La colección Luchadores del Espacio y yo





Tendría alrededor de diez años, así que debió de ocurrir hacia 1968 ó 1969. Por aquel entonces todos los críos de mi edad leíamos mucho más de lo que leen los chavales ahora; no porque fuéramos más cultos, sino porque la televisión se limitaba a las dos cadenas de TVE (y eso quien tenía la suerte de pillar la segunda, que no era mi caso) con una programación además mucho más reducida que la de ahora, y por supuesto no había nada parecido a las videoconsolas o internet. Así pues, leíamos.

¿Qué leíamos? Pues básicamente, tebeos e historietas gráficas (todavía no se llamaban cómics) tales como El Capitán Trueno, El Jabato, Hazañas bélicas... la oferta era extensa, y su precio asequible. La literatura juvenil no estaba tan extendida como ahora, aunque existían colecciones tales como Historias, de la editorial Bruguera. Ah, se me olvidaba, también hacíamos colecciones de cromos, muy populares entonces.

En esas estábamos cuando un buen día me enteré de que muy cerca de casa habían abierto una librería de lance, la primera existente en mi ciudad -Alcalá de Henares- si hacemos excepción de un tenderete que montaban en el mercadillo semanal. Huelga decir que me faltó el tiempo para ir a echar un vistazo... y me pareció encontrarme en el Paraíso. Imagínense una entrada estrecha, pero profunda, con un escaparate de varios metros de longitud, todo él repleto de esas maravillas con portadas de vivos colores que tanto excitaban mi espíritu infantil. Luego, en el interior, había unos mostradores y, detrás de ellos, unas estanterías tras las cuales se adivinaban mil y un tesoros esperando a ser leídos... me impactó, y mucho.

Rápidamente me hice cliente asiduo de esa librería -podía ir andando a ella desde la casa de mi abuela, donde recalábamos todas las tardes a la salida del colegio-, sin más límite que mi magra -por no decir paupérrima- capacidad adquisitiva, que entonces no era ni mucho menos como ahora. En un principio me limité a seguir comprando las publicaciones que ya conocía, pero un día descubrí, perdidas en un rincón del escaparate, unas novelitas que enseguida llamaron mi atención. Se las pedí al dependiente, y éste me sacó una buena pila del interior de la trastienda. Eran novelas “del espacio” -tampoco se decía entonces ciencia ficción-, aunque en ese momento no tenía mucha idea de lo que era, pero me atrajeron sus portadas. Su precio era de dos pesetas -en la contraportada marcaba siete- y, como pude comprobar al hojearlas, carecían de ilustraciones, salvo la de la portada.

Esto no me arredró, así que invertí dos de mis preciadas pesetas en comprar una de ellas para ver de qué iba la cosa. Como dato para la historia, indicaré que se trataba de la titulada Ultimátum a Júpiter, firmada por un tal Edward Wheel y perteneciente a una colección que tenía por nombre Luchadores del Espacio. Y por supuesto, me la leí de una sentada.

Si alguna vez a lo largo de toda mi vida he estado cerca del éxtasis, sin duda fue en esa ocasión. Hasta entonces yo no había leído absolutamente nada de ciencia ficción salvo, quizá, algún cuadernillo gráfico, aunque sí era aficionado a las series que por entonces se emitían en televisión y que tan bien ha descrito mi buen amigo Alfonso Merelo: Los invasores, Viaje al fondo del mar, Perdidos en el espacio, El Túnel del tiempo, Thunderbirds... Star Trek -entonces llamada La conquista del espacio- no, ya que, para mi pesar, la emitían por la segunda cadena y, como he comentado, en la vetusta televisión de casa no se cogía ese canal.

