Parasitismo cultural





Bart no es, ni mucho menos, de los peores


Hace unos días saltó a la prensa uno de los últimos casos de las más que discutibles prácticas recaudatorias de la SGAE, su empeño en cobrar la correspondiente gabela por la representación de obras clásicas tales como Fuenteovejuna o El alcalde de Zalamea en las respectivas localidades en las que éstas están ambientadas.

Huelga decir, y vaya esto como declaración de principios, que comparto plenamente las cada vez más numerosas críticas que desde diferentes foros sociales se vienen haciendo a la avidez de esta entidad, la cual suele recurrir por si fuera poco a unas prácticas que, independientemente de su posible legalidad -puesto que no soy abogado no puedo hablar de este tema con suficiente conocimiento de causa- resultan ser, como poco, más que discutiblemente éticas... pero ya se sabe que con la ética por delante resulta difícil hacerse rico, y como bien dijo el emperador Vespasiano, el dinero no huele independientemente de cual pueda ser su procedencia.

Sin embargo, en esta ocasión desearía centrar la atención en un tema diferente -aunque íntimamente relacionado con éste- que suele pasar desapercibido, al cual he dado en calificar de parasitismo cultural. Me explicaré. Evidentemente, las obras de los autores del Siglo de Oro -e incluso las de otros muchos posteriores- son de dominio público, y cualquier intento de recaudar derechos de autor por ellas sería simple y llanamente ilegal. El problema es que la SGAE intentaba cobrar dinero no por ellas, sino por sendas adaptaciones de las mismas que, por ser recientes, sí estarían sujetas según ella al cobro de derechos de autor.

Y es aquí donde se plantea la pregunta en cuestión: ¿hasta qué punto tiene alguien derecho a coger una obra libre de derechos de autor, modificarla en mayor o menor medida y registrarla como propia? Pese a que para mí esto roza, si no incurre plenamente, en el citado parasitismo cultural, lo cierto es que es algo que se suele dar muy a menudo, y a modo de ejemplo basta con recordar las adaptaciones -es un decir- de distintas obras de música clásica, por supuesto con los derechos de autor prescritos, que hace algunos años rindieron pingües beneficios a su perpetrador, un presunto compositor cuyo nombre callo por vergüenza ajena, sin que nadie pareciera escandalizarse por ello pese a su evidente gravedad. Claro está que como ni Beethoven, ni Mozart ni otros insignes compositores fusilados estaban ya en condiciones de protestar, pues coló.

Es evidente que este presunto compositor hubiera sido de todo punto incapaz de componer él solito no digo ya obras equivalentes a las fusiladas, sino tan siquiera capaces de suscitar en el público el interés con que acogieron a sus engendros, pese a ser de todo punto inferiores a los originales; pero lo cierto es que el negocio fue redondo, aprovechándose del talento de verdaderos genios él se las apañó para adquirir un renombre -por fortuna efímero, puesto que hace mucho que no se oye hablar de él, ni maldita la falta que hace- y, todavía más interesante, unos jugosos beneficios. Que le aprovechen.

Huelga decir que con esto no estoy intentando demonizar en modo alguno las versiones de obras anteriores, algo que siempre se ha hecho y que incluso abordaron autores de la talla de Tchaikovsky, Brahms o Rachmaninov, por poner tan sólo algunos insignes ejemplos; pero si bien, pongo por caso, Rachmaninov en sus Variaciones sobre un tema de Paganini demostró poseer al menos tanto talento musical como el insigne violinista versionado, no se puede decir que ocurriera lo mismo con el presunto compositor anteriormente aludido. Y es que lo que yo estoy criticando, vuelvo a repetirlo, no es la inspiración en una obra anterior sino la apropiación de lo ajeno, algo muy distinto de lo anterior.

He de añadir, justo es reconocerlo, que por desgracia no se trata de un caso único; hace años un tipo cuyo nombre no recuerdo destrozó literalmente el Concierto de Aranjuez del maestro Rodrigo y años más tarde un conocido grupo musical le hincó el diente al intermedio de la zarzuela La leyenda del beso al que añadió una letra ñoña, eso sin contar con el engendro de la versión pop del tema principal de La guerra de las galaxias... y así podríamos seguir ad infinitum. Y por favor, no se me diga que con eso lo que se consigue es popularizar la música clásica, porque popularizarla es para mí darla a conocer al gran público sin desvirtuarla; lo que hacen estos individuos es algo muy distinto, degradarla y vulgarizarla. Y por ahí sí que no paso.

