El anacronismo de Gibraltar





Fotografía de Diego Delso (delso.photo, bajo licencia CC-BY-SA)



Reconozco sin pudor, o al menos con muy poco, que desde un punto de vista histórico Inglaterra o, si se prefiere, Gran Bretaña, siempre me ha caído mal. Me refiero, claro está, al gobierno y a las clases dirigentes de este país, no a los ciudadanos de a pie entre los cuales, como en cualquier otro sitio, hay de todo, desde gente muy normal hasta los cabestros que suelen liarla en los partidos de fútbol o en las poblaciones turísticas del Mediterráneo español. Eso sin contar, claro está, con la pléyade de escritores, artistas, pensadores o científicos que tanto han aportado al acervo cultural de la humanidad.

Pero en lo que respecta a la historia no me avergüenzo en absoluto de mi aversión, puesto que desde un punto de vista objetivo hay motivos más que justificados para considerar a la política exterior de este país, a lo largo de varios siglos, como la más dañina y rapaz, con diferencia, de todas, por más que ninguna de las otras potencias mundiales que se han sucedido a lo largo de la historia, España incluida, hayan sido precisamente unas hermanitas de la caridad.

Cabe pensar que en esta aversión atávica tuviera su parte de culpa el hecho de que yo me eduqué en pleno franquismo tardío, y ciertamente en los libros de texto de la época -basta con leer, por ejemplo, los facsímiles de la famosa Enciclopedia Álvarez- se respira una anglofobia profunda agravada principalmente por el tema de Gibraltar, pero también por ciertos dolorosos descalabros sufridos frente la Pérfida Albión tales como el fracaso de la Armada Invencible, que no fue tan catastrófico como comúnmente se cree por más que no se lograra el objetivo de invadir Inglaterra, o la derrota de Trafalgar, en la que pesaron más factores como la supina ineptitud de Villeneuve, el almirante francés de la flota conjunta, o el desgobierno del régimen de Carlos IV con Godoy a la cabeza, que la valía de los marinos españoles o el innegable potencial de la Armada española. Pero ésta es otra historia, nunca mejor dicho.

Lo curioso es que, pese a ser Gran Bretaña el enemigo secular español durante muchos años, no fue ni mucho menos el único, ni tampoco el que infligió a nuestro país las más humillantes derrotas. De hecho Francia no le fue a la zaga, y sólo a raíz de la entronización de los Borbones dejó de ser un enemigo secular para convertirse en aliado... con el estrambote de la Guerra de la Independencia, que tampoco fue moco de pavo. De hecho, si hacemos balance nos encontraremos con que probablemente Francia causó muchos más daños a España, en especial durante el reinado de Luis XIV y la posterior invasión napoleónica, que una Gran Bretaña contra la que nunca tuvimos que combatir en territorio propio, a excepción de algunas batallas, saldadas por cierto con derrotas británicas, tales como el intento de desembarco en La Coruña en 1589 o los de Nelson en Cádiz y Santa Cruz de Tenerife, ambos en 1797. Esto sin contar con humillaciones tales como la que les infligió Blas de Lezo en 1741 en Cartagena de Indias, o las que sufrieron en 1806-1807 en sus sucesivos asaltos a Buenos Aires y Montevideo.




En amarillo, el Rosellón perdido por España en 1659. Mapa tomado de la Wikipedia


Asimismo España tuvo también su particular Gibraltar francés en el Rosellón, anexionado por Luis XIV en 1659 e integrado, desde entonces, en el país vecino. Y, aunque no se trate ni de un enclave ni de una colonia, su extensión territorial -unos 4.000 km2- y su población actual, casi medio millón de habitantes, son muy superiores a los apenas 7 km 2 y los 33.000 habitantes del Peñón. No fue ésta la única pérdida territorial sufrida frente a los franceses, pero todas las demás correspondieron a posesiones situadas fuera de España tales como diversas plazas flamencas o el Franco Condado, junto con territorios coloniales.

