Las Cartas de Galdós





Benito Pérez Galdós retratado por Sorolla. Cuadro propiedad de la Casa Museo Pérez Galdós de Las Palmas de Gran Canaria



Uno de los temas que más me agrada abordar en mis pequeños artículos históricos es el de las referencias a Alcalá que aparecen a lo largo de la historia de la literatura, aunque razones tan obvias como el hecho de que éstas -o al menos las poco conocidas- no abundan tanto lo que uno quisiera, limitan necesariamente el número de estos trabajos. Es por ello por lo que el hallazgo de un texto literario desconocido supone un acicate importante a la par que una satisfacción, máxime cuando éste va firmado por un autor de tan merecido renombre como es Benito Pérez Galdós.

Y no es que Galdós no se haya acordado de Alcalá en varias de sus novelas; recordemos, por ejemplo, su obra de juventud El audaz, que transcurre en parte importante en nuestra ciudad. También es citada Alcalá, aunque más tangencialmente, en El caballero encantado, en Halma -secuela de Nazarín- y en varios Episodios Nacionales. Sin embargo, el texto que traemos hoy a colación no pertenece a ninguna novela sino que está extraído de una de las cartas que a finales del pasado siglo publicara el escritor canario en periódicos argentinos, estando fechada la que nos ocupa, de acuerdo con la referencia que la encabeza, en la primavera de 1884.

Se trata, pues, de unos comentarios acerca de la impresión que Alcalá le produjo a Galdós a raíz de sus visitas a nuestra ciudad, cuestión ésta merecedora de ser investigada con mayor profundidad; he de decir asimismo que la versión que he utilizado en esta ocasión procede de un libro de 1973 de las Ediciones Cultura Hispánica titulado Las cartas desconocidas de Galdós en "La Prensa" de Buenos Aires, y de su hallazgo no tengo más mérito que el de ser el último eslabón de una cadena que cuenta al menos con otros dos anteriores a mí, ambos alcalaínos militantes en el mejor sentido de la palabra: José García Saldaña, que es quien me proporcionó la Carta, y Antonio Cuartero Peñalver, que a su vez se la facilitó a él.

No es mucho lo que voy a añadir, puesto que es preferible que sea el propio Galdós el que se explique convenientemente con su prosa fluida y elegante; aunque sí debo aclarar que la casa de Cervantes a la que alude Galdós no es la actual, que fue descubierta años después por Luis Astrana Marín, sino la que se creía en el siglo pasado casa natal de este escritor, que vendría a corresponder más o menos con la actual tapia que cierra la terraza del Teatro Salón Cervantes, en la calle del mismo nombre. En cuanto a los artesonados del palacio arzobispal que tanto alaba Galdós, no se molesten en buscarlos; ardieron en el incendio de 1939 desapareciendo para siempre junto con la mayor parte del edificio. La universidad, por su parte, tuvo mejor suerte al ser restaurada la fachada a principios del presente siglo mientras que el resto del edificio fue rehabilitado para sede del INAP -entonces ENAP- en 1960.

Alcalá es hoy muy distinta, para bien o para mal, de la ciudad que viera Galdós hace ya un buen puñado de décadas, pero no por ello deja de tener interés la visión que este gran escritor nos trasmite de la Alcalá de nuestros abuelos, de aquella ciudad dormida y perezosa que soñaba con sus antiguas glorias al no poseer para su desgracia méritos más recientes... Pero leamos a Galdós sin más dilación, ya que merece realmente la pena.




SUMARIO: Hablemos del tiempo. - Las excursiones artísticas. - Alcalá de Henares. - Su aspecto. - Interesantes recuerdos de Cervantes.- Su supuesta amistad de la infancia con don Juan de Austria. - Diferente destino de ambos personajes. - Cisneros. - El Palacio arzobispal y la Universidad. - La Biblia Políglota Complutense.

El mes de Abril, inaugurando la estación del buen tiempo, abre la temporada de las excursiones a Toledo, a Aranjuez y El Escorial, con carácter higiénico o artístico. Debo advertir que el llamado buen tiempo es aquí puramente relativo, es decir, un tiempo aceptable si se le compara con los desiguales días de Marzo, que suelen ser abreviado compendio de todas las estaciones. La florescencia da gala y regocijo a los jardines; los campos castellanos, que en estío parecen abrasados, cúbrense de verdor; baja de la sierra un airecillo fresco y estimulante, y el sol, que ninguna época se nos muestra esquivo, afila los dardos de fuego que dentro de tres meses han de ser insoportables. La temperatura inconstante en toda Castilla en esta época del año, desmiente cuanto han dicho con ficticio entusiasmo los poetas en elogio de la primavera. Por todo lo cual me inclino a creer que los decantados encantos de ésta son una de las muchas mistificaciones que la humanidad debe a los hombres de imaginación. Al menos los que vivimos en esta meseta de Castilla tenemos derecho a creerlo así, y bien podemos llamamos a engaño, pidiendo estrecha cuenta de él a los poetas pasados y presentes.

