Lógica infantil



azulejo

Los gallifantes eran los premios, a la par que iconos, de Juego de niños


Juego de niños era un programa de televisión, emitido entre 1988 y 1992, en el que a los niños se les dejaba dar rienda suelta a su imaginación a la hora de definir las más variopintas cuestiones, obteniéndose resultados que no sólo no tenían nada que ver con la respuesta que hubiera dado un adulto sino que además, en muchas ocasiones, rozaban o sobrepasaban incluso el surrealismo. El programa era original y divertido, y ha quedado en el imaginario colectivo como uno de esos recuerdos añorados por una generación más joven que la mía, la de los niños de entonces tiempo ha adultos.

Yo, he de confesarlo, no le prestaba mayor atención entonces, dado que a los treinta y pocos años mi interés por el mundo infantil era virtualmente nulo. Ahora, por el contrario, al menos sentiría curiosidad, y desde luego, viendo cómo las gasta la televisión actual, hay razones de sobra para echarlo de menos. Pero en fin, es lo que tenemos por mucho que nos pueda escandalizar la omnipresente telebasura.

La verdad es que, hasta hace poco, apenas si me acordaba de este programa, pero me vino a refrescar la memoria un blog publicado en el diario EL PAÍS en el que, bajo el título de Yo de pequeño creía que..., se recogían anécdotas reales que contaba la gente acerca de su infancia. Y aunque en un primer momento me tentó la idea de participar, finalmente decidí escribir mi propio artículo con mis propios recuerdos infantiles, pidiéndoles perdón por anticipado si alguien pudiera encontrar en ello algo de presunción por mi parte. En lo que a mí respecta, les aseguro que tan sólo pretendo divertirles con unas anécdotas -eso sí, ciertas hasta donde alcanza mi memoria- que todavía hoy, a mis cincuenta y tantos años, me siguen haciendo sonreír. Vayan allá.

Durante un tiempo, pensé que Tarzania era el país donde estaban ambientadas las películas de Tarzán, hasta que descubrí con sorpresa la importancia que podía tener el cambio inadvertido de una letra.

Asimismo, el día que me enteré de la existencia de la Selva Negra, me sorprendió mucho que estuviera en Alemania y no en África donde, dado su nombre, me habría parecido mucho más lógico.

Cuando éramos críos, era muy habitual que mi madre nos diera a mi hermana y a mí flanes hechos con flanines en polvo, los cuales nos encantaban pese a su evidente artificialidad. Recuerdo también, a modo de anécdota -se ve que ya entonces comenzaba a apuntar maneras de químico-, que me fascinaba ver cómo unos polvos blancos se volvían instantáneamente amarillos al mezclarse con la leche.

Aunque entonces prácticamente ningún alimento llevaba en la etiqueta información detallada sobre su composición y los flanines no eran, como cabe suponer, ninguna excepción -tardé muchos años en enterarme de que estaban hechos con harina de maíz o gelatina en polvo, según la marca, azúcar, aroma de vainilla y algún que otro aditivo más-, sí aparecía explícitamente escrito en los sobres que esos flanines no contenían huevo... con lo cual, llegué a la errónea conclusión de que el huevo debía de ser malo o, cuanto menos, inadecuado para estos postres, ya que no me entraba en la cabeza que alguien fuera a pregonar públicamente que sus productos eran peores que los flanes de verdad.

Fue uno de mis primeros traumas infantiles, ya que debió de ocurrirme cuando todavía iba a párvulos. La señorita nos pidió a los niños de la clase que dijéramos nombres de peces, y cuando me llegó el turno y dije el gallo, todos se rieron pensando que no tenía ni idea de lo que era un pez. Sin embargo yo estaba harto de comer esos pescados, que me gustaban y me siguen gustando mucho, por lo que consideré una profunda injusticia que se burlaran de esa manera de mí.

Sería poco más mayor, pero no demasiado, cuando en la clase de religión, en realidad catequesis, me explicaron eso de que los enemigos del hombre -no quedaba claro si también de la mujer- eran el mundo, el demonio y la carne. Lo del demonio lo entendía perfectamente, por supuesto. Lo del mundo ya me costaba bastante más trabajo, aunque pese a todo tenía una idea más o menos vaga de a qué se refería, gente mala que andaba acechando por ahí. Pero lo de la carne... sinceramente, era incapaz de comprender qué podían tener de malos esos filetes tan ricos que mi madre me daba para comer.

Sin salirnos de la temática religiosa, de lo que ya no entendía nada en absoluto era del dogma de la Inmaculada Concepción, porque eso de “sin pecado concebida” me sonaba a chino, sobre todo teniendo en cuenta mi total desconocimiento del significado del verbo “concebir” que por supuesto nadie se había molestado en explicarme previamente. Y tampoco tenía la menor idea, como cabe suponer, del significado de lo que quería decir “virginidad”; menos mal que con aprenderte de memoria el catecismo bastaba, ya de haber tenido además que entenderlo las cosas hubieran resultado bastante más complicadas.

