Al rico insecto





Crisálidas de gusano de seda. Fotografia tomada de www.next-food.net/es



De un tiempo a esta parte menudean los cantos de sirena que pretenden convencernos no sólo de la bondad de incluir en nuestra dieta a los insectos ya que, según dicen, son enormemente nutritivos, sino también de la responsabilidad de hacerlo dado que así contribuiríamos a esquilmar menos el planeta, pretendiendo crearnos mala conciencia al restregarnos los datos -que estén contrastados o no es otra cuestión- de cuantísimos recursos naturales, empezando por el agua, son necesarios para que nos podamos comer un filete, así como lo mala que es la ganadería para el dichoso efecto invernadero a causa del metano expulsado a la atmósfera por las flatulencias de las vacas.

A mí, la verdad, es que todo esto me suena más bien a cuento chino, primero porque no veo que quienes tendrían que dar ejemplo, empezando por los políticos, muestren el más mínimo interés en hacerlo, y siguiendo porque huelo intereses económicos muy poco altruistas detrás de ello. Esto sin contar, claro está, con la tabarra de neosectas como los ecologistas de salón o los animalistas recalcitrantes, a los que hago el mismo caso, es decir ninguno, que a las cargantes sectas religiosas, de las cuales en el fondo no se diferencian demasiado.

Lo cierto es que existe una industria desarrollada de cría de insectos no digo ya en países exóticos, donde se los comen, sino en nuestro propio ámbito cultural, donde hacerlo no pasa de ser una extravagancia. Cierto es, y en esto sí les doy la razón, que los hábitos alimenticios son fundamentalmente culturales y por lo tanto poco o nada racionales, y buena prueba de ello es que sintamos una repulsión innata hacia los insectos mientras nos encanta comernos a sus parientes acuáticos, los crustáceos, de los cuales no se diferencian demasiado salvo en sus respectivos hábitats; pero qué quieren que les diga, yo en cuestiones culinarias siempre he sido conservador y pienso seguir siéndolo.

Hoy por hoy la cría de insectos en Europa, y supongo que también en los Estados Unidos, está destinada básicamente a la alimentación animal, tanto para las mascotas como para animales domésticos tales como las aves de corral, los cerdos, el ganado ovino, caprino y bovino e incluso los peces de piscifactoría. Y no tenemos por qué escandalizarnos por ello; también las truchas de verdad, es decir, las que nacen y viven libres en los ríos, las gallinas camperas o los jabalíes salvajes se zampan sus bichitos y no por ello les hacemos ascos, sino todo lo contrario.

Lo que no admito es que me tilden poco menos que de reaccionario por no tener el menor interés en probar estos bichos, en especial cuando quienes lo hacen son los que tienen un criadero y pretenden, algo legítimo dicho sea de paso, ampliar su negocio. Aunque, eso sí, habría que preguntarles antes si ellos son los primeros en degustarlos, algo que no siempre dicen.

Asimismo nada tengo en contra de que la gente se aficione a comer insectos; al fin y al cabo a mí los caracoles o la casquería me causan tal repulsión que me impide degustarlos y no por ello se hunde el mundo. Por lo tanto, jamás me opondría a que los vendieran en los supermercados, limitándome a no comprarlos.

El problema está en que no me fío un pelo de la industria alimentaria, demasiado aficionada a dar gato por liebre estirando hasta lo indecible la normativa legal siempre en busca de dar la menor información posible acerca de los ingredientes que utiliza. Ya es todo un clásico el trabajo que costó que se les obligara a declarar el tipo de aceite que usaban, generalmente el de palma camuflado como aceite vegetal, que por cierto no se trató de un caso único. Por esta razón, que habría que vigilar que no nos colaran algún extracto de insecto como proteína animal o algo parecido sin detallar explícitamente su procedencia.

De hecho, hace unos días me encontré con esta ambigua definición en un paté de hígado; supongo que se trataría de gelatina de vaca o de cerdo, puesto que todavía no existe capacidad industrial para producir a gran escala proteína de insectos; pero no pondría la mano en el fuego porque en un futuro no intentaran hacerlo. Y, con independencia de gustos o de prejuicios, no creo que sea pedir demasiado que en ese caso indicaran claramente lo que vendían sin ambigüedad de ningún tipo, de modo que cada cual supiera lo que estaba comiendo.

Lo cual no sería una novedad, ya que llevamos mucho tiempo tragándonos, sin que muchos lo sepan, un producto de origen insectil que es utilizado como colorante en numerosos alimentos, algunos tan habituales como yogures, mermeladas, helados, pastelería, embutidos, aperitivos salados o refrescos, entre muchos otros, usándose también ampliamente en la industria cosmética y en la textil. Se trata del ácido carmínico y su derivado el rojo carmín, alias E-120, que se obtienen machacando cochinillas y extrayéndolo de la papilla resultante.

