Lo que fue, eso será



Realmente, son muchas las tonterías que se han dicho siempre con respecto a los viajes por el tiempo, tonterías que, dada la imposibilidad material de realizarlos, habitualmente habían quedado limitadas bien a especulaciones teóricas, bien a relatos de ciencia ficción más o menos digeribles.

La cosa cambió cuando fue descubierta (o por hablar con mayor propiedad, cuando descubrí) la forma de viajar realmente por el tiempo, la cual resultó ser insultantemente fácil una vez conocidos los sencillos principios físicos en los que se basaba.

Pese a todo cuanto se ha dicho acerca de que los inventores autodidactas del tipo de Edison, Marconi, Bell o nuestro Juan de la Cierva, habían pasado ya a la historia reemplazados por los grandes centros de investigación que convertían los descubrimientos científicos y tecnológicos en algo a la vez colectivo y anónimo, mi descubrimiento del cronomóvil -así lo bauticé por parecerme más científico que la tradicional denominación de máquina del tiempo- fue algo completamente personal realizado en solitario durante los ratos libres (bastantes, por cierto) que me dejaba mi cómodo trabajo de funcionario. Y no se crean que me resultó más difícil que poner un palo a un caramelo, un mango a una bayeta o un pegamento que se despegaba a un bloc de notas... La historia de los descubrimientos científicos está repleta de huevos de Colón.

En cuanto a la construcción del cronomóvil, tampoco tuve demasiados problemas; me bastó con ensamblar de forma adecuada los distintos componentes electrónicos que adquirí en tiendas especializadas. El cronomóvil constaba de dos partes diferentes, una consola de control (en realidad un ordenador personal modificado) que instalé en el garaje de mi casa, y una unidad móvil similar a un reloj de pulsera (precisamente eso era originalmente) que me permitiría dar los saltos por el tiempo.

Antes de seguir adelante con la narración es preciso explicar algunos detalles del funcionamiento de mi invento. Para empezar, y debido a limitaciones teóricas tan concluyentes como pueden ser las ecuaciones con soluciones imaginarias, resultaba completamente imposible viajar al futuro... Lo cual no dejaba de tener su lógica, puesto que es evidente que no se puede visitar aquello que todavía no existe.

El viaje por el tiempo quedaba, pues, limitado a remontar el pasado y también con diversas restricciones, la más importante de las cuales era la que yo denominé entropía cronológica; cuanto mayor era el intervalo temporal remontado mayor era asimismo la dificultad existente para focalizar mi punto de destino. Esto limitaba en la práctica mis incursiones por el pasado hasta unos tres mil años atrás... Período de tiempo más que suficiente para saciar mi curiosidad al englobar la mayor parte de las antiguas civilizaciones. Cierto es que quedaban fuera de mi alcance épocas históricas tan interesantes como la Grecia minoica, la mayor parte del Egipto clásico y una porción importante de las culturas mesopotámicas (la prehistoria no me interesaba especialmente), pero qué se le iba a hacer; quizá en un futuro pudiera perfeccionar mi cronomóvil de forma que alcanzara épocas más remotas, pero por el momento me bastaba.

Una cuestión que me angustió en un principio fue la de los sistemas de referencia absolutos. Puesto que la Tierra se desplaza por el universo describiendo un complicado conjunto de movimientos continuos (la rotación, la traslación en torno al Sol, el desplazamiento del Sol a través de la galaxia, el movimiento de ésta hacia no se sabe muy bien donde...), con respecto a un sistema de coordenadas absoluto un punto determinado de la Tierra (mi casa, por ejemplo) jamás estaría dos veces en el mismo sitio. Esto convertía al viaje por el tiempo en un problema tetradimensional de muy difícil solución en lo que se refiere a las coordenadas espaciales; como es natural, a mí no me apetecía en absoluto apretar el botón y aparecer en mitad del vacío cósmico sin traje espacial de ningún tipo.

Por fortuna un estudio más detallado de las ecuaciones me reveló que el haz temporal (el camino que unía los puntos de origen y destino, para entendernos) era afectado por la atracción gravitatoria de nuestro planeta, lo que en la práctica se traducía en el hecho de que durante los viajes temporales la Tierra (y más concretamente el centro de la misma) actuaría siempre como origen de coordenadas del cronomóvil. Podía, pues, respirar tranquilo; viajara cuanto viajara, no me perdería en el espacio al ser siempre arrastrado por la Tierra.

Sí, independientemente del tiempo remontado aparecería siempre en nuestro planeta, pero ¿dónde? En principio el punto de destino sería aquél que conservara las tres coordenadas espaciales del punto de origen, siempre en relación al centro de la Tierra, pero el problema estribaba en el hecho de que, aunque para el cronomóvil el centro del planeta no se moviera, sí lo hacía la superficie del mismo a causa del movimiento de rotación. En consecuencia, el punto de destino se desplazaría a lo largo de un paralelo volviendo a coincidir con el de origen al cabo de veinticuatro horas.

Bien mirado este hecho, lejos de ser un inconveniente como pudiera parecer en un principio, era en realidad una importante ventaja: Ajustando cuidadosamente la longitud del viaje temporal podría aparecer en cualquier punto del planeta que compartiera la latitud con mi casa, y dependiendo de la hora de partida podría alcanzar mi destino en el momento del día más apropiado para mis fines.

