El intruso sideral



El intruso apareció de manera repentina y sin el menor aviso, para desconcierto de la comunidad científica internacional. Y no era para menos, ya que con sus buenos trescientos kilómetros de longitud -tal como es habitual en los cuerpos celestes de pequeño tamaño su forma era irregular- y la distancia a la que se encontraba, un millón de kilómetros escasos de la Tierra, se dispararon todas las alarmas dado que, en caso de una hipotética colisión con nuestro planeta, el impacto del asteroide que acabó con los dinosaurios, al que se le había estimado un diámetro de tan “sólo” diez kilómetros, quedaba reducido en comparación a una modesta salva de fuegos artificiales.

Así pues cundió la alarma sobre todo entre los astrónomos, que no acertaban a explicarse cómo un objeto de ese tamaño, visible a simple vista sin necesidad de telescopio, no había sido detectado durante su acercamiento pese a las redes automáticas de seguimiento de asteroides cercanos, capaces de seguirles el rastro a pedruscos de mucha menor envergadura.

Por fortuna pronto se comprobó que el riesgo de colisión era nulo, ya que el visitante había entrado en órbita -y ésta fue una nueva sorpresa- en torno a la Tierra convirtiéndose así en su segundo satélite natural. En realidad esta afirmación no era del todo correcta, como se apresuraron a puntualizar los expertos tras descubrir demasiado tarde que los periodistas la habían interpretado de modo literal, tergiversándola a su manera para hacer sus reportajes más atractivos -y también más sensacionalistas- para los lectores. Dada la premura de tiempo todavía no había sido posible calcular su órbita con la suficiente precisión, por lo que de momento, aunque se había confirmado la existencia de un vínculo gravitacional entre la Tierra y el nuevo astro, preferían hablar de órbitas de herradura, cuasi satélites, asteroides co-orbitales, puntos de Lagrange y otros términos similares a la par que poco inteligibles para el gran público, que de forma mayoritaria ignoró sus puntualizaciones prefiriendo la versión simplista que ofrecían los periódicos.

De hecho los astrónomos recordaron -todo hay que decirlo, con bastante poco éxito- que no se trataba de un caso único, ya que desde hacía décadas se conocía la existencia de un pequeño asteroide, bautizado con el exótico nombre de Cruithne, que mostraba un comportamiento orbital similar, aunque a causa de su pequeño tamaño -unos cinco kilómetros- y de su relativo alejamiento de la Tierra -alrededor de doce millones de kilómetros- no había pasado de ser una curiosidad científica ignorada por el común de los mortales.

Claro está que esto no explicaba -los astrónomos lo reconocían- la desconcertante aparición repentina de un cuerpo de este tamaño prácticamente en nuestro patio trasero, algo que violaba por completo las leyes de la mecánica celeste, al tiempo que negaban categóricamente que la ausencia de una detección previa pudiera deberse a un despiste o a un fallo de los programas de vigilancia del espacio cercano... aunque carecían de cualquier tipo de explicación que pudiera justificarlo.

En cualquier caso, insistían, la trayectoria del asteroide, satélite o como quisiera llamársele, había demostrado ser lo suficientemente estable para no poner en peligro la vida de nuestro planeta y, aunque este tipo de órbitas no era estrictamente estable -conviene recordar que los astrónomos acostumbran a pensar en términos de millones de años-, sí cabía esperar que la Tierra tuviera compañero para rato.

Así pues, e indiferentes a la expectación creada por su llegada, que pronto acabó relegada a un segundo plano por otras noticias más candentes aunque no necesariamente más importantes, los astrónomos procedieron a realizar una observación sistemática del aún innominado cuerpo celeste al cual, conforme a los protocolos establecidos por la Unión Astronómica Internacional, se le había asignado un aséptico número de catálogo a la espera de su bautizo definitivo.

Su relativa cercanía permitió estudiar con precisión tanto a la órbita como a él mismo, descubriéndose que tenía forma de huso alargado, de unos doscientos setenta y cinco kilómetros de longitud en su eje mayor, con un diámetro que oscilaba entre los cuarenta y sesenta kilómetros, aunque su sección no era circular sino notoriamente aplastada. Geométricamente se definía como un elipsoide de revolución con los tres ejes diferentes, aunque de forma coloquial se le podía comparar razonablemente con el panecillo de un perrito caliente.

