O conmigo, o contra mí





Son muchos, por desgracia, a los que les gusta la ley del embudo
Fotografía tomada de la Wikipedia



Aunque no debería ser necesario hacerla, voy a curarme en salud con una advertencia previa para evitar posibles malos entendidos -disculpables si son sinceros- y, sobre todo, para que nadie me pueda coger el rábano por las hojas con intenciones menos inocentes. Éste no es un artículo contra ningún colectivo y nada más lejos de mi intención que enjuiciar la vida privada de nadie, algo que siempre he respetado escrupulosamente al igual que pretendo que se haga lo propio con la mía. Así pues, si alguien interpreta mis palabras como un ataque a cualquiera de los colectivos de sexualidad no tradicional -lo siento, pero me atasco al intentar escribir la sopa de letras con la que se definen-, le recomiendo que vuelva a leerlas con mayor atención procurando entender lo que pretendo decir y no lo que hubiera gustado leer.

Hecha esta advertencia, vaya una aclaración: el hecho que voy a comentar es real, pero aunque no resulta demasiado difícil averiguar los detalles concretos, prefiero callarlos ya que lo que pretendo criticar no es un detalle concreto ni a su protagonista, sino la intolerancia en general que por desgracia se está extendiendo cada vez más, paradójicamente camuflada bajo los ropajes del respeto a los derechos de las minorías, lo que no deja de ser irónico, lo cual se podría resumir en la frase con la que he titulado el artículo.

Son muchos, por sorprendente que parezca, quienes se muestran empeñados en reducir la complejidad de nuestra sociedad, y de nuestros propios pensamientos, a un burdo sistema binario en el que sólo caben dos opciones antagónicas: sí y no, blanco y negro, bueno o malo, amigo o enemigo, conmigo o contra mí... segando de raíz todo atisbo de matices. Algo, huelga decirlo, frente a lo que estoy radicalmente en contra venga de donde venga y con independencia de que pudiera estar o no de acuerdo -mayoritariamente, matizo- con la opción que se plantea.

Vayamos al grano. Un ayuntamiento invitó a una persona, perteneciente a uno de estos colectivos, a dar el pregón del Día del Orgullo Gay -y todas las letras que siguen-, lo cual fue rechazado por ésta argumentando que el equipo de gobierno municipal, perteneciente al PSOE, no había manifestado su rechazo hacia “el argumentario tránsfobo” (sic) firmado por varios dirigentes de este partido.

Intrigado, a la par que sorprendido por tan rotunda acusación, busqué el manifiesto aludido y lo leí. No voy a hacer ningún juicio de valor sobre él porque no es ésta la intención del artículo, aunque sí puedo decir que no encontré nada en él que pudiera considerarse objetivamente censurable por desbordar los límites de la libertad de expresión, con independencia de que se pueda estar de acuerdo o no con las afirmaciones que en él se vierten. Simplemente, los firmantes expresaban su opinión de una manera correcta.

Al fin y al cabo es en esto en lo que consiste la democracia, en aceptar y respetar no las opiniones que compartimos, algo que por obvio no tiene el menor mérito, sino aquéllas con las que discrepamos, sin más límites que los establecidos por unas leyes inspiradas a su vez en los derechos humanos.

Era normal que a algunas personas les desagradara el citado manifiesto, precisamente en la discrepancia civilizada está la base de una sociedad tolerante y abierta. Y por supuesto apoyo el derecho de estas personas manifestar públicamente su rechazo, con independencia de mi opinión personal que en este contexto resulta irrelevante. Así es el juego de la democracia, y malo sería que alguien no pudiera hacerlo.

Pero lo que no entiendo, es que alguien pretenda imponer su opinión, por respetable que sea ésta, a personas que piensan de forma diferente y tan respetable como la suya, porque esto sólo tiene un nombre: censura.

Reconozco que si por la razón que fuese yo discrepara profundamente con alguien, o mantuviera algún tipo de resentimiento, rehusaría colaborar con él en caso de que me lo ofreciera, y de hecho ya ha ocurrido en alguna ocasión, aunque nunca ha trascendido del ámbito de lo privado. Al fin y al cabo en estas circunstancias todos obramos de forma muy parecida, y no habría por qué dar explicaciones públicas, las privadas serían ya otra cosa.

Cuestión muy diferente es la de condicionar mi participación a la exigencia de un mea culpa público por parte de ese interlocutor, porque estaría rozando el chantaje, y todavía más en el caso de no existir una relación directa entre la causa del resentimiento y la persona o la institución que te lo propone, salvo la ambigua de una coincidencia ideológica dentro de un mismo partido.

Analicemos la cuestión. Unos dirigentes de un partido político -da igual el que fuera- hacen público un manifiesto que desagrada a un colectivo concreto. Un ayuntamiento gobernado por militantes del mismo partido, pero sin ningún vínculo personal ni directo, invita a una persona a participar en un acto. Y esta persona declina hacerlo porque el alcalde y los concejales de este ayuntamiento no han manifestado públicamente su rechazo al citado manifiesto... ni tampoco lo han apoyado, añado yo, detalle éste importante.

No sé, ni me importa, cual será la opinión personal de este alcalde y de sus concejales. Sí sé que públicamente no se han manifestado, ni estaban obligados a hacerlo, ni a favor ni en contra del citado documento, y hasta donde yo sé tampoco han respondido a los reproches de la rehusante. Es decir, han ejercido su derecho a opinar guardando silencio, una opción tan válida y tan respetable en este contexto como cualquier otra, lo que no les ha evitado convertirse en el pararrayos de las iras de alguien con un concepto tan estrecho de la libertad de expresión, o de no expresión en este caso.

Forzar a alguien a ponerse a favor o en contra de algo, sin ninguna opción intermedia incluyendo la abstención, no sólo es inadmisible, sino que tiene un sospechoso tufo a censura. Y, por si fuera poco, no deja de ser un sarcasmo que quienes se autoproclaman defensores a ultranza de la diversidad no sean capaces de respetar las opiniones de quienes discrepan con ellos por activa o por pasiva, en una patente aplicación de la vieja ley del embudo.

Siempre he procurado respetar las opiniones de todos los que respetan las opiniones de los demás, pero cuando alguien se me acerca y me exige estar con él o contra él, puede estar bien seguro de que me habrá expulsado para siempre. No iré contra él, pero me apartaré de él aunque sólo sea por precaución, ya que nunca he soportado la intolerancia de ningún tipo.


Publicado el 16-7-2020