Como es fácil suponer, resolver el problema de la latitud resultó ser bastante más complejo. Evidentemente no sólo me interesaba poder desplazarme en dirección este-oeste sino también poder hacerlo en dirección norte-sur, pero aquí no podía contar con un movimiento de rotación que me hiciera el trabajo, y desde luego no me apetecía en absoluto verme privado de presenciar episodios históricos transcendentales sólo por no poderme desplazar unas decenas de kilómetros hacia el norte o hacia el sur. Ciertamente podría recurrir a los medios de transporte propios de la época visitada, pero una precaución elemental me recomendaba evitar en lo posible toda relación con los habitantes del pasado al tiempo que en caso de emergencia no podría quitarme de enmedio apretando el botón al tener que desandar previamente lo andado. El riesgo era demasiado evidente como para ser ignorado, por lo que procuré encontrar alguna otra solución más satisfactoria.

Tras varios ensayos, finalmente descubrí que el haz temporal podía ser curvado en forma controlada. No demasiado, tan sólo algunos grados en uno u otro sentido ya que más allá de determinado ángulo se desenfocaba dejando de ser útil, pero era lo suficiente para poner a mi alcance una banda de unos dos mil o dos mil quinientos kilómetros de anchura repartida equitativamente al norte y al sur de la latitud de mi domicilio. Esto ponía a mi alcance la práctica totalidad de las culturas clásicas sin necesidad de tenerme que desplazar un solo metro, lo cual era más que suficiente para mis proyectos.

Sin embargo, aún quedaba pendiente la cuestión de la tercera dimensión, es decir, la altura, ya que tampoco resultaría interesante materializarse en el interior de un muro o a cien metros de altura sobre el suelo. Evidentemente podía proveerme de mapas topográficos de la zona a visitar, pero éstos serían modernos y nada me garantizaba que en el transcurso de los siglos no hubiera habido modificaciones importantes en la topografía del terreno que pudieran acarrear consecuencias desagradables para mi persona.

Durante bastante tiempo no supe cómo abordar este problema, pero una vez más las leyes físicas vinieron en mi ayuda. Así, descubrí no sin sorpresa a pesar de que se trataba de algo obvio, que el principio de impenetrabilidad de la materia impediría un salto temporal cuyo destino fuera el interior de un cuerpo sólido. Más peliagudo era el caso contrario, ya que evidentemente el sistema sería incapaz de distinguir entre un espacio libre situado a ras de suelo y otro colgado del aire. En este caso la solución no fue teórica sino práctica; puesto que podía desplazar el haz temporal no sólo en un plano horizontal sino también en uno vertical, equipé el cronomóvil con un barredor de cotas que detectaba automáticamente el cambio del aire a un cuerpo sólido, es decir, el suelo. El sistema no era perfecto ya que no evitaría que me zambullera en un río, pongo por ejemplo, pero el riesgo de un remojón no era especialmente preocupante y además los ríos no acostumbraban a cambiar habitualmente el trazado de su curso.

Resuelto ya el problema del desplazamiento espacial, no por ello quedaban zanjados todos los posibles peligros. Debido a que desconocía la topografía exacta de los lugares que pretendía visitar, pudiera ser que tuviera la mala suerte de aparecer en mitad de una batalla, o en una plaza pública abarrotada de gente; o todavía peor, en mitad del campo justo al lado de un animal salvaje. Claro está que las posibilidades de que ocurriera algo de esto eran extremadamente pequeñas, y siempre tenía la opción de apretar rápidamente el botón de retorno... Con la condición de que pudiera adelantarme al peligro. En fin; podía ocurrir que un guerrero huno me cortara la cabeza de un tajo o que un soldado macedónico me atravesara con su pica antes de poder mover un solo músculo, pero bien mirado también podía tener un accidente de tráfico volviendo del trabajo, y peligro por peligro prefería arriesgarme visitando el pasado.

Huelga decir que nadie estaba al corriente de mi descubrimiento, ya que como afirma el habitual tópico de las novelas de ciencia ficción, la humanidad no estaba preparada para ello. ¿Cómo iba a estarlo? Los políticos querrían manipular la historia a su antojo, los delincuentes tendrían campo abonado para sus fechorías y los locos y los fanáticos podrían hacer trastadas del tipo de cargarse a un Jesucristo recién nacido, conseguir que Napoleón ganara en Waterloo o advertir a Hitler del desembarco aliado en Normandía... Sólo de pensar en los trastornos que podría causar mi cronomóvil de caer en malas manos se me ponía la carne de gallina. Buena o mala, la historia tenía que mantenerse inalterada.

Ni siquiera yo mismo, lo confieso humildemente, me vi libre de las tentaciones. Al fin y al cabo, ¿qué tenía de malo para el discurrir de la historia que yo viajara unos cuantos días al pasado para decirme a mí mismo los números del sorteo de la lotería primitiva? Un pequeño bucle temporal que en nada afectaría al fluir general del tiempo, un ganador que antes no existía (habría procurado buscar un sorteo sin ganadores) y yo rico para toda la vida pudiéndome dedicar a perfeccionar mi invento.

Por suerte o por desgracia, el haz temporal no podía ser enfocado a un pasado inmediato, necesitándose un intervalo mínimo de varios años para poder viajar con las necesarias garantías de éxito. Evidentemente no me atreví a correr el riesgo de modificar mi pasado con tanta antelación, ya que las consecuencias que podía acarrear mi intervención, además de ser imprevisibles, podrían llegar a ser graves. Así pues, me resigné a seguir siendo pobre.

Solventados ya todos los problemas técnicos, al menos hasta donde yo era capaz de control, tan sólo me quedaba decidir cual podía ser el episodio histórico más apropiado para mi primera visita. Evidentemente las opciones posibles eran muchas, pero me decanté rápidamente por la Edad Antigua debido a mis preferencias personales. ¿A dónde ir? ¿A la Roma imperial? ¿A la Atenas de Pericles? ¿A la Persia de Ciro el Grande? ¿A la Alejandría helenística? ¿A la Cartago de Amílcar Barca? ¿A la Babilonia de Nabucodonosor?