El flechazo fue instantáneo a pesar -lo confieso con vergüenza- de que la citada novelita era más mala que un dolor de muelas; pero dada mi edad, tampoco se me podía exigir demasiado, dicho sea a modo de descargo. Pueden imaginarse lo que pasó a partir de entonces: cada dos pesetas que conseguía -para que se hagan una idea eso era lo que venía a costar entonces un periódico- eran invertidas de forma invariable en la adquisición de más novelas. Por supuesto no descuidaba los otros tesoros puestos a la venta en la librería, en especial los cuadernillos de mi querido Capitán Trueno, pero las novelas eran las novelas... y para mí eran sagradas.

Durante algún tiempo fui incrementando lenta, pero tenazmente, mi colección de novelas. Hasta que un día... bien, cerraron sin aviso la librería, dejándome con dos palmos de narices. ¿Qué hacer? La única opción posible en Alcalá era recurrir a los cambios de novelas, los cuales yo ya había utilizado para cambiar tebeos e historietas, pero no para las novelas; ¡cómo iba yo a deshacerme de uno solo de esos tesoros!

Así pues, obré con tiento. Me hice con varias novelas de otras colecciones distintas -sobre todo de Toray-, las cuales no me atraían especialmente, y procedí a cambiarlas siempre que podía por novelas de Luchadores sin dar muestras de mi predilección, no fuera que los dueños de los cambios se percataran y me lo pusieran más difícil... o más caro. Así funcioné durante algún tiempo, pero me encontraba con dos importantes problemas: las novelas de Luchadores escaseaban mucho, algo que no era de sorprender dado que habían dejado de publicarse un buen puñado de años antes, y por si fuera poco mis padres veían con malos ojos que leyera esas noveluchas tan sucias y destartaladas que a saber en qué manos habrían estado antes de llegar a las mías... pero a mí eso me daba igual, ya que a pesar de mi corta edad había descubierto las ventajas de la resistencia pasiva mucho antes de saber quién había sido ese señor llamado Gandhi.

Fue por entonces, hacia finales de 1970 o principios de 1971, cuando cayó en mis manos, destartalada pero entera, y con una fascinante portada, la primera novela de la para mí todavía desconocida Saga de los Aznar. Quiso la casualidad que ésta fuera ¡Ha muerto el Sol!, uno de los mejores títulos de Pascual Enguídanos y de la misma colección, dándose la circunstancia además de que en ella se hacían frecuentes alusiones a episodios anteriores de la Saga; no es de extrañar, pues, que a mis doce años sintiera como si ante mí se abriera la puerta de un universo maravilloso hasta entonces ni siquiera sospechado. El problema, fue que el descubrimiento de la existencia de una larga serie de novelas relacionadas entre sí no sólo avivó mi interés por leerlas, sino que me hizo tropezar con la cruda realidad de la dificultad de conseguirlas.

Porque las ansiadas novelas de Luchadores, y no digamos ya las de la Saga, llegaban a mis manos con cuentagotas. Mientras tanto, me resignaba leyendo las de las colecciones de Toray -Espacio, Ciencia Ficción, Espacio Extra, Best Sellers del Espacio, S.I.P.-, así como otras más infrecuentes, tales como las de la efímera colección Naviatom. Más tarde, a partir de 1970, haría lo propio con las primeras de la nueva colección La Conquista del Espacio, del gigante Bruguera. En realidad no me gustaban demasiado, salvo las de cierto A. Thorkent que eran las únicas que conservaba después de leídas aparte, claro está, de las de Luchadores; pero como dice el refrán, a buen hambre no hay pan duro.

En esto llegó el verano de 1972, a punto de cumplir -en septiembre- los 14 años. Mi padre tenía familia en Valencia, e incluso ya habíamos estado alguna vez allí, siendo yo pequeño, de vacaciones. Después de varios años mis padres decidieron volver allí, y yo vi el cielo abierto; teniendo en cuenta que la colección estaba editada por la editorial Valenciana, deduje que habría bastantes posibilidades de encontrar novelas en comparación con mis paupérrimos resultados anteriores. Así pues, nada más llegar a la capital del Turia me escabullí de mis padres, cogí por banda a mi primo, que era más o menos de mi edad, y le dije que me llevara a los cambios de novelas más cercanos.

