Reflexiones sobre los nacionalismos







El nacionalismo es una enfermedad infantil, el sarampión de la humanidad.

Albert Einstein


Existen los partidarios de los derechos humanos, y los que piensan que los derechos son inherentes a los territorios, los que mantienen que el ser -es decir, la identidad étnica- cuenta más que el estar -o sea, la igualdad constitucional- y quienes opinan todo lo contrario, los que creen que sólo hay que abrir el estado de derecho por arriba, hacia la unidad europea, y los que desean desguazarlo por abajo, hacia las inalcanzables y legendarias “realidades nacionales” que vayan proponiéndose.

Fernando Savater


Todo imbécil execrable, que no tiene en el mundo nada de que pueda enorgullecerse, se refugia en este último recurso, de vanagloriarse de la nación a que pertenece por casualidad.

Arthur Schopenhauer


El nacionalismo es la chifladura de exaltados echados a perder por indigestiones de mala historia.

Miguel de Unamuno



El origen de este artículo no fue otro que una charla informal e impremeditada (y, aunque parezca mentira, civilizada) con mis amigos sobre el tema de los nacionalismos ya que, tras manifestar yo mi desinterés hacia cualquier tipo de nacionalismo sin excepción alguna, me llamaron la atención sobre la aparente contradicción que surgía entre mi postura digamos anacionalista (que no antinacionalista, siempre he evitado ser antinada) y mi nunca negado alcalainismo natal no sé si militante, pero sí desde luego evidente.

En realidad, así lo expliqué y así lo expondré a continuación, para mí no existe tal contradicción no ya en mi caso particular, que sería mucho descaro por mi parte, sino en general. Pero antes de llegar a esta conclusión conviene que comente por separado ambas cuestiones previamente a compararlas.

Es completamente cierto, y nunca lo he ocultado, que intento estar por encima de cualquier tipo de nacionalismos, una sensibilidad política de la que recelo, y me da exactamente igual que estemos hablando de nacionalismos estatales como el español (o el francés, o el norteamericano...) o bien de nacionalismos periféricos estilo, por lo que nos afecta, el catalán, el vasco, el gallego... o el corso, el bretón, el escocés o cualquier otro. Y por supuesto, no me parece en modo alguno coherente la postura de ciertos sectores de la izquierda política española que, al tiempo que rechazan de plano al nacionalismo español encarnado años atrás en el franquismo y en la actualidad por el partido Popular, coquetean con otros nacionalismos periféricos que, desde un punto de vista teórico, en poco se diferencian de éste salvo en el tamaño de su ámbito territorial y en el hecho de que no dispongan de estado propio, junto con la circunstancia evidente de encontrarse en un permanente conflicto de intereses con el primero. Huelga decir que, desde este punto de vista, todavía entiendo menos que haya formaciones políticas que, dando una peculiar pirueta, pretendan esgrimir de forma simultánea la doble condición de ser nacionalistas y ser de izquierdas, puesto que basta con tener unas nociones elementales de teoría política para llegar a la conclusión de que se trata de dos conceptos antitéticos de muy difícil conciliación, por no decir mutuamente excluyentes.

¿Por qué razón rechazo yo, a título personal, todo cuanto huela a nacionalismo de cualquier tipo? Bien, probablemente el origen de esta aversión haya que buscarlo en mis años de infancia, cuando hube de soportar -eran los tiempos del posfranquismo tardío- una “educación” que no pasaba de ser, en lo que a la política respecta, un burdo adoctrinamiento plagado de parafernalias y memeces que me sirvieron, eso sí, de saludable vacuna, de modo que cada vez que desde entonces oigo la palabra “patria” no puedo evitar ponerme en guardia. Y desde luego, no me dejo deslumbrar por la falsa idea, tan extendida durante la Transición y, más inexplicablemente, incluso todavía ahora, de que el hecho de haber sido perseguido por el franquismo otorgaba de forma automática el marchamo de impoluto demócrata, como si entre los antifranquistas no hubiera habido literalmente de todo.