La primavera no existe aquí más que en los calendarios y en los libritos de retórica. Pasan días en los cuales vemos la vegetación luchando con los vientos y los fríos; ya se detiene, contenida por la escarcha, ya se precipita, estimulada por prematuros calores; hasta que de improviso, cuando ya todos los árboles del Retiro y de los paseos están vestidos de limpio, nos vemos sorprendidos por un bochorno excesivo, y es que el verano, introduciéndose a la calladita, se ha posesionado de nuestro clima.

A la fecha no se han visto aún golondrinas, pero hay quien asegura que han venido algunas bandadas exploradoras. Creo que la inestabilidad climatológica de esta meseta es motivo de confusión para aquellas simpáticas avecillas, y que no se arriesgan a ocupar sus cuarteles de verano sin enviar entendidas comisiones que informen acerca de la temperatura y de las vituallas.

Éstos son los microscópicos insectos que pueblan el aire en esta época de multiplicación vital, y si la cosecha entomológica está algo atrasada, seguro que las golondrinas, tan ligeras como voraces, retrasarán su cambio de domicilio.

Pero con tiempo incierto y traicionero, con golondrinas o sin ellas, con vegetación más o menos adelantada, las excursiones al campo o a las ciudades monumentales más próximas son frecuentísimas en el presente mes y los que siguen hasta el verano.

Ésta es la época en que pasan por Madrid los extranjeros que van a la famosísima feria de Sevilla. Ninguno de ellos deja de visitar a Toledo, la primera y más característica de nuestras ciudades históricas. El Real Sitio de Aranjuez también está muy concurrido, aunque los domingos y días festivos, la invasión popular, atraída por la baratura de los trenes llamados de recreo, hace molesto el viaje y el paseo por las incomparables alamedas de aquel lugar delicioso.

En El Escorial se detienen un día o dos los extranjeros que entran en España por la vía de Irún, para admirar la colosal mole de granito levantada por Felipe II, monumento que por lo grande, lo severo, lo macizo, lo sencillo y lo sepulcral no deja de tener semejanza con una pirámide de Egipto.

Los que residimos aquí no dejamos pasar esta parte del año sin realizar dos o tres escapadas a la sierra o a orillas del Tajo. El tren de las ocho lleva a Toledo diariamente artistas de diferentes castas, literatos y personas aficionadas a lo antiguo.

Es muy agradable trasladarse a aquel intacto teatro de pasadas escenas, tan pintoresco, tan hermoso bajo cualquier aspecto que se le mire, decorado por las brillantísimas artes de la Edad Media y el Renacimiento, teatro a quien hacen más interesante el silencio augusto que lo invade y la soledad deliciosa que lo llena todo. De algún tiempo a esta parte se ha desarrollado también la costumbre de visitar a Alcalá de Henares, ciudad situada a una hora de Madrid., y por diversos títulos ilustre. Si no le dieran bastante fama su Universidad y su Archivo histórico, tendríala sobrada por ser cuna del Príncipe de los Ingenios españoles.

Es una población decaída, que revela en la longitud de sus calles, la mayor parte solitarias, haber sido más populosa ayer que hoy. Por todas partes sus vetustos edificios pregonan las grandezas de poderosas familias que ya no existen, y las fundaciones religiosas que pasaron también dejando tras sí memorias indecisas.

A pesar de este carácter arqueológico, Alcalá es pueblo simpático, de hermoso cielo y amena campiña, construido en un llano, y no carece de animación y alegría. El ferro-carril y la numerosa tropa que allí reside lo modernizan extraordinariamente; y al entrar en él por la avenida de la estación no parecen aquéllas las puertas de una ciudad que ya fue célebre en tiempo de los romanos, que tuvo regular importancia en la Edad Media y grandísima en el Renacimiento, al amparo de los arzobispos de Toledo y particularmente del insigne Cisneros; no parece que entramos en una ciudad que en su principal parte conserva intacta la arquitectura antigua.

