Win Brother





Antes de nada, he de pedirles disculpas por usar como título semejante palabro anglosajón; aunque aborrezco los barbarismos, por mucho que lo he intentado no he sido capaz de encontrar un juego de palabras equivalente en español que fuera capaz de reflejar el cada vez más preocupante afán de las grandes corporaciones informáticas, en especial Microsoft, por controlar no ya nuestros hábitos personales, sino hasta nuestra propia intimidad, recurriendo para ello a métodos dignos del Gran Hermano; el de Orwell, evidentemente, no ese repulsivo programa paradigma de la más lograda telebasura.

No obstante, hay diferencias. Compañías tales como Google, Facebook o Twitter, por poner tan sólo algunos de los ejemplos más conocidos, ofrecen gratuitamente sus servicios a cambio de que les cedamos algo en pago, bien sea tragándonos publicidad, bien nuestros datos personales... no porque tengan en principio un interés especial en nosotros -pese a quien pese, casi nadie suele ser tan importante-, sino para recolectar lo que en el mundillo informático se denomina el big data -metadatos en español-, un acopio indiscriminado de información que luego podrá ser utilizada para estudiar tendencias sociales y económicas, con una amplia aplicación en campos tales como la publicidad o las campañas de ventas.

Curiosamente este concepto, que no viene a ser muy distinto del que inspiró a Asimov su célebre psicohistoria, sólo que aplicado a fines mucho más prosaicos e inmediatos, proviene de una herramienta muy utilizada por los químicos y los físicos, la mecánica estadística, que de forma sencilla se puede explicar como el método que permite estudiar el comportamiento de un gas en su conjunto sin necesidad de saber -aparte de que ello resultaría materialmente imposible- lo que hace cada una de las moléculas que lo componen por separado. Dicho con otras palabras estudia poblaciones, no comportamientos individuales.

Claro está que entre la gente y las moléculas de un gas hay algunas pequeñas diferencias, pero en el fondo a quien desea lanzar una campaña de ventas de un nuevo refresco, pongo por caso, en general lo que le interesa es estimar qué porcentaje de población va a responder a ella, cuantas ventas se van a poder facturar y como se ha de organizar la distribución del producto, no si tu vecino de arriba va a comprarlo o no. Ciertamente ésta es una simplificación bastante tosca, pero da una idea aceptablemente precisa de por donde pueden ir los tiros. Otra historia muy distinta es la posibilidad de que ciertos servicios de espionaje, léase la NSA o la fantasmagórica red Echelon -de los servicios de inteligencia españoles, a jugar por lo que hemos leído estos días en los periódicos, no hay que preocuparse demasiado, ya que son dignos émulos del Superagente 86 y de Pepe Gotera y Otilio-, aunque sinceramente no creo que estén demasiado interesados en saber si Fulano engaña a su mujer, si Mengano vota a Podemos o si Zutano es aficionado a pinchar páginas guarras en internet. ¿O sí?

En resumen, y aunque empieza a ser preocupante el control -o, mejor dicho, la posibilidad de controlar- que empieza a haber sobre nuestros pasos, tampoco es cuestión de ponerse demasiado paranoicos, al fin y al cabo este control ya existía, aunque fuera a un nivel puramente artesanal, desde hace ya mucho tiempo; la policía secreta se creó en España, sin ir más lejos, durante el reinado del infame Fernando VII, y ya ha llovido mucho desde entonces.

Bastante más me preocupa a mí, al menos a nivel social -en mi caso particular procuro poner todos los medios posibles para evitarlo-, la alegría con la que cada vez más gente exhibe urbi et orbe y sin el menor pudor sus más recónditas vergüenzas -las virtuales, se entiende, no las corporales- incluso cuando el prójimo al que obsequia tan generosamente con ellas no sólo no tiene el menor interés en conocerlas sino que además, muy frecuentemente, podría acabar tentado a hacer casi cualquier cosa, incluyendo las escatológicas, con tal de evitar que se las siguieran contando. Y si no lo creen, basta con que viajen en cualquier transporte público y tengan la suerte -no resultará demasiado difícil- de que les toque al lado del bocazas de guardia hablando -o más normalmente gritando- sin parar por su teléfono móvil.

Bien, dejémonos de divagar y vayamos al grano. Aceptando que las citadas compañías tecnológicas no son entidades benéficas sino empresas que desean ganar dinero de forma se supone que legal, y que no nos cobran ni un solo céntimo por utilizar sus servicios, es normal que tengamos que darles algo a cambio; nada hay de malo en ello, siempre que estemos de acuerdo en el trato y que, por supuesto, la compañía juegue limpiamente respetando la ley. Al fin y al cabo, de alguna manera tendremos que pagar lo que se nos ofrece, y en último término siempre podremos renunciar a ello si no estamos conformes con las condiciones, en ocasiones discutibles.

