España y Francia: tan iguales, tan distintas...



Saturno devorando a su hijo, de Goya, y La Libertad guiando al pueblo, de Delacroix.
Quizá los dos mejores símbolos de los siglos XIX español y francés



Suele ser un lugar común, dentro de la historiografía española clásica, echar la culpa del atraso secular de nuestro país al espantoso siglo XIX que tuvimos la desgracia de padecer, una centuria que supuso el surgimiento de la Revolución Industrial y el asentamiento de la democracia en los principales países europeos mientras España se sumía en una crisis económica sin precedentes dentro de un marco político y social terriblemente agitado, con varias guerras civiles incluidas. Por si fuera poco, esta maldición decimonónica se prolongaría durante buena parte del siglo XX, con el estrambote añadido de la larga dictadura franquista, convirtiéndose en una de las etapas más sombrías de la reciente historia española.

Aunque una parte importante de esta visión pesimista del siglo XIX español se la debemos a los escritores de la generación del 98, que lo hubieron de padecer en carne propia, lo cierto es que un análisis objetivo de este período histórico español no tiene por menos que producir escalofríos: comenzó el siglo con un rey inepto -Carlos IV- dominado por un primer ministro -Godoy- tan ambicioso como imprudente; continuó con la invasión francesa que provocó la Guerra de la Independencia dejando a España completamente arrasada -si hubo una victoria pírrica en la historia de nuestro país fue precisamente ésta-; siguió con el funesto reinado del monarca más canalla -Fernando VII- que hemos tenido la desgracia de padecer y, cuando a la muerte de éste las ideas liberales consiguieron asentarse, nos encontramos con la primera de las varias guerras carlistas y con una reina -Isabel II- que, a semejanza de su abuelo, si por algo se caracterizó durante su largo reinado fue principalmente por su ineptitud. Por el camino se quedaría también la mayor parte del vasto imperio colonial español, justo en la época en la que otras potencias europeas como Inglaterra o Francia comenzaban a ensanchar los suyos.

Por si fuera poco, la España isabelina estaría lastrada por una inestabilidad política crónica en la que los espadones de todo tipo de ideologías solían llegar al poder mediante el expeditivo método del golpe de estado. Destronada la de los tristes destinos, en acertada definición de Galdós, por la revolución Gloriosa de 1868, el país entraría en un nuevo período de inestabilidad con disturbios de todo tipo -tercera guerra carlista, insurrección cantonal, guerra de Cuba-, un efímero ensayo de monarquía constitucional -la de Amadeo de Saboya-, una todavía más efímera Primera República -cinco presidentes en ni siquiera dos años de existencia- y, como colofón, un golpe de estado -uno más- que restauraría a la monarquía en la figura de Alfonso XII.

Este rey, sin duda el más presentable de todos los borbones, al menos desde Carlos III, y probablemente escarmentado en la cabeza de su madre, quizá hubiera podido encauzar la convulsa deriva del país auxiliado por la sensata construcción política de Cánovas, la denominada Restauración, pero por desgracia fallecería a los 27 años de edad, tras sólo diez de reinado.

El sistema, sin embargo, aguantó razonablemente bien; pacificada España e iniciada, con décadas de retraso respecto a nuestros vecinos, una tímida recuperación económica, la Restauración sería capaz de afrontar con éxito dos crisis tan graves como la muerte de Alfonso XII en 1885, que abriría paso a una larga regencia, y la guerra con los Estados Unidos en 1898, saldada con una rotunda derrota y la pérdida de los últimos jirones de nuestro imperio colonial.

Al iniciarse el siglo XX todo parecía indicar que España podría dejar atrás la pesada losa que tanto la había aplastado en la centuria anterior, pero quiso el destino que otro rey nefasto -Alfonso XIII- accediera al trono en 1902 cerrando la etapa de la regencia. Alfonso XIII, además de tener un talante afín al autoritarismo -es sabido que, pese a la neutralidad española, durante la I Guerra Mundial no ocultó sus simpatías por el militarismo germánico-, cometió el imperdonable error de perpetuar el sistema político implantado por Cánovas varias décadas atrás, renunciando a profundizar en la democracia que tanto necesitaba España.