No acaba aquí la relación de enemigos tradicionales de España. También lo fueron, y encarnizados, los holandeses, aunque en su descargo hay que reconocer que estuvieron sometidos a la soberanía de los Austrias españoles merced a la envenenada herencia del antiguo ducado de Borgoña, por lo que en este caso se trató en realidad de una lucha por su independencia... aunque a raíz de que la consiguieran nos tuvieron, por lo general, muchas ganas.

Incluso nuestros pacíficos vecinos portugueses también tuvieron sus más y sus menos con el reino de Castilla, y no siempre en defensa propia. En 1297 el rey don Dinis aprovechó la debilidad castellana, sumido como estaba el reino en una grave crisis política durante la minoría de edad de Fernando IV, para arramblar en el Tratado de Alcañices con diversos territorios fronterizos que, o bien eran indiscutiblemente castellanos, o bien estaban en disputa entre ambos reinos. Fruto de este expolio fue una considerable tajada a lo largo, de la frontera común, perdiendo Castilla la comarca de Ribacoa, limítrofe con la actual provincia de Salamanca, que incluía las poblaciones de Almeida, Castelo Rodrigo, Castelo Bom, Castelo Melhor, Vilar Maior, Alfaiates y Sabugal, junto con la hoy española San Felices de los Gallegos; el valle del río Caya, al norte de Elvas, con Campo Maior y Ouguela; Olivenza y Táliga, al sur de Badajoz y, por último, las tierras comprendidas entre el Guadiana y la frontera actual, con Moura, Serpa, Noudar (actual Barrancos) y Mourão como principales poblaciones.




Territorios cedidos por Castilla a Portugal (excepto San Felices de los Gallegos) en el Tratado de Alcañices: Ribacoa (1),
Campo Maior (2) y Moura, Serpa y Mourão (3), actualmente portuguesas; y Olivenza (4), española desde 1801.
Mapa de elaboración propia sobre cartografía de la Wikipedia portuguesa


De todos ellos, que en conjunto abarcaban una nada desdeñable extensión, España tan sólo logró recuperar en 1326 a San Felices de los Gallegos -Portugal la ocuparía posteriormente, siempre de forma temporal, en varias ocasiones- y, en fecha tan tardía como 1801, Olivenza, Táliga y Villarreal, que formaban un enclave portugués en la orilla izquierda del Guadiana adentrándose, a modo de una profunda cuña, más de treinta kilómetros en territorio español, lo cual constituía un evidente punto débil en la defensa de la frontera -Portugal había fortificado Olivenza-, por lo que cabe suponer que fueran razones estratégicas las que movieron a conquistarla o, desde un punto de vista estrictamente histórico, a recuperarla.




Mapa de 1773 en el que se aprecia la cuña que formaba el territorio de Olivenza
El norte corresponde a la derecha. Ilustración tomada de la Wikipedia


Tampoco conviene olvidar a los Estados Unidos, cuyo feroz expansionismo a lo largo del siglo XIX se hizo en su mayor parte a costa de extensos territorios bajo soberanía española, o recientemente emancipados de ella. Y si bien la Luisiana cayó en su poder tras comprársela a Napoleón en 1803, ésta había sido española hasta que un año antes el emperador francés se la arrebatara sin contemplaciones al débil gobierno de Carlos IV. Por el contrario Florida seguía siendo formalmente española cuando en 1821 Fernando VII la “vendió” a los Estados Unidos, lo cual no dejó de ser un eufemismo ya que la naciente potencia americana prácticamente se la había anexionado de facto. Por si fuera poco el escarnio, los cinco millones de dólares en los que se fijó el valor de la compra nunca llegaron a ser pagados por el gobierno norteamericano, bajo la excusa de que fueron utilizados para sufragar las indemnizaciones que supuestamente les correspondían a los colonos -ilegales- de este país expulsados en años anteriores por las autoridades españolas. Desde luego, ya prometían.

