Internetfobia





Ésta es la imagen que algunos tienen de internet
Fotografía tomada de zahwayra.wordpress.com


Les pido disculpas por el espantoso palabro con el que he titulado el artículo; aunque es muy probable que exista un término más técnico y elegante -y probablemente también más cursi- para definir el miedo injustificado a internet, la verdad es que no lo conozco. Y como lo importante es que se me entienda, pienso que con esto será suficiente.

Les voy a contar una anécdota que me ocurrió el otro día. Iba por la calle y, a través de un escaparate, vi una escultura en el interior de una tienda de arte que me venía que ni pintada para ilustrar uno de los artículos de mi página web. Como no es cuestión de citar nombres ni de dar publicidad gratuita, les ruego que me permitan silenciar los detalles que, por otro lado, resultan irrelevantes para mi comentario.

Como casualmente llevaba la cámara fotográfica -benditas cámaras compactas que caben en el bolsillo-, mi primera intención, lo confieso avergonzado, fue la de robar la fotografía a través del escaparate. Pero, ¡oh contrariedad!, los reflejos del cristal me impedían obtener una fotografía nítida, y además la escultura estaba de lado, con lo cual perdía buena parte de su interés.

Tras dudarlo, también lo reconozco, opté por entrar en la tienda y pedir permiso para hacer una foto. Total, como familiarmente se dice, con el no ya iba...

El dueño de la tienda me preguntó solícitamente qué deseaba, y yo le pedí permiso para hacer la foto. Me dijo que sí, que por supuesto, pero cuando yo ya me las prometía tan felices, me preguntó que para qué la quería.

Podría haberle mentido o, más exactamente, haberle dicho la verdad, aunque no toda, respondiendo que era para mi colección particular; pero fui sincero y le manifesté mi deseo de incluirla en un artículo de mi página web, dándole los detalles pertinentes que he optado por callar aquí.

Su reacción a mi respuesta no pudo ser más inmediata, diciéndome que entonces no, porque no quería que la foto apareciera en internet. Yo, sorprendido a la par que disgustado por mi estúpida ingenuidad, le respondí que poco perjuicio podría hacerle una fotografía en baja resolución, y que además mis intenciones no eran en modo alguno lucrativas. Pero no sirvió de nada.

Como último recurso le respondí que bueno, que entonces no las publicaría en internet -y les aseguro que era sincero-, pero él siguió en sus trece. El hecho de que me manifestara tan a las claras su desconfianza, a pesar de que podría habérselas dado con queso con toda facilidad de haberlo querido, me disgustó mucho más que la frustración por no haber podido hacer la foto, por lo que diciéndole a modo de desahogo que si no confiaba en mí ya no había más que hablar, me fui de la tienda sin despedirme a modo de simbólica venganza... o pataleta, como ustedes prefieran.

El caso es que, con el cabreo, no caí en la cuenta de haberle dicho -aunque por otro lado hubiera sido inútil- que, para empezar, mi página era tan modesta, y tenía tan pocas visitas -¡qué más quisiera yo!-, que la posible influencia de la publicación en ella de la dichosa foto habría sido virtualmente nula, con independencia de que ésta pudiera ser positiva o negativa.

Pero es que, ya puestos a especular, de existir esa influencia, aunque nimia, se me antoja que tendría que haber sido positiva, en forma de publicidad gratuita... porque, huelga decirlo, la escultura estaba allí para ser vendida. Al fin y al cabo no estamos hablando de un bien intangible, como una novela pongo por ejemplo, cuya publicación en la red puede dejar a su autor a dos velas y sin oler un céntimo de sus perdidas ventas; estamos hablando de algo tan tangible y único -o, como mucho, limitado- como es una escultura, de imposible reproducción -pirata, se entiende- a partir de una fotografía a baja resolución, incluso con una de esas flamantes impresoras 3D que tan de moda están últimamente.

Así pues, como dice el chascarrillo, mi no comprender...

