

Pero no. Me bastó seguir leyendo para descubrir con sorpresa que todo se había debido a las airadas protestas de los vegetarianos, y más concretamente de los todavía más radicales veganos, profundamente indignados por violar su sacrosanta dieta herbívora con un producto de origen animal, aunque sea chiquitito... lo cual, teniendo en cuenta que estos señores, además de muy minoritarios, se comportan de forma muy parecida a la de una secta radical, me cuesta trabajo comprender que una furibundez dietética sin la menor justificación médica tenga mayor capacidad de presión sobre los industriales del ramo que cuestiones a mi entender mucho más razonables, tales como la prevención ante la multitud de guarrerías, muchas de ellas potencialmente chungas, que nos enchufan continuamente con lo que comemos.

Ver para creer...


Publicado el 5-5-2011
Actualizado el 5-5-12