Juventud sin futuro... ¡pero con menudo presente!





La cigarra y la hormiga, una de las más conocidas fábulas de Esopo


De un tiempo a esta parte vengo apreciando lo que se podría considerar como una llamativa paradoja: pese a que según todos los indicadores la sociedad española está sometida a una de las crisis económicas más profundas de toda nuestra historia reciente, lo cual ha arrastrado a un ingente número de personas al borde mismo de la mera supervivencia, existen lo que se podría denominar signos externos de prosperidad o, cuanto menos, de ausencia de estrecheces que parecen chocar de forma frontal con la cruda realidad cotidiana.

Dicho con otras palabras: al menos en lo que yo puedo observar, que es lo que veo hacer a la gente en la calle, encuentro pautas de comportamiento -evidentemente me estoy refiriendo al grueso de la sociedad, no a una minoría privilegiada- difícilmente compatibles con una economía nacional al borde del colapso y con un porcentaje del veintitantos por cien de parados.

Claro está que existen explicaciones, siquiera parciales, de esta aparente paradoja: está el tema de la economía sumergida, que ya sabemos que fue en nuestro país donde se inventó la picaresca, y está también el arquetipo español que fuera soberbiamente retratado por el anónimo autor del Lazarillo de Tormes, el hidalgo literalmente muerto de hambre dispuesto a ocultar a cualquier precio su indigencia fingiendo una falsa prosperidad, aunque en ello le vaya la vida...

Evidentemente algo, o bastante de ello, debe de haber, pero ahora quisiera fijarme en concreto en un colectivo de la sociedad, los jóvenes, en los que esta discrepancia se muestra sin duda con la mayor crudeza, dado que según todas las apariencias han sabido compaginar, ellos sabrán como, una situación laboral verdaderamente angustiosa y en la mayoría de los casos muy mal pagada con lo que, de forma literal, podríamos definir como una vida padre. No me refiero, claro está, a los adolescentes que todavía dependen económicamente de sus padres, sino de aquellos que, concluidos sus estudios o su formación profesional, se supone que ya han empezado a ganarse la vida por sus propios medios, o al menos lo están intentando.

Vaya un ejemplo. Cada vez que paso por una zona -abundantes en nuestras ciudades- de terrazas de bares, aprecio que éstas, pese a no tener nada de baratas, están siempre repletas... con el añadido de que, en muchas ocasiones, el grueso de sus ocupantes son jóvenes veinteañeros, justo el colectivo objeto de mi asombro. A ello hay que sumar otras muchas muestras de consumismo desenfrenado tales como el uso y abuso de teléfonos móviles y demás cacharros electrónicos e informáticos de última generación, coche o moto propios al precio que está la gasolina, asiduas visitas a discotecas y bares de copas, ropa y calzado de marcas tampoco precisamente baratas, vacaciones en las chimbambas...

Vamos, que apostillando la frase que entre ellos se ha hecho frecuente acerca de su falta de futuro, yo añadiría que futuro puede que no tengan, pero que su presente no puede ser más satisfactorio ya que viven como pachás.

He de advertir a posibles malpensados que en mi crítica no hay el más mínimo asomo de envidia, pese a que cuando yo tenía su edad plantearme ese tren de vida era algo así como pretender comprar un billete para un viaje a la Luna... y conste que esta carencia de nivel adquisitivo no era sólo mía, sino común para el grueso de la gente de mi generación salvo excepciones, que claro está siempre había algún hijo de papá. Pero el hecho de no tener literalmente un duro durante mis años de universidad y hasta bastante después, cuando al fin conseguí estabilizar, casi a los treinta años, mi vida laboral, no me inspira la menor envidia, vuelvo a repetirlo, hacia los jóvenes de ahora. Al contrario, me alegra que la mejora económica de nuestro país les haya permitido crecer en unas condiciones mejores que las nuestras, aunque cada vez temo más que esto haya tenido lugar a costa de convertirlos en unos hedonistas irresponsables que jamás han sido preparados para afrontar los posibles reveses de la vida. Pero ésta es otra línea de análisis que merecería una reflexión propia.

Dejémonos, pues, de digresiones y volvamos al hilo principal, la aparente contradicción entre la escasez de medios económicos de los jóvenes y el suntuoso tren de vida que, según todos los indicios, están acostumbrados a llevar. Y como con el dinero pasa lo mismo que con la energía, que ni se crea ni se destruye sino tan sólo se transforma, es decir, cambia de manos, alguna explicación debería de haber para esta patente paradoja.

Y la hay, o al menos yo creo haberla encontrado. Como muestra puede valer el titular de portada de un periódico gratuito de hace tan sólo unos días, que bajo el título de “Minividas con 400 euros”, nos desglosaba las finanzas de un estudiante de 21 años que, con unos ingresos mensuales de 400 € como becario, planteaba que no podría vivir sin la ayuda de sus padres. Realmente esa cantidad es a todas luces insuficiente para emanciparse, máxime teniendo en cuenta los exagerados precios de la vivienda tanto en venta como en alquiler, pero mi sorpresa alcanzó cotas estratosféricas al leer el desglose que en el reportaje se hacía de los gastos mensuales de este chico, que eran los siguientes:

100 € en salir.
  80 € en ocio.
  60 € en deporte.
  60 € en transporte.
  50 € en ropa.

Lo que hace un total de 350 € al mes, dejándole libres tan sólo otros 50. A ello habría que sumar los 20 € semanales -es decir, 80 al mes- que le daban sus padres, amén de ayudarle en lo que necesitara y, supongo, aunque esto no se dice en el reportaje, que éstos cubrirían también sus necesidades de alojamiento y comida, dado que en ningún momento se apuntaba que estuviera emancipado.

Si hacemos un análisis pormenorizado de este desglose veremos que, salvo los 60 € destinados al transporte, y quiero pensar que se tratara de los viajes necesarios para ir a estudiar y a su trabajo de becario, al resto se le podría considerar, utilizando una terminología un tanto anticuada pero bastante precisa, gastos suntuarios, ya que incluso 50 € al mes dan realmente para mucha ropa. Dicho con otras palabras, este chico se pulía prácticamente todos sus ingresos en lo que podríamos considerar como gastos prescindibles en una situación de precariedad como la suya, al tiempo que seguía mantenido, e incluso apoyado económicamente, por sus papás.

Quede bien claro que nada más lejos queda de mi intención que dar lecciones de economía doméstica a nadie, ya que parto de la base de que cada cual es muy libre de organizar su vida como mejor le parezca siempre y cuando no perjudique a los demás. Así pues, pienso que este chico, al que considero representativo de buena parte de la juventud actual, está en su perfecto derecho de gastarse su dinero, e incluso dilapidarlo si así se le antoja, de la manera que le parezca más oportuna; pero hecha esta necesaria aclaración, me pregunto hasta qué punto están legitimados moralmente todos quienes obran así para andar luego lamentándose de que la sociedad no les depare un futuro halagüeño.

Se trata, en definitiva, de la moraleja que transmite la vieja y conocida fábula de la cigarra y la hormiga. Y que cada cual extraiga sus propias conclusiones, tal como yo he extraído las mías.


Publicado el 30-12-2011