Nunca te fíes de un genio



Anfótero Pi no se lo podía creer. Por primera vez en su gris y anodina vida había tenido suerte... y le había tocado el premio gordo. Por circunstancias que sería demasiado prolijo referir había llegado a sus manos una lámpara maravillosa a la que sólo necesitaría frotar para que de ella surgiera el genio que haría realidad sus tres deseos.

Y, emulando al Aladino de los cuentos no sin poder evitar un temblor que le recorría todo el cuerpo, así lo hizo.

Burlando el racionalismo que negaba la posibilidad de su existencia, de la boca de la lámpara surgió un denso vapor de color añil que poco a poco se fue condensando en una colosal figura humana o, cuanto menos, razonablemente similar a ella.

-Te saludo, amo y señor -se dirigió a él el genio en ademán sumiso-. Tú me has invocado, y me corresponde premiarte con la concesión de un deseo.

-¿Cómo que un deseo? -exclamó Anfótero con impostado acento de nuevo rico-. Siempre han sido tres.

-En efecto, mi amo, anteriormente eran tres. Pero ya sabes: la crisis económica, la inflación, los precios subiendo continuamente... los genios ya no podíamos soportar estos incrementos manteniendo la oferta, por lo que nuestro sindicato se vio obligado a elegir entre recortar los beneficios de los deseos solicitados o reducir el número de éstos, optando finalmente por lo segundo.

-Ya, como los envases de los supermercados, cada vez más pequeños pero al mismo precio -gruñó Anfótero-. Todo sube de precio o baja de cantidad, menos mi pensión...

-Lo lamento, mi señor, comprendo tu frustración ya que no todos los días te encuentras con este regalo, pero míralo por el lado bueno; la magnitud del deseo no tiene límites, salvo los inherentes a la lógica o a la ética: no podría aceptar que me pidieras el final del universo o la desaparición de algún enemigo tuyo, pongo por ejemplo, pero sí cualquier cosa que te beneficie sin perjudicar a terceros.

-Está bien -gruñó el interesado-. Déjame que lo piense, con tres errores podía permitirme el fallo de equivocarme en alguno, pero con uno solo necesito tenerlo muy claro.

-Te encuentras en tu derecho, pero he de decirte que, según el Reglamento de Deseos actualmente en vigor, tienes un tiempo máximo de cinco minutos para formularlo, pasado el cual perderías todo derecho a hacerlo.

-¡Caray con tu sindicato! -le interrumpió Anfótero con gesto cabreado-. No se puede negar que lo tenéis todo atado y bien atado.

-Son las reglas, mi señor, idénticas para ti y para mí -se excusó el genio-. Y no las he redactado yo, me limito a seguirlas. Asimismo he de advertirte que, una vez formulado el deseo, éste será aplicado de forma inmediata sin posibilidad alguna de anulación, cambio o devolución. Por esta razón te recomiendo que estés muy seguro de lo que vayas a pedir, puesto que no tendrías una segunda oportunidad.

-¿En cinco minutos? Pues sí que estamos apañados. Como si fuera igual que elegir el color de una camisa.

-Vuelvo a reiterar mis disculpas, y me veo en la obligación de recordarte que ya ha pasado minuto y medio. Te quedan tres minutos y medio para decidirte.

-Pues sí que... -rezongó Anfótero-. Encima con prisas.

El genio se limitó a encoger sus enormes hombros.

-Vale, más perderé si no lo hago. Adelante y que sea lo que Dios o tu dichoso sindicato quieran... deseo volver a ser joven. Al fin y al cabo, a mi edad de poco me servirían las riquezas teniendo en cuenta los años que me puedan quedar de vida; eso sin contar con los puñeteros achaques y la ensalada de pastillas que me tengo que tomar todos los días.

Porque Anfótero, amén de jubilado, contaba con una edad suficientemente provecta como para importarle más ésta que el dinero; lo ideal hubieran sido las dos cosas, pero la maldita reducción cuando le habría bastado con dos deseos...

Tú los has pedido, mi señor, y yo te lo concedo. Ha sido un placer conocerte.

Dicho lo cual, el genio se desmaterializó retornando su esencia gaseosa al interior de la lámpara, la cual desapareció a su vez sin dejar el menor rastro.

-¡Será el muy...! -exclamó Anfótero sintiéndose estafado- ¡Pues no se ha ido el sinvergüenza sin concederme el deseo!

Huelga decir que no había notado el menor indicio de que el genio hubiera cumplido con su promesa; hasta que inadvertidamente se miró la mano, una mano que no era ya la de un viejo achacoso sino la recia y firme de un joven como lo había sido la suya hacía tantos años que ya ni se acordaba.

Intrigado, se levantó del sillón en el que había estado sentado -es preciso añadir que se encontraba en su casa, no era cuestión de andar frotando lámparas mágicas delante de nadie- y se dirigió literalmente a la carrera, olvidándose de la artrosis y hasta del bastón, hasta el cuarto de baño, en cuyo espejo pudo comprobar que efectivamente el genio había cumplido su promesa: volvía a tener veintipocos años y hasta su calva había quedado cubierta por una espesa mata de pelo negro.

Maravillado, se puso a saltar de alegría sin que le empezaran a doler los huesos. Una nueva vida se abría ante él.

