Las dos manos



escher

Manos dibujando, de M. C. Escher



Ante todo, les deseo a ustedes unos muy buenos días. Me llamo... esto no importa demasiado puesto que casi con total seguridad no habrán oído hablar de mí, uno de tantos escritores anónimos o casi anónimos conocidos tan sólo en círculos muy minoritarios. Además mi obra publicada, que ni ha sido tanta ni llegó a alcanzar mayor relevancia, lo ha sido siempre con seudónimo por unos motivos que explicaré en su momento. En cualquier caso, mi nombre resulta irrelevante para lo que les deseo contar.

Lo que sí resulta importante decir es que mi gran afición ha sido siempre la escritura. No me atrevo a denominarme escritor, aunque el número de obras que he escrito a lo largo de mi vida es grande, puesto que se suele entender por tal a quien vive profesionalmente de la literatura o al menos gana suficiente dinero con ella, lo cual no es en modo alguno mi caso. De hecho, hasta que ocurrió el extraño episodio que voy a relatarles nunca había conseguido publicar ningún libro ni caí en la fútil vanidad de autoeditármelos, y ni siquiera, salvo en un par de irrelevantes concursos infantiles, logré alzarme con algún premio literario por poco relevante que éste fuera.

En consecuencia, mi actividad creadora nunca alcanzó la menor difusión incluso después de subir mis relatos a mi página personal de internet, donde la mayoría excepto los pocos publicados siguen estando al alcance de cualquiera y, según las estadísticas que me remite periódicamente el servidor, las visitas -no digo ya las lecturas- suelen ser contadas.

¿Fracasado? Quizás, incluso en el caso de que mi meta hubiera sido no ya un éxito comercial, sino tan siquiera ser conocido y leído aun sin sacar beneficio económico de ello. Y en realidad hubo un momento en el que lo deseé así, aunque el paso del tiempo se encargó de darme un baño de cruda realidad. Pero eso fue hace mucho y, rebasada la mitad del camino de la vida parafraseando a Dante, me conformaba con escribir por mera satisfacción personal, por más que estuviera convencido de que mi obra no me sobreviviría ni sería recordada. Al fin y al cabo, éste suele ser el destino de la inmensa mayoría de la humanidad desde que el primer homo sapiens fue capaz de articular un razonamiento abstracto. Bien pensado, no es tan malo.

Pero es preferible no divagar, y menos con mis cuitas personales que a buen seguro no les interesarán a ustedes, quedándonos tan sólo con el mensaje de que yo escribía relatos y pequeños cuentos dado que siempre se me puso muy cuesta arriba enfrentarme con algo tan ambicioso como una novela. Quizás fuera por pereza, pero lo cierto es que siempre me he encontrado mucho más cómodo en los recorridos cortos, donde basta con tener una idea y trasladarla al papel -o al disco duro- lo antes posible, siguiendo la escuela conceptista de Baltasar Gracián. Respeto mucho a todos aquéllos capaces de estar embarcados durante meses, e incluso años, en la redacción de una novela que, cuando esté terminada, les habrá supuesto un esfuerzo personal y temporal enorme... y todo ello, con mucha probabilidad, para correr la misma suerte que los cuentecillos que escribía de un tirón. Les respeto, insisto, pero huyo de imitarlos. Y como tan sólo de satisfacción personal se trataba, me limitaba a escribir tal como me apetecía.

Mis cuentos, por lo general, solían tender a lo fantástico, lo insólito, lo inesperado, lo imprevisto... me agradaba el juego de sorprender a mis inexistentes lectores, y siempre buscaba si no argumentos originales, algo prácticamente imposible desde que los griegos clásicos cultivaron todas las variaciones posibles del pensamiento, sí planteamientos originales o, cuando menos, no esperados. Y, dado que no podía contrastar el efecto de mi imaginación sobre los hipotéticos lectores, disponía tan sólo de mi propio criterio para decidir si un relato concreto merecía o no la pena. Pero ésta es otra historia.

Sin embargo, hubo un momento en el que, sin saber como, decidí dar un golpe de timón a mi producción literaria embarcándome, a modo de experimento, en un proyecto más largo, y asimismo más ambicioso, que me internaría por caminos creativos que jamás había ensayado hasta entonces y, con total seguridad, jamás volvería a surcar; digamos que fue un capricho repentino que me encandiló haciéndome abandonar mis queridos cuentecillos. Pero al fin y al cabo no estaba a expensas de las sugerencias, exigencias o imposiciones de ningún editor, tampoco lo necesitaba para vivir -mi subsistencia estaba garantizada por un trabajo meramente alimenticio, pero seguro y no demasiado agobiante-, ni tendría que rendir cuentas a posibles lectores airados. Así pues, me puse a ello.

Lo que pretendía ensayar era si sería capaz de esbozar un personaje suficientemente tangible como para resultar creíble, algo difícil de encontrar incluso en muchos autores consagrados. Siempre se nos ha echado en cara a los autores de cuentos que nos limitemos a montar un decorado en el que verter una idea, por lo que nuestros personajes no son sino meros simulacros esbozados de la manera más esquemática posible por exigencias del guión; y ciertamente en mi caso era así, puesto que nada estaba más lejos de mi intención que dedicar páginas y más páginas a la construcción de uno o varios personajes cuyas vidas acabarían desbordando el marco del relato, con la inevitable consecuencia de que lo que acabarías escribiendo no sería un cuento y quizás ni siquiera tampoco una novela, al menos tal como yo las entiendo, sino un farragoso tocho del que probablemente sobrarían la mitad de las páginas.

Eso sin contar, por supuesto, que en muchas novelas los personajes suelen estar tan desdibujados como en los menospreciados -al menos en nuestro país- cuentos.

Pese a todo me propuse intentarlo a modo de reto personal. En realidad no pretendía escribir una novela sino tan sólo forjar un personaje, arropándolo eso sí con la trama imprescindible al igual que un actor precisa de un decorado; el argumento resultante no me importaba en absoluto salvo en lo relativo a la personalidad y la figura de mi protagonista, por lo que daba por supuesto que el resultado, desde un punto de vista narrativo, dejaría bastante que desear; pero escribía exclusivamente para mí, de hecho ni siquiera tenía intención de dárselo a leer a nadie, por lo cual no tenía por qué preocuparme de posibles críticas e incluso rechazos. Sería mío y exclusivamente mío, al igual que esos pequeños y por lo general intrascendentes detalles que ocultas, por una u otra razón, incluso a tus más allegados.

Todo empezó, pues, como un inocente juego. Yo estaba harto de tropezar, tanto en la literatura como en el cine, con protagonistas alfa dechados de todo lo deseable e incluso, según la época, de lo indeseable, desde John Wayne y James Bond a Rambo o Indiana Jones, pasando por los estereotipos prefabricados del cine clásico. También estaban los femeninos, por supuesto, pero yo soy varón -al menos mientras nadie me reproche serlo- y sus equivalentes del sexo femenino no afectaban a mis propósitos. Por el otro extremo tropezaba con los antihéroes, desde patéticos a impresentables, e incluso cuando el personaje era presuntamente una persona normal y corriente casi siempre se acababa revelando como impostado o, todavía peor, como la herramienta utilizada por el autor para poner a prueba nuestra paciencia.

