Ucronías optimistas, ucronías pesimistas





El “culpable” de este artículo, justo es decirlo, no es otro que mi buen amigo Mario Moreno, que hace unos días nos planteó una pregunta interesante: aparentemente las ucronías las escribían los vencedores, excepto en España, que las escribían los perdedores.

En el saco de los “aparentemente” vencedores, añado yo, habría que meter a los anglosajones, ya que he de confesar que, salvo la ciencia ficción procedente de este ámbito y, por supuesto, la española, la verdad es que no conozco ucronías procedentes de otros países, por lo cual la comparación que yo pueda hacer queda inevitablemente limitada a estos dos polos. Nada puedo hablar de ucronías francesas, alemanas, italianas o rusas, por no hablar ya de culturas más exóticas como las musulmanas o las de Extremo Oriente... así pues, advierto, todo lo que diga a continuación está circunscrito escrupulosamente a estos dos ámbitos, el anglosajón y el hispano. Que conste.

Pero volvamos al tema. Pasando por mi tamiz particular el planteamiento de Mario, lo cierto es que tiene toda la razón. Él nos preguntaba si conocíamos ucronías -anglosajonas, se sobreentiende- en las que los “perdedores” plantearan una historia alternativa en la cual las cosas fueran objetivamente mejor que en la realidad; y, he de reconocerlo, no fuimos capaces de darle ningún ejemplo ajustado a sus premisas. Porque, a pesar de que las ucronías anglosajonas son abundantes, éstas no acostumbran a cumplir la segunda condición impuesta por Mario al plantear alternativas históricas francamente desagradables, cuando no directamente horrendas.

Esto es lo que ocurre, por ejemplo, con las conocidas El sueño de hierro, de Norman Spinrad, o El hombre en el castillo, de Philip K. Dick, ambas abordando desde distintos enfoques la temática del nazismo y en las que casualmente se describen unas sociedades atroces que, como cabía esperar, sirven de llamativo contraste a la luminosa América real.

Yo mismo, en un principio, apunté Lo que el tiempo se llevó, la ucronía de Ward Moore en la que los sudistas ganan la Guerra de Secesión norteamericana; pero enseguida me retracté, puesto que aquí también el futuro alternativo planteado por el autor es sensiblemente más lóbrego que el nuestro, y además el desaguisado, si no recuerdo mal, es “reparado” de forma accidental al final de la narración, de modo que las aguas acaban volviendo a su cauce y el Tío Sam y el In God We Trust norteamericanos -del norte de Norteamérica, se entiende- vuelven a refulgir sobre el mundo como si nada hubiera ocurrido.

Como reparado queda también el desaguisado de uno de los relatos de Los guardianes del tiempo, de Poul Anderson, en el que Roma es derrotada por Aníbal; los anglosajones, conviene recordarlo, siempre se han considerado herederos aventajados de Roma, por más que sus antepasados jutos, anglos y sajones hicieran todo lo que pudieron -y de hecho lo consiguieron- por cargarse hasta el menor atisbo de latinidad en la antigua Britania romana. Muy en el estilo anglosajón, el colapso romano -y por consiguiente también el de su excelsa cultura- provocará un retroceso cultural abismal que los patrulleros del tiempo lograrán, faltaría más, revertir.

Y como los anglosajones siempre han sido tan simpáticos con nosotros, tenemos otro clásico del género, Pavana, de Keith Roberts, -que ni he leído ni tengo la menor intención de leer, dicho sea de paso- en el que España logra aplastar a Inglaterra durante sus interminables luchas del siglo XVI, algo que realmente pudo llegar a ocurrir, trayendo como consecuencia una hegemonía española en toda Europa que acarrea, pásmense ustedes, un atraso tecnológico y social de varios siglos, Inquisición incluida en pleno siglo XX. ¿A alguien le extraña todavía que me niegue a leerla? Y no por patriotismo, aunque también, sino simplemente porque me parece una completa aberración narrativa sin el menor fundamento real. Una cosa es especular, y otra muy distinta desbarrar.

Este optimismo anglosajón, que viene a traducirse en un apenas disimulado “somos los mejores, y lo mejor no puede ser cambiado”, contrasta vivamente con el pertinaz revisionismo hispánico, en el que son legión las novelas y los relatos en los que se plantean futuros alternativos más amables, desde las infinitas ucronías en las que es la II República la que gana la Guerra Civil -bueno, esto al parecer se lo han querido creer hasta algunos políticos actuales de primera fila, pero ésta es otra historia- hasta otras en las que el punto jumbar se sitúa en unas coordenadas temporales más antiguas.

