Políticos e historia





Federico Gravina, almirante de la Armada española en la batalla de Trafalfar
Fotografía tomada de la Wikipedia



Aunque no tengo claro qué es peor en política, si el sectarismo o la ignorancia, de lo que no cabe duda es que la suma de ambos puede llegar a resultar literalmente explosiva. Y como por desgracia ambos defectos se han incrementado exponencialmente en la política española durante estos últimos años, era de esperar que se retroalimentaran, todavía más considerando que la población española en general es cada vez más inculta, en parte por los cada vez más nefastos planes de educación, y en parte por el pasotismo intelectual de las nuevas generaciones -y de las no tan nuevas- encandiladas por el moderno pan y circo de la telebasura o las redes sociales.

Las consecuencias de todo ello son demoledoras en una sociedad a la que, por si fuera poco, se han empeñado en polarizar de una manera suicida entre una derecha carpetovetónica que ha renunciado a ser moderna aferrándose a los peores resabios de sus ancestros, y una seudoizquierda que recurre al postureo y al nihilismo para camuflar su patética incapacidad de luchar por una sociedad más justa y mejor.

Es de esta última de la que voy a hablar en esta ocasión, aunque para la otra también tengo y no poco. Una de las cosas que más me chirrían de la seudoizquierda española, dentro de su papel habitual de desfacedores de entuertos para fingir que hacen algo, es su obsesión patológica por la Guerra Civil y el franquismo, al tiempo que ignoran algo tan evidente -no sé si de forma deliberada o no- como que la II República no fue en modo alguno un camino de rosas y su espíritu original tardó poco en ser sepultado por sectores radicales surgidos en su propio seno -los sublevados en julio de 1936 no fueron los únicos que contribuyeron a aniquilarla- que pretendían hacer cada uno su propia revolución, ninguna de las cuales tenía el menor atisbo de democrática.

En cualquier caso, y teniendo en cuenta que han pasado ochenta y dos años desde que terminó la Guerra Civil y cuarenta y cinco largos desde que murió Franco, seguir agitando el espantajo a estas alturas me parece tan absurdo como potencialmente peligroso, puesto que supone empeñarse en seguir mirando hacia atrás en vez de hacia adelante como si en estas últimas décadas no hubiera cambiado nada ni en España ni en nuestro entorno internacional, lo que no implica que no padezcamos problemas -de 2021, no de 1975- que los políticos, en su cerrazón ideológica y en sus intereses mezquinos, ignoran mientras revuelven temas antiguos -¿quién se acuerda hoy de las guerras carlistas?- cuyo único sentido es la investigación histórica.

Nada más lejos de mi intención que desdeñar los intentos de corregir problemas heredados del pasado, que todavía los hay, pero con sensatez y sin filtros políticos de ningún tipo que puedan distorsionar esta necesaria labor, justo lo contrario de lo que se ha hecho con la famosa ley de Memoria Histórica que, pretendiendo erradicar los coletazos del franquismo, convirtió algo tan justo como era la exhumación de las fosas comunes de la Guerra Civil en una cuestión ideológica distinguiendo a estas alturas, más de tres cuartos de siglo después, entre muertos buenos y muertos malos conforme a su presunta ideología, algo inadmisible desde un punto de vista ético dado que la mayoría de las víctimas del conflicto fueron personas inocentes que tuvieron la mala fortuna de estar en el lado equivocado, lo que les convirtió en objeto de la vesania de los fanáticos de turno, que en ambos bandos los hubo.

Aunque más inofensivo, este absurdo revisionismo histórico también centró sus miras en símbolos tales como los escudos, llegando en su ignorancia a confundir el de los Reyes Católicos con el franquista, o en los callejeros de las ciudades, los cuales, aunque ya sufrieron varias cribas desde las elecciones municipales de 1979, en ocasiones llevándose por delante nombres que nada tenían que ver con la Guerra Civil pero que a ellos les sonaron a fachas, en estos últimos años han padecido un nuevo embiste de manos de la seudoizquierda, reconvertida sólo de nombre ya que sigue conservando todas sus obsesiones atávicas, y de los seudonacionalismos de nuevo cuño que, incapaces de modernizar su obsoleta ideología, se entretienen asimismo matando moscas con el rabo.

Así, fue sonada la movida que se montó en el Ayuntamiento de Madrid durante el gobierno de Manuela Carmena, en la que seudoizquierdistas exaltados pretendieron barrer del callejero madrileño no sólo a los vestigios supervivientes del franquismo real -por sorprendente que parezca todavía eran varios los militares golpistas que contaban caon calles propias-, sino también a todo cuanto les oliera a franquista según sus particulares y distorsionados criterios.

