El aceite del loro





Si prospera la prohibición gubernamental, ésta dejará de ser una imagen
habitual en bares y restaurantes españoles. Fotografía tomada de la Wikipedia


El pasado 1 de marzo de 2014 entró oficialmente en vigor, tras una prórroga de dos meses, el decreto que implantaba la prohibición de utilizar aceiteras rellenables -es decir, las de toda la vida- en los establecimientos hosteleros españoles, las cuales deberían ser sustituidas obligatoriamente por sobrecitos de plástico con dosis individuales de aceite. De esta manera, según el gobierno, se lograría “avanzar en la garantía de la calidad y autenticidad de los aceites puestos a disposición del consumidor” y “mejorar la imagen del producto” ya que, al ir etiquetados los sobrecitos monodosis y no poderse reutilizar, esto evitaría -al menos en teoría- que nos dieran gato por liebre.

Como cabe suponer, cada cual contó la feria según le iba. Los grandes envasadores, evidentemente, encantados de la vida. Los pequeños, supongo, no tanto. Y los hosteleros más cabreados que una mona ya que, con toda la razón, afirmaban que esto les supondría un sobrecoste añadido -obviamente los dichosos sobrecitos costarían bastante más caros que su equivalente en volumen de las garrafas tradicionales- a descontar de su margen de beneficios, en plena crisis económica además.

Y los consumidores, ¿qué? Pues qué quieren que les diga, a mí esta medida me parece completamente absurda desde un punto de vista práctico, aunque habrá servido, supongo, para que algún que otro político se colgara una de esas medallas que les suelen gustar más que a un tonto un lápiz. Y para que no piensen que critico por criticar, les voy a explicar las razones por las cuales he llegado a esta conclusión.

Supongan que van ustedes a un restaurante y piden una ensalada de primer plato, o que el plato que han pedido viene acompañado por una guarnición de la misma. Gracias a la nueva normativa podrán disfrutar de una pequeña dosis, porque a al ser minúscula la capacidad de los dichosos sobrecitos deberán olvidarse de regar la insulsa lechuga con un generoso chorreón de aceite para conseguir que pueda saber a algo; eso sí, este aceite será teóricamente de primera calidad y con todas las bendiciones legales y apostólicas posibles. Perfecto.

Pero como no sólo de ensaladas vive el hombre -aunque sí aparentemente algunas mujeres obsesionadas con la báscula-, es de suponer que, además de la ensalada de marras pidan ustedes al menos un segundo plato, e incluso también un primero. Platos que por lo general no irán aliñados, pero que sí estarán guisados, o fritos, con aceite. Y ahora, convirtámonos en abogados del diablo. ¿Quién nos garantiza que ese mismo restaurante que nos ha proporcionados unos escasos centímetros cúbicos de aceite de oliva hight quality no nos esté metiendo aceite de garrafón, y además en cantidades sensiblemente superiores, en los platos principales? Porque evidentemente no tenemos manera alguna de controlar lo que está sucediendo en el sancta sanctórum de la cocina. Así pues, y desde mi punto de vista, todo se queda, en la práctica, en una mera campaña de imagen.

Eso sin contar, claro está, con la acrisolada picaresca hispana. ¿Recuerdan lo que ocurrió cuando alguien obligó a las destilerías de aguardientes y licores a implantar tapones irrellenables -las cursivas son mías- en las botellas para evitar que éstas fueran rellenadas con garrafón? Faltó el tiempo para que empezaran a surgir distintos métodos de rellenado tales como el uso de unas peras, o jeringas, que inyectaban el brebaje por los intersticios del artilugio o, ya en plan más artesano, el taladrado de la base de la botella dejando un orificio por el que podía ser rellenada puesta boca abajo, orificio que posteriormente se taponaba con cera o algo similar. Así pues, los bares y discotecas de poco fiar pudieron seguir atizando garrafón a sus clientes mientras yo en mi casa me veía obligado a pelear con un artilugio incómodo que se atascaba con facilidad y que, por encima de todo, no servía más que de estorbo. Así pues, no me extrañaría en absoluto que comenzaran a salir sobrecitos de aceite más falsos que el alma de Judas Iscariote.

En cualquier caso, es de suponer que incluso los hosteleros más honrados intentarán compensar el sobrecoste añadido adquiriendo un aceite más barato -si no para las ensaladas, sí para guisar- de presumible peor calidad, con lo cual habremos hecho un pan con unas tortas. Eso sin olvidarnos de cuestiones tales como el mayor derroche, ya que por mucho que exprimas los sobres siempre quedará dentro parte del aceite o del líquido -vinagre, mostaza, mahonesa, ketchup- que contienen, o el desperdicio que supone un mayor consumo de plástico que, obviamente, habrá que reciclar o irá a parar a los vertederos.

Y no es eso todo. A mí personalmente me preocupa mucho más que el tema de las aceiteras tanto la baja calidad como la presumible falta de salubridad de los aceites y grasas vegetales que utiliza con profusión la industria alimentaria, tanto los de origen natural tales como el de palma, como los sometidos a un proceso de hidrogenación para convertirlos en margarinas ricas en las poco recomendables grasas trans. Y aunque acaba de entrar en vigor -eso sí, su aplicación será progresiva hasta 2016, según los casos- una nueva normativa europea de etiquetado que obliga a detallar el tipo de aceites o grasas vegetales utilizados en la fabricación de estos alimentos, quedan fuera de esta norma las citadas grasas trans y, al parecer, también las de origen animal. En cualquier caso, si de algo pecan los alimentos preparados industrialmente es de un exceso de aceites y grasas con independencia de su origen o de su calidad, por lo cual no son precisamente la mejor opción si se quiere llevar una dieta sana.

Ah, se me olvidaba lo más gordo. Pese a que la prohibición de usar aceiteras era inicialmente un proyecto de reglamento europeo, finalmente la Comisión Europea acabó retirándolo, por lo que a la hora de la verdad el gobierno español ha sido el único que la ha llevado a la práctica. ¿Somos los más chulos o, por el contrario, los más tontos del barrio?

El caso es que al día de hoy, casi un año después de la implantación de esta norma, me siguen poniendo aceiteras en algunos bares y restaurantes a los que he ido... y, huelga decirlo, no tengo la menos intención de denunciarlos.


Publicado el 31-12--2014