Así pues decidí inventarme un protagonista a mi antojo tomando como modelo inicial a aquél a quien mejor conocía: yo mismo. No necesariamente a modo autobiográfico ni tampoco anti autobiográfico sino, recurriendo a un símil informático, aplicándole una biografía aumentada. En esencia, siendo yo nada llamativo físicamente y más bien tirando a feo, apliqué a mi alter ego los correspondientes filtros para convertirlo en alguien que, sin ser escandalosamente atractivo, llamaría la atención de las féminas como jamás se la había llamado yo.

Pero el aspecto físico era sólo el principio, por lo que filtré también mi insalvable desaliño a la hora de vestir y las torpezas de mi lenguaje corporal. En el aspecto cultural e intelectual apenas hice ligeros retoques -no iba a estar descontento de todo-, pero añadí un poco de saber mundano incluyendo conocimientos sobre temas que siempre había despreciado al considerarlos frívolos e insustanciales, pese a lo cual pueden jugar un papel importante en las relaciones personales de la mayoría de la gente por encima de aquello que yo considero verdaderamente importante. Y, por último, le doté de toda una serie de habilidades sociales que más de una vez había echado en falta.

El resultado fue, y me satisface decirlo, un personaje atractivo para prácticamente todo el mundo, tanto hombres como mujeres, capaz de desenvolverse con soltura en cualquier escenario sin estridencias ni exageraciones.

Pero lo realmente difícil, a la par que importante, sería la siguiente fase: convertir a mi personaje en un escritor prestigioso -que no afamado- capaz no sólo de ganarse la vida con la literatura, sino además de ganársela bien. Es decir, justo como a mí me hubiera gustado ser por encima de todos los detalles anteriores, en el fondo accesorios; puestos a hacer las cosas, prefería hacerlas a mi agrado.

Y comencé a escribir la novela. Si son ustedes padres supongo que reconocerán que, por encima de la educación dada a sus hijos, por lo general lo que desea cualquier padre es que éstos crezcan y desarrollen su personalidad, su inteligencia y sus intereses conforme a sus propios deseos, es decir, siguiendo el esquema de hijo ideal que todos tenemos grabado en nuestra mente... el cual raras veces se cumple, puesto que cuando un niño madura lo normal es que tenga sus propias ideas, sus propios gustos y sus propios criterios no necesariamente acordes con los nuestros.

Por el contrario, yo sí podía permitirme el lujo de pergeñar a mi hijo literario tal como me apeteciera, sin que a éste le fuera posible defender sus deseos. De hecho, pensaba con malicia que para mi protagonista sería como Dios para Adán, creándolo no a mi imagen y semejanza sino, todavía mejor, a imagen y semejanza de lo que se me antojara.

Al menos, eso era lo que creía entonces.

Para mi sorpresa, ya que siempre había acabado tirando la toalla cuando algo que estaba escribiendo alcanzaba las cincuenta páginas, me engolosiné con las aventuras de mi personaje, rebasando con creces esta frontera y aun otras más alejadas que jamás hubiera soñado con alcanzar. Y además disfrutaba con ello ya que el resultado era, permítaseme la presunción, excelente.

Es muy probable que, de haberle llevado a un editor mi inconclusa novela, éste la hubiera aceptado sin titubear instándome a terminarla, lo cual me habría otorgado precisamente aquello por lo que llevaba tantos años suspirando: alcanzar la gloria literaria aunque fuera con minúsculas. Pero para sorpresa mía renuncié a hacerlo no sólo con lo que ya había escrito, sino también con lo que tenía previsto escribir en el futuro pese a que el arca de la inspiración, siempre caprichosa y cicatera, se había abierto de par en par emborrachándome de ideas a cada cual más oportuna. Por razones que ahora me resultan difíciles de entender cada vez tenía más claro que los frutos de mi trabajo eran exclusivamente míos y, con una vehemencia que me dejó sorprendido, decidí que, por consiguiente, tan sólo yo tenía derecho a disfrutarlos.

A partir de entonces seguí adelante tejiendo una compleja trama que jamás hubiera creído ser capaz de pergeñar. Mi personaje, huelga decirlo, era un triunfador nato, pero no del modo tosco y vulgar que muchos tienen como modelo e incluso como inalcanzable ídolo, sino de una manera mucho más sutil capaz de conseguir todo lo que pretendiera sin herir sensibilidad alguna ni incitar envidias o resentimientos de ningún tipo. Al contrario, era un tipo que caía bien incluso a aquéllos con un carácter más hosco o más envidioso.

En realidad el único que le tenía envidia era yo, pero esto es algo que se me podrá disculpar ya que era su creador y no interactuaba con él; es más, como personaje literario que era, no podía ser consciente ni de mi existencia, ni del control omnímodo que sobre la suya ejercía. O al menos, ingenuo de mí, eso era lo que pensaba.

Supongo que conocerán uno de los recursos literarios que los escritores utilizan en ocasiones, el de enfrentar al autor con sus propios personajes convirtiéndose él mismo en uno de ellos, lo que da pie a todo tipo de diálogos e interacciones entre ellos tal como ocurre con los ventrílocuos y sus muñecos. ¿Desdoblamiento de personalidad? Es posible, pero éste no era mi caso, como tampoco lo busqué de manera deliberada puesto que no se trataba en modo alguno de mi intención. Pero, como es de sobra sabido, las obras literarias suelen acabar navegando por rumbos propios ajenos a los inicialmente imaginados por el autor.

En aras de la brevedad evitaré las disquisiciones innecesarias, y como tampoco buscaba, ni mucho menos esperaba lo que finalmente ocurrió, no merece la pena especular sobre ello. Simplemente, ocurrió.

Una tarde como muchas otras volvía de mi trabajo cuando, al entrar en casa, me encontré frente a un individuo plácidamente sentado en mi sillón favorito, saboreando una copa del que identifiqué como mi brandy favorito que guardaba para las ocasiones especiales. He de advertir que vivía solo, por lo que la presencia de un desconocido en mi domicilio tan sólo podía significar, en pura lógica, que se trataba de un intruso que había llegado allí sin mi conocimiento ni mucho menos mi permiso.

Lo primero que me pasó por la imaginación fue que se tratara de un ladrón, pero al instante lo reconsideré pensando que, de serlo, no se habría quedado a esperarme tranquilamente. Pero esto no explicaba su presencia, por lo que le espeté con un gesto mezcla de sorpresa y alarma:

-¿Quién es usted? ¿Qué hace aquí?

El intruso me miró con sorna y respondió, fingiendo sorpresa:

-¿No me reconoces? Deberías hacerlo, puesto que fuiste tú quien me creaste.

Si una bomba hubiera estallado ante mí no me habría llevado mayor sorpresa. Porque, ahora que me fijaba en él, descubrí que sus facciones, su cuerpo, su semblante, su... todo se correspondían punto por punto con mi personaje.