Claro está que por desgracia no se trata de un caso único dentro de las distintas disciplinas artísticas. Si nos fijamos en las artes dramáticas, nos encontraremos con que en estos últimos años ha proliferado la nefasta manía de alterar las obras originales hasta dejarlas poco menos que irreconocibles. Aquí la culpa -aparte de quienes se lo consienten, normalmente a costa de dinero público- es exclusiva de los directores de escena que, quizá porque a lo largo de la historia solían pasar desapercibidos, debieron de tener celos de sus colegas cinematográficos -otros a los que habría que darles de comer aparte, pero éste es tema para otro artículo- inventándose la manera de ser ellos la reina de los mares, aunque fuera a costa de que los sufridos espectadores se acordaran del nombre de su casta progenitora.

La fórmula es sencilla. Coges una obra de teatro, o una ópera, y respetando más o menos el texto y, en su caso, la música, entras a saco en temas tales como el vestuario, la ambientación o el montaje, pariendo hermosos engendros cuanto más extravagantes mejor. La peste ha proliferado tanto, que hoy es prácticamente imposible ir a una representación operística -nunca he entendido la manía de llamarlas estrenos, cuando estas obras suelen estar ya más que estrenadas- sin encontrarte con dragones convertidos en robots, enanos transfigurados en extraterrestres o nibelungos vestidos de astronautas... eso sin contar con las caprichosas trasposiciones temporales, capaces de ambientar al Tenorio en el Chicago de la Ley Seca sin que a su responsable se le caiga la cara de vergüenza, probablemente porque carezca de ella; de vergüenza, se entiende, no de cara, que ésta al menos podrían intentar trasplantársela.

Los más audaces -o descarados-, no conformes con estas minucias, darán una vuelta más de tuerca introduciendo detalles de franco mal gusto -y por supuesto del todo inexistentes en la obra original- tales como degollinas propias del cine gore de serie Z, violaciones, sexo explícito... una gozada, vamos. Conste que no quiero pecar de gazmoño; si Richard Strauss, pongo por ejemplo, estrenó su ópera Salomé con danza de los siete velos incluida, justo es que se represente así aun cuando la señora tenga que quedarse en pelotas en el escenario; pero si Wagner, por las razones que fueran -y que no me importan- se abstuvo de introducir una orgía colectiva en Tanhäuser, ningún destripaterrones está autorizado para enmendarle la plana. Así de sencillo.

Puesto que estas repelentes prácticas han sido muy contestadas -lo que por desgracia no ha servido para impedir que siguieran perpetrándolas-, sus responsables han esgrimido a modo de defensa todo un rosario de explicaciones a cada cual más surrealista. Recuerdo que hace años una directora -silencio piadosamente su nombre- tuvo la genialidad de trasponer la ópera Rigoletto del siglo XVI, donde se desarrolla, al siglo XIX. ¿La razón? Pues que, según esta insigne señora, Verdi en realidad hubiera querido ambientarla en su época, pero por culpa de la censura no pudo hacerlo; ergo ella lo único que había hecho había sido respetar su voluntad. Con dos..., aunque le faltó decir como había conseguido conocer la voluntad de Verdi -en realidad de su libretista, pero bueno, esta minucia la obviaba-, aunque supongo que debió de haber sido invocando a su alma en una sesión de espiritismo, porque de otra forma no se me ocurre.

Sin embargo, lo más habitual suele ser el socorrido tópico de que hay que renovar el género... por supuesto tildando de carcas y reaccionarios a quienes no estén de acuerdo con semejante trágala. Y conste que a mí me parece estupendo que se renueve el género, pero a base de que un compositor y un libretista -o sólo el último en el caso del teatro- se pongan delante de unos folios en blanco o del papel pautado correspondiente y empiecen a pergeñar todo lo que se les ocurra, si quieren con violación masiva de extraterrestres medusoides incluida. Pero claro está, para esto habría que tener talento, mientras que es mucho más cómodo y sencillo parasitar con todo el descaro del mundo lo que otros, de mucha más talla intelectual que ellos, hubieran compuesto previamente. El huevo de Colón, y aquí no ha pasado nada.

Y lo triste del caso es que todos estos gaznápiros medran...


Publicado el 30-8-2009