De infamia sin paliativos ha de calificarse la guerra mediante la cual los Estados Unidos arrebataron a México entre 1846 y 1848, junto con varios retoques fronterizos posteriores, casi dos millones y medio de kilómetros cuadrados, más de la mitad del territorio original mexicano. Ciertamente México era ya independiente, pero todas esas anexiones, desde California hasta Texas, correspondieron en su totalidad a territorios colonizados durante siglos por España.




En blanco, territorios arrebatados por Estados Unidos a México. En marrón,
el Valle de la Mesilla, comprado en 1853. Mapa tomado de la Wikipedia


Y a modo de remate llegó la guerra de 1898 mediante la cual los Estados Unidos privaron a España de sus últimas colonias: Cuba y Filipinas, donde había movimientos independentistas que fueron aplastados sin contemplaciones en esta última, convertida en colonia americana hasta la II Guerra Mundial, mientras Cuba, formalmente independiente, se convertía en un estado títere suyo; y también Puerto Rico y Guam, donde no los había y que aún hoy siguen siendo colonias yanquis bajo ciertos eufemismos legales tales como “estado libre asociado” o “territorio no autónomo”.

Sin embargo, no deja de ser curioso que Gran Bretaña sea, en el imaginario popular español el enemigo por antonomasia pese a que, aun contando con su tradicional beligerancia, no haya sido la única nación a la que España debe agravios históricos, tal como acabamos de ver. Cierto es que el tema de Gibraltar sigue siendo la manzana de la discordia, no tanto por la humillación tricentenaria que su usurpación supone -a diferencia de Francia o Portugal no se trata de antiguos ajustes fronterizos, sino de un enclave colonial que continúa vigente-, sino porque a estas alturas es un anacronismo injustificable se mire como se mire, sobre todo teniendo en cuenta que hace ya tiempo que perdió su valor estratégico y que no deja de ser una felonía que siga perpetuándose pese a tratarse de dos naciones amigas, aliadas y, al menos por el momento, pertenecientes a la Unión Europea, con estrechos vínculos entre ambas.

Pero no queda ahí la cosa. Prescindiendo de cuestiones nacionalistas e históricas, al fin y al cabo las fronteras europeas se han dibujado y borrado tantas veces, y han provocado tantas guerras, que es preferible renunciar a cualquier posible revisionismo no pactado, subyace un problema real que está perjudicando considerablemente a España: Gibraltar, que tradicionalmente había vivido de su condición de base militar y de sus desaparecidos astilleros, es actualmente un paraíso fiscal cuya prosperidad se basa en el parasitismo económico de España. Ciertamente no se trata de un caso único, ya que buena parte de los paraísos fiscales existentes a lo ancho del mundo son, casualmente, o bien antiguas colonias británicas que siguen manteniendo vínculos con su ex metrópoli, en especial económicos, o bien directamente territorios bajo su soberanía, tal como ocurre en Europa, además de Gibraltar, con las islas del Canal (Jersey, Guernsey, Alderney y otras menores) y la de Man, en el Mar de Irlanda, junto con un nutrido grupo de exóticas islas antillanas: Anguila, Bermudas, Caimán, Turcas y Caicos, Vírgenes Británicas, Montserrat... casi nada. Eso sin contar, claro está, con las innumerables transacciones económicas opacas que se realizan diariamente en la city londinense, incluyendo algunas dudosamente legales tales como el pago de rescates a los piratas somalíes.


Otros paraísos fiscales británicos en Europa. Izquierda, Islas del Canal, frente a la costa de Bretaña
Derecha, Isla de Man (círculo rojo), en el Mar de Irlanda. Mapas tomados de la Wikipedia (izquierda y derecha)


Existen sobradas razones objetivas, sin necesidad alguna de caer en el burdo -y a la postre inútil- patrioterismo franquista, para decir bien alto y sin ningún tipo de pudor que la pervivencia de Gibraltar como enclave colonial y como foco de cuanto menos dudosas actividades económicas es a estas alturas completamente indefendible, máxime teniendo en cuenta el entorno político, económico y social en el que tanto España como gran parte de Europa están inmersas.

