A grandes males...



La princesa Nicotina estaba muy preocupada. Su padre Caralampio II, rey de Simplicia no por la gracia de Dios como rezaba en las monedas, sino por la de su abuelo Caralampio I, que había destronado al anterior monarca Cucufato IV implantando su propia dinastía, se había empeñado en casarla con algún príncipe capaz de proteger su pequeño reino frente a las ambiciones territoriales de sus poderosos vecinos, siempre dispuestos a redondear sus fronteras a poca oportunidad que se les presentase. Y como él carecía de herederos varones siendo Nicotina su única hija, las razones de estado prevalecían sobre los deseos de la joven -añadir hermosa resultaría un tanto exagerado- princesa, a la cual no se había molestado en consultar sabedor de cual sería la respuesta.

Porque, por si fuera poco, había decidido que la blanca y delicada mano de su hija fuera entregada, cual si de un osito de peluche se tratara, al vencedor del torneo que pensaba convocar en el campo de justas existente extramuros de Estulcia, la capital del reino. Cosa que a la sensible Nicotina aterraba, puesto que todos los príncipes casaderos que conocía -había una excepción, como veremos más adelante- eran unos mentecatos integrales, tanto más cuanto mayor era su pericia en los combates.

Todavía más cuando el campeón indiscutido de todos ellos era el repelente Catirrino, príncipe heredero del poderoso Imperio Badmilkio cuyo padre, el taimado y falaz Tragacanto III, acostumbraba a coleccionar reinos como otros coleccionaban cuadros u otros objetos de arte. Durante sus años de reinado se había anexionado ya la mayor parte de los reinos vecinos, y no ocultaba su ambición de seguirlo haciendo. Evidentemente para los ojos de Caralampio II ver a Catirrino convertido en príncipe consorte de Simplicia, y a su futuro nieto heredero de ambas coronas, era algo que le regocijaba por adelantado; no pensaba lo mismo Nicotina, a la que sólo con imaginarse casada con semejante garrulo le entraban unas irrefrenables ganas de profesar en un convento de clausura, por más que su vocación fuera más mundana que religiosa.

Además estaba por medio Mohíno, príncipe de Morapia aunque no heredero, a menos que sus tres hermanos mayores tuvieran la mala suerte de ser víctimas sucesivas de una epidemia mortal. En cualquier caso aun habiendo sido primogénito poco sería lo que habría de heredar, ya que Morapia era todavía más pequeña y pobre que Simplicia y, para su desgracia, vecina de Badmilkia, lo que la convertía en la más que probable próxima víctima propiciatoria de las ansias expansionistas de Tragacanto III.

Nicotina y Mohíno se entendían bien y nada les hubiera encantado más que poder unirse en matrimonio, pero ¡ay! sus padres no opinaban lo mismo. Sahumerio I, monarca de Morapia, ponía interés en colocar a sus vástagos segundones como príncipes consortes en reinos suficientemente poderosos para disuadir a su belicoso vecino, al tiempo que buscaba para su primogénito -cosa harto difícil, dado que éste tenía una bien merecida fama de cretino- una princesa cuyo padre pudiera servir también de garantía para la integridad territorial y la independencia morapianas. Y desde luego, Nicotina no cumplía ni de lejos estos requisitos.

La opinión de Caralampio II ya la conocemos; seguro como estaba de que su candidato favorito se alzaría vencedor, y aun a las malas, en caso de que Catirrino finalmente no lo lograra, se conformaría con otros pretendientes de blasones menos lustrosos pero no por ello desdeñables. Por fortuna el monarca simplicés tenía su favor que entre Simplicia y Badmilkia se interpusieran oportunamente dos o tres reinos que no resultarían tan fáciles de digerir para Tragacanto II como la ya desahuciada Morapia, por lo que no tenía motivos para temer la ira del emperador si, por las circunstancias que fueran, su bienamado heredero no consiguiera triunfar en el trofeo. Quizás incluso ni lo sintiera, dado que era un secreto a voces que más de una princesa de reinos más importantes que Simplicia se moría por sus recios huesos.

A ello se sumaba que Mohíno, aparte del poco patrimonio que podía ofrecer, lo cual no preocupaba en demasía a Nicotina, prefería leer, oír música o acudir a las tertulias de sus amigos al engorro de tener que enfundarse la armadura y cabalgar por aquí y por allá en plan desfacedor de entuertos, mientras a Caralampio II le tiraba un futuro yerno más rico y más aficionado a las artes caballerescas.

En consecuencia, y para desgracia de los dos enamorados, ninguno de sus progenitores estaba por la labor.

Pero como a grandes males grandes remedios, a la avispada Nicotina se le ocurrió la manera de librarse de la amenaza que se cernía sobre su futuro. Así pues, y tras consultar a los más importantes expertos jurídicos del reino, por supuesto a espaldas de su padre, decidió acogerse a la recién aprobada Ley para la igualdad de género, que permitía el cambio de identidad sexual a petición del interesado. Así pues Nicotina solicitó pasar a ser Nicotín para pasmo de su padre y chasco de todos sus potenciales pretendientes, amparada en que la ley prohibía taxativamente que nadie ajeno al interesado -o interesada- intentara influir en su decisión... ni siquiera el propio rey.

Astutamente sus asesores legales habían contado con la circunstancia de que otra ley promovida de forma paralela, la cual autorizaba el matrimonio entre personas del mismo sexo, llevaba años atascada en el Parlamento a causa de las disputas entre los distintos partidos por detalles más o menos triviales, que suelen ser los más efectivos a la hora de paralizar la maquinaria legislativa. Por lo cual, la ex princesa y ahora flamante príncipe ya no podía contraer matrimonio con ningún miembro de su género oficial.

Esto frustró los planes de todos quienes aspiraban a su mano, pero al mismo tiempo también hacía imposible su deseo de casarse con su amado Mohíno. Pero como todo estaba previsto y este cuento, como cualquier otro, tenía que contar con un final feliz, el avispado príncipe, que aunque cuarterón sumaba más inteligencia que sus tres hermanos mayores juntos, aprovechó que en Morapia también se acababa de aprobar una ley similar y, antes de que otro aprovechado se le adelantara, solicitó su cambio de identidad sexual para convertirse en la princesa Mohína.

Rendidos a la evidencia, sus respectivos padres no tuvieron otro remedio que aceptar la nueva situación y permitir el matrimonio de sus dos vástagos, mientras los burlados pretendientes, incluyendo el estólido Catirrino, se vieron obligados a buscar princesas por otros lares. Tragacanto II, por su parte, aplacó su indignación invadiendo uno de los países vecinos aunque no Morapia.. por si acaso.

Y fueron felices y comieron perdices.


Publicado el 11-10-2023