Sin embargo, con Microsoft la situación es muy distinta ya que, a diferencia de todas estas compañías que proporcionan servicios gratuitos, la propietaria de Windows sí cobra por sus productos, y bastante además. Por lo cual, se sobreentiende que si pagas por una licencia suya ya no tendrías que hacerle más concesiones. O, dicho con otras palabras, deberían olvidarse de ti salvo en lo relativo a la atención postventa a los clientes.

Por esta razón, resultó sorprendente que, cuando hace un año, lanzó al mercado el nuevo Windows 10, Microsoft hiciera la generosa oferta de permitir una actualización gratuita desde las versiones anteriores de Windows 7 y Windows 8, para lo cual habilitó una actualización que creaba un icono específico en la barra de tareas del escritorio. Estaba claro que pretendía usar como probadores -betatesters, en la jerga informática- a todos los impacientes deseosos de estrenar el nuevo sistema operativo, pero hasta aquí la cosa tenía su lógica y el acuerdo buscaba un beneficio mutuo.

En lo que a mí respecta, como mucho me planteaba -cosa que finalmente no llegué a hacer al no estar suficientemente convencido- instalarlo en el ordenador portátil en sustitución del Windows 8.1, pero tanto en el ordenador de sobremesa como en el pequeñito que usamos en los viajes no pensaba ni por asomo renunciar al Windows 7, con el que me encontraba muy a gusto. Además, tampoco tenía ninguna prisa en probar un producto nuevo y, presumiblemente, necesitado de un buen pulido.

Pese a ello, en los tres ordenadores me colaron de rondón el iconito de marras. Al principio no le hice demasiado caso, pero me acabé hartando de él y, tras indagar por los foros, descubrí la manera de hacerlo desaparecer desinstalando la famosa actualización KB3035583. Esto sólo sirvió como remedio temporal, ya que indefectiblemente el dichoso icono volvía a aparecer de nuevo tan sólo unos días más tarde. Así pues, además de volverlo a desinstalar tuve también que ocultar la actualización, es decir, bloquearla y, como medida precautoria adicional, cambié la opción de instalación automática de las actualizaciones por la de autorizarlas, lo que me valió no pocas protestas del sistema empeñado -sin ningún éxito- en recomendármela.

Ingenuo de mí creí que con eso bastaría, pero no fue así; inasequible al desaliento, el empeño de Microsoft por endilgarnos a toda costa su nuevo sistema operativo, pese a que cabía suponer que quien se había tomado tamaño interés en evitarlo sería por algo, empezó a convertirse en una tabarra realmente molesta. Porque, sin saberse como, la actualización oculta demostró ser más hábil que Houdini a la hora de conseguir escabullirse de su encierro sin que mediaran ni amnistía ni indulto alguno, de modo que pasado cierto tiempo volvía a aparecer camuflada entre el montón de actualizaciones pendientes. Y aunque siempre las revisaba antes de instalarlas, tarde o temprano se las acababa apañando para volvérseme a colar, con lo cual tenía que repetir el proceso... poniendo más cuidado para la próxima vez.

Ciertamente podía haber optado por resignarme y dejarlo estar, al fin y al cabo el icono tampoco estorbaba tanto... error que yo no llegué a cometer debido a que a esas alturas quitarlo de en medio ya se había convertido en una cuestión de amor propio. Y digo error porque, según pude saber, la aparición del icono en la barra de tareas era sólo el primer paso dentro de un estudiado plan de acoso y derribo cuya finalidad era claramente la rendición por puro aburrimiento; si éste permanecía allí determinado tiempo sin que el beneficiario se decidiera a aceptar la instalación, comenzaba entonces una segunda fase mucho más agresiva basada en la aparición de ventanas emergentes, sin duda uno de los elementos más aborrecidos por los usuarios. Y por si fuera poco -hablo de oídas, ya que gracias a mi cabezonería no me vi obligado a pasar por ello-, si no pulsabas inmediatamente el botón de cancelar en unos pocos segundos se iniciaba por defecto la instalación, que ya tiene narices. De hecho, a más de uno se le coló en el ordenador sin quererlo, viéndose obligado a desinstalarlo... siempre que supiera, y pudiera, hacerlo.

