A vueltas con el CO2





Selva tropical amazónica. Fotografía tomada de la Wikipedia



Que actualmente nos encontramos en una fase de calentamiento climático es algo que a estas alturas resulta ya poco menos que incuestionable. Pero lo que mucha gente ignora es que, lejos de resultar excepcional, se trata de algo completamente normal ya que, hablando en términos geológicos, el clima siempre ha estado fluctuando en uno u otro sentido, como lo prueba el ejemplo geológicamente cercano de las glaciaciones y sus correspondientes períodos interglaciares. Incluso se conocen también cambios, menos acusados pero significativos, en períodos históricos recientes tales como el Óptimo Climático Medieval o la Pequeña Edad de Hielo que le sucedió.

Cosa muy distinta es intentar discernir cuanto de este calentamiento se debe a causas naturales -nos encontraríamos frente a un ciclo más de los muchos que ha habido- y cuanto a la mano del hombre... y aquí es cuando surge el problema, ya que lo que debería haber sido tan sólo una investigación científica ha tropezado con la intromisión continua de intereses políticos y económicos que no han hecho sino enredar la cuestión y confundir a la gente, llegándose en ocasiones a tales límites de presión que casi se podría calificar de censura la persecución a la que en ocasiones se han visto sometidos aquellos científicos que discrepaban del credo oficial.

Por si fuera poco hay quienes han estado ganando mucho dinero a costa de ello, como ocurrió con Al Gore, un señor al cual, pese a haber sido durante ocho años vicepresidente de los Estados Unidos, sólo se le despertó la conciencia ecológica una vez que se le hubo acabado el chollo de la política... y buen negocio ha estado haciendo a costa suya. Esto por no hablar de las compañías que han hecho su agosto con trapicheos hipócritas tales como la compra de emisiones de CO2, como si contaminar en Uganda fuera más limpio que hacerlo en Alemania, pongo por ejemplo. Pero ya lo dijo Quevedo, poderoso caballero es Don Dinero.

Y eso que nadie discute el hecho básico de que el CO2 produce un efecto invernadero, y que a más cantidad de este gas más fuerte es el calentamiento; sólo hay que ver el ejemplo extremo de Venus, con un efecto invernadero tan brutal que provoca unas temperaturas infernales en su superficie. Pero en este planeta la atmósfera está compuesta en un 96,5 % por CO2, y su presión es noventa veces superior a la terrestre. En la Tierra, por el contrario, el CO2 está presente en la atmósfera en cantidades muy pequeñas (un 0,04 %) y la presión atmosférica es muy inferior; por esta razón, aunque en nuestro planeta también existe un efecto invernadero, éste resulta ser mucho más moderado que en el planeta vecino, pese a lo cual resulta fundamental para la vida siempre que se mantenga en los valores adecuados.

Pero esto no basta para afirmar que exista una dependencia directa entre las emisiones de este gas a la atmósfera y un calentamiento global del planeta. Ello es así por dos razones. La primera, que el CO2 no es el único gas atmosférico que produce efecto invernadero; y si bien las cantidades en las que se encuentran algunos de ellos, como el metano o el ozono, son muy inferiores a las del el CO2, no ocurre lo mismo con el vapor de agua, cuya proporción media es de en torno a un 1 % y sobre el cual, huelga decirlo, no tenemos la menor capacidad de control.

Asimismo el CO2 está también involucrado en varios ciclos muy complejos que no se conocen suficientemente bien, tanto el responsable de la función clorofílica, como su absorción por los océanos, incluyendo su fijación en forma de carbonato cálcico por animales marinos, como los corales. Por esta razón, y sin pretender en modo alguno minimizar el problema que supondría provocar un incremento neto del efecto invernadero, tampoco podemos incurrir en el error de atribuir una presunta relación directa entre el incremento en las emisiones de CO2 a la atmósfera y el calentamiento del clima.

Esto sin contar con el factor que pudiéramos denominar moda. Hace años nos estuvieron dando la tabarra con que los compuestos organoclorados, utilizados como gases propulsores en los aerosoles y como líquidos refrigerantes en los frigoríficos, dañaban presuntamente la capa de ozono... sobre el polo sur y en las capas altas de la atmósfera, sin que nadie se molestara en explicar cómo unos gases mucho más pesados que el aire, y por lo tanto sin ninguna tendencia a subir, eran capaces de burlar absolutamente todas las pautas de la dinámica atmosférica -a causa de las fuerzas de Coriolis apenas hay intercambio de aire entre los dos hemisferios- para cargarse el ozono estratosférico, cuando la única evidencia experimental que había era que, en el laboratorio, reaccionaban con el ozono tal como lo hacen infinidad de compuestos, puesto que el ozono es un oxidante muy reactivo. Bien, por lo menos conseguimos que, agujero de ozono aparte, dejaran de soltar unos compuestos muy contaminantes a la atmósfera, esperando eso sí que sus sustitutos sean más inocuos. Sin embargo ahora nadie, o casi nadie, habla ya del agujero de ozono... que supongo seguirá estando allí, puesto que todo parece indicar que se trata de un fenómeno tan natural como las auroras polares.

