La verdadera historia de La guerra de los mundos



Dentro de la ciencia ficción suele ser habitual el debate sobre si este género literario es capaz de predecir el futuro de la humanidad, cuestión ésta irrelevante dado que la ciencia ficción nunca ha poseído ni nunca poseerá un carácter predictivo, aunque sí es perfectamente capaz de plantear a modo de reflexión intelectual, y aquí es donde radica realmente su importancia, escenarios hipotéticos sobre el devenir de la humanidad no sólo futuros, sino también presentes e incluso pasados. Especulativa, pues, y no predictiva, algo que no parecen acabar de entender algunos gurús autoproclamados celosos guardianes de sus pretendidas esencias.

Por esta razón no es de extrañar que los autores de novelas y cuentos encuadrados en ella no acostumbren a acertar en sus hipotéticas predicciones, tanto porque como cabe suponer carecen de dotes proféticas, como por la evidencia de que la inmensa mayoría de ellos ni siquiera lo pretendían. Así pues, nos encontramos con el hecho cierto, que sólo sorprenderá a quienes se quieran dejar sorprender, de que muchos tópicos sólidamente acrisolados -coches voladores, teleportación, androides antropomorfos, alienígenas de toda laya, viajes interestelares...- sigan siendo meras entelequias, al tiempo que avances reales de la ciencia y la tecnología, véase el caso de internet o de la telefonía móvil, no fueron ni siquiera sospechados, salvo en casos excepcionales, por ninguno de ellos.

Esto no ha impedido que en ocasiones acertaran, como ocurrió con el venerable clásico H.G. Wells en su conocida novela La guerra de los mundos; predicción irónicamente no esperada puesto que el maestro británico no pretendía en modo alguno especular sobre el futuro de la humanidad, sino utilizar el recurso literario de la entonces embrionaria fantasía científica para poner en cuestión de manera metafórica la propia sociedad de su tiempo.

En cualquier caso, y sin ser consciente de ello, lo cierto es que describió una invasión extraterrestre muy similar a la que por desgracia a punto estuvo de aniquilar nuestra civilización. Obviamente en esta ocasión los invasores no procedían de Marte sino de algún ignoto lugar de las profundidades del espacio, pero su intención era la misma, destruir por completo a la humanidad, y asimismo se vieron derrotados, cuando estaban cercanos a conseguir su objetivo sin que, enfrentados a su imbatible tecnología, pudiéramos hacer nada por evitarlo, por un aliado imprevisto e inesperado tanto para ellos como para nosotros, el cual logró el milagro de salvarnos cuando las trompetas del Apocalipsis sonaban ya por doquier y los supervivientes de la masacre lo único que esperábamos ya era la extinción definitiva de todos nosotros. Y aunque la humanidad quedó diezmada, pudimos evitar la extinción y con el tiempo acabaremos recuperándonos de los incalculables daños sufridos aunque ello nos lleve generaciones.

Como es sabido, en la novela de Wells el invisible enemigo que logra doblegar a los todopoderosos marcianos son las bacterias terrestres frente a las cuales, al carecer de defensas inmunológicas, acaban sucumbiendo en un final no sólo truculento sino asimismo inverosímil, ya que un metabolismo tan diferente al nuestro difícilmente podría ser atacado, y todavía menos con consecuencias mortales, por nuestros propios microorganismos. Pero esto era algo que no parece que preocupara demasiado a nuestro escritor.

Por el contrario, aunque la invasión real tuvo un final similar, con los alienígenas muertos y sus grandes naves de transporte que habían estado estacionadas en órbita huidas hacia su lugar de origen, las causas fueron distintas así como perfectamente explicables desde un punto de vista científico; en realidad sorprendentemente explicables incluso a ojos de un profano.

Porque los invasores no perecieron a causa de ninguna enfermedad infecciosa; difícilmente podría haberlo sido, dado que carecían de metabolismo al no ser, tal como se pudo comprobar examinando sus restos, unos entes biológicos sino cibernéticos; en otras palabras robots autoconscientes o inteligencias artificiales, como se prefiera considerarlos. Su sofisticada naturaleza era en su totalidad electrónica y mecánica, y en ella los ácidos nucleicos y las proteínas estaban sustituidos por bancos de memoria, metal, plástico y extraños materiales de difícil catalogación pero innegablemente inorgánicos.

Lo que predominaba en ellos, al menos en los caparazones externos que protegían el delicado interior, era con diferencia el metal; y estos seres, habitantes supuestos de astros sin atmósfera o con atmósferas muy diferentes a la nuestra, cometieron el fatal error de no considerar que una combinación de oxígeno libre con suficiente vapor de agua resultaría mortífera para ellos al provocarles una corrosión generalizada en su superficie exterior primero y en el equivalente a sus órganos internos después.

En definitiva, fueron víctimas de una corrosión incurable.


Publicado el 5-10-2022