Así pues, no es de extrañar que ya haya saltado el primer caso de denuncia a Microsoft por los perjuicios sufridos a consecuencia de su agresiva -y abusiva- campaña promocional; la dueña de una agencia de viajes californiana vio como Windows 10 se instalaba por su cuenta en el ordenador de su empresa, según ella sin que se enterara siquiera, con tan mala suerte que bloqueó el equipo impidiéndole trabajar con él durante varios días. La broma le ha costado 10.000 dólares a Microsoft, que prefirió indemnizarla antes de enredarse en un proceso legal en el que corría el riesgo de salir descalabrada; eso sí, los responsables de la empresa han tenido el descaro de negar la existencia de irregularidades en sus prácticas, algo difícil de aceptar a no ser que no consideremos como tal que te puedan enchufar algo que no deseas en contra de tu voluntad. Lo cual, dicho sea de paso, es práctica común en multitud de empresas que, amparadas en la falta de un control efectivo por parte de los organismos reguladores, se aprovechan de esta impunidad práctica que a la larga les resulta rentable pese a los contados casos en los que acaban siendo condenadas.

A tal grado llegó el acoso, que acabaron apareciendo aplicaciones diseñadas específicamente para bloquear la instalación de la actualización a Windows 10, que se dice pronto; una de las cuales, huelga decirlo, me apresuré a activar tanto en el ordenador del trabajo como en los tres de casa.

Teniendo en cuenta, vuelvo a repetirlo, que la política comercial de Microsoft pasa por cobrar por sus productos, sorprende por ello no ya la oferta de actualización gratuita a Windows 10, algo que desde el principio se anunció como temporal y sólo durante el primer año, sino la insistencia de esta compañía en enchufárnosla sí o sí incluso a quienes habíamos demostrado por activa y por pasiva que no la queríamos, no bastándoles con el tradicional si cuela, cuela. ¿Por qué razón? En los foros de internet podemos encontrar opiniones de todo tipo, incluso algunas decididamente conspiranoicas, pero en cualquier caso no sólo no me arrepiento de no haberlo instalado ni tan siquiera en sustitución del chapucero Windows 8.1, sino que además estoy cada vez más convencido de que actué de la manera más apropiada, no sólo por cabezonería -que también, ya que no me gusta que intenten forzarme en contra de mi voluntad- sino por simple y llana precaución. Vamos, por si acaso.

Sin embargo, pronto tropecé con el enemigo por otro flanco. Recientemente compré un ordenador nuevo, y no pude evitar que éste viniera equipado con Windows 10 ya que, por diferentes razones que sería demasiado prolijo explicar aquí, nunca me he atrevido a pasarme a Linux, y no precisamente por falta de ganas de mandar a hacer gárgaras a Microsoft.

Y aquí, volviendo al tema inicial, sigo insistiendo en que quien paga manda, y puesto que yo he comprado religiosamente una licencia de Windows que me costó sus buenos 100 euros largos, IVA incluido, considero que ni debo nada a Microsoft, ni tengo por ello que admitir ningún tipo de intromisión de esta compañía en mis asuntos personales. Sí, sé de sobra que abundan los papanatas que disfrutan exhibiendo conocidos logotipos de todo tipo, pero ésta es otra historia.

Así pues, la pregunta del millón es la siguiente, teniendo en cuenta que no es lo mismo haber descargado una actualización gratuita que comprar una licencia para un ordenador nuevo: ¿Respeta Microsoft a quienes le han pagado por sus programas? ¿Respeta, sobre todo, su intimidad? Pues... a juzgar por lo que me he encontrado en mi flamante Windows 10 y por todo lo que se comenta por internet, pudiera ser que no. Al menos, no al nivel que yo considero razonable. E insisto una vez más, no me valen comparaciones del tipo Google o Facebook hacen lo mismo, porque en este caso estaríamos pagándoles dos veces, la primera en metálico y la segunda en especie.

La cuestión no es baladí. La primera vez que me vi frente a Windows 10 me encontré con ese engendro de interfaz, no tan espantoso como el de Windows 8 pero de aspecto desagradablemente similar, el cual me apresuré a camuflar con una de las varias alternativas, ajenas claro está a Microsoft, que recuperan la apariencia clásica de Windows 7. Pero eso no fue lo peor, ni tampoco lo fue que tuviera que hacer limpieza de todo ese cúmulo de aplicaciones, programas de prueba y morralla surtida que acostumbran a enchufarte cada vez que compras un ordenador nuevo y que, por lo general, no suele interesarte lo más mínimo. De hecho, tan sólo me había topado con el aperitivo.