Había episodios históricos que, aunque interesantes, resultaban ser poco recomendables. Convenía evitar tanto las batallas como los períodos turbulentos, no fuera que los guerreros asirios o los legionarios romanos me fueran a dar un disgusto. Lo mismo podía decirse de los años en los que las epidemias habían diezmado a la población, ya que tampoco tendría ninguna gracia volver enfermo de peste de la Roma del emperador Galieno.

También resultaría arriesgado aparecer por las buenas en ciudades populosas, por más que me tentaran lugares como Roma, Atenas, Constantinopla o Alejandría, aunque al mismo tiempo me convenía pasar desapercibido y quizá en lugares poco poblados llamaría demasiado la atención.

Tras darle muchas vueltas me decidí al fin: Iría a ver la crucifixión de Cristo. Se trataba de un episodio histórico que se había desarrollado en un lugar fácilmente identificable (el monte Calvario) situado fuera de una ciudad pero relativamente próximo a ella, y además había contado con un numeroso grupo de espectadores que no mostrarían el menor interés hacia mi persona.

Había calculado ya las coordenadas espaciales del salto cuando caí en la cuenta de algo que por evidente me había pasado desapercibido: Se desconocía la fecha exacta en la que había tenido lugar la muerte de Cristo. Lo más sencillo hubiera sido renunciar a mi elección cambiándola por otra que pudiera ser fechada con la suficiente precisión tal como el asesinato de Julio César, o bien limitarme a viajar a una época más cercana cuya cronología me fuera conocida.

Sin embargo, persistí en mi empeño. Al fin y al cabo, me dije, contaba con una referencia clara como era la Pascua judía, la cual a su vez estaba relacionada con el calendario lunar. Aunque sabía que probablemente Cristo no había sido crucificado en el año 33 por la misma razón que no había nacido en el año 1, la diferencia podía ser de muy pocos años hacia arriba o hacia abajo, y en cada uno de ellos era posible calcular con precisión la fecha exacta del primer Viernes Santo. Al fin y al cabo, si no acertaba a la primera bastaría con volverlo a intentar de nuevo año arriba o año abajo.

Tras consultar diversas enciclopedias y varios libros especializados me decanté por el año más probable, el 29 D.C., y tras calcular la fecha exacta de la Pascua judía y con ella la del día de la muerte de Cristo, me preparé para saltar. Me vestí con un disfraz alquilado con el que esperaba no llamar demasiado la atención de los verdaderos judíos, camuflé la unidad móvil que portaba en la muñeca con el amplio borde del manto, me apresté a apretar el botón... Y cuando estaba a punto de hacerlo aparecí ante mí gritando desesperadamente:

-¡Espera! ¡No lo hagas!

Pero ya era tarde. Todo fue negrura alrededor mío y un instante después me encontraba al aire libre entre una multitud que gritaba salvajemente y olía todavía peor mientras allá al frente, en una pequeña colina, se alzaban tres cruces de las cuales pendían sendos cuerpos humanos.

Había triunfado. Evidentemente la prueba había resultado un éxito, y yo me encontraba en la Palestina del siglo I contemplando la muerte del fundador del cristianismo. Sin embargo... ¿Qué había querido decirme a mí mismo justo en el momento de saltar? Evidentemente se trataba de mi yo del futuro, de un futuro inmediato puesto que todavía iba ataviado con el disfraz de judío, y todo parecía indicar que pretendía advertirme de algo. ¿De algún fallo? No, no podía ser; todo parecía estar en orden.

Pero había algo que no encajaba, y lo comprobé cuando al mirar hacia un lado descubrí con sorpresa la presencia de un doble mío. Ambos nos miramos perplejos, hicimos ademán de preguntarnos algo... Y no llegamos a hacerlo puesto que un tercer sosias apareció junto a nosotros reemplazando a un gordo y vociferante judío que se esfumó como por ensalmo. Y luego apareció un cuarto, y un quinto, y un sexto...

Demasiado tarde comprendí mi error. El viaje por el tiempo estaba sometido al dictado de las leyes físicas, y una de ellas era la de la conservación de la masa. Al aparecer yo, con mis ochenta kilos de peso, había introducido una distorsión en el espacio-tiempo del siglo I que sólo podía ser corregida haciendo desaparecer una masa similar; que era precisamente lo que estaba ocurriendo, puesto que cada aparición mía (y cada vez había más) era correspondida con la desaparición de un judío auténtico.

Pero si la ley de conservación de la masa explicaba las desapariciones no ocurría lo mismo con la multiplicación de mi persona, ya que lo lógico hubiera sido que yo apareciera únicamente una vez. Con la cabeza embotada e incapaz de pensar decidí no obstante volver a mi tiempo para interrumpir el experimento hasta que no descubriera la forma de evitar estos molestos efectos. Apreté el botón de retorno y me encontré de nuevo en mi garaje frente a mí mismo. Comprendí demasiado tarde que mi sosias iba a emprender el viaje del cual yo retornaba, y grité desesperadamente:

-¡Espera! ¡No lo hagas!

Pero no pude evitar que éste diera el salto. Abrumado por el problema que se me planteaba me derrumbé en la silla intentando analizar la situación. Era evidente que había creado un bucle temporal en el cual había quedado atrapado, y además de forma reiterativa tal como evidenciaba la continua multiplicación de mi persona. Sin embargo, yo sólo había hecho un único viaje...

Estaba claro que tenía que romper el círculo vicioso. Lo más inmediato consistía en retroceder ligeramente en el tiempo (con unos minutos bastaría) para impedirme conectar el cronomóvil. Pero ¡ay! no podía remontarme en el pasado menos de varios años, por lo que aparecería en un momento muy anterior al inicio del desarrollo del cronomóvil creando probablemente una paradoja aún mayor. No podía, pues, arriesgarme.