Basta dar algunos pasos hasta llegar a la plaza para que desaparezca aquel colorido moderno que el ferro-carril da a cuanto se le aproxima. La plaza y la calle Mayor con sus soportales caducos, desiguales, desplomados y sus casas vetustas y al parecer vacilantes, nos abren el escenario de la edad que pasó, y con imaginación y un poco de buena voluntad, no es difícil ver a Cervantes y a sus amigos paseando por aquellos lugares en que las figuras y trajes presentes desentonan de lo lindo.

Lo primero que debe hacer el viajero es meterse en Santa María, y ver la capilla bautismal, en cuya pila fue bautizado el 9 de Octubre de 1547 Miguel de Cervantes Saavedra. Así lo reza una inscripción colocada en la puerta de la capilla; y si el viajero es cervantófilo puede ver en el libro parroquial la hoja donde está registrada la partida del primer escritor de su siglo.

Fuera de esto, nada ofrece la parroquia digno de atención. Cualquier chico de las calles (y no seria difícil tropezar con un Rinconete), cualquier mendigo, soldado o criada de servir, pueden indicar al viajero la casa o solar nativo del autor del Quijote. Está en una calle estrecha y no muy pulcra, y consiste en la actualidad en desnuda tapia con puerta impracticable, sobre la cual campea una inscripción que no carece de elegancia. La casa de Cervantes es, como se ve, la menor cantidad posible de casa. Es simplemente una puerta tapiada, un muro, detrás del cual habrá probablemente un montón de ruinas, o un patio, o nada, un vacío ocupado por las ortigas. Y no obstante, el viajero no puede mirar sin emoción estos despojos, por la interesante grandeza del personaje a cuya memoria van unidos. Quién duda de la autenticidad del hecho; quién, afirmándolo, se da a reconstruir el despedazado edificio y lo pone, en su fantasía, tal como estaba en la niñez y mocedad del preclaro ingenio. Allí se deslizaron aquellos primeros años de travesuras, que no debieron ser leves a juzgar por el conocimiento que de todo linaje de picardías galanas tenía el autor del Quijote; por aquella puerta debió salir corriendo con impaciencia infantil para acudir en busca de sus amigos, entre los cuales la tradición pone nada menos que a don Juan de Austria, que se crió en esta ciudad bajo los auspicios de Quijada. ¡Qué fecundo terreno de hipótesis! Con qué gusto y abandono se lanza la imaginación al campo de las conjeturas! ¿Era Cervantes realmente amigo y camarada de don Juan de Austria? ¿Estudiaron ambos en la Universidad, quizás en un mismo libro? Si así fue, grande y terrible contraste ofrece la Providencia poco después en la vida de aquellos dos insignes muchachos. El uno, que se había educado en la oscuridad, es reconocido por hijo de Carlos V. Su hermano Felipe le da el mando de los primeros ejércitos del mundo y de la más temible armada que habían visto los mares. Favorecido de la fortuna, don Juan se cubre de gloria en la más grande ocasión que vieron los pasados siglos ni esperan ver los venideros. Al mismo tiempo, Cervantes, hostigado de la ambición, de la necesidad, tal vez de la pobreza, sienta plaza de soldado y asiste a la misma célebre jornada. Se bate heroicamente, pierde una mano, es hecho prisionero y conducido a las mazmorras de África, sin que ningún hecho demuestre que existía amistad de la infancia entre el triunfante caudillo y el infeliz soldado.

Nadie se acuerda de rescatarle; ningún poderoso aparece en contacto con el desconocido ingenio que había de dar a su patria glorias más duraderas que el prestigio de todas las proezas de la casa de Austria; y se hubiera muerto seguramente en su cautiverio si los esfuerzos de su familia y la caridad de los padres de la Merced no le trajeran de nuevo al mundo civilizado y a su patria. A la excelsa orden de San Pedro Nolasco debemos los españoles gratitud eterna, porque sin ella no tendríamos los dominios del Quijote, los únicos sobre los que no se ha puesto ni se pondrá nunca el sol. Todo lo demás, hechura de las armas y de la política, se ha hundido para siempre. Todo lo que representaba el inmenso poder de Felipe ha quedado reducido a sombras, a polvo, a nada; pero el libro vive con tan robusta, lozana y universal vida, que nos parece realidad más que ficción, obra de la Naturaleza más que del ingenio.

