Marrullerías comerciales





Nadie como el genial Fernando Fernán Gómez supo encarnar mejor
a la picaresca española. Fotografía tomada de blog.rtve.es



Sabido es que entre los muchos méritos culturales de la sociedad española destaca con luz propia el invento de la literatura picaresca, fiel reflejo dicho sea de paso de la sociedad de su época que, nos guste o no, al menos en esta faceta no ha cambiado demasiado desde el siglo XVI hasta ahora. España sigue siendo todavía hoy un país de pícaros en el que muchos valoran más el ingenio para engañar al prójimo que la honradez cabal, con la diferencia de que los pícaros clásicos -el Lazarillo, el Buscón, Guzmán de Alfarache, Marcos de Obregón y tantos otros- lo hacían por necesidad y por puro instinto de supervivencia en una sociedad tan dura para los desafortunados como era la de su época, mientras que ahora lo hacen simplemente por pura y dura falta de escrúpulos.

Y lo más grave es que muchas veces esta picaresca, desprovista por completo de toda posible aureola romántica y reducida a la descarnada realidad de una marrullería sin escrúpulos ideada para obtener mayores beneficios a costa de embrollar y engañar a los potenciales clientes, es practicada con total desparpajo no ya por los pequeños comerciantes, que bastante tienen con intentar sobrevivir en un entorno económico cada vez más difícil, sino por las grandes cadenas comerciales a las que no se les suponen demasiadas dificultades para llegar a fin de mes.

Les voy a contar, a modo de ejemplo, un hecho real que me ocurrió recientemente, omitiendo por supuesto toda referencia explícita o implícita al establecimiento en cuestión ya que, mucho me temo, se trata de un problema ampliamente extendido, por lo que resultaría injusto centrar mis críticas en una única empresa cuando lo que quiero criticar en su conjunto son las más que discutibles prácticas publicitarias y comerciales actuales.

Hace aproximadamente un mes, a finales de noviembre de 2017, llegó con puntualidad anglosajona ese nuevo período de rebajas bautizado con el majadero anglicismo de Black Friday, como si no existiera su equivalente en español de Viernes Negro, asimismo absurdo puesto que yo no le veo la negrura por ningún lado... pero dejémonos de disquisiciones etimológicas. El caso es que ese día leí en un periódico la publicidad de una cadena de tiendas que anunciaba una serie de productos con descuentos de hasta el 50%.

Aunque yo no soy dado a comprar en rebajas salvo que realmente necesite algo y tuviera ya previsto comprarlo, por lo que estos cantos de sirena no suelen enredarme demasiado, dio la casualidad de que vi un disco duro a muy buen precio, con un descuento real -lo comprobé- sobre su precio normal de casi el 30%; y como desde hacía tiempo venía rumiando comprar uno, decidí aprovechar la ocasión pasándome ese mismo día por la tienda más cercana de la cadena a media tarde, cuando salí de trabajar.

Me acerqué a un vendedor, le enseñé el anuncio y recibí por respuesta que esos discos duros ya se habían agotado. Aunque soy enemigo de regatear y de hecho siempre evito hacerlo, en esta ocasión entendí que no se trataba de un regateo, sino de reclamar una oferta que la tienda había hecho libremente por lo que, desde mi punto de vista, estaba obligada a asumirla, puesto que yo había ido a comprarlo el primer día de los tres que, según el anuncio, estaría vigente ésta.

Así pues le invité a leer la letra pequeña del anuncio, viéndose obligado a aceptarlo a regañadientes pese a que su primera -y falsa- explicación había sido que la oferta ya llevaba varios días vigente. Argumentó entonces que ésta estaba sujeta a las existencias disponibles y que éstas se habían agotado por la mañana, a lo que yo le respondí invitándole a buscar en la letra pequeña la coletilla de advertencia de que la oferta era válida sólo hasta fin de existencias... huelga decir que no la encontró, y si quien redactó el anuncio olvidó ponerla desde luego no era responsabilidad mía.

Pillado por las condiciones de su propio artículo y, por qué no decirlo, también por mi insistencia en su obligación de cumplirlas, tras trastear durante un rato en el ordenador -no pude ver lo que salía en pantalla-, me ofreció a regañadientes la posibilidad de pagar por adelantado el disco duro, por supuesto al precio de la oferta, debiendo esperar para recogerlo a que se repusieran las existencias. A mí me pareció una condición un tanto abusiva ya que en otros establecimientos, en situaciones similares, se habían limitado a tomar nota y darme un justificante que me permitiera beneficiarme de la oferta fuera de plazo, sin tener que adelantar nada... pero preferí tener pájaro en mano, así que pagué sin rechistar. Eso sí, me advirtieron que no sabían cuanto tiempo tardaría en llegar, aunque suponían que no sería demasiado, quizá una o dos semanas. Y así quedó la cosa de momento, a la espera de que me llamaran por teléfono para que fuera a recogerlo.

Pasaron las dos semanas, incluida la del puente de la Constitución, y seguía sin tener noticias, así que a principios de la tercera me volví a pasar por la tienda. Me atendieron muy bien, me explicaron que el puente había retrasado el ritmo normal de reposición, miraron en el ordenador y me dijeron que el disco duro estaba ya en camino, y que pensaban que llegaría a lo largo de esa misma semana, como mucho tardar el viernes. Les di las gracias y me fui. Pero pasó el viernes, pasó el fin de semana, pasaron el lunes y el martes y, dado que seguían sin dar señales de vida, esa misma tarde me acerqué una vez más a la tienda.