Pero ahí sigue, pese a ser un de los últimos jirones -y no precisamente el más importante- del extinto imperio colonial británico. Llama la atención, por cierto, la obsesión con la que sus sucesivos gobiernos británicos han rechazado de plano la devolución del Peñón a España, máxime después de haberse desprendido -por las buenas o por las menos buenas- no sólo de territorios tan importantes como la India, Canadá, Australia, Nueva Zelanda, Irlanda, Sudáfrica o sus numerosas colonias africanas y asiáticas, sino también de otros enclaves más comparables a Gibraltar como Chipre (1960), Singapur (1963), Malta (1964), o Hong Kong (1997), todos ellos también de gran valor estratégico en su día para el imperio victoriano.




Mapa de Hong Kong tomado de la Wikipedia


Especialmente sangrante es el caso de Hong Kong, cedido a China nada menos que por la mismísima Margaret Thatcher -la misma de las Malvinas- con el argumento de que los denominados Nuevos Territorios -una ampliación de la colonia negociada con el gobierno chino en 1898- habían sido arrendados por un período de 99 años, por lo que deberían ser devueltos a China en 1997. No ocurría así con la propia isla de Hong Kong núcleo inicial de la colonia, ni con el distrito de Kowloon, arrebatados a China en 1842 y 1860 sin fecha de caducidad en ninguno de los dos casos, pero el gobierno británico devolvió el lote completo con la excusa de que, privada de los Nuevos Territorios, la colonia carecía de viabilidad.

Claro está que es sobradamente conocido el respeto británico a los acuerdos firmados conforme a sus intereses; baste recordar que Gibraltar y Menorca fueron ocupadas oficialmente en la Guerra de Sucesión en apoyo al pretendiente austríaco, razón por la que deberían habérselos devuelto a nuestro país una vez que éste renunció al trono español tras ser nombrado emperador, o que ellos, tan legalistas cuando les interesa, no tuvieron escrúpulos en saltarse a la torera el Tratado de Utrech siempre que les vino en gana, como cuando se apropiaron del istmo, un territorio español, o cuando construyeron un aeropuerto en él. O cuando, ahora mismo, siguen acosando a los barcos españoles que navegan por la bahía de Algeciras alegando que son aguas territoriales suyas, algo excluido explícitamente en este tratado.

La comparación entre la descolonización de Hong Kong y su numantino empeño en mantener Gibraltar en su poder no sólo evidencia su doblez, sino que además demuestra de forma palpable el cinismo descomunal de la política exterior británica. La excusa que siempre han dado los gobiernos de Su Graciosa Majestad para no devolver la colonia ha sido siempre algo tan arbitrario como que están obligados a respetar la voluntad de los gibraltareños, los cuales como es sabido -más adelante analizaremos las razones- no están precisamente por la labor. Sin embargo, cabría plantearse la razón por la cual no se molestaron en hacer idéntica pregunta a los hongkoneses pese a que no sólo eran unos pocos más -7.200.000 en la actualidad, frente a 33.000 gibraltareños-, sino que además fueron entregados a un régimen dictatorial bajo la promesa, cumplida tan sólo a medias, de que Pekín respetaría no sólo el estatus especial de la ex colonia, sino también a sus instituciones de gobierno.

A España, por el contrario, no se le consideró el hecho de ser una democracia consolidada y, por lo tanto, comprometida a respetar las singularidades gibraltareñas, negándosele incluso la moderada y sensata opción de la cosoberanía. De hecho, en un periódico de la época El Roto publicó una viñeta en la que se ve a un manifestante español frente al Peñón con una pancarta que reza “¡Gibraltar chino!”, al tiempo que añade: “¡A ver si así lo sueltan antes!”.