-¿Es una broma? -logré balbucir apenas recuperado de mi asombro.

-En absoluto. Soy Tristán Valdés, tu escritor fetiche. Y te aseguro que soy real, como puedes comprobar -añadió al tiempo que acercaba la mano para que se la tocara.

Reaccioné saltando hacia atrás como si me hubiera atacado una cobra. Evidentemente no le creía, pero algo en mi interior me decía que, pese a toda lógica, a cualquier impostor le habría resultado imposible fingir semejante similitud con mi personaje. Pero la novela no había salido de mi ordenador y nadie había tenido la oportunidad de leerla, por lo que ¿cómo habría podido no sólo conocer su existencia ficticia, sino mimetizarse con él de una manera tan exacta? A no ser, claro está, que se hubiera apropiado de una copia de la novela; si había sido capaz de entrar con esa facilidad en mi casa, bien podría haberlo hecho con anterioridad.

En cualquier caso, y aunque no mediaran robo ni violencia algunos, se trataba de un allanamiento de morada.

-Te equivocas -insistió retirando la mano con gesto dolido-. Ni soy un farsante, ni mucho menos un ladrón. Y lo único que pretendo es charlar contigo.

-¿Cómo has entrado? -le espeté ignorando deliberadamente sus palabras, sin darme cuenta de que le tuteaba.

-No he forzado la puerta, ni ninguna de las ventanas, si es esto lo que te preocupa -fue su desconcertante respuesta-. Simplemente deseé estar aquí... y aquí me encontré. Así de sencillo.

-No me irás a decir que te materializaste tan sólo con pensarlo; eso estará muy bien en la ciencia ficción, pero no para la realidad.

-¡Ah la realidad! ¿Qué es la realidad? -se burló-. Para Platón la respuesta no era sencilla, ya que según él lo que nos parece real bien podrían ser unas simples sombras; para Calderón, tan sólo un sueño...

-¡Déjate de filosofías baratas y dime qué demonios haces aquí antes de salir por la puerta, por una ventana o teleportándote, como prefieras! -le interrumpí irritado.

Entonces me percaté de que seguía estando de pie en mi propia casa. Así pues me senté con toda la dignidad posible en el sillón enfrentado al suyo, precisamente mi favorito.

Él no se inmutó por mi exabrupto: al contrario, pareció divertirle. Esbozando esa sonrisa cínica que tan bien conocía, puesto que la había creado yo, respondió con flema:

-Ya te lo he dicho, quería conocerte en persona.

-¡Tú no existes! -grité, sin percatarme de que estaba reconociendo tácitamente su presunta identidad-. ¡Yo te inventé! ¡Eres fruto exclusivo de mi imaginación!

-¿Eso crees? -me retó-. Pues yo me noto bastante sólido. Por cierto -añadió-. Volviendo a Platón, ¿te has parado a pensar que quizás lo que tú consideras realidad pudiera ser tan sólo una simple sombra? ¿Que tú fueras fruto exclusivo -repitió mis palabras una por una- de mi imaginación?

-¡Estás loco!

-No, no lo estoy, y te lo voy a demostrar. Yo soy un escritor famoso, lo sabes de sobra -ironizó-, y he tenido la suerte de alcanzar todas las metas que me propuse; pero no gracias a tu benevolente inspiración sino porque me lo gané por mis méritos, tuve suerte o probablemente ambas cosas a la vez, tampoco quiero pecar de vanidoso -añadió cínicamente.

Intenté interrumpir su perorata, pero no me fue posible; su habilidad dialéctica era otra de las virtudes con las que yo, incapaz de hablar en público sin verme invadido por el pánico escénico, le había generosamente dotado.

-A primera vista -continuó impertérrito- disfruto de todo lo necesario para poder considerarme un triunfador, incluyendo algunos detalles que por caballerosidad prefiero callar...

El muy sinvergüenza, por mucho que fingiera hipócritamente, sabía de sobra que yo conocía su habilidad para llevarse de calle a cuanta mujer interesante se le cruzara por el camino; no en vano la había imaginado yo, en contraposición a mis nulas aptitudes para el cortejo.

-Pero -completó la frase-, pese a todo me sentía un tanto desganado. Dicen que los genios, para poder sacar de dentro de sí todo de lo que son capaces, precisan de cierto grado de sufrimiento; yo no lo creo imprescindible, y más bien pienso que los que las pasaron canutas, pese a su talento, lo fueron por otras causas digamos circunstanciales; aunque no creo que sea necesario detenernos en ese detalle, que además expuse en mi libro Crear o no crear, esa es la cuestión. ¿Lo conoces?

¿Qué si lo conocía? Valiente elemento. ¿No lo iba a conocer, si lo había escrito yo? Aunque, al no poder publicarlo, este ensayo dormía el sueño de los justos en un rincón del disco duro del ordenador junto con el resto de mis obras. Pero que este fantasmón tuviera conocimiento de él, y que además tuviera la desfachatez de apropiárselo, no tuvo por menos que sorprenderme y alarmarme, ya que no se lo había dado a leer a nadie y ni siquiera mis amigos más cercanos sabían de su existencia. Pese a que a esas alturas seguía negándome a aceptar, por pura lógica, su presunta materialidad, me resultaba extremadamente preocupante que supiera tanto de mí, y tan íntimo además. ¿Quién demonios era en realidad?

Haciendo caso omiso de mi silencio -el dardo ya había sido lanzado y había dado en el blanco-, continuó:

-Así pues, decidí experimentar, literariamente por supuesto, con las facetas menos brillantes de la vida. Pero yo quería ser original, así que nada de recurrir a personajes torturados como Hamlet, locos como Don Quijote, heroicos como Edmundo Dantés o desdichados como Jean Valjean; buscaba alguien corriente, uno de tantos que ven discurrir su vida sumidos en la mediocridad pese a no carecder de talento; alguien que, de haber tenido más suerte o -enfatizó- más redaños, podría haber alcanzado aquello que anhelaba y se le escapó de las manos. En definitiva, tú -concluyó con brutalidad.

Fue entonces cuando exploté, harto de su arrogancia.

-Sigo sin creerme toda esa sarta de embustes, pero lo que no estoy dispuesto a consentir en modo alguno es que me insultes de esa manera en mi propia casa. Ahí tienes la puerta -exclamé indignado levantándome y señalándole con la mano la salida.

El intruso acusó el golpe, pero -otra de mis gentilezas- supo encajarlo con más aplomo del que me hubiera gustado.

-¡Por favor! -rogó fingiendo contrición-. Te pido que me disculpes si te he ofendido, te aseguro que ésta no era mi intención. Lo único que pretendía, y lamento infinito no haberme sabido explicar, era dejar clara la situación en la que nos encontramos para que, a partir de ahí, podamos abordar la forma de resolverla de una manera satisfactoria para ambos. No pretendo molestarte ni interrumpirte más de lo necesario, pero es importante que hablemos.