Yo mismo me di el gustazo de reescribir a mi gusto la historia en el relato Érase una vez, en el que me remonto nada menos que hasta el imperio romano, evitando su colapso y la posterior perturbación que supusieron las invasiones musulmanas de los siglos VIII y posteriores, con lo cual consigo quitarme de encima de un plumazo los tenebrosos siglos oscuros de la Alta Edad Media, así como la subsiguiente fragmentación política europea que todavía hoy padecemos. Aunque lo que yo planteaba era el hecho -creo que cierto- de que nuestra historia real era fruto de una serie de casualidades históricas que podrían perfectamente no haber ocurrido -de hecho algunas de ellas fueron realmente improbables-, acababa llegando a la conclusión de que la sociedad europea sería en cualquier caso sensiblemente similar a la real, salvo en la inexistencia de una fragmentación política y lingüística gracias a la cual Europa habría acabado siendo algo parecido a los Estados Unidos en vez de a una jaula de monos.

Bueno, en realidad sí que existe una excepción, el ciclo de relatos de Eduardo Vaquerizo encabezado por Negras águilas, en el que se nos plantea un universo alternativo similar en cierto modo al de Pavana, con una España hegemónica, pero triste y más cercana al Capitán Alatriste que a la que conocemos, y por supuesto enormemente atrasada en lo que respecta a la tecnología. Nada más lejos de mi intención que enjuiciar la obra de este, por otro lado, excelente escritor, aunque sí me gustaría insistir en lo que ya he apuntado anteriormente al referirme a Pavana: no me parece verosímil -algo que para mí es fundamental en una ucronía-, ya que creo que la inercia temporal -llamémosla así- sería, de existir, una corriente lo suficientemente poderosa como para no permitir desvíos apreciables en el devenir de la historia.

Dicho con otras palabras, una hipotética hegemonía española no creo que hubiera supuesto en la práctica unas variaciones significativas, en lo referente a sus raíces más profundas, de la historia europea y occidental, de modo que, independientemente de que la lengua internacional pudiera haber sido el español -ojalá- en vez del inglés, dudo mucho que pudieran haberse dado retrasos significativos -o adelantos- en los avances tecnológicos o sociales, que para mí serían probablemente muy similares.

En el polo opuesto de lo que yo he venido a denominar verosimilitud ucrónica está la modélica Fuego sobre San Juan, de Pedro García Bilbao y Javier Sánchez Reyes, donde se plantea con toda meticulosidad -y lo que es más importante, con un rigor histórico absoluto- lo que hubiera podido ser una victoria española en la guerra hispano-norteamericana de 1898. Realmente pudo ser así, y no me refiero a lo imaginado por los autores, sino a los acontecimientos históricos documentados. Lamentablemente Pedro y Javier renunciaron a seguir adelante con el filón, lo que nos ha privado a los aficionados de lo que probablemente hubiera sido una de las más interesantes historias paralelas no sólo de la ciencia ficción española, sino incluso de la mundial. Y no exagero.

Pero volvamos al eje principal del artículo, la diferencia tan llamativa entre el ombliguismo anglosajón y el revisionismo hispánico; y aquí, como le expliqué a Mario, yo encuentro una explicación bien sencilla. Mientras los anglosajones, primero los ingleses hasta bien entrado el siglo XX, y posteriormente sus parientes norteamericanos, llevan varios siglos de plena euforia imperial -a los ingleses se les acabó la cuerda hace tiempo, pero parecen no querer enterarse de ello-, regodeándose en el qué-buenos-somos-todos-nosotros, a los españoles nos las han venido dando en los dos carrillos, y en otras partes más sensibles de nuestra anatomía, al menos desde Rocroi para acá... y ya ha llovido desde que en 1643 los hasta entonces invencibles Tercios mordieran el polvo por vez primera en su historia.

Si a ello le sumamos el atroz siglo XIX que nuestro país se vio forzado a padecer justo cuando nuestros vecinos europeos despegaban económica y tecnológicamente, y que por si fuera poco un tipo bajito y avinagrado ganó una guerra civil y acto seguido echó un cerrojo que duró cuarenta años, díganme ustedes si no es normal que los autores españoles les guste imaginar unos universos más amables en los que España no tuviera que padecer a canallas tales como Fernando VII o Francisco Franco, una España que hubiera podido tratarse de tú a tú con el resto de las potencias europeas en vez de estar sumida en el atraso y la miseria... lo extraño hubiera sido lo contrario. Si tenemos en cuenta que en los dos últimos siglos nuestro país tuvo mucha, pero que mucha mala suerte, cualquier posible alternativa que imaginemos habrá de ser forzosamente mejor que la cruda realidad que nuestros padres, abuelos, bisabuelos y tatarabuelos se vieron obligados a vivir, salvo claro está que seamos un tanto masoquistas.

Así de sencillo.


Publicado el 10-4-2011 en el Sitio de Ciencia Ficción