Los gibraltares chipriotas de Acrotiri y Dhekelia. Mapa tomado de la Wikipedia


Porque, se mire como se mire, lo de respetar la sacrosanta voluntad de los gibraltareños, algo que por cierto no figura ni por asomo en el Tratado de Utrech, huele que apesta, nunca mejor dicho, a cuento chino, sobre todo teniendo en cuenta las innumerables ocasiones en las que, a lo largo de su historia, los sucesivos gobiernos de Sus Graciosas Majestades se pasaron por el Puente de Londres la voluntad de sus forzados súbditos imperiales. Cierto es que hasta el final de la II Guerra Mundial Gibraltar fue uno de sus enclaves fundamentales para proteger la ruta que, a través del Mediterráneo, pasaba por Malta, Chipre -donde, por cierto, casi sesenta años después de su independencia siguen reteniendo los gibraltares de Acrotiri y Dhekelia, eufemísticamente denominados bases soberanas -, el Canal de Suez, también controlado por ellos hasta su nacionalización en 1956, y Adén, antes de llegar a la India. Pero una vez concluido este conflicto bélico y, sobre todo, tras la independencia de la India y las descolonizaciones masivas de la década de 1960, su importancia militar cayó en picado.

A ello se sumó, en 1983, el cierre de los astilleros militares que constituían su principal fuente de ingresos, por lo que las autoridades locales, con la aquiescencia británica, procedieron a reconvertir su economía transformando la colonia en el ya comentado paraíso fiscal, tema sobre el que es fácil encontrar abundante bibliografía.

La apertura de la frontera -la famosa Verja- en 1982 enmendó el error garrafal cometido por el régimen franquista, ya que su cierre en 1969 a quienes perjudicó fundamentalmente fue a los españoles residentes en las localidades limítrofes que trabajaban en el Peñón, pero no logró reblandecer ni a los gibraltareños ni a sus protectores británicos. El ingreso de España en 1986 en la entonces Comunidad Económica Europea tampoco modificó sustancialmente el status quo ya que, como nuevo miembro -Gran Bretaña lo era desde 1973-, nuestro país se vio obligado a aceptar la peculiar situación de Gibraltar en la CEE, integrado en ella por la puerta de atrás a través de su potencia colonial. Pese a la existencia de negociaciones, la situación se enquistó oficialmente a causa de la rotunda negativa de los gibraltareños a cualquier acuerdo con España, excusa que de paso le vino muy bien a Gran Bretaña para escurrir el bulto.




La Verja de Gibraltar antes de su cierre en 1969. Fotografía tomada de lalinea.digital


¿Cuál es la razón por la que los gibraltareños se oponen con uñas y dientes a cualquier modificación de su actual estatus? Teniendo en cuenta que legalmente no son ciudadanos británicos, sino un territorio británico de ultramar -léase colonia- dotado de un gobierno autónomo, pero sujeto a la autoridad de un gobernador designado por la corona británica, no se entiende demasiado bien su rechazo radical a convertirse en ciudadanos españoles de pleno derecho -no lo son británicos-, sobre todo teniendo en cuenta que con la actual organización política española podrían constituirse en una comunidad autónoma al igual que Ceuta y Melilla sin menoscabo de su autogobierno actual.

Pero como en el fondo cabe pensar que no sean tontos, es de suponer que alguna razón real habrá para su negativa, y es de suponer también -en el fondo todos pensamos con el estómago- que ésta sea mucho más prosaica que la de naturaleza política. Dicho con otras palabras, que teman ver empeorar su privilegiada situación económica.

Porque, y éste es un hecho cierto, en Gibraltar siempre se ha vivido mucho mejor que en el vecino Campo de Gibraltar, una de las comarcas tradicionalmente más deprimidas de España. Si a ello le sumamos que tampoco parecía demasiado apetecible ser engullido por una España sometida a la dictadura franquista, no es de extrañar que, al menos hasta la muerte de Franco, los gibraltareños no quisieran ni oír hablar del tema... yo tampoco hubiera querido de estar en su pellejo.