¿Y un viaje de ida y vuelta al siglo I volviendo a mi presente algunos minutos antes de la partida? No, tampoco serviría puesto que el cronomóvil estaba diseñado para volver justo en el mismo instante del inicio del viaje, sin posibilidad alguna de alterar el retorno ni para adelante, ni para atrás. Como mucho, el principio de incertidumbre podría provocar, tal como había ocurrido, una momentánea coincidencia entre ambos puntos.

Nada podía hacer en el presente, me dije con desconsuelo, por lo cual la única manera de romper el bucle sería volviendo de nuevo al siglo I. No tenía nada claro cómo realizarlo, pero algo tenía que hacer... Y pulsé de nuevo el botón después de desviar el haz lo suficiente para corregir el desfase temporal.

En los aledaños del Gólgota éramos ya tantos sosias que los judíos verdaderos, los pocos que todavía quedaban, se habían dado ya cuenta de nuestra presencia y huían despavoridos de lo que sin duda consideraban un acto de brujería... Aunque no conseguían llegar demasiado lejos, ya que tarde o temprano acababan desapareciendo siendo sustituidos por una nueva copia mía.

Y cada vez éramos más. De hecho nos parecíamos multiplicar siguiendo una progresión geométrica, lo que hacía que nos extendiéramos como una mancha de aceite. Y yo estaba allí, en mitad de una multitud formada exclusivamente por dobles míos, sin saber qué hacer.

Me dirigí al más cercano y le pregunté si sabía cómo detener la catástrofe, pero tan sólo conseguí un simple encogimiento de hombros por respuesta. Como era de esperar ninguna de las miles de copias mías que se encontraban allí tenía ni la más remota idea de lo que estaba ocurriendo... Lo cual era lógico, puesto que yo debía de ser el más antiguo de todos ellos y también lo desconocía por completo.

Apenas un minuto después todos los cuerpos que era capaz de distinguir eran sin excepción míos... Incluidos los tres que pendían de las cruces, lo cual me creó una sensación de insoportable malestar. Bien, ¿qué hacía yo allí? Sería preferible que volviera de nuevo al presente, me dije rectificando mi anterior decisión. Además... Me hubiera abofeteado por no haberme dado cuenta de ello antes; por mucho tiempo que pasara en el presente, siempre podría volver al instante exacto del pasado que deseara. Por el contrario, allí no tenía más opción que la de contemplar cómo era crucificado por triplicado.

Tenía ya el dedo sobre el botón de retorno cuando un temor me invadió haciéndome sentir escalofríos. ¿Qué pasaría si toda esa multitud decidía hacer lo mismo? ¿Exportaría la invasión de sosias a mi presente?

Diciéndome que de ser así nada podría hacer por evitarlo, pulsé finalmente el botón.

Por fortuna aparecí solo. Puesto que el retorno tenía que tener lugar forzosamente en el mismo instante de la partida, era de esperar que al menos por el momento pudiera estar a salvo, ya que mientras no iniciase un nuevo viaje al pasado nadie podría retornar, lo cual sirvió para tranquilizarme.

Pero entonces, ¿de dónde había salido esa multitud de sosias míos cuando yo tan sólo había realizado dos viajes al pasado? ¿Por qué existía esa asimetría entre el pasado y el presente? ¿Dónde se había iniciado ese bucle y cuáles serían sus consecuencias?

Sus consecuencias... -pensé aterrado- Si yo había provocado un cambio radical en la línea temporal, y vaya si lo había provocado cuando había hecho desaparecer nada menos que al propio Jesucristo y, probablemente, a buena parte de sus discípulos, mi presente tendría que ser radicalmente distinto, quizá incluso ni siquiera existiera.

Pero eso era absurdo. Yo estaba allí, todavía ataviado con ese ridículo disfraz, y no había notado el menor cambio ni en mí mismo ni en mi entorno más inmediato. Subí, no obstante, a mi casa y conecté la televisión contemplando con alivio que los programas basura seguían siendo los amos y señores de la práctica totalidad de los canales. Pillé finalmente un telediario y allí tampoco noté nada fuera de lo habitual. Aparentemente, la vida en el planeta seguía exactamente igual que la había dejado.

Sin embargo, yo había alterado el pasado. Cogí una enciclopedia, busqué en el artículo correspondiente y leí con avidez la descripción de la muerte de Cristo; todo era tal como yo lo recordaba, tal como había sido antes de mi torpe intromisión. ¿Qué estaba pasando?

De repente recordé el argumento de un relato de Isaac Asimov, una de las pocas cosas razonables que se habían escrito sobre las posibles consecuencias de los viajes por el tiempo. El relato se titula La carrera de la reina encarnada, y relata cómo el inventor de una máquina del tiempo enloquece y decide enviar a la Grecia clásica información científica del siglo XX para evitar que la humanidad retroceda culturalmente una y otra vez... Lo cual implica, necesariamente, una alteración brutal de la historia.

La información es enviada al pasado sin que nadie pueda impedirlo, lo que hace temer a los protagonistas del relato la aparición de una catástrofe sin precedentes. Sin embargo, no sólo no ocurre nada sino que finalmente otro científico les da la explicación de ello: Cualquier posible alteración del pasado ha sido realizada ya, por lo cual cualquier tipo de cambio es completamente imposible. Volviendo al relato, Asimov nos explica que tal intervención del científico loco no sólo no era perjudicial para el transcurso de la historia sino que, muy al contrario, resultaba imprescindible para que nuestro presente fuera precisamente como era. Aun más, el autor cita ciertas especulaciones filosóficas de los antiguos griegos, tales como la teoría atómica de Demócrito, como la prueba de que el texto del siglo XX había llegado realmente a su destino... Como era obligado que ocurriese.