Las cochinillas son unos insectos hemípteros, parientes de los pulgones y las chinches, que viven parásitos en las hojas de las chumberas. Y no, no es lo mismo que la miel; aunque producida por las abejas no nos comemos a éstas, de la misma manera que al beber leche no nos comemos a la vaca. Por el contrario el carmín se obtiene triturando a los bichitos, y esto hace que los veganos más radicales, si hay alguno que no lo sea, rechacen los alimentos que lo incluyen en su composición.

Pero la verdad es que, con independencia de su origen, el carmín es un colorante natural y, como tal, preferible a los sintéticos. Además, tan sólo aporta color y se utiliza en tan poca cantidad que nos podemos olvidar de nuestros escrúpulos sin demasiados esfuerzos.

Lo que ya no me esperaba era la utilidad que han encontrado a otro producto procedente de insectos, y no al estilo de la miel sino al del carmín, es decir, extrayéndolo del propio bicho; no se trata de un alimento sino un cosmético, pero esto indica que ya se están moviendo en el sentido de metérnoslos, si pueden, hasta en la sopa. Hace unos días curioseando el envase de una leche hidratante corporal descubrí que, según rezaba en la etiqueta, contenía crisálida de seda; y no lo decía en letra pequeña, sino bien destacado lanzando un mensaje claro de que era una cosa buena.

A bote pronto esto me desconcertó. Yo había leído en algunos mensajes publicitarios de champús u otros cosméticos que contenían proteína de seda, fibroína para ser más precisos, pero lo de la crisálida no me cuadraba ya que éste es el término con el que se denomina al estado intermedio, entre el larvario y el adulto, de la metamorfosis de los insectos.

Pero empecé a atar cabos y a sospechar que el aditivo en cuestión no debía provenir precisamente de la seda sino más bien de sus fabricantes, los gusanos de seda y más en concreto de sus crisálidas. Así pues, di la vuelta al bote y me puse a leer la composición del mejunje escrita en latinglish, la extraña jerga que, con todas las bendiciones legales, nos enchufan en los cosméticos, perfumes y productos de higiene personal poniendo en inglés los nombres de los ingredientes cuando se trata de productos químicos y en latín los procedentes de plantas, animales o minerales de origen natural, como el agua. El resultado es una extraña jeringonza que elude la obligación que sí tienen los alimentos o las medicinas de etiquetar su composición en el idioma oficial de cada país; pero por lo que se ve la Unión Europea, que se limitó a implementar la norma norteamericana en 1998, no está por la labor de hacerlo pese a que, paradójicamente, tras la salida de Gran Bretaña el inglés es ahora una lengua residual en su territorio, oficial tan sólo en Irlanda -unos cinco millones de habitantes- y cooficial en Malta -algo menos de medio millón-, lo que supone el 1,2% de la población total de la Unión. Pese a todo, la sombra británica sigue siendo alargada.

Vayamos al grano. Casi al final de la larga lista de ingredientes aparecía un Bombix mori extract que confirmó mis sospechas: Bombix mori es el nombre científico de la mariposa de la seda, y en consecuencia también de su larva -el gusano- y de su crisálida. Así pues, todo encajaba. Como es sabido, al entrar en la fase de crisálida el gusano teje un capullo de seda que le sirve de protección. Si no se interrumpe la metamorfosis al final de ésta la mariposa abre un túnel en el capullo y lo abandona, iniciando su breve vida como insecto adulto. Puesto que este proceso rompe los hilos de seda inutilizando el capullo, los criadores suelen hervirlos antes de la eclosión de la mariposa, matando a las crisálidas de modo que se pueda devanar sin problemas la seda.

¿Qué ocurre con las víctimas colaterales del proceso, es decir, las crisálidas hervidas? En algunos países orientales como Corea simplemente se las comen, mientras en China se usan en la llamada medicina tradicional que, a juzgar por muchos de los ingredientes usados en sus medicinas, cabe dudar que lo sea.

Aquí tampoco se tiran, convirtiéndolas en una harina utilizada para complemento de los piensos animales... y también, por lo que se ve, para los citados cosméticos, aunque yo no creo que usar harina de crisálidas se pueda anunciar como seda, al igual que si se pretendiera vender como extracto de miel un producto obtenido a partir de larvas de abeja desecadas y trituradas. Pero es lo que hay, y no las tengo todas conmigo de que no acaben utilizando extractos de insectos como aditivo en alimentos humanos... sin advertirlo.


Publicado el 22-12-2021