Antes de seguir adelante quisiera comentar que, pese a las justificadas críticas a la Restauración en base a que se trataba de una democracia meramente formal que poco tenía de verdadera, ya que consolidaba el caciquismo tradicional al tiempo que convertía el amaño de las elecciones en algo habitual, yo considero que en su momento fue beneficiosa para el país, como lo demuestran los años que siguieron a su implantación. Cierto es que en unas circunstancias normales el invento político de Cánovas hubiera dejado mucho que desear, pero conviene no olvidar que la España del último tercio del siglo XIX pasaba por cualquier cosa excepto por una situación normal, por lo cual mucho es de temer que un régimen democrático real hubiera fracasado tal como fracasó, tan sólo unos años antes, el frustrado experimento de la I República. Dicho con otras palabras, no estaba el horno para bollos.

Si se me permite recurrir a un símil, diré que a mí me gusta comparar a Cánovas con un médico que, encontrándose con que el paciente tenía una pierna rota, procede a escayolársela. Evidentemente una pierna escayolada no es una situación normal y ni tan siquiera agradable, pero resulta necesaria para que la fractura se pueda curar. Y eso es lo que hizo Cánovas, renunciar a lo deseable, pero en esas condiciones inviable, para montar un edificio político que, con todas sus imperfecciones, sirvió razonablemente bien para conseguir que España dejara atrás su larga espiral de convulsiones políticas y crisis económicas sin fin. Y lo logró, al menos hasta el citado advenimiento al trono de Alfonso XIII.

El problema surgió, volviendo al símil anterior, cuando una vez curada la fractura el médico, que entonces ya no era Cánovas, asesinado en 1897, sino el propio Alfonso XIII, renunció a retirar la escayola, con lo cual lo que durante casi tres décadas había servido de ayuda se convirtió de repente en un estorbo. Insisto, Alfonso XIII carecía de convicciones verdaderamente democráticas, por lo cual rehusó promover lo que entonces era ya una necesidad imperiosa, la evolución de la Restauración hacia una democracia real. El monarca se sentía cómodo con algo que había servido para la España de su padre y para la posterior regencia de su madre, pero no para la suya, y las consecuencias las acabaríamos pagando todos. Tras el golpe de estado de Primo de Rivera, que Alfonso XIII apoyó sin la menor reticencia y, casi diríase, que con entusiasmo, la caída del dictador en 1930 arrastraría la del rey, que una vez desaparecido Primo de Rivera lograría mantenerse en el trono tan sólo durante apenas un año. El 14 de abril de 1931 caía la monarquía y se proclamaba la II República, por desgracia una nueva esperanza fallida.

El resto de la historia es de sobra conocido. Pese a que la II República, tras la cual se hallaban las mentes más preclaras de España, suponía uno de los sistemas políticos más avanzados de su época, de nuevo el atraso secular del país, auxiliado en esta ocasión por el auge de los fascismos en Europa, haría que la República se fuera al garete tras tan sólo seis años de agitada existencia. Y fue una lástima, porque las intenciones no podían ser mejores. Por desgracia, tanto la derecha reaccionaria por un lado, como la izquierda ultramontana por el otro, se encargarían de hacer inviable el proyecto que, ya tocado de muerte, sería rematado por la sublevación militar de 1936, lo que condujo a una sangrienta guerra civil rematada por varias décadas de ominosa dictadura franquista.

Una vez terminado este rápido repaso a los dos últimos siglos de la historia española, mi intención es la de compararla con idéntico período de uno de nuestros vecinos más afortunados que nosotros, concretamente Francia. ¿Por qué Francia? Bien, podría haberlo hecho también con cualquier otro país, pero por distintas razones considero a Francia la más comparable con nosotros, al menos en lo que a mi enfoque se refiere. Gran Bretaña siempre se movió conforme a unos parámetros muy diferentes a los nuestros, e Italia estuvo fragmentada hasta bien entrado el siglo XIX. El caso de Alemania es también similar, con el agravante de que, al igual que ocurre con Gran Bretaña, se trata de un país de tradición germánica, muy diferente a la de los países latinos. Puesto que Portugal, además de ser mucho más pequeño, siguió durante esta época un proceso bastante similar al de España, el descarte de todos los demás nos deja tan sólo a nuestros vecinos de allende los Pirineos.