Lo que ya no tiene una explicación tan fácil es que, una vez ingresada España en la actual Unión Europea, siguieran -y sigan- sin querer apearse del burro. Pero la hay, y ésta sigue siendo esencialmente la misma: tras reconvertirse en paraíso fiscal, y gracias a una legislación económica difícilmente homologable con la de cualquier estado serio, los gibraltareños siguen viviendo muy bien, aunque sea a costa de parasitar económicamente a España... mientras sus vecinos de la bahía de Algeciras siguen estando mucho peor, con las tasas de paro más altas de España -La Línea llegó a rebasar el 40% en 2012, y aún hoy se acerca al 35%- mientras la de Gibraltar apenas alcanza un simbólico 0,5%. Blanco y en botella...

Evidentemente la comparación no es equilibrada, puesto que el privilegiado estatus económico gibraltareño -eludo las consideraciones éticas para no explayarme demasiado- no puede compararse en modo alguno ni con las leyes españolas ni con las europeas, por lo que el gobierno gibraltareño, y tras él la larga mano británica, no es ya que juegue con ventaja, sino que podría ser comparado, si se me permite la licencia literaria, con los tradicionales tahúres y, más concretamente, con la tercera acepción que el DRAE da de este término: Jugador fullero. Porque desde luego, no se puede decir que jueguen limpio ni en igualdad de condiciones con sus vecinos.

Pero es lo que hay, y de poco sirve denunciar, por muy justificada que esté, la injusticia de esta situación. Y como los gibraltareños, al igual que cualquier otro hijo de vecino, lo único que hacen es defender con uñas y dientes sus garbanzos sin que les remuerdan los escrúpulos, tendremos que señalar a sus mentores como los verdaderos responsables del desaguisado, ya que si Gran Bretaña quisiera a sus protegidos se les habría acabado el chollo en cuatro días.




La bahía de Algeciras, con Gibraltar a la derecha. Fotografía de la NASA tomada de la Wikipedia


Así pues, ¿por qué este empeño en mantener un anacronismo colonial que no les sirve de nada, y que probablemente les resulta un estorbo al emponzoñar de forma innecesaria sus relaciones con España? Porque, a diferencia de la postura fácilmente entendible -aunque no la comparta- de los gibraltareños, la cerrazón británica carece aparentemente de lógica, sobre todo teniendo en cuenta que no les costó tanto trabajo desprenderse de otros jirones de su maltrecho imperio.

Yo tengo mi opinión al respecto, y ciertamente la extemporánea reacción de varios políticos y ex políticos británicos a raíz del Brexit, o mejor dicho, de las consecuencias que éste pueda tener para Gibraltar, no ha hecho sino corroborarla. Por supuesto no concedo la menor relevancia a los rebuznos publicados en la prensa amarillista británica, ya que esos repugnantes periódicos se descalifican ellos solitos; pero que lo hayan hecho personajes presuntamente de más fuste en unos tonos que recuerdan más a Trafalgar que a la Europa del siglo XXI no deja de ser sorprendente, máxime si tenemos en cuenta lo maltrecha que ha quedado la tradicional flema británica.

Bien, allá va mi teoría. En mi opinión, las clases dirigentes británicas han adolecido tradicionalmente de dos graves defectos que, no obstante -la cruda realidad te hace dudar de la existencia de la justicia divina-, les resultaron muy útiles a la hora de convertirse en los amos del mundo: una total y absoluta falta de escrúpulos a la hora de arramblar con bienes -y países enteros- ajenos buscando el beneficio propio, y una soberbia descomunal que les llevó a creerse, si no la raza superior -eso se lo dejaron a los nazis-, sí el estado superior a cuya égida debían someterse, por las buenas o por las malas, el resto de los países del planeta. Y si alguien les salía respondón, como fue el caso de España, pues leña al mono.




El hombre que pudo reinar. Fotograma de la película tomado de www.blogdecine.com


En una escena de la magnífica película de John Huston El hombre que pudo reinar los miembros de una tribu de Kafiristán, una remota región afgana, preguntan a los dos soldados ingleses -Sean Connery y Michael Caine-, llegados allí con el propósito de medrar, si son dioses, a lo que éstos responden: “ No somos dioses, pero somos ingleses, que es casi lo mismo”. Desconozco si la frase fue incluida por los guionistas de la película o si ya aparece en el relato de Kipling en el que está basada, aunque esto último no sería de extrañar dado Kipling fue, a la par que un magnífico escritor, un defensor a ultranza del colonialismo británico.