-Tú dirás -respondí sulfurado al tiempo que me volvía a sentar, más tieso que un palo, en el borde del sillón-. Y espero que lo que te quede por decir resulte más coherente que lo anterior si no quieres que te eche a patadas. Desembucha.

-Bien... -aceptó azorado, y ahora sabía que no fingía-. Puedes creerme que esto me resulta tan difícil como a ti. Al principio pensaba igual que tú pero a la inversa, hasta que descubrí que éramos el equivalente, si me permites el símil, a dos siameses unidos firmemente el uno al otro. Lo que yo pretendo -suspiró- no es más que intentar separarnos para que cada uno de nosotros pueda llevar una vida independientemente del otro.

Viendo mi gesto mitad de incredulidad, mitad de desconfianza, añadió:

-¿Te gustan los dibujos de Escher? Bueno -se corrigió-, era una pregunta retórica; sé de sobra que sí, es una afición que también compartimos. Uno de mis favoritos, y supongo que también de los tuyos, es el titulado Manos dibujando; ya sabes, ése tan conocido en el que dos manos surgen del papel dibujándose mutuamente. Toda una alegoría, sin duda, de lo que nos está ocurriendo a nosotros.

-¿Sugieres acaso que...? -me interrumpí. Comenzaba a sospechar lo que pretendía decirme, y era algo que no me agradaba en absoluto.

-Así es -respondió él recuperando el aplomo al tiempo que se relajaba-. Tú y yo somos metafóricamente esas dos manos, rivales y a la fuerza inseparables, puesto que sin una no podría existir la otra; sólo que, en lugar de dibujarnos, nos hemos estado creando mutuamente a través de nuestras novelas, la tuya y las mías.

-¡No puede ser! ¡Eso es imposible!-exclamé al tiempo que un escalofrío me recorría todo el cuerpo, ya que en el fondo temía con todas mis fuerzas que no lo fuera.

-Irracional o ilógico sí, lo reconozco -él había recuperado la copa, hasta entonces abandonada sobre la mesita, y tomaba un cauto sorbo-. Pero imposible no, como lo demuestra que estemos sentados uno frente al otro. Y te aseguro que mi sorpresa no es menor que la tuya; tampoco es para mí un plato de gusto encontrarme frente a mi criatura literaria.

Iba a protestar por ser tildado de criaturacuando él me calmó con un gesto conciliatorio.

-Recapacita. Tu... criatura literaria -ironizó-, es decir, yo dormía el sueño de los justos ya que no sólo no intentaste publicar la novela, sino que ni siquiera nadie, excepto tú, sabía de su existencia. Y de repente aparezco convertido en su materialización tangible y, según todos los indicios, real. ¿Te parece normal?

Ante mi mudo asentimiento, continuó:

-Más difícil lo tuve yo, ya que tus aventuras literarias alcanzaron tiradas de muchos miles de ejemplares... cada volumen, puesto que te di vida una docena de veces, y probablemente habrían sido más de no haberme dado cuenta de que me había convertido en algo así como un muñidor de vidas ajenas, algo que te puedo asegurar no me satisfacía en absoluto. Y si estoy aquí, es para que intentemos acabar con esta desagradable situación de la mejor manera posible para ambos.

-Un momento -estaba tan aturullado que me costaba seguir el hilo de sus argumentos-. Asumiendo que lo que dices, contra toda lógica, fuera cierto, no acabo de entender como es posible que podamos interactuar como lo estamos haciendo. Sin olvidar -remaché- que has sido tú el que ha venido a mí, y no al contrario.

-Me estás preguntando, supongo -suspiró apurando la copa y depositándola con cuidado en la mesita-, como he conseguido aparecer aquí... y si te he de ser sincero, tengo que reconocer que no lo sé a ciencia cierta, aunque sí tengo ciertas sospechas de como pudo ocurrir. Es una lástima que entre mis aficiones no incluyeras la ciencia ficción, porque me habría facilitado bastante las cosas; en cualquier caso, si esto te sirve de respuesta, sí he logrado pergeñar una teoría que, aunque endeble, es la única que aporta algo de luz sobre ello.

Bien, mi alter ego Tristán había conseguido romper el hielo o, por lo menos, trocar mi hostilidad inicial por una razonable curiosidad. Y, puesto que ya estábamos metidos en harina, pensé que lo mejor sería seguir adelante. Así pues me adelanté, cogí del aparador otra copa y vertí una generosa ración de brandy en ambas que aceptó satisfecho. Una vez ambos hubimos bebido convirtiendo este acto en una ceremonia tácita de apaciguamiento, le invité a que me explicara lo que sabía o creía saber, puesto que yo seguía estando tan en tinieblas como al principio pese a que mi férreo racionalismo había comenzado a agrietarse amenazando con desmoronarse.

-Intentaré ser conciso -explicó-, aunque te ruego que no te des por aludido ni consideres mis comentarios despectivos o denigrantes; hasta hace poco yo pensaba, al igual que tú, que eras un simple fruto de mi imaginación, y no una persona real. Pero iré al grano. Tú te limitaste a inventarme en un único libro que además no hiciste la menor intención de dar a conocer, pero mi situación contigo fue distinta. Y si bien disfruté escribiendo el primer libro y cuando me empezaron a llegar los derechos de autor me alegré todavía más, no ocurrió lo mismo con los siguientes.

Hizo una pausa para tomar un sorbo de brandy y continuó:

-Dicen que segundas partes no son buenas, y aunque esto no siempre es cierto, sí se suele cumplir en bastantes ocasiones; y si no en ésta, sí en la tercera, en la cuarta--- por lo que es todo un arte saber para a tiempo. Por fortuna yo logré mantener el nivel con las sucesivas entregas de tu vida, o al menos eso decían mis editores, y las cifras de ventas lo justificaban plenamente. No fue ése, pues, el problema, pero éste surgió por donde menos lo esperaba.

»Supongo que conocerás la historia de amor-odio que se desarrolló entre Arthur Conan Doyle y su personaje emblemático, Sherlock Holmes; pese a que las aventuras de este excéntrico detective le proporcionaron riquezas y fama, Conan Doyle acabó tan harto de su criatura que optó por asesinarlo en El problema final haciéndole despeñarse, junto con su mortal enemigo Moriarty, por las cataratas de Reichenbach. Con lo que no contaba fue con que la reacción de sus lectores, y supongo que también las presiones de su editor, le obligaron a resucitarlo diez años más tarde sin molestarse en justificar su inexplicable retorno a la vida tras el minucioso y aparentemente irreversible final que le había deparado; algo que, por cierto, no pareció preocupar demasiado a sus lectores. Y no se trata de un caso único de escritores que acaban desplazados por sus personajes, algunos incluso olvidados por todos o casi todos mientras sus hijos literarios gozan de plena popularidad; algo similar, por cierto, a lo que les ocurrió a actores como Bela Lugosi, Boris Karloff, Johnny Weissmuller o Anthony Perkins, devorados por personajes tan icónicos como Drácula, Frankenstein, Tarzán o Norman Bates.

-¿Acaso insinúas... -pregunté perplejo.