Ahora, por el contrario, todo el mundo parece haberse encandilado con el tema del CO2... hasta que surja otro nuevo. Y otra cosa que conviene dejar clara. El CO2, con independencia de su posible influencia en el efecto invernadero, no es un gas contaminante a diferencia, por ejemplo, de los que emiten los tubos de escape de los coches, en especial los diésel. De hecho lo exhalamos en la respiración, y es un ingrediente fundamental de las bebidas con gas o de las fermentaciones de alimentos tan básicos como el pan o el vino. Sin embargo, en estos últimos años se ha fomentado insensatamente la fabricación y venta de coches con motores diésel alegando que contaminaban menos, es decir, que emitían menos CO2... y de paso muchos más contaminantes de verdad tales como las partículas sólidas, o los de nitrógeno, infinitamente más perniciosos ya que han acabado provocado un grave problema de contaminación en multitud de ciudades, a la par que son los responsables de un espectacular incremento de alergias y afecciones respiratorias.

Volviendo al tema del cambio climático, nos encontramos con el hecho cierto de que el efecto invernadero, con independencia del carácter natural o artificial de su origen, no es en modo alguno lo único que puede afectarlo. En primer lugar habría que considerar a diversos factores astronómicos, ya que tanto las irregularidades de la órbita terrestre como las fluctuaciones de la radiación solar son responsables de una parte nada desdeñable de los ciclos climáticos. Ya a escala planetaria nos encontramos con fenómenos tan impredecibles como las erupciones volcánicas, capaces en ocasiones de alterar siquiera temporalmente el clima. Como ejemplo tenemos el caso del conocido parque norteamericano de Yellowstone; asentado sobre una caldera calificada por los vulcanólogos como supervolcán, en los dos últimos dos millones de años ha experimentado al menos tres gigantescas erupciones, la última hace 640.000 años, capaces de provocar cambios climáticos notables. Bastaría con que esta caldera entrara de nuevo en erupción, algo que no descartan los expertos, para que se produjeran unos efectos catastróficos a escala mundial.

Conviene no olvidar tampoco los efectos a nivel regional de factores tales como las corrientes marinas o la dinámica atmosférica. Todos hemos estudiado en el colegio que las diferencias de clima existentes entre las costas atlánticas de Europa y Estados Unidos, para idéntica latitud, se deben a la corriente cálida del Golfo en el primer caso y a la fría del Labrador en el segundo, y asimismo es conocida la influencia de la corriente de El Niño en la costa pacífica del continente americano. En España, sin ir más lejos, el elemento determinante que hace que tengamos, salvo en Galicia y la cornisa cantábrica, un clima mediterráneo seco en lugar de uno atlántico húmedo, tal como parecería lógico dada nuestra situación geográfica, es el famoso Anticiclón de las Azores, que bloquea a las borrascas atlánticas desviándolas hacia el norte. Basta con que el anticiclón, que sube en verano a latitudes más altas y baja en invierno, altere mínimamente esta alternancia, para que nos encontremos con períodos de sequía o de lluvias intensas, sin necesidad alguna de que el clima cambie a nivel global.

Por si fuera poco, los modelos teóricos que pretenden demostrar que nos encaminamos hacia una catástrofe climatológica no siempre se acaban ajustando a la evidencia experimental. Recientemente ha saltado a la luz pública una noticia que a mí personalmente no me ha pillado de sorpresa pero, al parecer, a muchos periodistas sí: según unos estudios científicos, entre 1982 y 2015, coincidiendo con el incremento en las emisiones de CO2, se ha producido un incremento notable de la biomasa vegetal en gran parte del planeta -incluida España-, mientras la tan cacareada y temida desertificación se ha visto reducida a casos muy puntuales. Dicho con otras palabras, el ciclo del carbono ha actuado como cabía esperar, autorregulando de forma natural el aumento de CO2 en forma de un mayor crecimiento vegetal. Desconozco si ha sido o será suficiente para absorberlo en su totalidad, pero en cualquier caso es un ejemplo más de la complejidad del problema y de lo incorrecto que resulta, desde el punto de vista de la metodología científica, recurrir a interpretaciones simplistas, cuando no ya sesgadas.

Mi opinión personal es que todavía distamos mucho de conocer suficientemente bien el tema, lo que no nos exime de ser prudentes. Y si bien no estamos seguros de que la actividad humana pueda estar provocando un cambio climático, lo que sí es cierto es que con el despilfarro irresponsable e irracional de la sociedad occidental, en muchos casos innecesario para mantener nuestro nivel de vida, hemos acabado provocando unos gravísimos problemas de contaminación en gran parte del planeta, razón que por sí sola debería bastar para inducirnos a acabar con unos comportamientos tan perniciosos.

Porque en el fondo ésta es la verdadera raíz del problema, el derroche incontrolado de la sociedad occidental -ahí está el caso conocido de la obsolescencia programada- para beneficio económico de unos pocos y perjuicio de la inmensa mayoría, con independencia de que ello produzca o no cambios climáticos.

No se trata, en definitiva, de ser escépticos, sino simplemente precavidos.


Publicado el 9-5--2016