La “generosidad” de los vinos





Anuncio de Tío Pepe, uno de los iconos del vino de Jerez. Fotografía tomada de la Wikipedia


Probablemente habrán oído hablar de los vinos generosos, entre los que se cuentan el jerez, la manzanilla, el montilla-moriles y el málaga en España, el oporto y el madeira portugueses y el marsala siciliano; existe alguno más, pero son mucho menos conocidos al menos en nuestro país.

¿En qué se diferencian estos vinos de los que podríamos denominar normales? Pues, sobre todo, en su graduación alcohólica. Por fermentación natural un vino, dependiendo de las condiciones en las que ha sido elaborado, suele alcanzar una graduación alcohólica de entre 12 y 14º, es decir, entre un 12 y un 14% de alcohol sobre el volumen total, sin que el envejecimiento posterior en barrica, en su caso, suponga un incremento de este porcentaje.

Los vinos generosos, por el contrario, presentan unos niveles alcohólicos netamente superiores, entre 17 y 25º según de cual se trate. Así pues, cabría pensar que su generosidad se debe a que resulta más fácil alegrarse con ellos que con un vino normal, por muy reserva y denominación de origen que sea éste.

Pero no, la generosidad de estos vinos se debe a razones muy diferentes y bastante más prosaicas que la de animarnos en una fiesta. Pero para ello es preciso recurrir a las características químicas y biológicas del vino.

Tal como acabo de comentar, el grado alcohólico que alcanza un vino por métodos digamos naturales depende de diversos factores. En primer lugar están los relativos a la materia prima de partida, la uva. Como cabe suponer, el nivel de alcohol que puede alcanzar un vino tras la fermentación del mosto está condicionado por la cantidad de azúcar que contenga éste, la cual depende a su vez del tipo de uva, la naturaleza del terreno en el que están sembradas las viñas, las condiciones climatológicas -cuanto mayor sea la temperatura más madurarán las uvas- y el momento en el que se realice la vendimia, con unas uvas en menor o mayor grado de madurez.

Obviamente en regiones poco soleadas se vendimiarán unas uvas poco dulces, lo que redundará en un vino de baja graduación alcohólica como es el caso del ribeiro gallego o, todavía más, del chacolí vasco, que no suele llegar a los 10º. Por el contrario, las tierras semiáridas de gran insolación llegan a producir, si se deja madurar por completo a las uvas, vinos con mucho cuerpo y hasta los 14 o 15º de alcohol, como es el caso de los vinos de Cariñena o Jumilla. No obstante, las exigencias -por no decir la dictadura- del mercado han marginado a estos vinos, hasta el punto que la uva se suele vendimiar antes de que madure totalmente para reducir el grado alcohólico hasta los 12-13º que suele ser el más habitual hoy en día.

En países en los que las uvas maduran poco, como Alemania o el norte de Francia, cuando el nivel de azúcar no alcanza el mínimo necesario se suele recurrir a la práctica de añadir azúcar al mosto para elevarlo artificialmente, algo que está prohibido en España -o al menos lo estaba cuando hice un curso de enología a mediados de los años ochenta- aunque, como acabo de explicar, este problema no se suele dar en nuestro país, sino justo el contrario.

Y ahora es necesario hablar un poco de química o, más concretamente, de bioquímica. Como es sabido, el proceso de transformación del mosto en vino se conoce como fermentación, y está provocado por unos microorganismos, las levaduras, que convierten el azúcar en alcohol. En realidad la química del vino es mucho más compleja, pero aquí nos quedaremos tan sólo en este nivel.

Las levaduras son unos hongos microscópicos que también son los responsables de la fermentación del pan -aunque aquí, evidentemente, no se produce alcohol- y del kéfir, una variante del yogur. Y también tienen mucho que ver con los antibióticos.

Las que nos interesan aquí son las que producen la fermentación alcohólica, no sólo del vino sino también de otras bebidas como la cerveza, la sidra o el sake japonés. En esencia, las levaduras del vino -vamos a centrarnos en él- se alimentan del azúcar del mosto, glucosa en este caso, produciendo como desechos metabólicos CO2 y alcohol etílico.

En teoría este proceso podría mantenerse hasta que se consumiera la totalidad del azúcar presente en el mosto, pero en la práctica no ocurre así puesto que, como es sabido, el alcohol es un desinfectante y al alcanzar cierta concentración mata a las levaduras que lo han producido. Por esta razón, existe un límite, en torno a un 15-16%, a la graduación que se puede obtener por fermentación natural. Obviamente se pueden obtener concentraciones mayores, pero para ello es necesario proceder a una destilación, un proceso que ya resulta ajeno a la actividad de las levaduras.