Seguramente la amistad de Cervantes y don Juan de Austria es pura novela, resultado del entusiasmo biográfico, de ese empeño que los comentadores y eruditos tienen en rebuscar cosas estupendas para aplicarlas a los personajes cuya vida estudian, prurito que sin saber cómo, les lleva a suponer lo probable y después a asegurar lo supuesto, concluyendo por creerlo ellos mismos con la mejor fe del mundo. También se ha dicho, fundándose en una coincidencia de nombres, que el don Luis Quijada, ayo y padre putativo de don Juan de Austria, sirvió de tipo primordial a la creación de Don Quijote; mas todo esto es fantasmagoría.

Honra mucho a los naturales dc Alcalá el orgullo con que se reconocen compatriotas de Cervantes y el fervor con que saben enaltecer su memoria. En la plaza le han erigido una modesta estatua de bronce, escultura que si no se recomienda por su mérito artístico, revela la buena voluntad de los que han contribuido a su erección, y esto ya es algo en los tiempos modernos. El nombre y la característica imagen de Cervantes se ven por todas partes en la ciudad complutense. Los industriales lo explotan, y hasta las cajas que contienen las célebres almendras de Alcalá solicitan la atención de los compradores forasteros decorándose con el nombre y la fisonomía del primero de los escritores españoles.

La gloriosa población del Henares prefiere este timbre de gloria a los demás que tiene en su rancio escudo, y ha triunfado de las rivales que durante siglos se lo han disputado, como las siete ciudades de Grecia que contendieron sobre la cuna del buen Homero. Derrotadas por la crítica histórica, ya no hablan de sus derechos a la cuna de Cervantes las siete rivales de Alcalá, que fueron: Alcázar de San Juan, Madrid, Esquivias, Sevilla, Lucena, Toledo y Consuegra. Sólo la primera de estas villas, contumaz y jamás convencida, se atreve de vez en cuando a resucitar el viejo pleito, y no falta en ella un anticuario que desentrañe a lo mejor polvorosos legajos para añadir razones y argumentos a los ya expuestos sin fruto; pero el fuero de Alcalá está ya tan claro que las desahuciadas pretensiones de su enemiga no hallan eco en ninguna parte.

Otra interesantísima figura histórica, la del cardenal Jiménez de Cisneros, destácase también entre los recuerdos que evoca Alcalá de Henares.

Nació este personaje en Torrelaguna, pero tenía tal cariño a la ciudad arzobispal que en ella residió bastante tiempo y en ella reposan sus cenizas.

Testigos de esta preferencia son dos monumentos de primer orden: la Universidad, erigida por el insigne franciscano, y el Palacio, que engrandeció y exornó con todo el esplendor de las artes de su tiempo.

Ninguno de estos edificios alberga ya la institución para que fueron creados; la Universidad ya no lo es más que en el nombre, y el Palacio se ha convertido en Archivo Histórico Nacional, salvándose así de una ruina cierta. El viajero se pasma y maravilla al penetrar en aquella construcción tan grandiosa como elegante, digna de reyes poderosos, y no se explica que la tuvieran por residencias de recreo los magnates eclesiásticos a quienes el Evangelio recomienda la modestia. Mas todo se explica considerando que los arzobispos de Toledo, Primados de las Españas, superaban en ostentación y boato a los nobles más alcurniados, y sus rentas casi igualaban a las de los reyes. Con los cuantiosos rendimientos de su mitra organizó y costeó Cisneros la famosa expedición a Orán, que añadió los timbres de guerrero a su renombre político, y con ellos también emprendió los dispendiosos trabajos de la Biblia Políglota; creó pósitos, socorrió miserias, alivió a los pueblos y derramó por todas partes incalculables beneficios. El Palacio, gallarda muestra de la arquitectura española del siglo xv, en que combinan del modo más feliz el mudéjar, el gótico y el plateresco, es uno de los monumentos más hermosos que poseemos.

Los artesonados techos son de lo mejor que existe en su género, y la sala de concilios de encantador estilo árabe, no parece acordarse con las severas funciones que indica su nombre. Creeríase que tal lujo de ornamentación, tal riqueza y elegancia debían servir para albergar pasatiempos de gente enamorada y licenciosa. Es región de delicias, no de cánones; de banquetes y ensueños dulces, no de disputas teológicas.