Pero es que además, he de reconocerlo, Francia siempre ha sido para mí el espejo en el que debería haberse mirado España para resolver sus crisis crónicas. O, si se prefiere, me gustaría que España hubiera sido como Francia. Por otro lado se trata de un país de raíz latina y en parte mediterránea, y asimismo de tradición católica, por lo que reúne unos elementos que podrían haber sido aplicados en nuestro propio país a diferencia de los equivalentes de las naciones germánicas o nórdicas, mucho más diferentes por tradición, por cultura e incluso por religión, dado que, se quiera o no, el protestantismo implantaría en sus respectivas sociedades, para bien o para mal, unas improntas de las que carecen los países católicos.

Y no se me diga que buena parte de la culpa del atraso secular español la tiene el catolicismo; puede que en nuestro país fuera así, no digo que no, pero conviene no olvidar que Francia siempre ha sido mayoritariamente católica y que, pese a ello, jamás se vio constreñida por esta losa. Claro está que, mientras los artistas españoles pintaban vírgenes y santos, sus colegas franceses preferían reflejar en sus lienzos a jóvenes desnudas en escenas mitológicas. Y mientras los reyes españoles mantenían escondidas a sus amantes, a las que acabarían encerrando en conventos, los monarcas franceses instalaban a sus favoritas en los palacios. Puede que sea aquí donde radique la diferencia y no en el mero catolicismo, ya que todos lo eran.

Dejémonos, no obstante, de digresiones, y demos un rápido repaso a los dos últimos siglos de historia francesa, arrancando justo antes de la revolución de 1789. Por entonces la monarquía gala era tan absolutista como la española y como cualquier otra europea a diferencia de la inglesa, ocupando el trono un rey -Luis XVI- al que se le podría comparar perfectamente con su coetáneo Carlos IV, puesto que ambos reunían las condiciones de ser bienintencionados e ineptos. Quizá podríamos remontarnos todavía más hasta el megalómano Luis XIV, que a punto estuvo de arruinar a Francia pese a sus sonados éxitos militares, o tan sólo hasta su sucesor, el indolente y anodino Luis XV, pero nos bastará con el período elegido.

La Revolución francesa, como es sabido, se llevó por delante las cabezas de los monarcas, el desgraciado Luis XVI y la frívola María Antonieta, al tiempo que cometía la audacia, insólita en la Europa de entonces, de abolir la monarquía proclamando la república. Como suele ocurrir con la mayoría de las revoluciones, el idealismo inicial acabaría derivando hacia la tiranía y el terror. El segundo acabaría años después con la llegada al poder de Napoleón Bonaparte; no así la primera, puesto que el general corso, no contento con haberse convertido en el amo de Francia, llevaría su audacia hasta el extremo de proclamarse emperador en 1804, traicionando así todos los ideales republicanos aunque, justo es reconocerlo, su imperio de nuevo cuño llevaba consigo indiscutibles avances respecto a la acartonada monarquía borbónica.

La megalomanía napoleónica tuvo su abrupto fin tan sólo once años más tarde, tras su segunda y definitiva derrota en Waterloo en 1815. Derrocado Napoleón y prisionero de los ingleses en la lejana isla de Santa Elena, las potencias europeas decidieron restaurar en Francia la dinastía borbónica en la figura de Luis XVIII, hermano del desdichado Luis XVI, lo que suponía un retorno -teórico, puesto que el imperio napoleónico poco tenía de democrático- al absolutismo real.

La vuelta atrás -en todos los sentidos- del régimen político francés duró tan sólo quince años y dos reinados, el de Luis XVIII (1815-1824), que aunque absolutista intentó contemporizar con los nuevos tiempos, y el de su hermano y sucesor Carlos X (1824-1830), mucho más ultramontano que éste y menos escrupuloso a la hora de imponer su real autoridad, lo que acabaría costándole el trono tras la revolución de 1830. A Carlos X le relevaría su pariente Luis Felipe de Orleans, perteneciente a una rama secundaria de los borbones, significado por su talante liberal -había apoyado a la Revolución francesa de 1789- y que, como tal, implantó una monarquía parlamentaria en Francia. Pese a estos indiscutibles méritos acabaría asimismo destronado por la revolución de 1848, no sin antes sufrir varias insurrecciones fallidas, tanto borbónicas como republicanas, tales como la de junio de 1832, inmortalizada por Víctor Hugo en Los miserables.