Recordemos ahora lo que dije al principio de que los vinos generosos suelen tener una graduación alcohólica que oscila entre los 17 y los 25º, superior pues a la máxima posible mediante fermentación. Así pues, la cosa está clara: el exceso de alcohol tiene que provenir necesariamente de alguna otra fuente.

¿De cuál? pues de algo tan sencillo como la adición al vino de alcohol destilado. ¿Por qué se hace esto? ¿Para satisfacer a quienes prefieren vinos más fuertes? Pues... no precisamente.

Y ahora tenemos que volver a otra pequeña lección de química. Además de la fermentación alcohólica existe un segundo tipo de fermentación, la acética, que convierte al alcohol en ácido acético o, si se prefiere, el vino en vinagre. Los responsables en esta ocasión no son unas levaduras sino unas bacterias, y si bien el vinagre puede resultar muy útil para aliñar ensaladas o para elaborar platos como los escabeches, las vinagretas o el gazpacho, también puede resultar muy desagradable si nos estropea un buen vino.

Éste fue precisamente uno de los principales problemas que aquejaron históricamente a la industria vinícola, evitar que el vino se avinagrara, se agriara o se picara -de todas estas maneras se dice- ya que entonces no se conocían los métodos actuales de conservación, desde la adición de sulfitos -un antioxidante que impide el avinagramiento- o los envases herméticos que aíslan al vino del aire, ya que para que este proceso tenga lugar es necesaria la presencia de oxígeno.

El problema era todavía mayor cuando el vino no estaba destinado al consumo local sino que se exportaba a otros países europeos -Gran Bretaña, gran consumidora de vino, no es productora a causa de su clima- o a las colonias americanas. El vino se transportaba por vía marítima en barricas de madera y, pasado cierto tiempo, se estropeaba irremisiblemente. Así pues, nuestros antepasados tuvieron que aguzar el ingenio.

La solución, empírica por supuesto dado que entonces no se conocían los fundamentos químicos de ninguna de las dos fermentaciones, la alcohólica y la acética, fue la misma que la aplicada por la propia naturaleza para detener la primera de ellas: el uso del alcohol como desinfectante. Y como esos 15-16º que podía alcanzar de modo natural era suficientes para matar a las levaduras pero no a las bacterias que lo avinagraban, fue necesario añadirle más alcohol hasta alcanzar una concentración suficiente para dejarlo, dicho en términos modernos, esterilizado.

Éste fue el pragmático origen de los vinos generosos, que en principio no estaban destinados para el consumo local -obviamente eran más caros- sino para la exportación, y no es casualidad que su principal mercado fuera el inglés, donde no disponían de una producción local pero sí de suficiente dinero para importarlo. Huelga decir que eran un producto de lujo, y se bebían a los postres y no, como en los países productores, acompañando a las comidas. De hecho, es fácil encontrar en la literatura inglesa, o en las películas ambientadas en el pasado de este país, la amable oferta de una copita de jerez -ellos lo llaman sherry-, oporto o madeira, por supuesto siempre en una casa acomodada.

Tampoco es casualidad que no sólo el comercio, sino también el control de las bodegas jerezanas o de Oporto cayeran bajo el dominio de compañías inglesas, y sólo hay que leer sus nombres actuales para adivinar su origen: Terry, Domecq, Osborne, González Byass, Williams & Humbert... Evidentemente las cosas han cambiado mucho desde entonces, pero la historia queda reflejada en ellos.

Ésta es, en esencia, la historia de los vinos generosos. En la práctica cada denominación de origen sigue sus propios métodos, algunos tan sofisticados como las soleras jerezanas y de moriles-montilla; e incluso en cada una de ellas te puedes encontrar con diferentes tipos de vinos como ocurre con los jerezanos: fino, amontillado, oloroso, palo cortado y pedro ximénez, junto con la manzanilla del cercano Sanlúcar de Barrameda; pero todas ellas tienen en común -al menos en su origen- la adición de alcohol para evitar el avinagramiento del vino. Y, como no es cuestión de extendernos demasiado, al menos en este artículo, lo doy por zanjado aquí.

A modo de epílogo cabe citar al vermut, también emparentado con los vinos generosos aunque no se le suele considerar uno de ellos. En esencia se trata de un vino aromatizado con diferentes especias y plantas aromáticas mediante maceración, es decir, añadiéndolas al vino durante cierto tiempo y retirándolas una vez que éste ha tomado sabor. Pero también se le suele añadir azúcar -a no ser que se trate del seco- y alcohol, aunque lo habitual es que no alcance tanta graduación alcohólica como sus hermanos mayores.


Publicado el 23-4-2020