Así lo hizo éste. Y si la extinta librería alcalaína me había parecido el Paraíso, las valencianas se me antojaron el Walhalla, el Edén, el Nirvana y el Jardín de las Huríes, todos en uno... imagínense, yo que estaba acostumbrado a conseguir, con un poco de suerte, una o dos novelas cada varios -o muchos- meses, me encontraba frente a pilas enteras sin parangón, ni tan siquiera, con las de la desaparecida librería de mi ciudad natal. Decenas y decenas de títulos que no tenía, muchos de los cuales anhelaba ya que completaban aventuras con otros que había leído... infinidad de atractivas portadas que hacían correr mi imaginación... en fin, esto es algo que difícilmente podrá entender quien no lo haya vivido a esa edad y que yo todavía recuerdo con nostalgia.

Como cabe suponer, aparté un buen montón de novelas no en uno, sino en varios cambios. Lamentablemente, tropecé con un pequeño problema: no tenía apenas dinero, y mi primo tampoco. Así pues, tras arramblar con las pocas que pude comprar, dejé apartado el resto prometiendo volver a por ellas una vez hubiera conseguido el mardito parné. Volví a casa de mis tíos, abordé a mis padres pidiéndole el dinero necesario para la compra... y me llevé una de las mayores decepciones de toda mi vida al encontrarme con una negativa tajante. He de aclarar una cosa para evitar malentendidos: el dinero no era mucho, y mis padres no solían regateármelo; pero aunque siempre habían fomentado mi afición por la lectura, seguían viendo con malos ojos que leyera esas noveluchas tan mugrientas. Por supuesto que estaban dispuestos a comprarme cuantos libros quisiera, pero esas noveluchas... rotundamente, no.

Pese al jarro de agua fría recibido, no me arredré. Puesto que íbamos a estar varios días en Valencia, me dediqué a practicar de forma instintiva, ya que nadie me lo había enseñado, la guerra psicológica. Vamos, que me puse muy pesado. A tanto debí llegar, que al final mi padre se rindió -mi madre ya lo había hecho antes- y finalmente, el último día de estancia en la ciudad, recibí el placet junto con el ansiado dinero. Volé a los cambios de novelas, las reclamé y, aunque algunas de ellas ya las habían vendido -evidentemente no me las habían guardado durante todo ese tiempo-, logré hacerme con un buen alijo. Y a casa con ellas.

De vuelta a Alcalá, y pese a la suculenta tajada conseguida en Valencia, volvieron los tiempos de vacas flacas. Yo ya había iniciado los estudios de bachiller superior en la antigua Universidad Laboral y, beneficiándome de la mayor libertad de que disponíamos en comparación con mi antiguo colegio, todos los lunes por la mañana me escapaba durante la media hora del recreo acercándome hasta el cercano mercadillo, donde a veces conseguía encontrar algo, sin descuidar tampoco los cada vez más yermos cambios de novelas tradicionales. Y algo caía, aunque muy poco; evidentemente, Alcalá no era Valencia. Y como en aquellos tiempos ir de vacaciones era un lujo que no se podía permitir todos los años, pues a aguantarse. En especial, lo que peor llevaba eran las enormes lagunas -más bien océanos- que me impedían completar la fascinante Saga de los Aznar....

Y llegó el verano de 1974. Andaba yo curioseando por la estación de Alcalá, cuando en el escaparate del kiosco allí existente descubrí una novela, firmada por George H. White, que llevaba por título Salida hacia la Tierra. Evidentemente, se trataba de una reedición de la antigua colección Luchadores del Espacio; aunque no tenía esa novela -en edición original, se entiende-, sabía de sobra que era una de las pertenecientes a la Saga de los Aznar... y ahora estaba ante mí, con tan sólo un cristal separándome de ella, y el kiosco cerrado. Supe entonces cómo se sintieron Adán y Eva en el Paraíso frente a la tentación de la manzana.