Hay en Alcalá de Henares un busto de Juan Martín el Empecinado, y durante mis correrías infantiles por la ciudad llegué a pensar, a la vista del monumento, que el pobre guerrillero debió de ser sin duda muy desgraciado al verse manco de ambos brazos.

Cuando yo era crío vivíamos al lado de la sede local del sindicato franquista, por lo que estaba habituado a ver en su fachada el escudo oficial de esta institución, un martillo vertical flanqueado a ambos lados por una espiga y una hoja de palma. En una ocasión en la que mis padres estaban hablando con alguien, se me ocurrió comentar inocentemente que con la espiga y la hoja de palma -para mí entonces otra espiga diferente- hubiera cuadrado mejor una hoz... interpretando mis padres de forma equivocada que yo estaba haciendo alusión a la hoz y al martillo del escudo comunista, algo que por cierto yo desconocía por completo. Así pues me hicieron callar inmediatamente no me fuera a oír alguien, algo que me desconcertó ya que yo seguía pensando que a un agricultor siempre le sería mucho más útil una hoz que un martillo, sobre todo a la hora de la siega.

También logré desconcertar a un adulto, sin proponérmelo en absoluto, el día que pregunté si, dado que matar era el peor pecado posible, irían al infierno todos los soldados que hubieran estado en una guerra.

Volviendo a mi más tierna infancia, el hecho de tener un pequeño lunar en la palma de la mano izquierda me resultó muy útil a la hora de distinguir entre ésta y la derecha, al tiempo que me preguntaba cómo se podrían arreglar los niños que no habían tenido la misma suerte que yo.

Yendo de Alcalá a Madrid es preciso atravesar dos corrientes de agua, primero el riachuelo Torote y más adelante, pasado ya Torrejón, el río Jarama. Veía yo las magras aguas del primero y pensaba que los nombres debieran estar cambiados, ya que Torote, aumentativo de Toro, cuadraba mejor con el Jarama al ser éste de mucho mayor tamaño.

Recuerdo perfectamente cuándo comencé a sospechar que la historia de los Reyes Magos no era como siempre me la habían contado: fue el año que me llevaron a verlos y descubrí con sorpresa que tenían las barbas postizas pegadas a la cara con papel celo.

Durante los años de mi infancia el presidente francés solía ser noticia habitual en los medios de comunicación. Pero mientras en el periódico yo leía “Charles de Gaulle”, en la televisión y en la radio oía “Charles de Gol”, lo cual me desorientaba al pensar que pudiera tratarse de dos personas distintas, la segunda apellidada como los tantos marcados en los partidos de fútbol.

Gracias sobre todo a las novelas de Julio Verne, que devoraba con fruición, sabía que “trata de negros” se refería a los esclavos de raza negra capturados en África y llevados cautivos a América; pero lo que me descuadró por completo fue cuando leí una referencia a la “trata de blancas”, ya que nunca en mi vida había oído hablar de la existencia de esclavas de esta raza. Además, ¿por qué siempre se hablaba de blancas y no también de blancos? Cuando finalmente opté por preguntárselo a mi padre éste me respondió, como cabía esperar, que todavía era muy pequeño para saberlo, y que ya me lo explicaría a su debido tiempo.

Cuando era crío mi madre solía llevarme a visitar a una tía suya que vivía, en lo que entonces era el otro extremo de la ciudad, en un barrio de casitas bajas y calles estrechas, precedente claro de las actuales colonias de chalets adosados. Despistado por la uniformidad de las viviendas, a mí me sorprendía mucho comprobar que cuando llegábamos la casa estaba en una acera y al salir ésta había cambiado misteriosamente a la de enfrente, sin que yo alcanzara a entender las razones de tan extraña mutación.

La primera vez que oí el refrán “No se pueden pedir peras al olmo” quedé muy sorprendido, ya que no entendía la razón por la que resultaba tan difícil recolectar esa variedad de fruta.

A diferencia de ahora, en el colegio nos enseñaban, hará cosa de cincuenta años, la geografía de toda España y no sólo la de nuestra taifa, tanto política como física. En esta última junto con las cordilleras, los cabos o los golfos, aprendimos también cuales eran los principales ríos españoles, su origen, su curso, su desembocadura y sus afluentes. Y recuerdo que, cuando descubrí que el principal afluente del Segura era el Mundo, me quedé poco menos que perplejo: ¿cómo podía ser que el mundo, con lo grande que era, pudiera caber en un río? Tardé bastante tiempo en descubrir mi error.

De niño, cuando oía en la radio, o veía -en blanco y negro, por supuesto- en la televisión noticias acerca del Tour de Francia, me sorprendía mucho que se aludiera continuamente al “maillot amarillo”, ya que no entendía que fuera siempre un chino el líder de la carrera.


Publicado el 23-2-2015
Actualizado el 17-5-2016