Santorcaz, la prisión de Cisneros





Ábside y torre de la parroquia



De entre todas las poblaciones que conforman la comarca alcalaína es sin duda Santorcaz una de las más interesantes no desde el punto de vista artístico o monumental, que la característica actual de este pequeño pueblo es la modestia, sino desde el histórico ya que, sin ningún género de dudas, es esta villa uno de los más antiguos lugares de la zona y también uno de los de más lustroso pasado. Dicen los cronicones que fue fundación celta, ahí es nada, y que ostentó los antiguos nombres de Orcada y Metercosa siendo citada por Ptolomeo con el segundo de estos apelativos y considerada por el mismo como una ciudad carpetana que es lo mismo que decir celtíbera. En cuanto a su denominación actual, precedida por la inmediatamente anterior de Opidum Santi Torcuati, vendría a ser una corrupción lingüística del nombre de San Torcuato, primer obispo de Guadix, al que la tradición quiere hacer natural del pueblo y al que ha asignado el patronazgo de su iglesia parroquial que, aunque poco valiosa hoy y muy modificada a lo largo del tiempo, asienta sin duda sus cimientos en sillares milenarios.

La historia nos dice que, ganadas estas tierras para la cristiandad hará cosa de unos novecientos años, Santorcaz pasó a formar parte de los dominios del arzobispado toledano a través de la Tierra alcalaína, a cuya jurisdicción estaba sometida merced al articulado del Fuero Viejo. Era, pues, Santorcaz una de las veintitantas poblaciones dependientes de la entonces villa complutense aunque, eso sí, ya desde un principio demostró querer marchar de una manera singular y diferenciada del resto de las aldeas del alfoz alcalaíno: Plaza fuerte merced al castillo de Torremocha, templario primero y arzobispal después (que ya es sabida la caída en desgracia de esta otrora poderosa caballería medieval), alcanzaría la dignidad de villazgo, que es como decir la mayoría de edad, en plena Edad Media, cuando el resto de sus compañeras todavía eran -y lo continuarían siendo todavía durante mucho tiempo- simples anejos de la renovada Compluto.

Corrían los turbulentos años del reinado de Enrique IV, allá por la segunda mitad del siglo XV, cuando el inquieto arzobispo Carrillo se apoyaría en sus dos plazas fuertes de Santorcaz y Alcalá para hacer y deshacer a su antojo en las revueltas aguas de la política castellana; mas el advenimiento al trono de Isabel la Católica haría volver las aguas a su cauce y al arzobispo a actividades menos peligrosas para el gobierno real que, para mayor seguridad, habría de hacerse con el control de ambas fortalezas. Algunos años antes de su caída en desgracia, tendría no obstante ocasión el vehemente Carrillo de mandar encarcelar en el castillo de Santorcaz, a la sazón prisión arzobispal, a un joven clérigo llamado Gonzalo -y posteriormente Francisco- Jiménez de Cisneros, el cual se había negado a someterse a sus dictados. Sería, pues, el futuro cardenal preso en Santorcaz durante algún tiempo al igual que años después, convertido el castillo en prisión de Estado, albergaría éste, y siempre contra la voluntad de los mismos, a huéspedes tan ilustres como el rey francés Francisco I, la novelesca princesa de Éboli, u otros aristócratas tales como don Juan de Luna, don Rodrigo Calderón, el duque de Híjar o el marqués de Ayamonte.




Restos de la muralla


A partir de aquí llegaría la decadencia de pueblo y castillo. La historia apenas si habla de Santorcaz recordándonos únicamente que, en el transcurso de la primera guerra carlista, las tropas del pretendiente al trono llegarían a ocupar esta villa y la vecina de Anchuelo para retirarse poco después sin llegar a trabar batalla con las fuerzas gubernamentales. En cuanto al castillo, desmoronado y ruinoso ya en el siglo pasado, sería utilizado como cantera arrumbando parte de sus elementos hacia lugares tales como los alcalaínos palacio arzobispal y hotel Laredo. El pasado si no glorioso, sí cuanto menos importante, de Santorcaz había acabado ya definitivamente; tan sólo le quedaba, pues, un presente ciertamente gris y discreto.