El tiempo que tuve que esperar hasta que abrieron el kiosco se me hizo eterno, pero finalmente pude extasiarme estrechando a la preciada novela entre mis manos... y leyéndola, por supuesto. Efectivamente, la editorial Valenciana había procedido a reeditar las novelas de la Saga de los Aznar, no así el resto de la colección, pero eso ya me importaba menos; suponía, erróneamente, que todo eso llegaría con el tiempo. Pero había un inconveniente. La novela adquirida era la número 9, lo que quería decir que me faltaban las ocho primeras... nuevo viaje al kiosco, donde se comprometieron a pedírmelas a Valencia. Éstas tardaron en llegar unas tres semanas, que me parecieron meses. Eso sí, a partir de entonces seguí comprando las siguientes, aunque sospecho que el pobre kiosquero debió de quedar bastante harto de mí, ya que podía llegar a ponerme bastante pesado cuando se retrasaba la llegada de un ejemplar y yo empezaba a estar nervioso.

Bien, mi sueño -o al menos parte de él- se había materializado; estaban publicando la Saga, pero poco a poco se fue desinflando mi esperanza de ver reeditadas otras novelas de la colección ajenas a la misma. Pero bueno, menos daba una piedra... y sobre todo, mi ilusión subió muchos enteros cuando aproximadamente un año después descubrí que, una vez terminados los episodios originales, la colección proseguía con otros inéditos. Mientras tanto no descuidaba la búsqueda de las novelas antiguas, aunque el tiempo jugaba en contra mía y éstas eran cada vez más escasas incluso en la propia Valencia, donde aproveché un nuevo viaje en el verano de 1975 -esta vez sin los apuros financieros del anterior- para arramblar con un puñado de ellas.

Claro está que toda rosa tiene sus espinas y, tras un período en el que la periodicidad quincenal de la nueva edición se mantuvo inmutable, pronto ésta comenzó a alargarse para desesperación mía y, supongo, hartazgo del kiosquero ante mis frecuentes e impacientes visitas. Por si fuera poco, la editorial nos jugó una mala pasada cuando, “a petición de los lectores” -no, desde luego, mía-, cambió el formato de la colección y por supuesto el precio, que pasó de golpe de las 18 pesetas a las 50... todo un torpedo a la línea de flotación de mi famélica economía, ya que por aquellas fechas -diciembre de 1975- acababa de ingresar en la universidad y, a diferencia de los estudiantes de ahora, no tenía un duro.

Pues sí, me las vi y me las deseé para poder seguir comprando las novelas, y sólo la errática y cada vez más tardía aparición de las mismas consiguió aliviar algo mis maltrechos bolsillos. Pero mientras tanto habían estado ocurriendo cosas importantes en mi faceta de aficionado al género: había descubierto la ciencia ficción seria -en especial la colección Libro Amigo, de Bruguera-, y cada vez me entusiasmaban menos las novelitas de a duro, tanto las cada vez más tardías de la Saga -que por entonces ya costaban 60 pesetas primero, y 75 más tarde- como, sobre todo, los bolsilibros que, pese a todo, seguía leyendo.

Si a ello sumamos que la colección, tras una larga agonía, acabó muriendo en el verano de 1978, el resultado final es fácil de imaginar: acabé perdiendo el interés por la ciencia ficción popular aunque, por fortuna, no me deshice de mi incompleta, pero ya importante, colección de Luchadores del Espacio. Simplemente, me limité a arrinconarla, aunque según mis anotaciones -por suerte entonces me daba por apuntar todo- aproveché mis años universitarios, entre 1975 y 1980, para rebañar alguna que otra novela en Madrid, sin duda un yacimiento mucho más productivo que Alcalá pero que hasta entonces había permanecido fuera de mi alcance. En cuanto a las otras colecciones de bolsilibros, en especial La Conquista del Espacio, la suma del aumento de mi nivel de exigencia, junto con el importante bajón de calidad infundido a sus colecciones populares por Bruguera, hicieron que me desentendiera olímpicamente de ellas, hasta el punto de que este período de las mismas es para mí completamente desconocido.