Fue entonces, y sólo entonces, casi 60 años después de la toma de la Bastilla, cuando se proclamó la II República Francesa... de existencia efímera, puesto que su primer presidente, Luis Napoleón Bonaparte, sobrino del antiguo emperador, tras sólo tres años como presidente de la República daba en 1851 un golpe de estado, proclamándose emperador un año más tarde. Napoleón III se mantuvo en el trono hasta 1870, fecha en la que la desastrosa derrota francesa en la guerra contra Alemania provocó su caída y la de su imperio de opereta. La corona gala caía de nuevo al fango, esta vez para no ser recuperada más... aunque los borbones estuvieron muy cerca de volver por tercera vez al trono francés.

Éste es un episodio histórico muy poco conocido en nuestro país. Tras la caída de Napoleón III en 1870, como es sabido, se proclamó la III República. Pero en aquel momento el partido borbónico todavía era bastante poderoso en Francia, tanto es así que la candidatura de su pretendiente Enrique de Artois, nieto de Carlos X, a punto estuvo de imponerse. De hecho, en 1873 llegó a estar preparada su entrada triunfal en París como Enrique V, y sólo algo en el fondo tan trivial como su rotunda negativa a aceptar la enseña tricolor como bandera de Francia, a diferencia de Luis Felipe de Orleans, que sí la había acatado, frustró una nueva restauración monárquica en Francia. Por cierto también hubo otro pretendiente de la rama de Orleans, el nieto de Luis Felipe, aunque finalmente ambos pretendientes llegarían a un acuerdo en favor del primero.

Así pues se asentó, casi por pura carambola, la III República, aunque a un coste realmente alto; entre marzo y mayo de 1871 tuvo lugar la insurrección de la Comuna de París, saldada con un balance aterrador: se calcula en al menos 30.000 los muertos, muchos de ellos ejecutados sumariamente por las tropas gubernamentales, y asimismo fueron numerosos los encarcelados (38.000) y deportados a las colonias (7.000). París estaría sometida a la ley marcial durante cinco años.

La III República se mantuvo hasta la ocupación nazi de 1940, embarcándose en 1914 en la I Guerra Mundial principalmente por su afán de revanchismo contra Alemania, que no sólo ha había humillado en Sedán en 1870, sino que además le había arrebatado las regiones de Alsacia y Lorena. Aunque Francia fue una de las potencias ganadoras, el precio pagado por la victoria, tanto en vidas humanas como material, fue aterrador.

Mucho peor le iría a Francia durante la II Guerra Mundial, derrotada y humillada por las tropas de Hitler. En cuanto a su ocupación por los nazis poco es lo que puedo añadir que no sea de sobra conocido, salvo resaltar el hecho de que durante esos años se puede decir que hubo una guerra civil larvada entre los partidarios del régimen de Vichy, aliado de Alemania, y la resistencia a las órdenes de De Gaulle, con bastante colaboracionismo por parte de la población civil, dicho sea de paso. Por esta razón, una vez liberada Francia por los aliados las represalias contra los colaboracionistas serían tan comunes como duras, algo sobre lo que los franceses actuales pasan de puntillas.

Terminada la II Guerra Mundial un cambio constitucional propició el surgimiento de la IV República. Ésta se mantuvo vigente, a trancas y barrancas, hasta 1958, siempre dentro de un clima político de gran inestabilidad lastrado además por diferentes descalabros coloniales tales como el de Indochina (1954) o el más serio de Argelia, con una cruenta guerra que se prolongaría desde 1954 hasta la independencia de esta nación africana en 1962. Asimismo, fue en esta época cuando se gestaron las independencias -por lo general pacíficas- ­de la mayor parte de su imperio colonial.

La guerra de Argelia a punto estuvo de provocar un golpe de estado, e incluso se corrió el riesgo del estallido de una guerra civil. Finalmente en 1958, y como último recurso, se entregó el poder al general de Gaulle, héroe de la II Guerra Mundial, el cual forzó la redacción de una nueva constitución que incrementaba notablemente las competencias del jefe de estado. Había nacido la V República, la misma que sigue vigente en la actualidad. Conviene recordar que el talante de de Gaulle era bastante autoritario; aunque a diferencia de dictadores como Franco supo respetar la legalidad, procuró adaptar ésta a sus propios intereses, otorgando a la presidencia francesa unos poderes mucho mayores que los que ostentan los poco más que simbólicos presidentes de la mayoría de las repúblicas europeas.