En cualquier caso, sea uno u otro su origen, lo cierto es que ésta refleja a la perfección el profundo complejo de superioridad reinante en la Inglaterra victoriana. Y si bien entonces podían permitirse -escrúpulos aparte- el lujo de tenerlo, no puede ser más evidente que ahora las circunstancias han cambiado por completo y que Gran Bretaña, les guste o no, cada vez tiene menos peso internacional... algo que, al parecer, todavía hoy les sigue costando mucho trabajo digerir.

En resumen: o mucho me equivoco, o estos nostálgicos de su apolillado y difunto imperio siguen aferrándose con uñas y dientes a las pocas piltrafas que han logrado retener entre las uñas... lo cual no dejaría de ser ridículo a no ser porque, como españoles, nos afecta directamente. Y yo, aunque no me identifico en absoluto con ese patrioterismo rancio que tanto daño ha hecho en España, también tengo mi corazoncito y mi razonable orgullo español, que nada tiene de malo mientras no se transforme en soberbia.

Los que sí siguen siendo patrioteros, y mucho además, son estos rancios políticos británicos que, desaparecidos ya por fortuna los tiempos en los que se permitían chulearse impunemente de todos los demás países del orbe, se aferran con patetismo a estas trasnochadas reafirmaciones de britanidad que lo único que mueven es a risa, viendo como hacen el más espantoso de los ridículos con unas patochadas que parecen tomadas del humor inglés más casposo.




Pintoresca reivindicación de Gibraltar en el pueblo gaditano de Setenil de las Bodegas


Ésta es para mí, y no otra, la verdadera razón de que Gibraltar siga siendo inglés en contra de toda lógica. Al ruin afán por conservar la calderilla tras haber perdido su patrimonio, se une el hecho de que en su imaginario España debe de seguir siendo probablemente el eterno rival al que se enfrentaron durante siglos, en muchas ocasiones de forma artera y torticera, y frente a la cual, algo que suelen silenciar, cosecharon severos descalabros paradójicamente mucho menos conocidos en España que sus no siempre tan rotundas victorias.

Por si fuera poco, a la descomunal metedura de pata del Brexit -de esto hablaré en otro artículo- se sumó otra no menos llamativa, el olvido de incluir a Gibraltar en el documento que remitieron a la Unión Europea para comenzar a negociar su salida... el cual, por una vez, fue hábilmente aprovechado por la diplomacia española para llevar el agua a su molino, contando a su favor eso sí con el cabreo de las instituciones comunitarias y del gobierno alemán. Nada diferente de lo que hubieran hecho ellos en lugar nuestro, por lo cual su extemporánea salida de pata de banco no sirve sino para reafirmar la evidencia de que, en el fondo, a los gobiernos británicos tan sólo les ha importado siempre una única ley, la del embudo.

A todo ello, los principales perjudicados -y si soy sincero no puedo decir que lo lamente lo más mínimo- han sido los gibraltareños, que han comenzado a verle las orejas al lobo ante la evidencia, defendida obviamente por España pero por lo demás de cajón, de que la salida de Gran Bretaña de la Unión Europea arrastrará indefectiblemente consigo a todos los jirones de su extinto imperio colonial, Peñón incluido. Y aunque esto suponga que a partir de ese momento será España la que tenga la sartén por el mango, no deja de ser gracioso que los políticos gibraltareños, muy british ellos a la hora de culpar a los demás, hayan tenido la desfachatez de acusar a nuestro país de quererles llevar a la ruina... como si el único responsable, tanto de su hipócrita prosperidad actual, como de que en un futuro se les acabe -ojalá- el chollo, no sea otro, se mire como se mire, que el gobierno de Su Graciosa Majestad, a la cual por cierto nunca le he encontrado la menor gracia.


Publicado el 19-4-2017