Pasaron los años, y durante algún tiempo yo estuve bastante entretenido, muy a mi pesar, en otros menesteres tales como la mili o la búsqueda de trabajo, lo que me impidió dedicarme a las frivolidades. Cuando al fin logré asentarme un tanto, allá hacia finales de 1984 y tras más de cuatro años de sequía, un buen día, revolviendo en mi colección de novelas, decidí que era una lástima que estuviera incompleta, así que me di una vuelta por el Rastro madrileño a ver qué podía pillar por allí. La experiencia fue fructífera, así que repetí. En realidad mi interés era ya muy distinto al de años atrás; las novelas seguían sin gustarme especialmente, pero los móviles eran en esta ocasión la nostalgia y el afán coleccionista. Me impuse el reto de completar la colección, y la verdad es que lo cogí con ganas, puesto que durante un tiempo me estuve pegando mis buenos madrugones todos los domingos -al Rastro había que ir pronto si se querían evitar las aglomeraciones y conseguir cosas antes de que alguien te las pisara- y cogiendo el tren, algo que, para un dormilón como yo, puedo asegurar que era realmente un sacrificio.

Pero sarna con gusto no pica, y poco a poco las novelas fueron cayendo en mi poder. En ese momento todavía me faltaba casi la tercera parte de la colección, pero gracias a mis continuados esfuerzos conseguí que un par de años después, a finales de 1986, la cantidad se hubiera quedado reducida a poco más de media docena de novelas. Había merecido la pena. Estas últimas, huelga decirlo, me dieron bastante más trabajo, tanto porque cada vez escaseaban más, como porque se trataba ya de títulos muy concretos; pero acabé consiguiéndolo, de modo que en diciembre de 1990 llegaban a mis manos de forma simultánea los dos últimos títulos que me faltaban: Venus llama a la Tierra, de Pascual Enguídanos -bajo el avatar de Van S. Smith-, y La Tierra no puede morir, de V.A. Carter. Completar la colección me había llevado, entre unas cosas y otras, la friolera de más de veinte años.

Bueno, ya tenía la colección completa, y ahora, ¿qué? Salvo algunos títulos, buena parte de las novelas me seguían pareciendo flojas, cuando no decididamente deleznables; bien, un coleccionista no se tenía que preocupar demasiado por ello, pero se daba de la circunstancia de que yo no era sólo un coleccionista. Así pues, y por entretenerme, me dediqué a releer poco a poco las novelas y a escribir resúmenes de las mismas. Por supuesto que lo hice pensando exclusivamente en el consumo propio, estamos hablando de los tiempos anteriores a internet y ni sospechaba siquiera que mis reseñas pudieran interesarle a alguien tan chiflado como yo...

El resto de la historia es ya conocido. Tras zambullirme a finales de los noventa en las listas de aficionados que empezaron a surgir por la red, descubrí que no era el único interesado en estos temas y, después de una profunda revisión -ahora echo en falta una segunda-, mis notas se convirtieron en el libro dedicado a la colección Luchadores del Espacio que fue publicado hace tres años. Durante todo este tiempo tuve ocasión de entrar en contacto con una parte importante de los antiguos escritores e ilustradores de la colección o con sus familiares, lo que me permitió conocer mucho mejor las circunstancias -frecuentemente difíciles y amargas- en las que se movieron estos obreros de la literatura que, pese a todas las críticas recibidas, unas razonables y otras -la mayoría- injustas, tanto nos hicieron disfrutar a varias generaciones de españoles dando alas desbocadas a nuestra imaginación. Vaya para todos ellos mi agradecimiento y mi más sincero homenaje.




Para consultar la relación completa de bolsilibros publicados en la colección Luchadores del Espacio, pulse aquí.


Publicado el 9-12-2004 en el Sitio de Ciencia Ficción