Y así termino con este breve repaso a la historia reciente francesa, con la intención de demostrar, al compararla con la española, que nuestros vecinos del norte tuvieron unos avatares tan agitados, cuanto menos, como los nuestros. Veámoslo a modo de resumen:


REYES INEPTOS, AUTORITARIOS O DIRECTAMENTE CRIMINALES


España, Carlos IV, Fernando VII, Isabel II, Alfonso XIII. A ellos habría que sumar también el dictador Franco.

Francia, Luis XVI, Napoleón I, Luis XVIII, Carlos X, Napoleón III.


REVOLUCIONES, GOLPES DE ESTADO Y CAMBIOS DE RÉGIMEN


España, revolución liberal de 1920, diversas asonadas de distinto signo durante el reinado de Isabel II, revolución Gloriosa de 1868, monarquía parlamentaria de Amadeo de Saboya (1870-1873), Primera República (1873-1874), golpe de estado de Martínez Campos (1874), dictadura de Primo de Rivera (1923-1930), II República (1931-1939), golpe de estado de Sanjurjo (1932), Revolución de Asturias (1934), insurrección militar (1936), dictadura franquista (1936-1975).

Francia, Revolución Francesa de 1789, proclamación del imperio napoleónico de 1804, restauración borbónica (1815), Revolución de Julio (1830), monarquía de Luis Felipe (1830-1848), Revolución de Febrero (1848), II República (1848-1852), Segundo Imperio (1852-1870), III República (1870-1940), ocupación alemana y régimen fascista de Vichy (1940-1944), gobierno provisional (1944-1946), IV República (1946-1958), amago de golpe de estado (1958), V República (1958-hasta la actualidad), revueltas estudiantiles de mayo del 68 (1968).


GUERRAS CIVILES Y CONFLICTOS COLONIALES


España, emancipación de las colonias americanas (1808-1929), Guerra de la Independencia (1808-1814), guerras carlistas (primera, 1833-1840; segunda, 1846-1849; asonada de 1860; tercera, 1872-1876), guerras de Cuba (1868-1878 y 1895-1898), conflicto de las Carolinas (1885), guerra de Filipinas (1896-1898), guerras de África (1859-1860 y 1911-1927), Guerra Civil (1936-1939). Excluyo las guerras con otros países extranjeros tales como la del Pacífico (1864-1866) o la hispano-norteamericana de 1898 -en realidad el colofón de las guerras de Cuba y Filipinas-, por no tratarse de conflictos internos, así como a otras escaramuzas menores tales como la guerra de Ifni (1958).

Francia, aparte de las ya citadas revoluciones, habría que citar las jacqueries (sublevaciones campesinas) (1789-1792), la guerra de la Vendée (1793-1796), el Terror (1794-1795), la Reacción (1795-1799), el Terror Blanco (1815), la Comuna de París (1871), la ocupación nazi y el colaboracionismo de Vichy (1940-1944), y numerosas guerras coloniales, en especial la de Indochina (1946-1954) y la de Argelia (1954-1962).




Como puede comprobarse, poco es lo que tienen que envidiarnos los franceses a los españoles en lo tocante a historia agitada en los dos últimos siglos, y a ello tenemos que añadir las hecatombes que supusieron para Francia las campañas napoleónicas y las posteriores sangrías de las dos guerras mundiales, sin olvidarnos tampoco de la catástrofe de la guerra franco-prusiana de 1870. Puede que en lo tocante a conflictos civiles les ganemos, pero probablemente Francia ha sufrido mucho más por las guerras que España.

Y sin embargo... pese a todos estos reveses, pese a todos sus conflictos sociales, económicos o bélicos, Francia jamás dejó de ser, ni tan siquiera con posterioridad a la caída de los dos Napoleones, una gran potencia europea no sólo política y militar, sino asimismo económica, científica y cultural. Por el contrario, el colapso de España a partir del nefasto reinado de Fernando VII fue tan profundo que tardaría muchas décadas en levantar cabeza, sin llegar a ser ya más que una pequeña nación totalmente irrelevante en el concierto europeo, que entonces era como decir mundial.