Claro está que no se trata de un caso único. Conozco gente que todavía sigue empeñada en publicar sus trabajos -estoy hablando de escritos tan minoritarios como los míos, si no todavía más, y mira que esto es difícil- no ya en papel, sino en publicaciones muy minoritarias que ni siquiera llegan a estar a la venta, limitándose a ser repartidas entre los socios de las entidades que las editan, o bien en periódicos muy locales cuyos números atrasados suelen ser difíciles de encontrar incluso en las hemerotecas.

Hasta aquí todo resultaría respetable -aunque también discutible- si tal compulsión no resultara excluyente, pero lo malo es que sí suele serlo, ya que estas personas se niegan en redondo a publicar sus trabajos, por lo demás interesantes, en internet, no sea que se los fueran a fusilar... como si pudieran evitarlo publicándolos exclusivamente en papel, al menos desde que se inventaron los escáneres, salvo que éstos estuvieran tan escondidos, al modo de los libros de la borgiana Biblioteca de Babel, que nadie pudiera encontrarlos. O, diciéndolo más a lo bruto, si no les interesaran a nadie.

De nuevo, mi no comprender. Mi actitud frente a internet es justo la opuesta, la de beneficiarme lo más posible de esta magnífica caja de resonancia como modo de llegar más lejos que con mis modestas publicaciones en papel, bastantes de las cuales lo único que me han dado han sido sinsabores, cuando no considerables disgustos; y aunque no es cuestión de andar contando aquí mis tribulaciones con los editores, lo que sí es cierto es que estas publicaciones, en su gran mayoría, permanecen sepultadas en el cementerio de los libros agotados -no por mi gran tirón editorial, evidentemente, sino por lo exiguo de sus tiradas- o, en el caso de los periódicos, en lo más profundo de algunas -pocas- hemerotecas. Así pues, de ser mi intención principal la de alimentar mi vanidad de escritor, la verdad es que a estas alturas lo tendría bastante crudo.

Por el contrario, internet me permitió recuperar la mayor parte de lo que había publicado en la prensa local -el resto ya no tenía mayor interés en este nuevo marco- ampliándolos con nuevos trabajos, todos ellos accesibles en cualquier momento -mientras pague religiosamente el alojamiento tengo página para rato- y susceptibles de poder ser corregidos, o actualizados, siempre que resulte necesario... y sin necesidad de tener que pelearme con ningún editor, que ya se sabe eso de que el buey solo bien se lame y eso otro de que el gato escaldado del agua fría huye.

Además, de paso, he conseguido satisfacer también mi frustrada -no en la faceta de escritor, sino en la de publicador- vocación literaria, bien a través de mi propia página, bien colaborando en otras, aunque lamentablemente la dichosa crisis se ha llevado por delante a la mayoría de ellas. Cierto es que las visitas a mi página -pueden comprobarlo ustedes mismos consultando la sección correspondiente- son decepcionantemente magras para lo que mi ego hubiera ambicionado; pero ahí están, y de vez en cuando me deparan alguna agradable sorpresa de la que, de haber rehusado a zambullirme en la red, jamás hubiera disfrutado.

Y sí, claro que me han copiado... lo cual no me suele importar demasiado siempre y cuando no haya ánimo de lucro por medio -algo, por lo demás, francamente difícil, seamos realistas- ni tampoco, que yo también tengo mi corazoncito, se apropien de mi trabajo. De hecho, me suelo conformar con algo tan nimio como que se me cite como fuente, lo cual no impide que, en ocasiones no lleguen a tener ni siquiera ese detalle, aunque ya se sabe que la mezquindad humana con la que inevitablemente te tropiezas vayas donde vayas; se trata, en definitiva, del peaje que siempre tendrás que pagar por intentar salir adelante.

Pero bien mirado, ¿qué es una rosa sin espinas? Y yo, que quieren que les diga, prefiero correr el riesgo de pincharme en un dedo a verme privado de oler su fragancia. ¿O no?


Publicado el 29-9-2013