Todo esto estaba muy bien, pero a mí no me consolaba. Para empezar yo sí había alterado realmente el pasado, y de qué manera; además, recordé con malestar, en ese mismo relato Asimov hablaba de una cierta inercia temporal que hacía que los posibles cambios históricos no se produjeran de forma inmediata sino al cabo de cierto tiempo... Claro está que se trataba de un simple cuento de ciencia ficción, pero ¿y si era cierto? ¿Y si estaba viviendo los últimos momentos del mundo que yo siempre había conocido? El temor a que pudiera ser así me espantó.

¿Pero qué hacer para evitarlo, cuando ni tan siquiera sabía lo que había ocurrido? Era evidente que había incurrido en una paradoja temporal, pero ignoraba en qué había consistido ésta y, lo que todavía era peor, desconocía la manera de evitarla.

¿Debería volver una vez más al Calvario buscando la manera de impedir el desaguisado? Bastaría con ajustar ligeramente los controles para llegar allí tan sólo unos minutos antes de mi primera aparición, pero ¿serviría esto de algo? Probablemente tan sólo conseguiría adelantar la catástrofe, me dije con desaliento. Además, si mi otro yo del futuro relativo (es decir, mi actual presente) hubiera decidido viajar a un pasado ligeramente anterior al de mi yo del primer salto, cuando éste último llegara al siglo I debería haberse encontrado con lo que para él era su yo del futuro, y recordaba perfectamente que yo había sido, aunque por muy poco tiempo, el primero de todos ellos.

Todo este galimatías amenazaba con acabar desquiciándome. Tras darle vueltas a la cabeza durante varias horas sin obtener más resultados que una molesta jaqueca, decidí finalmente que lo mejor que podía hacer era viajar a algún momento posterior a la crucifixión de Cristo, aunque relativamente cercano a ésta, de forma que pudiera calibrar con exactitud las consecuencias de mi intervención. Si la alteración del flujo temporal se propagaba con cierta velocidad, podría estimar de forma aproximada la magnitud de ésta y a partir de allí calcular el tiempo que tardaría en llegar al presente. De poco me iba a servir si era incapaz de evitarlo, pero al menos me sentiría más tranquilo mientras estuviera haciendo algo.

Tras barajar varias opciones me decanté finalmente por la consagración de la basílica de Santa Sofía, en la Constantinopla del emperador Justiniano. Bajar hasta el siglo VI era quizá ir demasiado lejos, pero tenía la ventaja de conocer la fecha exacta (24 de diciembre de 563) mientras para otros episodios históricos anteriores tan sólo pude encontrar con la necesaria precisión batallas y eventos bélicos similares, los cuales descarté en aras de la prudencia.

Otra ventaja apreciable era que conocía la ubicación exacta de Santa Sofía, al contrario de lo que ocurría con la mayor parte de los edificios singulares del imperio romano. Tan sólo tenía que conseguir un mapa topográfico de Estambul... Lo cual me creaba un nuevo problema. Finalmente conseguí el dato que necesitaba gracias a esa bendición que es Internet, con lo cual tan sólo quedaba pendiente conseguir un ropaje que no llamara demasiado la atención en el Bizancio del siglo VI.

El empleado de la tienda de disfraces me miró con cierta sorna, pero no dijo nada cuando le devolví el traje de judío pidiéndole que me lo cambiara por una bizantino. Tras mucho rebuscar me consiguió algo que se parecía más a la indumentaria de un patricio romano contemporáneo de Julio César que a las vestiduras de un noble bizantino de la corte de Justiniano... Pero era lo mejor que tenía, por lo que me tuve que conformar con ello. Además, mi visita sería muy breve, justo lo necesario para echar un vistazo y volverme por donde había venido.

De vuelta a casa preparé inmediatamente las coordenadas, descubriendo que tendría que esperar hasta el día siguiente para poder aparecer en el momento apropiado. Puesto que la excitación no me dejaba dormir, me pasé la mayor parte de la espera consultando frenéticamente todo cuanto pude encontrar acerca de los viajes por el tiempo, lo cual como cabe suponer era un batiburrillo de especulaciones sin el menor rigor científico mezcladas con relatos de ciencia ficción más o menos (más bien menos) afortunados.

Realmente la lectura de todo ello me sirvió de bien poco, aunque de nuevo fue Isaac Asimov el único en abordar la cuestión con un cierto rigor en su novela El fin de la eternidad. La posible existencia de una especie de policía temporal encargada de deshacer los entuertos me atraía y me tranquilizaba, pero no por ello dejaba de ser una mera elucubración de su autor. Además, pensándolo con lógica, si estos vigilantes del tiempo existieran realmente y se vieran obligados a solucionar mi metedura de pata, lo lógico sería que me hubieran impedido realizar el primer viaje; o todavía mejor, se las habrían apañado para evitar que construyera el cronomóvil... Y eso evidentemente no había ocurrido.

Justo antes de llegada la hora del salto me quedé profundamente dormido, lo que hizo que casi se me pasara sin darme cuenta. No hubiera sido demasiado grave ya que habría bastado con esperar veinticuatro horas, pero en el estado anímico en que me encontraba no estoy muy seguro de que hubiera podido soportarlo. Me vestí rápidamente con mi disfraz de bizantino de opereta, pulsé una vez más el botón...

Y me encontré de repente en el interior de la abarrotada basílica de Santa Sofía. Al ajustar las coordenadas espaciales no había podido, evidentemente, afinar tanto como para elegir el lugar exacto de la iglesia en el que quería aparecer, por lo cual lo dejé a expensas del azar rogando que mi materialización no fuera a tener lugar junto a Justiniano y su corte. Por fortuna no fue así, ya que me vi en mitad de la multitud que se apretaba expectante en las amplias naves de la recién terminada basílica. Allí al fondo, frente a mí, se encontraban el emperador Justiniano y su esposa Teodora, los emperifollados miembros de su corte, el patriarca de Constantinopla, una amplia representación del clero bizantino... Todo parecía, pues, estar en orden.