Para su desgracia, Anfótero desconocía que los genios son unos seres taimados y retorcidos que, obligados a someterse a la humillación de obedecer a un despreciable mortal, recurrían a artimañas de todo tipo para vengarse de ellos aprovechando algún tipo de “letra pequeña” que les aguara la fiesta, a lo que se sumaba a un retorcido sentido del humor que confería a los “efectos colaterales” del deseo una componente irónica, cuando no decididamente cómica... para ellos, claro. Y aquél a quien había invocado el rejuvenecido Anfótero no era una excepción.

La primera sorpresa le llegó varios días después en forma de carta certificada de la Seguridad Social, por la que se le informaba que, por no cumplir la edad reglamentaria, cesaba en su condición de pensionista, habiéndosele retirado el devengo de la misma conforme a la fecha de recepción de la misiva. Asimismo se le apercibía de la apertura de un expediente por el que se estimaría el importe de las cantidades indebidamente percibidas hasta entonces, del cual se le informaría en su momento al tiempo que se le reclamaba la devolución del montante junto con los intereses de demora establecidos por la ley.

Anfótero sintió cómo un sudor frío empezaba a recorrerle todo el cuerpo. ¡No sólo le privaban de su única fuente de ingresos, sino que además tendría que devolver todo lo cobrado durante casi veinte años! ¡Pero si él no contaba con más bienes que el piso, por fortuna de su propiedad, y un pequeño colchón en el banco!

Y quizás no fuera eso lo peor. ¿Cómo se iba a ganar la vida ahora? De repente recordó que su edad biológica volvía a ser de veintitantos años. Efectivamente podía volver a buscar trabajo, pero al pensar en eso su mente se ensombreció. ¿Trabajar en qué? Él no había estudiado, toda su vida había sido un currante, por lo que sus opciones reales eran limitadas y además estaban copadas por una competencia contra la que no podría luchar. ¡Si apenas quedaban ya españoles en las obras ni en otros trabajos que él podría realizar! Aparte de que ni siquiera sabía como hacerlo, en sus tiempos las cosas eran mucho más sencillas sin necesidad del maldito internet, el guasap, las redes sociales ni su puñetera madre. ¡Si le había costado Dios y ayuda aprender a sacar dinero del cajero automático cuando los fulanos del banco se negaron a atenderlo en la ventanilla!

Sumido en sus lúgubres disquisiciones, de repente le invadió una inquietud más. Tembloroso, sin que esta ocasión pudiera atribuirlo al principio de parkinson que le acababan de diagnosticar, se sacó la cartera del bolsillo y la abrió buscando afanoso el carnet de identidad. Allí estaba, tal como se lo habían entregado en la última renovación... con su fecha de nacimiento y la fotografía de un anciano cercano a la ochentena. Por las razones que fueran -todavía no sospechaba de la mala fe del genio- para la Seguridad Social había vuelto a ser un joven, mientras que para algo tan fundamental como su documentación no... ¿Cómo iba a poder identificarse con el carnet de identidad de alguien que podría ser su abuelo? ¿Qué sentido tenía esto?

Sin dinero, con la amenaza de un más que probable embargo de todos sus bienes, indocumentado y sin nadie a quien poder recurrir -era soltero, carecía de familia cercana y de amigos, y su vida social era un erial dado su carácter huraño- en busca de ayuda... esto sería peor, infinitamente peor que lo hubiera sido el resto de lo que le quedara de vida de no haber tropezado con la maldita lámpara y el taimado engendro que habitaba en su interior. Fue entonces cuando cayó en cual había sido el origen de sus males.

-¡Genio, maldito! ¿Por qué me hiciste esto? ¿Por qué no me advertiste de lo que me iba a ocurrir? -gritó exasperado por puro desahogo.

Para su sorpresa, una voz desagradablemente conocida resonó en el interior de su cabeza sin que su interlocutor se materializara por ningún lado.

-Te enumeré -el “señor” y el anterior tono adulador brillaban ahora por su ausencia- todas las cláusulas relativas al contrato entre un genio y un mortal, conforme a la normativa legal vigente. Si no fuiste capaz de prever las posibles consecuencias no es ya responsabilidad mía, sino tuya.

-¡Me engañaste, maldito engendro de Satanás, me engañaste apremiándome sin dejarme tiempo para pensarlo bien! ¡Devuélveme a mi estado anterior y quédate con tu miserable deseo!

-Te advertí que eso no estaba contemplado, no te puedes llamar a engaño. Además, aunque quisiera ya no podría dar marcha atrás, la transacción quedó registrada en el Archivo General de Deseos Contratados, es firme y no puede ser revocada.

Lo que callaba ladinamente era que por ese contrato se había embolsado una jugosa cantidad en el equivalente monetario usado en el mundo de los genios, y que en modo alguno estaba dispuesto a perderla.

-¡Maldito! ¡Devuélveme lo que me quitaste! -insistió Anfótero al borde de la desesperación.

-Te repito que eso es imposible. Además, míralo por el lado bueno; gracias a que fue suprimida hace años, te has librado de volver a hacer la mili de nuevo. Todavía tendrías que agradecérmelo.

Y soltando una estrepitosa carcajada, el malvado ente colgó el equivalente esotérico al teléfono. Nada le importaba ya el pringado al que había dado gato por liebre, ahora lo único que le interesaba era la atractiva genia con la que había quedado citado para celebrar el negocio. Beberían, se divertirían y después... quién sabe. La noche -o el equivalente en su mundo- sería larga y se presentaba placentera.


Publicado el 12-10-2023