Pese a que su forma no difería sobremanera de las de los múltiples cuerpos irregulares -asteroides, cometas, pequeños satélites- que abundaban en el Sistema Solar, sí presentaba algunas diferencias notables que llamaron vivamente la atención de quienes lo estudiaban. Su eje principal, que grosso modo coincidía con el de rotación, no era del todo recto, describiendo una línea sinuosa que recordaba al movimiento de una serpiente. Asimismo sus dos extremos no terminaban de forma brusca como era lo más habitual, sino que se adelgazaban hasta acabar en unas estrechas puntas.

No obstante, lo que más sorprendió a los astrónomos fue la ausencia total de cráteres en su superficie, formada por unas suaves ondulaciones en las que alternaban los montículos con las depresiones siempre con unas diferencias de cotas inferiores a unos pocos metros. Esto chocaba de plano con lo observado en otros cuerpos celestes de similares características, los cuales solían estar acribillados de cráteres acompañados en muchas ocasiones por una orografía sumamente fracturada, fruto ambos fenómenos de las violentas convulsiones del Sistema Solar primigenio del que éstos eran vestigios.

Una superficie suave y carente de cráteres tan sólo podía significar dos cosas: O bien se trataba de un astro de formación relativamente reciente en comparación con los cuatro mil quinientos millones de años de existencia del Sistema Solar, o bien existía una actividad geológica interna que provocaba una renovación continua de la superficie, tal como ocurría en algunos de los grandes satélites de Júpiter y Saturno. Pero, según todas las evidencias, éste no podía ser el caso.

Los estudios espectroscópicos realizados para investigar la naturaleza química de la superficie fueron todavía más desconcertantes ya que, aunque se pudieron identificar todos los elementos químicos presentes, su proporción resultó ser diferente por completo a la de cualquier otro objeto conocido del Sistema Solar, lo que inducía a pensar en un posible origen extrasolar. Y aunque otros estudios tales como la proporción isotópica podrían proporcionar más detalles, habría que realizarlos in situ o bien traer muestras que pudieran ser analizadas en los laboratorios terrestres.

En ambos casos era necesario programar una misión espacial, algo que estaba al alcance de la tecnología actual pero necesitaría una preparación relativamente larga pese a no ser necesario que ésta fuera tripulada. Las distintas agencias espaciales contaban con una notable experiencia en el envío de sondas automáticas a destinos mucho más lejanos, pero aunque en este caso la duración del viaje sería relativamente corta, la compleja programación de una misión requería años de trabajos previos.

Por fortuna no sería necesario partir de cero ya que en esos momentos se hallaba en preparación, casi lista para su lanzamiento, una sofisticada sonda espacial cuyo destino original era un asteroide Apolo, por lo que el instrumental científico con el que estaba equipada se ajustaba bastante bien a los requerimientos de la nueva misión, incluyendo una toma de muestras que se traerían a la Tierra. De hecho, bastaría con recalcular la trayectoria -el viaje sería además sensiblemente más corto- para poder estudiar in situ al enigmático astro, no obstante lo cual la fecha del lanzamiento no pudo ser fijada hasta pasados varios meses.

Mientras tanto los medios de comunicación, y a su estela la opinión pública, iban cada vez más por su lado. Una vez desvanecidos los temores iniciales la gente se había acostumbrado a la existencia de la segunda luna -los reiterados desmentidos de que se tratase de un satélite de la Tierra habían caído en saco roto-, y eran muchos los que se habían aficionado a observarlo a través de pequeños telescopios sin que faltara algún astrólogo avispado que se apresuró a incluirlo en sus horóscopos.

No obstante, la principal queja a nivel popular era la ausencia de nombre propio para el planetoide, ya que la impronunciable lista de cifras y letras que constituía su denominación provisional no convencía a ningún profano. Los astrónomos habían explicado que la asignación de un nombre oficial a cualquier cuerpo celeste estaba sujeta a un estricto protocolo que era forzoso respetar, y que era habitual que pasara bastante tiempo hasta la culminación del proceso. De hecho, insistían, eran muchos los candidatos en espera, en concreto varios pequeños satélites de Júpiter y Saturno e infinidad de asteroides y otros cuerpos menores.