Pese a haber quedado literalmente exhausta, y a que el Congreso de Viena le despojó de todas sus adquisiciones territoriales de los períodos revolucionario y napoleónico, ya en 1830, tan sólo quince años después de Waterloo, Francia comenzaba a forjar su segundo imperio colonial ocupando Argelia. En años sucesivos la soberanía francesa, con independencia de los bruscos cambios de régimen político a los que estuvo sometido el país, se extendería por parte del Magreb (Túnez y Marruecos), Indochina, por vastos territorios del África Negra y subsahariana o por el Pacífico, interviniendo asimismo activamente en Turquía (guerra de Crimea, 1854-1856), en la reunificación italiana, incluida una guerra con Austria (1859), en México, con la fallida entronización del emperador Maximiliano (1861-1867), o en China, junto con otras intervenciones de menor fuste. De hecho, la política exterior francesa, incluida su vertiente imperialista, no se vería afectada por ningún cambio de régimen.

Y mientras tanto, Francia siempre estuvo a la cabeza del arte, de la literatura y de la ciencia mundiales. En España, por el contrario, la mayor parte de nuestros artistas y literatos no alcanzaron, pese a su calidad, otra celebridad propia que la nacional, salvo excepciones, eso sin contar con los que directamente emigraron a Francia tal como aconteció, por poner un ejemplo conocido, con Picasso.

En cuanto a la ciencia española del siglo XIX mejor no hablar, y no por carencia de científicos notables, que los hubo, sino porque éstos no encontraron el menor apoyo por parte de unos gobiernos cuya preocupación por el progreso y el avance del saber era mínima. Que se lo digan, por ejemplo, a Monturiol, a Isaac Peral, a Torres Quevedo o a Juan de la Cierva, o por poner un ejemplo más reciente a Severo Ochoa.

Podríamos seguir hablando sobre las diferencias, en ocasiones abismales, existentes entre los dos países, pero pienso que con lo ya dicho es suficiente. Por lo tanto, vayamos al verdadero meollo de la cuestión: ¿Cuál es la razón por la que, pese a todas sus tribulaciones, que las tuvo y muy profundas, Francia siempre salió adelante mientras que España, con unos avatares bastante similares, se hundía para no poderse volver a levantar? Desde luego no podemos echar toda la culpa a los borbones, aunque sin duda parte de ella la tuvieran...

Aquí, evidentemente, se pueden plantear varias hipótesis, pero para mí hay una diferencia que considero fundamental: la sociedad francesa no sólo era más rica materialmente, sino también mucho más sólida que la española. Desde luego el clima y la geografía de los dos países han resultado ser durante siglos un factor fundamental, al menos mientras la base de las economías nacionales fue la agricultura, sin olvidarnos tampoco de que la intrincada orografía española dificultó hasta épocas muy recientes la vertebración de las diferentes regiones de nuestro país.

Esto, sin duda, fue un factor fundamental, pero conviene no olvidar otro asimismo importante, el humano. Francia no sólo estuvo siempre más poblada que España, sino que además contó tradicionalmente con una burguesía, o una clase media, muy sólida que hizo de sostén, a la par que de colchón, del conjunto de la sociedad de su país. No olvidemos que la Revolución Francesa fue promovida por la burguesía, y que es a esta clase social a la que debe el país vecino la mayor parte de sus avances políticos y sociales a lo largo de los siglos XIX y XX, incluyendo claro está la propia industrialización iniciada en el siglo XIX.

Por el contrario, España ha sido tradicionalmente un país en el que la derecha terrateniente y reaccionaria, enemiga en muchas ocasiones de la industrialización por lo que ésta significaba de progreso, tan sólo ha tenido, como único contrapeso, un proletariado pobre hasta la médula y en muchas ocasiones famélico, mientras la clase media fue sido hasta hace bien poco un factor poco más que marginal. Sólo así se explica que, siendo España pionera en proyectos políticos tan avanzados para sus respectivas épocas como la Constitución de 1812 o la II República, por poner tan sólo dos ejemplos, acabaran fracasando en nuestro país todos los intentos por hacer que éste avanzara en el aspecto económico, el político y el social, que en el fondo vienen a ser todos lo mismo. Se da la cruel paradoja de que jamás hemos carecido de una élite intelectual capaz de pergeñar escenarios muy sensatos para encauzar el progreso del país, pese a lo cual siempre se ha solido tropezar con actitudes tan hispánicas como el “¡Vivan las caenas!”, el “Lejos de nosotros la funesta costumbre de pensar” o el más reciente “Que inventen ellos”. Y así nos va.