-Algo de eso hubo, no lo niego. Pero en realidad lo que me desbordó y me agotó fue mi empeño en que cada nuevo libro no fuera un simple remedo de los anteriores ni mucho menos una chapuza para seguir explotando el filón; nada me obligaba a ello puesto que, como es sabido, una vez que has logrado hacerte con el público es posible venderle hasta la guía telefónica con tal que vaya firmada con tu nombre -sonrió cínicamente-. Y por supuesto, desde que mi editorial fue absorbida, o mejor dicho, fagocitada por una de esas grandes corporaciones que más que editar se dedican a fabricar libros como si fueran rosquillas, huelga decir que con mantener las cifras de ventas se conformaban; ¿quieres creer que llegaron a ofrecerme la ayuda de negros?

-Eso no estaba en mi libro... -le interrumpí sorprendido.

-Por supuesto que no, en ninguna creación literaria aparecen la totalidad de los detalles de la vida de su protagonista, y menos todavía en un único ejemplar; contigo me pasaba lo mismo, aunque el conjunto de los doce tomos lo haga más completo. Pero no nos desviemos del tema. Yo quería, y reconozco que también te debo esta autoexigencia, que cada nueva entrega de tu vida mantuviera cuanto menos el mismo nivel de las anteriores y, si fuera posible, que lo rebasara; lo cual, como es fácil de suponer, cada vez me resultaba más difícil.

»Así pues, llegó un momento en el que consideré la conveniencia de darte carpetazo e incluso de renunciar a mi condición de escritor profesional; tengo dinero de sobra para vivir holgadamente lo que me queda de vida, y el menoscabo de mi vida privada a causa de las exigencias de mi trabajo me parecía una losa cuyo peso no merecía la pena cargar. Seguiría escribiendo, por supuesto, pero ya por pura satisfacción personal tal como vienes haciendo tú. ¿Sabes que al encontrarme en esta disyuntiva llegué incluso a envidiarte?

-Salvo que tú no estarías esclavizado por un trabajo alienante para sobrevivir de una manera mínimamente digna -rezongué molesto-. Pero sí, te entiendo. A mí me pasaría lo mismo. Ser un escritor sin lectores es frustrante, pero estar esclavizado por éstos puede llegar a ser mucho peor.

-Qué razón tienes -suspiró abatido-. Pero dejémonos de lamentaciones. Tal como te decía pasaba por un momento de decaimiento, sin saber qué hacer contigo y con la inspiración en huelga de ideas caídas. Nunca me había pasado esto, al menos con tal intensidad, y no sabía como afrontarlo. Nada de lo que se me ocurría me satisfacía, lo que reforzaba la tentación de dar carpetazo al asunto... incluso llegué a pensar en matarte al estilo de Conan Doyle; no te alarmes, todavía no era consciente de tu corporeidad, pero estimé, creo que con buen criterio, que no había necesidad alguna de una solución tan drástica, y que si te daba carpetazo debería serlo dejando una puerta trasera para una posible vuelta. Incluso podía hacer que te tocara la lotería o que te fueras a vivir al campo, qué se yo, dándote al fin el buen trato que te merecías.

-Sí, como Carpanta, que muy de vez en cuando conseguía comerse un pollo asado. -remaché sin pretensiones de ser sarcástico.

-Me alegra que lo tomes con sentido del humor. Ojalá lo hubiera tenido yo entonces. Pese a todo, cada vez me hundía más en la frustración. Y un día, después de haber trasegado casi media botella de este delicioso néctar -aprovechó la alusión para echarse al coleto un generoso trago-, algo que no suelo hacer habitualmente puesto que nada se consigue embriagándote, comencé a divagar imaginando argumentos chuscos, cuando no decididamente surrealistas, para tus hipotéticas futuras aventuras. No te asustes, no me lo planteaba en serio, interprétalo como una inocente e inocua venganza contra quienes me presionaban para que escribiera más y más.

-¿Qué perrerías se te ocurrieron para martirizarme? -le pregunté al tiempo que me reía.

-¡Oh!, no tiene importancia, y además apenas si me acuerdo de ellas. Eran... tonterías que se desvanecían en la nada apenas esbozadas; excepto una, que fue la responsable de que ahora esté hablando contigo.

-Vaya, has conseguido intrigarme -reconocí.

-No te hagas demasiadas ilusiones -enfrió mi entusiasmo-. Pese a lo que puedas creer apenas consigo entender lo ocurrido, y ni siquiera me es posible estar seguro de ello. Lo que se me ocurrió tampoco tenía demasiado de original; que un autor se reúna con su personaje y pueda hablar con él de tú a tú es un tópico relativamente frecuente en la literatura.

-Frecuente... y falso -sentencié-. Es un recurso hábil y efectista, no lo discuto, pero nadie en su sano juicio se lo podría tomar en serio, salvo en clave de parodia.

-Eso pensaba yo... pero de repente, sin saber como, tras desearlo aparecí aquí; sabía que era tu casa, puesto que la había descrito más de una vez en mis novelas. Y no fue fruto de una alucinación, como creí en un principio, sino de una presencia real y tangible tal como pude comprobar fisgando por toda ella.

-Fue entonces cuando llegué yo y me tope contigo sentado en mi sillón favorito y bebiéndote mi brandy favorito... -repuse con sorna.

-No, esto ocurrió hace algún tiempo. Dio la casualidad de que hice el tránsito cuando tú estabas ausente, pero como es fácil suponer me encontraba desconcertado y francamente asustado. Así pues de forma involuntaria deseé inmediatamente salir de allí... encontrándome de vuelta a mi despacho. En un principio pensé que todo había sido una alucinación fruto quizás de la excesiva ingestión etílica, por lo que decidí olvidarme de ello. Pero al día siguiente, después de una noche en blanco dándole vueltas, decidí ingenuamente probar de nuevo, aunque como puedes imaginar no tenía ni la más remota idea de como hacerlo; como daba por supuesto que no ocurriría nada, ésta sería la mejor manera de olvidarme de ello. Eso sí evitando ayudas espirituosas, por si acaso.

-Y lo volviste a intentar.

-Eso hice. Y para mi sorpresa, volví a aparecer aquí de nuevo. En esta ocasión ya estaba relativamente preparado, y consciente de tus costumbres había elegido una hora en la que sabía que estarías en el trabajo, por lo cual dispondría de tiempo de sobra para husmear por la casa sin riesgo de ser descubierto; olvidaba decirte que, tal como había podido comprobar, el tiempo de aquí y el de allá están sincronizados cronológicamente.

-Hablas como si procedieras de algún lugar distinto...

-Así es, pero no nos adelantemos; ya te lo explicaré en su momento. Como te decía, esta vez sí me dediqué a recorrer la casa, descubriendo estupefacto que se correspondía hasta el último detalle con las descripciones que de ella había hecho en las distintas novelas de las que eras protagonista; hasta encontré esa corbata de animalitos que tan escondida guardabas en el fondo de un cajón del armario, la cual no te has puesto jamás pero conservas por tratarse del recuerdo de una fallida relación amorosa... ¿cómo se llamaba, Inés?