Por fortuna la ex alcaldesa de Madrid era una persona sensata y puso freno al despropósito, reduciéndose finalmente la lista inicial de 256 nombres a tan sólo 52, y aun así el sectarismo, en una absurda y extemporánea pataleta, logró hacer varias de las suyas sustituyendo los nombres franquistas por otros a su entender antifranquistas, cuando lo más adecuado, con independencia de que la mayoría de estos últimos merecieran una calle no por su antifranquismo, sino por sus méritos propios, hubiera sido recurrir a nombres políticamente neutros, reservando aquéllos para otros lugares; pero esto era pedir peras al olmo. En consecuencia, el resultado no fue el idóneo que se hubiera podido conseguir de no mediar prejuicios ideológicos.

Y como todo se pega menos la hermosura, cuatro años después el Ayuntamiento de otra ciudad importante, Palma de Mallorca, rizó más el rizo en el maridaje entre la cerrazón política y la cerrazón mental cuando, acogiéndose también a la sacrosanta Ley de Memoria Histórica, emprendió su particular cruzada antifranquista en el callejero, aunque ya años atrás cambiaron 68 nombres y en 2018 el antecesor del actual alcalde, militante secesionista, volvió a la carga pretendiendo hacerlo con la Avenida de Alemania, la avenida de Portugal y la Vía Roma, que si bien fueron dedicadas a las respectivas dictaduras que entonces detentaban el poder en sus respectivas naciones, no es menos cierto que hoy corresponden a países plenamente democráticos que nada tienen que ver con los de entonces. Si finalmente el desaguisado no se llevó a cabo, fue bajo la excusa de que lo desaconsejaba la proximidad de las elecciones de 2019, no porque los promotores del invento reconocieran su error. Dos años después las tres denominaciones siguen existiendo.

Pero volvamos al presente. En la nueva lista de doce calles franquistas para las que se proponía un cambio de nombre, tal como cabía esperar aparecían varias denominaciones no sólo cuestionables, sino francamente ridículas por no calificarlas ya de surrealistas, como era el caso de la dedicada a Gabriel Rabassa Oliver (1915-1995), un defensor de la cultura local al que el propio alcalde actual, entonces concejal, homenajeó en 2009 dedicándole la misma calle que ahora le pretende quitar con la excusa de su pasado falangista durante la Guerra Civil. Sin comentarios.

Fuera ya del ámbito local, el ilustrado munícipe pretendió llevarse por delante las calles dedicadas -agárrense bien- a los almirantes Churruca, Gravina y Cervera, así como a Toledo, Alfambra, Brunete y al castillo de Olite. Como es natural los historiadores, e incluso cualquiera con un mínimo de conocimientos históricos, se llevaron las manos a la cabeza ante semejante disparate, ya que difícilmente se podría considerar franquistas a dos almirantes fallecidos en la batalla de Trafalgar y a otro que pasó a la historia, muy a su pesar, por la guerra de 1898 y falleció en 1909 cuando Francisco Franco todavía era un cadete de la Academia de Infantería de Toledo. En cuanto al resto, si bien el río Alfambra y la localidad de Brunete fueron escenarios de sendas batallas de la Guerra Civil, aunque los nombres de las calles no hacían alusión explícita a ellas, lo que ya desconcierta por completo es la anatemización de Toledo y del castillo de Olite, la antigua residencia de los reyes navarros.

Puesto que una de las características más acendradas de muchos políticos es la de sostenella y no enmendalla aunque se trate de defender que la Tierra es plana, el regidor palmesano sostuvo que se trataba de denominaciones franquistas y se referían no a las personas -en el caso de los tres almirantes- sino a buques de guerra homónimos, mientras la calle Toledo aludía al Alcázar de Toledo, uno de los más significados mitos de la simbología franquista. En cuanto a la presunta vinculación del nombre del castillo navarro con el dictador, parece ser que se le identificaba con un buque mercante soviético capturado en 1938 por la armada franquista, que lo rebautizó como Castillo de Olite; aunque por desgracia para ellos les duró poco, puesto que fue hundido pocos meses después por las defensas costeras del puerto de Cartagena.

Huelga decir que el ridículo fue mayúsculo, ya que lo rebuscado de los argumentos lo único que demostraba era que en los criterios seguidos por los responsables del estudio había primado el sectarismo político sobre la prosaica realidad histórica; y por si fuera poco, la rechifla estalló cuando los historiadores tuvieron que recordar al despistado edil que, de los tres buques bautizados con los nombres de los almirantes, dos de ellos, los destructores Churruca y Gravina, permanecieron en manos republicanas durante toda la guerra, mientras el crucero ligero Almirante Cervera fue capturado por las tropas sublevadas cuando se encontraba en dique seco en El Ferrol. A modo de remate, bastó con una consulta a las actas municipales para comprobar que tampoco era cierta la versión oficial, ya que las calles habían sido dedicadas a los marinos y no a los navíos.

Cogido en un renuncio el alcalde, el autor del polémico informe, que costó 15.000 euros a las arcas públicas y a quien el diario ABC le describió como “un estudioso en la materia que carece de titulación en historia y no tiene trayectoria académica”, remató la faena alegando, también según ABC, “que el principal motivo por el que incluyó estos nombres en el Censo de Simbología Franquista de la secretaría autonómica de Memoria Democrática y Bon Govern es que las rotuló un ilegal ayuntamiento franquista”, a lo que apostilló acertadamente este diario que siguiendo ese criterio habría que cambiar el 90% de los callejeros de toda España.