No quiero terminar este artículo sin mencionar otro aspecto en el que los franceses nos han dado siempre sopas con honda, la propia construcción del estado nacional. Aunque con notables diferencias en su evolución a lo largo de la Edad Media, tanto España como Francia comenzaron a consolidarse como estados modernos durante el Renacimiento, España mediante la fusión de todos los reinos peninsulares a excepción de Portugal, y Francia reabsorbiendo poco a poco los antiguos estados feudales que, como los ducados de Borgoña o de Bretaña, se habían llegado a convertir de hecho en territorios independientes aprovechando la debilidad de los reyes franceses.

En cualquier caso España completó pronto, a principios del siglo XVI, su construcción territorial incluyendo incluso temporalmente a Portugal (1578-1640), mientras Francia seguía redondeando su territorio en épocas más tardías como la de Luis XIV, que se anexionó a costa de España el Rosellón catalán o el sur de Flandes, así como las provincias alemanas de Alsacia y Lorena. A ellas se sumarían, en vísperas casi de la Revolución Francesa, la isla de Córcega, en esta ocasión mediante compra y ya más que mediado el siglo XIX, durante el reinado de Napoleón III, las hasta entonces italianas Niza y la Alta Saboya. Estoy hablando del territorio metropolitano, claro está, no de sus colonias.

Aunque el Congreso de Viena le obligó a devolver la mayor parte de las conquistas territoriales realizadas durante la República y el posterior imperio napoleónico, Francia logró mantener la integridad del territorio adquirido con anterioridad, incluyendo las citadas anexiones de Luis XIV realizadas, al menos en los casos del Rosellón y Alsacia y Lorena, sobre territorios que jamás habían sido franceses y tampoco hablaban este idioma. En el mismo caso se encontraban sus adquisiciones posteriores, Córcega, la Alta Saboya y Niza, originalmente italianas.

De todas ellas tan sólo perdió temporalmente, a raíz de la guerra franco-prusiana de 1870, la Alsacia y la Lorena, aunque ambas las recuperó en 1918. Desde entonces ambas regiones, salvo durante el breve intervalo de ocupación nazi, han continuado siendo tan francesas como el propio París.

A todo ello hay que considerar que la Francia histórica era tan heterogénea al menos como España, con un sur muy diferente al norte y con una lengua propia -el occitano-, así como con minorías hablantes de otros idiomas como la Bretaña, el País Vasco francés, las alemanas Alsacia y Lorena, el Rosellón catalanoparlante o la Córcega emparentada con sus vecinos italianos, eso sin olvidar los numerosos dialectos locales.

Y sin embargo, desde la Revolución Francesa y prácticamente sin interrupción, se produciría un proceso de asimilación que convirtió a Francia en un sólido bloque en el cual todos, o prácticamente todos, se consideran franceses al tiempo que asumen una identidad y una lengua comunes, independientemente de la deseable preservación de las respectivas identidades locales... nada que ver con la situación española, donde aun hoy en día existen sectores nacionalistas que cuestionan cada vez con mayor arrogancia la existencia misma de un país consolidado por cinco siglos de historia común y bastantes más de coexistencia entre los diversos reinos, intentando marchar cerrilmente hacia atrás -otra “cualidad” muy española- en lugar de mirar hacia adelante dentro de un entorno de integración europea. Claro está que, bien mirado, éstas son las consecuencias de una suicida política de apoyo a los nacionalismos por parte de una izquierda tan desnortada como autista, simplemente porque todos ellos fueran perseguidos en su momento por el franquismo.

Y así nos va. Mientras los franceses hacen nosotros deshacemos, dándose paradojas tan llamativas como que los vascos y los catalanes franceses, pese a no gozar ni de lejos de los amplios niveles de autogobierno -desorbitados a mi entender, vistos los comportamientos recientes de sus respectivos nacionalismos- no cuestionan en absoluto su condición de franceses, al igual que tampoco lo hacen los alsacianos, mucho más cercanos culturalmente a Alemania o los bretones o corsos, cuyos respectivos movimientos nacionalistas, aunque pudieran llegar a incordiar en el pasado, nunca pasaron de ser minoritarios y hoy en día parecen ser puramente testimoniales. De hecho, se da la paradoja de que quienes reclaman la segregación de Francia de las porciones norte de Cataluña y el País Vasco son, respectivamente, los nacionalistas catalanes y vascos... españoles.

Ésta es la diferencia, ya para terminar, entre un país que cree en sí mismo y otro que está cuestionando continuamente incluso su propia existencia, pese a la tozudez de la historia y de su evolución reciente.


Publicado el 20-9-2011
Actualizado el 11-11-2011