Le fulminé con la mirada lamentando de no tener un objeto contundente a mano.

-Y lo dices con total desfachatez... -reproché con dureza-. ¿Has oído hablar por casualidad del respeto a la intimidad y de las leyes de protección de datos?

-Hombre, ponte en mi lugar -se disculpó-; según todos los indicios no se trataba de la vivienda de alguien extraño sino de la de mi personaje literario, milimétricamente reproducida hasta el último detalle. La tentación era demasiado fuerte, lo reconozco, pero supongo que en mi caso tú habrías hecho lo mismo.

-Está bien -rezongué-. Dejemos este detalle, aunque doy por hecho que cotilleaste a conciencia.

-No tanto; tan sólo pretendía asegurarme de que, contra toda lógica, me encontraba realmente aquí y no en cualquier otro lugar. Pero entonces me fijé en el ordenador.

-Me puedo imaginar lo que ocurrió -le interrumpí mordaz.

-Efectivamente. Lo encendí, me puse a curiosear por el disco duro y allí me encontré con la sorpresa de topar con la novela en la que se describía mi vida, cuya existencia mantenías en secreto y obviamente yo desconocía por completo. Ya no se trataba de un hecho inverosímil, sino de dos indisolublemente entrelazados.

-¡Bingo! ¿Y la leíste de cabo a rabo?

-En es momento no; tenía miedo de que aparecieras en cualquier momento. Además, era demasiado larga. Me limité a ojearla por encima, pero una vez que hube comprobado su naturaleza decidí volver a casa para coger una memoria USB en la que poder copiarla; no me atreví a usar uno de los tuyos por si lo echabas en falta. Lo hice al día siguiente, hace ahora unas tres semanas; el tiempo que tardé en leerla primero y en asimilarla después.

-¿Y te gustó?

-Me sorprendió -explicó haciendo caso omiso de mi sarcasmo-. Me encontraba frente al mismo fenómeno, duplicado pero inverso; ahora también resultaba ser yo el fruto literario tuyo, aunque pude apreciar que el nivel de detalle descriptivo era menor, probablemente debido a que se trataba de una única novela en lugar de una docena. Pero para el caso era irrelevante.

Se sirvió lo que quedaba en la botella y, viendo mi gesto contrito -eran bastante caras-, prometió:

-No te preocupes, en casa tengo muchas. La próxima vez que venga te traeré unas cuantas.

-De tus palabras deduzco que en esta ocasión la visita es deliberada, ya que al parecer me estabas esperando... -ahora fui yo quien ignoró la pulla.

-En efecto. Si he de ser sincero, tengo que reconocer que todo este cúmulo de... -vaciló buscando la palabra precisa- hechos sorprendentes, y todavía más la lectura de mi vida, me produjeron una profunda perplejidad, así como la constatación del hecho de que podía viajar a mi antojo de mi mundo al tuyo tan sólo con proponérmelo; aunque únicamente aquí, pude comprobar que, por más que intentara llegar a cualquier lugar exterior a tu vivienda, todos mis esfuerzos resultaban infructuosos. Al parecer nuestras respectivas residencias deben de estar unidas por un lazo capaz de burlar todas las leyes de la física y de la lógica, quizás porque es donde se centran con más intensidad nuestras respectivas descripciones.

-¿Podría hacer yo el salto inverso?

-Supongo que sí -respondió encogiéndose de hombros-; aunque al no estar tan involucrado en mi vida como yo lo estoy en la tuya desconozco si resultaría. Sería cuestión de intentarlo; pero no ahora, puesto que mucho me temo que nos enfrentamos a una situación potencialmente peligrosa que deberíamos resolver lo antes posible de mutuo acuerdo.

-¿Cuál? -mi sorpresa era genuina-. Ni siquiera me has explicado cual es la interpretación que haces del fenómeno, si es que no se trata de una simple tomadura de pelo... o algo peor.

Seguía resistiéndome, aunque cada vez más débilmente, a aceptar lo que en cualquier caso resultaba indiscutible, por muy estrambótico que pudiera parecer. Pero él siguió sin inmutarse.

-Comprendo tus dudas y tus recelos -suspiró-. Y te aseguro que las comparto, o las compartía hasta hace poco. Pero intentaré despejarlos, al menos hasta donde me resulte posible. Eres aficionado a la ciencia ficción, ¿verdad?

La pregunta me pilló por sorpresa. Sí, lo era, e incluso había hecho mis pinitos como escritor en ella, por supuesto sin resultados. Pero, ¿a qué venía eso? Además, cabía suponer que él también estuviera enterado de eso.

-Tienes razón -concedió adivinando mis pensamientos-. Era una pregunta retórica, ya que yo te hice así al tratarse de un género que en nuestro país nunca ha dejado de ser marginal. Lamentablemente tú no hiciste lo propio conmigo, lo cual me supuso un inconveniente a la hora de intentar ordenar el rompecabezas... pero no importa, aunque me costó algo más de trabajo tú fuiste precisamente quien me dio la pista.

-¿Yo?

-Sí, tú, quizás no de una manera directa, pero sí encaminándome hacia uno de los tópicos habituales en ella, concretamente el de los universos paralelos.

Mi gesto de estupor debió de ser un poema, a juzgar por la carcajada que me soltó. Cierto, los engranajes de mi mente habían comenzado a rodar, e incluso encontraron cierta similitud entre el lío en el que me hallaba metido y algunos argumentos de novelas o relatos de ciencia ficción que había leído, incluyendo alguno escrito por mí. Pero lo que quedaba bien como ejercicio literario o de ingenio, era difícil de tragar considerándolo algo real, a no ser que fueras uno de esos patéticos frikis obsesionados por el magufismo. Y yo, huelga decirlo, no lo era.

-¿Estás insinuando que...?

-Sí, hombre, lo clavaste en tu relato El insondable infinito; incluso la referencia a El libro de arena, de Borges, no pudo estar más acertada.

Al parecer el fulano no se había limitado a fisgar en la novela, sino que saqueó a conciencia mi disco duro; pero a estas alturas era algo que no tenía demasiada importancia, y no ganaría nada pidiéndole explicaciones.

-¿El insondable infinito? -titubeé-. Me suena el título, pero debe de tratarse de un cuento antiguo; no recuerdo su argumento.

-Jugabas con el concepto matemático de infinito, postulando la existencia de infinitos universos paralelos en alguno de los cuales siempre sería posible encontrar cualquier situación que se pudiera imaginar, incluso la más insólita... tanto me gustó que se me quedó grabada la frase de presentación, que era si no me equivoco -recitó de memoria- la siguiente:


“Hay un universo mágico en el que todo, hasta lo imposible, puede ser realidad. Son los dominios del infinito, inabordable concepto que no tiene principio y tampoco tiene fin, pero sin embargo existe”.


-Ahora que lo dices... supongo que tú lo debes de tener más fresco que yo -camuflé mi desconocimiento tras una nada sutil crítica a su espionaje.