Como cabe suponer no fueron sólo los historiadores -incluida la Real Academia de la Historia- los que protestaron; también lo hicieron, entre otros, los descendientes del almirante Cervera, el incombustible Arturo Pérez Reverte y la alcaldesa de Toledo. No así la de Olite, dado que al ser del gremio nacionata -encabeza una coalición local de Podemos y Bildu- afirmó que “no se sentían ofendidos porque el nombre se puso en homenaje al buque franquista” (sic).

Visto el revuelo formado y lo abochornante de su postura, el alcalde palmesano se vio obligado a rectificar, al menos parcialmente, paralizando de forma temporal el cambio de nombre de siete de las doce calles y encargando una revisión del polémico -y caro- informe, lo cual si bien demuestra sensatez, también es verdad que podría haberlo hecho antes y no después de liarse la manta a la cabeza. Eso sí, llegó a justificarse reconociendo con total desparpajo que “no sabía quiénes eran estos almirantes, porque no había profundizado en esa parte de la historia”, añadiendo a continuación que “lo había hecho en otra, en esa no. No tenía por qué saber de todo”. Aunque no explicó en qué parte de la historia sí había profundizado, sospecho que en realidad debía de saber muy poquito de cualquier época de la historia de España, ya que estamos hablando de dos importantes episodios bélicos que a mí me enseñaron en la escuela primaria, por lo que se pueden considerar de cultura general y no conocidos tan sólo por los historiadores... aunque bien pensado, puesto que cuando yo iba al colegio todavía vivía Franco, a lo mejor es esto lo que los descalifica a los ojos de tan celosos antifranquistas.

En cualquier caso, lo verdaderamente grave no es que la máxima autoridad municipal de la octava ciudad española, con más de cuatrocientos mil habitantes, desconozca episodios relevantes de la historia reciente española, siendo de esperar, dado que según su biografía oficial es licenciado en Economía y Ciencias Empresariales, no le vaya a ocurrir lo mismo en otros campos; lo que sí resulta preocupante es el propio origen del desaguisado, ya que su autora intelectual -el mismo alcalde lo reconoció- fue la consejera de cultura del gobierno balear, secesionista -que no independentista- confesa, quien encargó el trabajo a un historiador -le concederemos el beneficio de la duda- militante de su mismo partido y éste a su vez se lo subcontrató al susodicho “estudioso en la materia que carece de titulación en historia”, presumiblemente también de la misma cuerda.

Aunque el alcalde de Palma es del PSOE gobierna en coalición con Podemos y con la marca local del secesionismo catalanista, lo que explica bastantes cosas ya que desde la misma Transición el socialismo se ha solido mostrar preocupantemente dúctil tanto con la extrema izquierda como, en su caso, con los nacionalistas de cualquier pelaje, lo que a mi modo de ver le ha hecho salir escaldado en más de una ocasión sin que al parecer sus dirigentes escarmienten. Asimismo, el propio alcalde reconoció que el trágala del polémico cambio de nombres le había venido impuesto por el citado informe, pero no explicó por qué razón, si él era incapaz de distinguir entre Gravina y Carrero Blanco, o entre Cervera y Pita da Veiga, no recurrió a historiadores de verdad, que no estuvieran imbuidos por la cerrazón política, antes de proceder a la firma sin entender siquiera lo que firmaba.

Olvidándonos de los dislates municipales, hay dos hechos que me causan inquietud. El primero es la cada vez mayor polarización de la sociedad, que redunda inevitablemente en un preocupante aumento del radicalismo político. Y el segundo, que algo tan anacrónico, reaccionario y dañino como son los nacionalismos de cualquier pelaje estén en auge no sólo en sus territorios tradicionales sino también en otros vecinos, bien por infiltración insidiosa tal como es el caso de Navarra por un lado y Baleares y Valencia por otro, bien por el surgimiento de otros de nueva creación donde nunca los hubo, como el gallego o el incipiente asturiano, que no por artificiales y alentados por la seudoizquierda dejan de ser preocupantes. Y todo ello con la complacencia, cuando no con la complicidad no sólo de la extrema izquierda, sino incluso del PSOE.

Porque, desengañémonos, la chusca historia de las calles de Palma no es sólo un episodio de mera ignorancia histórica ni de soberbia política, sino síntoma de algo mucho más preocupante: la alianza antinatura de quienes, disfrazándose a estas alturas de antifranquistas, son en realidad antiespañoles rabiosos, algo difícilmente entendible cuando las alternativas que ofrecen son infinitamente peores. Y aunque yo soy el primero que rechazo el rancio nacionalismo español de la extrema derecha, por desgracia también en auge, tengo meridianamente claro que se trata de los mismos perros con diferentes collares. Y además muerden a poco que te acerques a ellos.


Publicado el 28-3-2021