La flema científica no casaba bien con la impaciencia popular, y todavía más en un caso que había calado mucho más en la opinión pública que el de cualquier remoto pedrusco perdido en las inmensidades del Sistema Solar. Así pues, si bien el nuevo vecino de la Tierra siguió sin contar con nombre oficial, comenzaron a florecer infinidad de iniciativas espontáneas, muchas de ellas fomentadas por los propios medios de comunicación que organizaron encuestas para proponer a la UAI el nombre según ellos más adecuado.

Entre la multitud de propuestas hubo de todo, desde las más ajustadas a la sistemática oficial de la UAI, cuyos criterios muy pocos se habían molestado en leer pese a ser fácilmente accesibles en internet, hasta las más delirantes y estrambóticas, todas las cuales formaban un pintoresco listado.

De todas ellas tan sólo unas pocas llegaron a tener una razonable repercusión, siendo una de las que más fortuna alcanzó, al menos en los países de habla hispana. la de un gracioso que, basándose en una innegable -y escatológica- similitud, lo comparó con un zurullo, lo cual tendría también la ventaja -así lo defendía su promotor- de situarlo en último lugar -al menos en español- en una lista donde estuvieran recopilados los de todos los miembros del Sistema Solar, algo acorde con su condición de recién llegado.

Y con Zurullo se quedó a nivel popular, a la espera de que los aguafiestas de la Unión Astronómica Internacional lo reemplazaran por el impronunciable nombre de alguna desconocida deidad perteneciente a cualquier mitología exótica de origen esquimal, polinésico, papú, celta, africano o algo similar, conforme a la corrección política que regía los recientes bautizos oficiales de la UAI. Pero esto todavía llevaría su tiempo, ya que ninguno de sus responsables estaría dispuesto a admitir la disposición oficial a competir con el ingenio popular. Faltaría más.

En cualquier caso, nunca se llegaría a conocer el desenlace de esta incruenta competición. En vísperas del lanzamiento de la sonda, para consternación general y frustración del colectivo astronómico, Zurullo desapareció tan repentinamente como había llegado, poniéndose fin a tan intrigante episodio de la ciencia moderna.




MINISTERIO DE ECOLOGÍA Y MEDIO AMBIENTE
DIRECCIÓN GENERAL DE ESPACIOS NATURALES
UNIDAD DE VIGILANCIA Y CONTROL






XRP%AJ#7Ñ01

DF5T@ de VM$JÇ de {*+KO7 (huso galáctico 9Q).

Por la presente se le comunica que, conforme figura en nuestros archivos (adjuntamos copia de la documentación pertinente), el pasado LÑ^=Y del presente 3~45$ nuestros servicios de vigilancia detectaron la incursión de una mascota no controlada, tal como prescribe la normativa vigente, en el espacio natural protegido GH7&”, cercano a su residencia.

Esta mascota depositó heces en las cercanías del planeta 47/ÑA perteneciente al citado espacio natural, lo cual está estrictamente prohibido dado su nivel de vulnerabilidad 3Q. Aunque por fortuna la acción del animal no llegó a provocar daños irreparables a la ecología planetaria, existe la prohibición taxativa de este tipo de conductas, correspondiendo la responsabilidad civil y, en su caso, la penal a los propietarios de las correspondientes mascotas.

Por esta razón, y una vez constatado que el citado animal figura registrado como de su propiedad, le comunicamos la obligación de hacerse cargo de la retirada de las heces, que deberá realizada obligatoriamente por una empresa autorizada en un plazo no superior a PF ciclos.

En caso de incumplimiento se aplicará la acción sustitutoria prevista por la ley, cargándosele como imputado todos los gastos junto con el porcentaje correspondiente a la vía de apremio.

Asimismo le informamos de que ha sido incoado el correspondiente expediente sancionador por infracción grave de la Ley de Protección de Espacios Naturales y por infracción leve de la Ley de Mascotas, cuya resolución le será remitida en breve.

En caso de disconformidad con esta resolución puede interponer un recurso de alzada en plazo y forma reglamentarios, advirtiéndole que esto supone la renuncia a todo posible descuento por pago de la sanción en período voluntario. La retirada de las heces por vía de apremio no está sujeta a descuento ni bonificación de ningún tipo.

El Director General:

(Ilegible)




1 Transcripción aproximada.


Publicado el 18-7-2019