-Supongo que sí -corroboró risueño-. Y al final dabas por hecho que el científico con el que dialoga el narrador acababa marchándose a un mundo paralelo descubierto por él en el que podría resarcirse de la insatisfacción que le producía el nuestro, hurtando a la humanidad el conocimiento de su hallazgo para evitar que ésta pudiera hacer un mal uso del mismo.

-¿Insinúas acaso...?

-Hasta donde puedo razonar sin volverme loco, me parece la única explicación válida. Tú y yo pertenecemos a dos universos paralelos donde aparentemente todo es igual, aunque esto es algo que debería comprobarse con más detenimiento, salvo en un detalle: en cada uno de ellos tan sólo uno de nosotros tiene existencia real, siendo el otro fruto de su imaginación literaria y viceversa.

-Me parece una reflexión acertada -concedí-. Pero encuentro en ella dos posibles inconvenientes que, mucho me temo, son capaces de arruinarla.

Y, sin darle tiempo a responder, añadí:

-En primer lugar, es una cuestión de probabilidades tal como acertadamente explicaba Borges: ante una infinitud de opciones, la probabilidad de encontrar una concreta de ellas es el inverso matemático de infinito, es decir, cero. No estamos hablando de un premio de lotería, difícil pero en el fondo finito.

-¿Y el segundo?

-Es obvio -en esta ocasión fui yo quien sonrió-. ¿De qué nos sirve, a efectos prácticos, que existan esos infinitos universos paralelos si resulta evidente que todos ellos son estancos entre sí? Podría aceptar la teoría de que el personaje literario creado por un escritor pueda corresponderse con un ser real en otro... o con muchos, puesto que el endiablado concepto de infinito implica que cualquier subconjunto suyo sea asimismo infinito, por lo que también nos encontraríamos con la situación inversa. Pero al no existir interacción entre ellos, nunca podríamos pasar de uno a otro, permaneciendo tú en el tuyo y yo en el mío.

-¿Estás insinuando que te miento? -preguntó con frialdad, añadiendo a continuación-: No te lo reprocho; yo en tu lugar pensaría lo mismo. Pero te puedo demostrar que no es así. Espera un momento.

Dicho lo cual se puso en pie, depositó cuidadosamente la copa en la mesita y... se desvaneció.

Mi sorpresa, por no decir mi pasmo, tan sólo duró unos segundos; era patente que tenía preparado el numerito. Antes de que pudiera reaccionar ya estaba de vuelta, trayendo en las manos dos objetos: una botella de mi brandy y un libro.

-Aquí tienes la prueba -saludó sonriendo de oreja a oreja-. Y para que no me tomes por un gorrón, he traído también esta botellita para celebrarlo. ¿Quieres una copa?

Ante mi negativa la dejó junto a su copa y, con gesto teatral, me tendió el libro. Confuso, lo cogí torpemente leyendo en la portada ¡si hasta el personaje dibujado en ella parecía yo! un título en el que figuraba mi nombre junto con un calificativo poco elogioso.

-Me tienes que perdonar -se disculpó turbado al ver que contraía el entrecejo- si no estuve acertado al elegir el adjetivo, pero entonces no era consciente de que existías en realidad...

-No importa -mascullé mientras lo ojeaba-. Al fin y al cabo es cierto.

Lo que no me había librado de quedar en ridículo delante de ¿cuántos lectores? El pie de imprenta indicaba que el libro de marras, el primero de la serie, iba por la vigésimo segunda edición. Y, leyendo párrafos al azar, se disiparon todas las dudas que me pudieran quedar: era yo.

-¿Convencido? -su tono de voz era de todo menos burlón-. Si quieres, te puedo traer las otras once novelas...

-No, no hace falta. Estoy convencido -musité con un hilo de voz-. Pero...

-¿Pero qué?

-Antes hablaste de una situación potencialmente peligrosa...

-Y podría serlo, al menos si seguimos obrando por separado. De ahí mi interés en reunirme contigo. Sólo poniéndonos de acuerdo podríamos evitarlo.

-Pues tú dirás -concedí a regañadientes mientras nos volvíamos a sentar; hice ademán de devolverme el libro, pero lo rechazó.

-Quédatelo, es para ti; tengo muchos más -soltó una risita-. Quizás demasiados.

Acomodándose en el sillón, Tristán comenzó sus explicaciones.

-Desde el inicio de la literatura escrita, y probablemente también cuando ésta era se transmitía por tradición oral, los creadores acostumbraron a jugar con sus personajes como si fueran dioses... y de hecho lo eran, puesto que disponían de sus vidas y de sus muertes a su libre albedrío aunque, claro está, no eran, no podían ser, conscientes de ello; como tampoco lo éramos ni tú ni yo.

-¿Quieres decir que, cuando Cervantes hizo enloquecer a Don Quijote realmente le estaba ocurriendo así, en un universo paralelo, a un hidalgo castellano ávido lector de novelas de caballerías?

-Y cuando Aquiles mata a Héctor en la Ilíada, cuando Romeo y Julieta son víctimas de su amor imposible, cuando Ana Karenina se suicida, cuando Margarita Gautier fallece víctima de la tuberculosis... los ejemplos son literalmente infinitos.

-Según este planteamiento, cada uno de nosotros podría ser víctima de los caprichos de un escritor de otro universo... -callé bruscamente mientras un escalofrío me recorría el cuerpo.

-Exacto, mi querido amigo. Y aquí no vale prevención alguna; si a algún ignoto demiurgo se le ocurre hacerte una perrería ad maiorem eius gloriam, no te salvarían ni las Parcas. Porque, como has tenido ocasión de comprobar, el efecto es inmediato. Por fortuna -añadió-, o por un insólito azar, nuestras respectivas influencias resultaron estar entrelazadas. Si mis teorías son ciertas se trata de algo excepcional; pero en un entorno infinito todo, hasta lo imposible, puede convertirse en realidad -remedó mi frase-, gracias a lo cual podemos estar aquí intercambiando opiniones y, al menos éste es mi deseo, trazando un plan común que nos ponga a salvo de posibles... tropiezos.

-¿Te refieres a un pacto mutuo de... no maltrato? -musité al fin. Y ante su mudo asentimiento, añadí-. Por supuesto. Pero lo que sigo sin entender, aun admitiendo estas influencias, es la interconexión entre nuestros respectivos universos, o al menos que tú puedas saltar de uno a otro a tu antojo.

-Otro misterio más -sonrió con tristeza-. Pero el hecho es que resulta posible, tal como hemos podido comprobar. No obstante, tiendo a creer que se trate asimismo de otra singularidad, posiblemente vinculada a la anterior; pero resulta imposible ir más allá en su análisis, para ello haría falta desarrollar una teoría completa sobre el multiverso, y posiblemente tampoco sería suficiente de tratarse de algo excepcional con una probabilidad virtualmente nula y no de una propiedad intrínseca suya; sinceramente no me imagino a Don Quijote escribiendo la vida de Cervantes, aunque nunca se sabe. En cualquier caso -añadió-, tampoco es necesario interpretarlo, nos basta con conocerlo lo suficiente para que podamos adoptar las precauciones necesarias que nos permitan evitar riesgos. No creo que esto sea suficiente, pero al menos evitará que, pongo por caso, a cualquiera de nosotros le dé por hacerle la vida imposible al otro.