Una restauración inteligente por cuenta del Gobierno ha salvado de la ruina esta maravilla arquitectónica, y el resto del edificio, destinado a un servicio importante, se mejora y embellece cada día, y llegará seguramente a conservarse con todo el esplendor de sus mejores tiempos. Estanterías sin fin ocupan las inmensas cuadras y claustros, y aunque al cambiar de destino cambia también bastante la fisonomía característica del edificio, siempre subsiste intacto todo lo que en él tiene verdadero valor arquitectónico. Las huertas y jardines que le rodean prueban cuán deliciosa debía ser aquella mansión en tiempo de sus dueños los arzobispos, y la regalada vida que éstos se daban en ella con las numerosas personas de su séquito. Baste decir, para comprender lo bien acompañados que iban estos señores en sus viajes, que siempre llevaban consigo 300 hombres a caballo, de su guardia privada, y que los pajes, clérigos, asistentes, secretarios, marmitones y criados ascendían a una cifra igual. Así se comprende que para albergar tanta gente se levantaran edificios como este de Alcalá, que hoy nos asombra por su magnitud, y en el cual viviría con holgura cualquier soberano de la moderna Europa.

La Universidad no ha tenido la suerte de que se piense seriamente en su conservación y restauración. Da dolor ver la hermosa fachada berruguetesca, ultrajada por las mutilaciones, revelando en todas sus partes el descuido y la ignorancia de los que han tenido a su cargo el edificio desde que fue trasladada a Madrid la enseñanza. Interiormente se conserva mejor. Al pensar en las inteligencias que han pasado por allí desde 1508, en que terminó Cisneros obra tan gigantesca, no es posible mirar sin emoción aquellas piedras elocuentes. Parece que quieren decirnos algo, y que aún conservan impreso en su corroída superficie algo de lo mucho que han oído. Cervantes, Solís, Quevedo, Covarrubias, el Tostado en otros tiempos, y en el siglo pasado Jovellanos y lo más selecto de su época, pasaron por aquellas aulas, hoy casi vacías.

Ignoro si es instituto de segunda enseñanza o seminario de clérigos lo que hoy se alberga en la fundación del Gran Cisneros; pero sea lo que quiera, el grandioso monumento inspira lástima. Es un coloso degradado, un héroe viejo y estropeado, a quien se obliga a pedir limosna para sustentarse.

No quiero concluir sin decir algo de otro monumento de Alcalá, no ciertamente labrado en piedras, sino en papel, pero cuyo renombre iguala a las obras de perdurable arquitectura. Aunque libro, no es obra de inspiración, como el Quijote, sino de paciencia y estudio. Me refiero a la Biblia Políglota Complutense, maravilla de la tipografía y de la erudición, emprendida y realizada por Cisneros. Empezaron los trabajos en 1502 y duraron dieciséis años. Está escrita en cuatro lenguas: hebrea, griega, caldea y latina. Los autores fueron: en la parte hebraica dos judíos conversos, médicos famosos, llamados Alfonso de Zamora y Pablo Coronel; en la parte griega los sabios helenistas Demetrio. Cretense y don Fernando de Valladolid, y en la latina el célebre Nebrija, asistido de los doctores Zúñiga y Vergara, el caldeo debieron tratarlo los dos judíos encargados de la parte hebrea. Sin descansar un solo día trabajaron estos hombres durante tan largo plazo, produciendo uno de los libros más hermosos, más difíciles y correctos de que puede envanecerse el arte de la imprenta. Los rarísimos ejemplares que hoy existen de este monumento en letras de molde son de un valor incalculable. El esfuerzo que representa la empresa de componer semejante obra es tal, que iguala a los mayores esfuerzos de la inteligencia y de la actividad humana en los pasados y presentes siglos, sólo que hoy esos esfuerzos toman dirección distinta y las maravillas creadas por nuestros contemporáneos no se concretan por lo general a un fin de pura erudición y paciencia como la Biblia Políglota Complutense.

He abusado quizás de la bondad de mis lectores hablándoles de cosas viejas y de estas antiguallas de mi país, que los de acá vemos siempre con cariño. No sería difícil, sin embargo, demostrar que tales cosas atañen a la humanidad entera y que no convienen cerrar de un modo absoluto los ojos a lo pasado, so pena de ver muy poco cuando los abrimos al presente. Me hago la ilusión de que los americanos no han de recibir con desdén estas excursiones hacia el campo de nuestro común abolengo, y por eso interrumpo de vez en cuando la monotonía de los sucesos que pasan a nuestra vista, para buscar en los pretéritos luces, formas e ideas que por su extremada vejez nos parecen nuevas, o bien aquellas que jamás caducan ni mueren y se ofrecen a nuestra vista con los encantos de una perpetua juventud.




Ver también:
Alcalá en la obra de Galdós. El audaz
Alcalá en la obra de Galdós. Halma y El caballero encantado


Publicado el 17-2-2006