Pese a esta tranquilizadora impresión, miré precavidamente en torno mío; no tendría la menor gracia que uno cualquiera de mis circunstanciales vecinos fuera a crearme problemas al verme surgir de la nada. Bien, ninguno de ellos parecía haberse dado cuenta del cambio, y además no hubieran podido reaccionar de ninguna manera puesto que todos ellos estaban transformándose rápidamente en copias perfectas de mi persona.

Cuando fui capaz de reaccionar no sólo el público, sino también el propio Justiniano y toda su corte se habían metamorfoseado ya. De nuevo se repetía la historia sin que esta vez pudiera justificar mi multiplicación en base a un bucle formado por varias visitas al mismo lugar, puesto que éste era mi primer viaje a Constantinopla y no tenía la menor intención de repetirlo de nuevo tal como había hecho en Palestina. Además, aquí no había aparecido mi otro yo intentando avisarme de que no lo hiciera... Era realmente para volverse loco.

Por fortuna tuve la suficiente entereza de ánimo como para volver rápidamente a mi tiempo dejando el interior de Santa Sofía convertido en un monumental caos. Una vez refugiado en mi acogedor presente procedí a meditar sobre todo lo que había ocurrido en mis sucesivas incursiones al pasado.

Primero estaba el problema de la multiplicación, que no acertaba a comprender al menos en lo que se refería a mi viaje al imperio bizantino. Esta multiplicación había causado una grave alteración en la línea temporal no sólo porque provocaba la aparición de múltiples copias mías, sino también porque había implicado la desaparición de numerosos personajes históricos, algunos de la talla de Jesucristo o el emperador Justiniano. Por si fuera poco esta multiplicidad sólo se daba en el pasado y no en el presente, aunque bien mirado esto último no dejaba de ser una gran ventaja por mucho que me desconcertara; si malo era comenzar a desdoblarme en el siglo I, o en el VI, infinitamente peor hubiera sido hacerlo en el XX.

Por otro lado estaba la gran paradoja que suponía el hecho evidente de que las alteraciones del pasado, por muy graves que hubieran resultado ser, no parecían afectar al presente... Al menos de forma instantánea. Y no estaba hablando ya de los casi dos mil años que separaban la muerte de Cristo de la época actual, sino de los poco más de cinco siglos transcurridos entre este evento histórico y la Constantinopla de Justiniano.

Podía, evidentemente, realizar una nueva comprobación viajando de nuevo a Palestina tan sólo unas décadas después de la crucifixión, eligiendo por ejemplo la conquista de Jerusalén por Tito en el año 70, lo cual me permitiría comprobar sin ningún tipo de dudas hasta qué punto persistía mi torpe alteración de la línea temporal. Sin embargo, me detenía el temor a crear un nuevo desaguisado histórico haciendo desaparecer nada menos que a un emperador romano... Aunque ya lo había hecho con uno bizantino por lo cual, vistos los precedentes, poco podría empeorar todavía más la situación.

En cualquier caso lo más prudente, me dije, sería esperar un tiempo prudencial antes de tomar cualquier iniciativa. Si mi primera alteración, o la segunda, se propagaban por el tiempo, acabarían llegando tarde o temprano al presente, el cual se vería afectado profundamente por ellas; podría darse incluso el caso de que yo desapareciera sin dejar el menor rastro. En último extremo imaginaba un mundo poblado exclusivamente por dobles míos, lo que acarrearía necesariamente la extinción de la humanidad en un lapso de tiempo no superior al de mi propia vida.

Desconecté, pues, cuidadosamente el cronomóvil procurando sin demasiado éxito hacer una vida normal. Por fortuna estaba de vacaciones (de hecho había aguardado a que llegaran para poder probar sin cortapisas mi invento), lo cual me evitó situaciones engorrosas con mis compañeros de trabajo. Apenas salía de casa salvo para comprar comida o resolver algún asunto necesario, y el resto del tiempo lo pasaba viendo la televisión (en especial los telediarios) o releyendo una y otra vez los libros de historia en busca de una alteración, siquiera sutil, de los acontecimientos que yo recordaba... Aunque bien pensado, si éstos quedaban modificados de alguna manera, lo más probable sería que fueran borrados también de mi memoria, con lo cual nunca tendría constancia del cambio. Y si la modificación tuviera efectos catastróficos... Bien, entonces no merecería la pena preocuparse demasiado por ello.

Pasaron mis vacaciones y tuve que reincorporarme al trabajo, donde después de tener que dar falsas explicaciones para justificar no haber viajado a ninguna parte, fui acogido por la misma rutina de siempre. Varios meses después llegaron las vacaciones de navidad, y con ellas un nuevo período de reflexión sobre las consecuencias de mi experimento.

Aparentemente todo seguía igual, y si algún episodio histórico, importante o no, había resultado alterado, yo no tenía la menor conciencia de ello... Ni por supuesto, ninguno de los que me rodeaban. El cronomóvil acumulaba polvo en un rincón del garaje, y yo no sentía el menor deseo de utilizarlo de nuevo.

Tras mucho meditar llegué a una conclusión que creí definitiva; lo mejor que podía hacer era desmontar el cronomóvil, destruyendo también todos los planos y borradores que había utilizado para su construcción. Independientemente del calibre de las alteraciones que pudiera haber causado, sería preferible evitar el riesgo de volver a provocarlas o, lo que todavía sería peor, de que cayeran en malas manos. Sí, destruiría completamente el fruto de mi trabajo.