-Estoy de acuerdo, pero ¿cómo lo hacemos? Aparte de que -sonreí torvamente-, también podríamos aprovecharnos de las circunstancias para mejorarnos un poquito... al menos yo, ya que tú no lo necesitas tanto.

-No es mala idea -reconoció-, pero quizás resulte arriesgado. Sí, en mi próximo libro yo podría hacer que te fueran mejor las cosas y dejaras de ser, con perdón, un pringado; aunque al no conocer lo suficiente los lazos que nos vinculan correríamos el riesgo de convertirnos en aprendices de brujo, con unas consecuencias previsiblemente peores. ¿Merecería la pena arriesgarse?

-Posiblemente no -reconocí frustrado-. Para empezar, es probable que tus editores rechazaran una novela en la que me dieras la vuelta como un calcetín; si en su día Escobar hubiera convertido a Carpanta -volví de nuevo al ejemplo- en un personaje acomodado y bien alimentado, lo más seguro es que habría supuesto su desaparición inmediata. Por cierto, ¿existió en tu universo?

-Sí, yo también lo leí de crío, aunque no era de mis favoritos. Prefería los personajes de Ibáñez y Vázquez.

Y se echó a reír. Ante mi sorpresa, explicó:

-Llevamos un buen rato debatiendo sobre personajes literarios serios -recalcó el adjetivo-; y de repente me he imaginado unos universos en los que los personajes de tebeo pudieran tener existencia real: Carpanta, Mortadelo y Filemón, el Capitán Trueno, Tintín, Astérix, Flash Gordon... o bien los protagonistas de los cuentos infantiles como Blancanieves, los Tres Cerditos, Cenicienta...

También reí yo.

-Estamos hablando de posibilidades infinitas, ¿no?

-Volvamos al grano -propuso Tristán recobrando la seriedad-. Y sí, tienes razón, es posible que me la rechazaran, aunque eso es algo que no me importaría demasiado; ya te dije que estaba cansado de... -se interrumpió- seguir describiendo tu vida. Sí, podría escribirla y guardarla en el disco duro; daría resultado como te dio a ti conmigo, siempre y cuando diera por cerrada definitivamente la serie sin imitar a Conan Doyle, sino dejándote en paz. Y la verdad es que me agrada la idea, pero tengo miedo de que...

-Déjalo -sonreí forzado-. Como bien acabas de decir, es preferible no tentar a la suerte; al fin y al cabo la aurea mediocritas que me asignaste tampoco está tan mal, y ya me he acostumbrado a ella. Lo que temo es que al dejar de escribirme esto pudiera suponer mi final... físico.

-No creo -reflexionó acariciándose la perilla-. Tú únicamente escribiste una novela sobre mí que además quedó inédita, pero fue suficiente para que yo viviera sin que su falta de continuidad me afectara en absoluto. En pura lógica a ti te pasaría igual si yo no escribiera más, algo que estoy dispuesto a hacer. Como ves, lo tienes más fácil que yo.

-Eso parece... -vacilé-. Pero sigo si verlo claro. Y esto te afecta a ti.

-¿Cómo? -se sobresaltó.

-Imagina que se perdiera alguno de tus libros; de hecho, dadas sus tiradas, más de uno habrá acabado ya en la basura o convertido en pulpa de papel. Pero siempre quedarán muchos, los suficientes para asegurar mi... existencia. Sin embargo, de tu vida tan sólo existe un único ejemplar; bueno, dos para ser exactos, puesto que guardo una copia de seguridad de todos los ficheros. Tres, si contamos también la que hiciste tú, aunque no tenemos manera de saber si sería efectiva desde allí. ¿Qué ocurriría si desaparecieran? ¿Desaparecerías también tú?

-Una buena pregunta -rezongó- para la que no tengo respuesta. Por cierto -exclamó de súbito-, ¿has intentado publicarla? ¡Ah, ya recuerdo! Me dijiste que no.

Afirmé con la cabeza, repentinamente avergonzado.

-Podrías intentarlo... sí, ya sé que todos los intentos de publicar tus relatos se saldaron en fracasos; no lo voy a saber, si fue por culpa mía. Pero nunca probaste con la novela, ni yo escribí al respecto puesto que desconocía su existencia. Además -añadió en tono pícaro-, yo podría echarte una mano... y también echármela a mí, aunque eso supondría escribir una nueva entrega en la que haría publicar la tuya cerrando el círculo. Así nos ayudaríamos mutuamente... como -rió- las famosas manos de Escher.

-Convinimos en que cualquier intervención podría suponer un riesgo -objeté, pese a que sus palabras me sonaban a música celestial.

-Es cierto, pero entre dos riesgos habrá que optar por el menor de ellos; no me agrada en absoluto la otra alternativa, y el peligro de que se perdiera para siempre el original de tu novela, máxime teniendo en cuenta que estás soltero y no tienes hijos, es lo suficientemente preocupante como para intentarlo. ¿Estás de acuerdo?

Por supuesto que lo estaba; ¡faltaría más! Lo demás resultó sencillo. Convinimos que Tristán escribiría su décimo tercera y última novela convirtiéndome en un escritor de relativo -tampoco era cuestión de abusar, por si acaso- éxito, lo suficiente para que pudiera publicar la mía, ganar un dinerito que no me vendría mal y, quizás, potenciar de forma tardía mi arruinada carrera literaria; aunque eso sería ya tarea mía, porque él tenía decidido colgar definitivamente la pluma.

Y por supuesto le garantizaría también su supervivencia, al menos durante tiempo suficiente para que el inflexible reloj de la biología marcara su hora final... y la mía. Como yo tampoco tenía la menor intención de añadir una sola letra a mi novela, tampoco le afectaría a él el desarrollo futuro de mi carrera literaria. Aunque no estábamos seguros de ello -en realidad no lo estábamos de nada-, suponíamos que, una vez desaparecidas las influencias mutuas, la vida de cada uno de nosotros tan sólo dependería de nuestros respectivos libres albedríos.

Nos despedimos, ya como amigos, prometiéndonos mantener nuestra peculiar relación, promesa que como, cabe suponer, fuimos olvidando poco a poco. Y yo tampoco llegué a visitarle -ni siquiera lo intenté- allí.

Lo importante fue que nuestro plan se desarrolló tal como deseábamos, por lo cual ambos quedamos satisfechos por haber logrado salvar con éxito tan desusado embrollo.

Pero ahora... una nueva duda se ha agazapado de tal modo en mi mente que vuelvo a tener miedo. Un miedo que prefiero no transmitir a mi otra mano, ya que ninguna seguridad tengo de que mi temor pueda ser real, por lo que es preferible no asustarlo y beber en solitario del amargo cáliz del temor.

Porque, releyendo a Borges tiempo después, di con estos preocupantes versos:


“Dios mueve al jugador, y éste, la pieza.
¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza?”


Publicado el 19-6-2023