En esta ocasión fui atendido directamente -fue él quien me buscó a mí- por el que parecía ser el encargado que, con una cara de palo y modales rozando la antipatía, me volvió a repetir la cantinela de que todavía no habían llegado los discos duros de marras y que tampoco sabían cuando podrían llegar, ya que se habían quedado sin existencias no ya en el almacén de la cadena, sino también en el del proveedor, cosa que -añadió maliciosamente- ya me habían advertido cuando me empeñé en comprarlo.

Yo le respondí que no había sido exactamente así, y que si bien era cierto que me dijeron que no me podían dar una fecha concreta, sí habían añadido que pensaban que no debería tardar demasiado, máxime teniendo en cuenta -añadí de mi cosecha- que se trataba de una marca muy conocida y que me extrañaba mucho que tardaran tanto en llegar.

El encargado, cada vez más avinagrado, siguió insistiendo en sus explicaciones con un tono cada desagradablemente parecido al que se utiliza con un niño tozudo, lo cual, dicho sea de paso, comenzó a molestarme bastante. Como alternativa, que por supuesto rechacé, me ofreció devolverme el pago que había adelantado de forma inmediata, a lo cual yo le respondí que prefería esperar un tiempo razonable reservándome la opción, en caso de considerarlo conveniente, de hacerles una reclamación e incluso de poner una denuncia en la oficina del consumidor, replicándome él en tono prepotente que le parecía muy bien y que las responderían convenientemente. Por supuesto la manida frase de “El cliente siempre tiene razón” brilló por su ausencia tanto por el fondo como por la forma.

Puesto que dadas las circunstancias era poco lo que había que rascar me fui de la tienda, pero distaba mucho de haberme resignado. Al día siguiente entré en la página de internet de la cadena, busqué el disco duro de marras y ¡oh, casualidad!, resultó que pese a estar agotadísimo aparecía como disponible para su compra. Así pues, ni corto ni perezoso llamé por teléfono a Atención al Cliente -por supuesto buscando el número alternativo al dichoso 902 que aparecía en la página, otra marrullería habitual- y les expliqué mis cuitas con todo lujo de detalles.

La chica que me atendió, muy amablemente dicho sea de paso, me advirtió ¡oh, casualidad! que en ocasiones, pese a figurar como disponibles, algunos productos de la página web podían estar temporalmente agotados, pese a lo cual me pidió que le dijera el número de catálogo para comprobarlo. Y sí, según me dijo, aparentemente lo estaba... tras lo cual colgué dándole las gracias.

Dado que los años me han forzado a ser, muy a mi pesar, cada vez más desconfiado, en pura lógica el siguiente paso debería haber sido simular una compra por intenet para asegurarme de que no me la estaban dando con queso, pero ante el riesgo de acabar teniendo que comprar dos discos duros, uno en oferta y otro a su precio normal, preferí no hacerlo. Eso sí, comencé a rumiar la posibilidad de ponerles una denuncia en la oficina del consumidor por publicidad engañosa, aunque fuera a costa de quedarme sin el disco duro recuperando, eso sí, mi dinero.

Pero no hizo falta. Para mi sorpresa o, por decirlo con mayor precisión, para mi perplejidad, esa misma tarde, apenas unas pocas horas después de mi consulta, me llamaron de la tienda para decirme que podía ir a recoger el agotadísimo -el adjetivo es mío- disco duro cuando quisiera, cosa que hice en cuanto pude. Había pasado casi un mes desde que lo comprara y había necesitado tres viajes a la tienda, una discusión con el encargado y una consulta por teléfono, pero al final pude llevarme a casa el disco duro a precio de oferta, eso sí sin que ni el antipático encargado, que en esta ocasión brilló por su ausencia, ni ningún otro empleado me dieran la más mínima explicación a tan sorprendente materialización del disco duro, que pasó de estar agotadísimo a aparecer como por ensalmo en la propia tienda en menos de veinticuatro horas. Y aunque, he de reconocerlo, el cuerpo me lo pedía, opté por recogerlo sin decir ni pío. Al fin y al cabo, ellos no tenían probablemente la culpa.

Recapitulemos. ¿Casualidad? Puesto que hace ya mucho que dejé de creer en los Reyes Magos, y bastante también que dejé de hacerlo en los políticos, sinceramente me extraña mucho tan llamativa coincidencia, máxime teniendo en cuenta que medió tan sólo una consulta y no una reclamación formal. Pero hace ya muchos años que descubrí -y padecí- la extendida y detestable práctica del “si cuela, cuela” mediante la cual, pese a saber que tienes razón y que en caso de reclamación llevas las de ganar, intentan por todos los medios disuadirte, cuando no aburrirte, dilatando cuanto pueden la resolución del problema. Lástima, para ellos, que en estas situaciones yo me ponga cabezota y me lo tome como una agresión no sólo a mis derechos, sino también a mi amor propio...

Y lo siento, pese a haberme salido con la mía o, mejor dicho, pese a estar convencido de que tenía razón, esta historia me ha dejado un mal sabor de boca. Tengo el temor de que alguien, como por ejemplo el antipático encargado de la tienda, pueda acabar pagando los platos rotos de unas prácticas marrulleras y de todo punto condenables de la que en el fondo él no era el responsable, ya que sin duda fueron decididas desde mucho más arriba. Deseo sinceramente que mi empeño -justificado, insisto- no les haya perjudicado ni a él ni a nadie más que no fuera el verdadero culpable de la picardía, y desearía eso sí que esta pequeña victoria pudiera servir para que tanto esta empresa como cualquier otra erradiquen estas detestables marrullerías de sus prácticas comerciales. Por el bien de todos, por supuesto.


Publicado el 21-12-2017