Bajé, pues, al garaje y procedí a desguazar meticulosamente el equipo, que acabó siendo de nuevo un simple ordenador. Consumada la primera parte de mi trabajo subí de nuevo a la casa y, tras encender un generoso fuego en la chimenea, reuní todos los papeles comprometedores con la intención de hacerlos desaparecer para siempre.

Iba a arrojarlos al fuego purificador cuando una voz a mis espaldas me pidió que no lo hiciera. Me volví sorprendido descubriendo la presencia de un desconocido de edad y rasgos faciales indefinidos, vestido completamente de negro. El temor a que los servicios de inteligencia españoles o extranjeros (de hecho temí que fuera un agente de la CIA) hubieran descubierto mis actividades y vinieran a apoderarme de mis planos, dio alas a mi mente haciéndome abandonar mi inicial estupor. El desconocido no parecía estar armado, y si era lo suficientemente rápido podría arrojar las carpetas al fuego antes de que él pudiera impedirlo.

-¿Quién es usted? -le pregunté al fin traicionando mis iniciales deseos- ¿Qué quiere?

-Mi nombre no tiene importancia; bástele saber que soy un miembro de la Agencia de Vigilancia Temporal. -fue la sorpresiva respuesta- En cuanto a su segunda pregunta la respuesta es sencilla; no debe destruir esos papeles.

-¿Acaso desea arrebatármelos?

-¡Oh, no! -rió el visitante- Provengo de un futuro en el cual los viajes por el tiempo están infinitamente más perfeccionados que su tosco cronomóvil; arrebatárselo sería como apagar la primera fogata que encendió un hombre primitivo. Simplemente, pretendo convencerle de que no los destruya para evitar que se produzca una alteración temporal.

-¿Cómo dice?

-Su estudio teórico y sus planos serán necesarios en un futuro para que alguien desarrolle por completo la teoría cronotrópica. Hasta ese momento deberán preservarse.

-Pero he destruido el cronomóvil...

-Eso era necesario, puesto que los verdaderos viajes por el tiempo no tendrán lugar hasta mucho después de su muerte. Nos interesan sus teorías, no sus artefactos.

-¿Cómo puedo estar seguro de que no miente? -insistí dubitativo, todavía con las carpetas en la mano- ¿Cómo sé que no es usted un agente del CESID, o de la CIA, o de qué se yo agencia secreta?

-Es muy sencillo demostrárselo. -respondió al tiempo que desaparecía. Un instante después volvía a aparecer, ataviado en esta ocasión con un uniforme distinto de colores azul y plateado.

-He dado un salto a mi presente, que es su futuro, y he vuelto ataviado con otro uniforme para demostrarle que puedo viajar por el tiempo a mi antojo. -aclaró- Para mí han pasado varios minutos, justo lo necesario para cambiarme de ropa, pero para usted apenas han sido unos segundos.

-¿Y si mientras tanto hubiera aprovechado para quemar los documentos? -le reté.

-No había ningún peligro, ya que sé de sobra que usted no los destruyó. La prueba de ello es que yo estoy aquí convenciéndolo para que no lo haga. ¡Ah, esté tranquilo! -añadió divertido al ver mi turbación- No van a comenzar a aparecer sosias míos en esta habitación; nuestros cronomóviles están mucho más desarrollados que los suyos y carecen de esos desagradables efectos secundarios. Pero si le parece, ¿por qué no nos sentamos y charlamos tranquilamente? Supongo que le interesará que le explique todos los detalles de los viajes por el tiempo.

Así lo hice, cada vez más perplejo. Dejé las carpetas encima de la mesa sin que mi visitante les prestara la menor atención, y nos encaminamos a los cercanos sillones.

-Usted, como tantos otros precursores, ha tenido la desgracia de ir muy por delante de las posibilidades de su tiempo. -comenzó a modo de introducción- Tuvo la intuición necesaria para desarrollar las ecuaciones básicas del viaje a través del tiempo, pero al construir su cronomóvil ignoraba toda una serie de consecuencias colaterales que conducían a paradojas indeseables.

-Se refiere a las multiplicaciones.

-No sólo a eso, aunque se trata sin duda de lo más evidente. Y desde luego, con el equipo de que usted disponía siempre le hubiera ocurrido lo mismo. Por esta razón, su decisión de no seguir adelante con los experimentos fue muy juiciosa, ya que en el flujo temporal no puede darse ningún tipo de paradoja. El pasado es como fue, y no puede ser alterado bajo ningún concepto.

-Pero yo lo alteré al menos en dos ocasiones. ¿Acaso ustedes...?

-No, no intervenimos porque no resultaba necesario. La propia inercia temporal se encargó de corregir por sí sola las aberraciones que usted involuntariamente introdujo... Evidentemente no se trataba de modificaciones cronoentrópicamente viables, por lo cual el sistema retornó espontáneamente a su situación original.

-Yo volví una segunda vez al monte Calvario...

Pero lo hizo inmediatamente después de la primera visita, con lo cual lo único que consiguió fue reforzar todavía más la perturbación.

-¿Quiere usted decir que si ahora, varios meses después, volviera a viajar a los mismos lugares que visité me encontraría de nuevo con que Jesús era crucificado o con que Justiniano consagraba Santa Sofía?

-No. Su línea temporal quedó alterada de forma definitiva, por lo que volvería a verse inmerso en la misma paradoja; pero si cualquier otra persona utilizara su cronomóvil volvería a empezar de nuevo creando su propia paradoja.

-No me parece lógico.

-Nada de la teoría cronoentrópica lo es... Al igual que ocurre con la mecánica cuántica, le pongo por ejemplo. Y sin embargo, funciona.

-¿Puede explicarme entonces en qué consistió mi error?

