¿Distopía o realidad?





Hace trece años largos, en febrero de 2009, dediqué un artículo a La marcha de los imbéciles, un relato distópico de Cyril M. Kornbluth, que suscitó una relativamente larga serie de comentarios en los que hubo de todo, desde opiniones sensatas aunque no necesariamente coincidentes con la mía -ni falta que lo hacía- a los testarazos de los inevitables trolls, llegando a aparecer en la discusión, en cumplimiento de la infalible ley de Godwin, la inevitable mención a Hitler sin venir a cuento.

El relato, resumido brevemente, es una sátira mordaz dirigida contra el supremacismo blanco -por supuesto anglosajón y protestante- vigente en los Estados Unidos de mediados del siglo XX; Kornbluth era de ascendencia judía y se había criado en un suburbio neoyorquino habitado mayoritariamente por inmigrantes europeos, por lo que cabe suponer que no sintiera demasiada simpatía por ellos. En el relato el autor imagina un futuro remoto en el cual, partiendo de la falsa premisa de que la inteligencia es hereditaria y del hecho de que las clases acomodadas solían tener menos hijos que las menos pudientes, plantea una sociedad futura en la que una minoría inteligente se ve obligada a mantener en solitario a la civilización frente a una inmensa mayoría de la población completamente estupidizada y en consecuencia incapaz de colaborar con ellos. Finalmente, y aprovechándose de su mayor capacidad intelectual -al fin y al cabo los otros eran tontos de remate-, conseguirán desembarazarse de ellos engañándolos de una manera tan burda como efectiva.

En el artículo de 2009 me centraba en la reflexión de si la inteligencia -o la falta de ella- se heredaba o no, dejando claro que no es necesariamente así dado que la genética no sigue unas leyes deterministas sino probabilísticas, sin olvidar que también entran en juego otros factores culturales y sociales incluyendo la educación recibida, sin olvidarnos de que nadie nace inteligente sino con una mayor o menor predisposición congénita a la inteligencia que es necesario desarrollar. Por otro lado la inteligencia no es algo monolítico sino un conjunto de habilidades específicas e independientes entre sí, razón por la que alguien puede ser extremadamente inteligente en algo concreto a la par que un zote en el resto.

Aquí mi enfoque es diferente; dando por hecho que hasta al más inteligente se le puede dar con queso siempre que se sepa pulsar la tecla adecuada, quiero centrar el foco no en la genética sino en el análisis social, psicológico y sociológico, ámbitos en los que el corrosivo relato de Kornbluth sigue estando más vigente que nunca; y no sólo porque la coacción publicitaria actual sea infinitamente más eficaz que la de hace setenta años -el relato es de 1951-, sino también porque a ella se han sumado otros factores entonces irrelevantes que hacen más fácil y peligrosa la manipulación de las masas no necesariamente idiotas, pero sí ignorantes o cuanto menos indolentes.

Por si fuera poco esto se hace de una manera no sólo solapada sino también atractiva, por lo que el riesgo de morder el anzuelo es todavía mayor. ¿Ejemplos? Los tenemos a montones, empezando por el pan y circo de prácticas embrutecedoras como el deporte -no me refiero a la afición al mismo, totalmente respetable, sino a su conversión en un espectáculo de masas que genera incontables forofos fanatizados-, la telebasura u otros espectáculos que fomentan el gregarismo más brutal en detrimento de una individualidad que permita a cada cual ver el mundo con sus propios ojos y sacar conclusiones con su propio cerebro. Sin olvidarnos, claro está, de la demagogia y el populismo de unos políticos que con una desfachatez absoluta consiguen engatusar a sus votantes, pese a la evidente mendacidad de sus promesas, convenciéndolos de que cuando gobiernen ellos se atarán los perros con longanizas.

No acaban aquí, ni mucho menos, los cantos de sirena. Nos encontramos con el fomento de un consumismo desaforado que genera paradojas tales como que en el marco de una grave crisis económica agravada por la mayor inflación desde hace décadas, que dificulta a muchos llegar a fin de mes e hipoteca su futuro, nos encontremos con una eclosión sin precedentes de la hostelería, que no es precisamente barata, o un frenesí consumista que no se centra precisamente en los productos de primera necesidad. O todavía peor, por cuanto supone una bomba de relojería de cara al futuro, con el empeño de los gobernantes sin distinción de ideologías, al menos en España, en rebajar cada vez más los niveles educativos generando nuevas hornadas de ignorantes -algo que no tiene que ver con la falta de inteligencia pero acaba siendo igual de dañino- cuya única meta es llevar una vida indolente y hedonista sin preocupaciones de ningún tipo y carente de reivindicaciones, al estilo de los elois de Wells.

Están también todas estas neosectas, no necesariamente religiosas aunque éstas siguen medrando, entregadas con un fervor cuasi fanático a cualquier movimiento social o político que se les antoje a sus promotores, convirtiendo reivindicaciones justas y sensatas -lucha contra cualquier tipo de discriminación, defensa del medio ambiente, rechazo del maltrato animal, denuncia de la explotación económica- en auténticas inquisiciones de nuevo cuño que dejan chicas a las censuras del pasado, al tiempo que vulneran derechos tan fundamentales como el de discrepar con sus paranoicos postulados o convierten en noticia de primera plana lo que objetivamente no deja de ser un asunto anecdótico o, como mucho, de relevancia menor.

Aunque quizá el factor más alienante de todos, y asimismo el más eficaz, sea ese chupete para adultos en el que se han convertido los teléfonos móviles, con ejércitos de zombies de todas las edades adictos a las redes sociales y a la mensajería instantánea, inventos útiles -no lo discuto- siempre que sean utilizados con sensatez pero no como fuente mayoritaria, y para muchos única, de cotilleos, bulos, majaderías y comeduras de tarro de toda laya, lo que no impide que sean legión quienes se entregan a ello con una fruición digna de mejores metas. Con el agravante de que aquí se ha democratizado la estupidez poniendo en pie de igualdad las opiniones sensatas y las estupideces más peregrinas, gozando estas últimas de la ventaja de la cantidad sobre la calidad al haber desaparecido cualquier atisbo de los filtros que siempre habían existido para evitarlo.

Como consecuencia de todo ello la sociedad está cada vez más infantilizada y estupidizada sin necesidad alguna de que la selección natural obre en el sentido que apuntaba Kornbluth, careciendo cada vez más del imprescindible sentido crítico fundamental para que una colectividad funcione de una manera sana. Y lo peor de todo es que este embrutecimiento, o este soma si se prefiere usar el término de Huxley, afecta también a muchos presuntamente inteligentes, al menos en los países que convenimos en considerar desarrollados.

Si Kornbluth se alzara de su tumba, probablemente llegaría a la conclusión de que se había quedado corto en sus predicciones; porque esta distopía ya está aquí y mucho me temo que ha llegado para quedarse.


Publicado el 13-9-2022