Un punto de fama tuvo no obstante nuestro pueblo, efímero aunque intenso, con motivo del rodaje hace ya un buen puñado de años de la celebrada serie televisiva Crónicas de un pueblo. Bajo la ficticia denominación de Pueblanueva del Rey Sancho y sometidos los guiones a la moralina pretendidamente ejemplarizante imperante por entonces en nuestro país, Santorcaz tuvo no obstante ocasión de asomarse a las televisiones -que es como decir a los hogares- de toda España; y a fe que supo mantener dignamente el tipo no sólo gracias a los actores profesionales que llevaban el peso de la serie sino también, y he aquí el principal mérito, merced a la labor de todo un pueblo que supo cumplir con todos los honores con su cometido. Concluido al fin el rodaje del que fuera en su momento uno de los programas más populares de televisión, el pueblo volvería a recobrar su pulso ancestral que ya no habría de perder aún a pesar de la invasión del campo por parte de las mixtificadoras urbanizaciones que tanto han trastornado la vida rural española, de la cual se ha visto prácticamente libre, ni tan siquiera a consecuencia de la construcción en su término municipal de unas modernas instalaciones de la Armada paradójicamente situadas en mitad de la reseca meseta castellana.

Poco queda, pues, hoy de este pasado antiguo o reciente en el Santorcaz actual, un pueblo tranquilo y sosegado de apenas algo más de quinientos habitantes, lo que no impide que su visita sea fructífera para el viajero interesado en conocer otras realidades que no sean el frenesí de las grandes y medianas ciudades. Hay que acercarse pues hasta Santorcaz, situado tan sólo a quince kilómetros de Alcalá allá donde la Alcarria alcalaína se hermana con la de Guadalajara, y respirar la tranquilidad de sus calles, vírgenes por completo de esa plaga moderna que adopta la forma de los domingueros y que acostumbra a degradar, en una especie de rey Midas al revés, todo cuanto sus manos tocan. Hay que subir hasta la parroquia, edificada en el siglo XVI sobre el solar de la antigua iglesia del Temple y empotrada hoy en los míseros restos del otrora poderoso castillo: Apenas el ábside de la iglesia primitiva y unos desangelados y rotos lienzos de muralla, lo que es suficiente no obstante para sumergir al viajero en ensueños de siglos pasados.

Juan García Atienza, conocido divulgador de temas esotéricos, nos habla en uno de sus libros1 de un descubrimiento curioso que hizo al visitar el interior de la parroquia de San Torcuato: En el corredor que conducía a una pequeña capilla situada entre el antiguo ábside y la parte trasera del altar, este autor encontró dos frescos diferentes entre sí pero ambos con una simbología similar y muy característica por cierto del arte esotérico: Sendos rombos apaisados y bastante aplastados conteniendo cada uno de ellos una abeja en el centro y dos estrellas de seis puntas en los dos extremos. Para los interesados en profundizar en estos temas vaya la recomendación de la lectura de este libro; para los simples curiosos, baste con reseñar la importancia que ambos símbolos -abeja y estrella- han tenido siempre en la iconografía ocultista, conviniendo recordar asimismo la vinculación de la orden templaria a todas estas heterodoxias. En todo caso, ésta es asimismo otra buena excusa para visitar un pueblo, Santorcaz, que ya es de por sí uno de los lugares más interesantes de toda la comarca.




1 GARCÍA ATIENZA, Juan. Guía de los recintos sagrados españoles. Editorial Arín. Barcelona, 1986.


Publicado el 22-12-1990, en el nº 1.221 de Puerta de Madrid
Actualizado el 26-2-2007