-Lo intentaré, aunque no resultará sencillo. Su cronomóvil creaba ciertas resonancias en el haz de desplazamiento temporal que provocaron la aparición de armónicos, sus sosias. Estos armónicos se acoplaban y amplificaban, con las consecuencias que usted ya conoce. Pero una vez extinguido el haz la resonancia desaparecía y las aguas, por decirlo de alguna manera, volvían rápidamente a su cauce.

-Pero yo...

-Usted se veía afectado porque formaba parte del haz de desplazamiento temporal. Esto creó la singularidad que ya le comenté; si usted volviera ahora al mismo lugar del pasado se encontraría de nuevo con un mundo plagado de copias suyas, pero se trataría de una realidad subjetiva válida tan sólo para su persona... Es una de las consecuencias del Principio de Incertidumbre, aunque le ruego que no me pida que se lo explique; no soy un científico sino un simple patrullero temporal, por lo cual sería completamente incapaz de hacerlo.

-Está bien. -me resigné- Le creo. Pero dígame; si mis apariciones en los siglos I y VI no merecieron mayor interés por su parte ya que según usted ha dicho las alteraciones se corrigieron por sí mismas, ¿por qué no ocurre ahora algo similar? ¿En qué afectaría al futuro que yo destruyera o no mis manuscritos?

-Amigo mío; -sonrió el visitante- vuelvo a repetirle que no me es posible explicarle en profundidad las teorías que rigen los viajes temporales, ya que yo mismo las desconozco en gran medida. Intentaré, no obstante, aclarárselo lo más posible. El flujo temporal es algo similar, desde un punto de vista físico, al régimen caótico de los fluidos. En ocasiones una alteración grave como las que usted provocó no causa más efectos que un remolino momentáneo que rápidamente desaparece, pero puede ocurrir que una ligera, mínima modificación vaya amplificándose hasta acabar en una perturbación cada vez mayor... Todo depende, a grosso modo, de que las consecuencias de la modificación deriven hacia un futuro alternativo que pueda resultar viable o no. La destrucción de sus documentos hubiera conducido a una situación estable que se habría consolidado reemplazando a la línea temporal original, razón por la que intervenimos nosotros.

-¿Quiere decir que yo...?

-En efecto. La preservación de la línea temporal exige que no destruya los manuscritos, aunque jamás en toda su vida volverá a interesarse por ellos. Cuando usted muera... ¡Oh, no se preocupe! No voy a proporcionarle la menor información acerca de su futuro. -se interrumpió para tranquilizarme- Sus herederos se harán cargo de todos sus libros y papeles que finalmente, tras sufrir diversos avatares, acabarán arrumbados en el polvoriento anaquel de una biblioteca.

-Que es el mejor lugar para hacer desaparecer un libro. -le interrumpí acordándome de El libro de arena, de Borges.

-Así será por mucho tiempo hasta que finalmente, casi cien años después de su muerte... No, no le voy a decir cuando. Casi un siglo después, insisto, un investigador descubrirá por casualidad sus manuscritos, que no estaban inventariados; tras mucho tiempo tratando de desentrañar infructuosamente la teoría cronotrópica, gracias a su trabajo conseguirá salir del atolladero. Como puede comprobar resulta imprescindible que usted conserve esos documentos, ya que de no ser así la historia quedaría gravemente alterada. Este investigador no podría desarrollar su teoría, nosotros no existiríamos y...

-¿Qué ocurriría entonces?

-Lo ignoramos con exactitud, pero tenemos buenas razones para creer que nada bueno. Por esta razón es por la que estoy yo aquí.

-Está bien. -accedí- Suponga que finjo aceptar pero después que usted se haya ido, o bien dentro de un año, decido destruir los manuscritos... O que éstos se pierden accidentalmente... ¿No cambiaría entonces el futuro?

-No, es completamente imposible; ya le he dicho que las paradojas temporales no pueden existir. Lo que tenía que ocurrir ya ha ocurrido, y además es inmutable.

-Le confieso que no consigo entenderle. Según usted el pasado no puede ser alterado, pero al mismo tiempo afirma que está aquí para evitar que yo lo altere...

-No hay ninguna contradicción, ya que todo forma parte de un mismo decorado. Sí, ya sé que resulta difícil de entender, pero no puede ser de otra manera.

-Bien. -me resigné- Acepto sus razonamientos y supongo que no destruiré los documentos. Pero entonces, ¿qué debo hacer con ellos?

-Ahí no puedo decirle nada, ya que entonces forzaría su decisión. Una vez convencido de que no destruya los documentos mi labor ha acabado, por lo que ya no resulto necesario. Así pues, me despido de usted asegurándole que me ha resultado sumamente grato conocerle.

Y desapareció, dejándome con un irónico hasta siempre en los labios. Desde entonces han pasado bastantes años y tal como prometí -¿tenía acaso alguna otra opción?- no he destruido los documentos, que andan rodando por algún rincón de mi casa. Según afirmó mi visitante no tengo que preocuparme más por ellos, ya que el destino de los mismos está indeleblemente marcado.

Eso sí, nada dije acerca de escribir el relato de los hechos, entre otras razones porque entonces ni me lo había planteado siquiera; aunque supongo que esto también figurará en ese guión escrito del que todos nosotros no somos sino simples figurantes. Puede, incluso, que este relato sea necesario para que el afortunado investigador que heredará mis papeles pueda encontrarlos.

Además, ¿quién salvo él se lo puede tomar en serio? Todos creerán que se trata de un simple relato fantástico producto exclusivo de mi imaginación, e incluso yo mismo comienzo a dudar de la veracidad de los hechos aquí narrados.

¿O no?


Publicado en septiembre de 2006 en la IV Antología de relatos El Melocotón Mecánico
Actualizado el 26-1-2014