Por sorprendente que pueda parecer, una de las aplicaciones no recuerdo bien si ya preinstalada o con el enlace preparado para hacerlo, una especie de revista digital según pude entender, advertía -al menos era honrada- que darse de alta en ella implicaba concederle permiso para conectar la cámara y el micrófono del equipo, permitiéndosele también acceder a datos personales tales como contactos, aplicaciones instaladas y otras cositas por el estilo. Huelga decir que, aunque mi ordenador de sobremesa carece de cámara y de micrófono -y no pienso ponérselos-, me apresuré a mandarla al limbo de los justos, aunque para mi sorpresa consultando internet descubrí que tiene millones de usuarios, principalmente a través de teléfonos móviles y tabletas, a los que no parece importarles demasiado este pequeño detalle.

Pero la juerga tan sólo acababa de empezar. Por supuesto también me apresuré a quitar de en medio a Cortana, el flamante asistente personal -o lo que diantres sea eso con lo que Microsoft presume de querer de facilitarnos la vida- con funciones tal útiles -copio de la Wikipedia- tales, entre otras, como las de gestionar nuestra agenda, brindar información sobre vuelos, cantar, contar chistes y adivinanzas, predecir resultados de los encuentros deportivos basándose en estadísticas, responder preguntas referidas al videojuego Halo o informarnos de cuántas calorías tiene una porción de pizza. Además, y como gran novedad, era posible dirigirse a él de viva voz sin necesidad de teclear nada. Como se ve, una ayuda imprescindible para los usuarios de ordenadores de toda la vida.

Lo malo es que de paso, y con la excusa de dar un mejor servicio al usuario, Cortana se dedica a de recopilar datos personales a destajo, sin que exista la garantía de que éstos no acaben cayendo en manos de terceras personas... o al menos, esto es lo que se dice por los mentideros informáticos. Así pues por si acaso, y asimismo porque tampoco le encontraba mayor ventaja -al fin y al cabo, como decía mi padre, la gente pobre no necesita criados-, me desembaracé de él sin el menor remordimiento de conciencia.

Eso sí, todavía no había terminado. Entrando en la sección de privacidad, dentro de la configuración general de Windows, me salió una larga lista de opciones, todas ellas casualmente activadas por defecto, que me apresuré a desactivar, algunas tan preocupantes como permitir que las aplicaciones usen tu identificador para bombardearte con anuncios presuntamente interesantes, enviar a Microsoft información sobre como escribes, rastrear tu ubicación -aunque esto está pensado para aparatos portátiles en cualquier caso siempre será mejor quitarlo- y, posiblemente lo más escandaloso, permitir que aplicaciones externas puedan conectar por su cuenta y riesgo la cámara y el micrófono del ordenador, por más que en mi caso, tal como he comentado, resultarían chasqueados.

Bien, hice todas estas operaciones de limpieza, aunque en algunos foros recomiendan ir todavía más allá impidiendo también que Windows 10 comparta la contraseña del WiFi -por suerte tengo el ordenador conectado por cable al router- y que se descargue desde la página de Microsoft una aplicación que permite establecer un control sobre las actualizaciones automáticas, ya que, ¡oh casualidad!, todas ellas vienen activadas por defecto sin que existan, a diferencia de las versiones anteriores de Windows, las opciones de bloquearlas o de controlar su descarga.

Después de haber hecho todo esto pensaba que ya habría eliminado, si no todas las puñetas, sí al menos las más chirriantes... pero estaba equivocado. Días mas tarde, cuando estaba trabajando tranquilamente con el ordenador, me saltó con alevosía, premeditación y no digo nocturnidad porque todavía era de día, una de esas irritantes ventanas emergentes, concretamente la del puñetero Candy Crush que, ingenuo de mí, creía haberme quitado de en medio a las primeras de cambio. Por fortuna gracias a un programa de utilidades pude borrarlo del menú de inicio, junto con unas cuantas morrallas más que hasta entonces me habían pasado desapercibidas. Espero, eso sí, que esta vez pueda ser la definitiva.

Y en esas estamos. Por lo demás, una vez hecha la limpieza y recuperado el aspecto tradicional de la interfaz -sigo sin entender por qué razón Microsoft se sigue empeñando en sostenella y no enmendalla, sobre todo cuando en el campo de los teléfonos móviles y las tabletas sigue sin comerse una rosca-, la verdad es que Windows 10 funciona bastante bien... aunque no me resultaría fácil discernir si su agilidad se debe a una optimización del sistema operativo o si, por el contrario, es fruto de la mayor potencia del equipo, con el nuevo disco de estado sólido incluido. Veremos en un futuro.

Por cierto, ¿se han preguntado ustedes, ya a título de anécdota, por qué razón Microsoft se saltó la versión 9 de Windows pasando directamente de la 8 a la 10? Bien, yo tengo mi teoría particular: en inglés nueve -nine- y nada -none- se escriben, y se pronuncian, de forma muy parecida. ¿Coincidencia?


Publicado el 28-6-2016