Claro está que no basta sólo con esta explicación. Lo cierto es que de forma innata siempre he tendido hacia el cosmopolitismo, ya que me revientan las fronteras y todo cuanto huela a barrera de cualquier tipo. Y, por qué no reconocerlo, siento envidia de los Estados Unidos de América, ya que nada me gustaría más que la existencia de unos equivalentes Estados Unidos de Europa. Añadamos también que aborrezco todo cuanto tenga que ver con clanes, tribus, camarillas o grupitos excluyentes en razón del origen o el nacimiento, o que tengo la convicción de que el nacionalismo no deja de ser, a la postre, sino un tipo de egoísmo colectivo...

En realidad me gustaría ir todavía más allá. Mi ideal de los ideales (y por lo tanto irrealizable) sería que tan sólo existiera una nación llamada Tierra. Por desgracia, las diferencias culturales, sociales y económicas entre las distintas regiones mundiales son tan enormes que hoy por hoy esto resulta una utopía. No obstante, y pese a todo, sí aliento unas razonables esperanzas de que en Europa las cosas pudieran ir a mejor en el sentido que yo deseo tal como lo han venido haciendo durante las últimas décadas, aunque por desgracia los nacionalismos, estatales en este caso, están suponiendo unas trabas muy considerables a la unidad europea, y ahí está el caso de la Constitución Europea para demostrarlo. Pese a todo, y pese también a que me saben a poco, los avances son innegables. Dicho con otras palabras, ya que no puedo ser mundialista, intento ser al menos europeísta, y esto excluye cualquier tipo de simpatías no sólo hacia el nacionalismo español sino asimismo, por idénticos motivos, también hacia los periféricos.

Por otro lado, y dado el contexto histórico en el que nos movemos, encuentro que los nacionalismos no son ahora mismo sino una rémora y un obstáculo para lograr la meta deseable de una Europa sin fronteras. Soy de la opinión de que a escala estatal tanto en España como en cualquier otro país europeo los nacionalismos han cumplido ya su ciclo histórico y que, con todo lo bueno y todo lo malo que pudieron haber aportado en su día, pertenecen ya a un pasado, el romanticismo político del siglo XIX, tan colorista como falso, que convendría dejar definitivamente enterrado. Máxime, si consideramos la obsesión de los nacionalismos por idealizar, cuando no sacralizar, determinados períodos históricos convenientemente elegidos y presentados falsamente como utópicos, algo completamente diferente al deseable análisis crítico y reflexivo de la historia como única manera de evitar la repetición de antiguos errores.

Esto, claro está, sin considerar lo enormemente dañinos que han podido llegar a ser los nacionalismos exacerbados, y ahí están desde las dos guerras mundiales hasta las más recientes de Yugoslavia para demostrarlo, sin olvidarnos tampoco, y se trata de algo que por desgracia nos pilla muy de cerca, cuando son utilizados como coartada para “justificar” (es un decir) algo tan repugnante e inmoral como el terrorismo de cualquier ralea.

Por supuesto excluyo de este análisis cualquier tipo de conflicto colonial, y no porque tienda a culpar sistemáticamente, tal como lo hacen ciertos sectores izquierdistas de forma tan irreflexiva como ingenua, a la potencia colonial a la par que exculpo a los colonizados que, pese a todo, en ocasiones pueden llegar a ser unos perfectos cabestros, sino porque se trata de una problemática muy distinta que como tal debe ser considerada por separado.

Evidentemente no todos los nacionalismos son iguales, por lo que resultaría injusto meterlos en el mismo saco. Pero con todos los matices que se quiera, lo cierto es que, por su propia naturaleza, siempre tienden a crear barreras entre “nosotros” y “ellos”, a veces brutales y a veces sutiles pero en todos los casos reales. Otro de los vicios habituales de los nacionalismos suele consistir en llevar a la práctica la conocida máxima de “quien no esta conmigo está contra mí”, de modo que si un nacionalismo considera suyos un territorio, una lengua o ambas cosas, siempre mirará como rivales, o cuanto menos como ajenos, a quienes no pertenezcan a su colectivo o rehusen asimilarse a él, al tiempo que tenderá a considerar que el nacionalismo se adquiere a la par que el apellido, es decir, por nacimiento, sin la menor posibilidad de disidencia salvo, claro está, que el “renegado” de turno se haya vendido al nacionalismo contrario.

Como corolario de lo anterior se concluye que a un nacionalista siempre le resultará extremadamente difícil admitir que alguien prefiera no serlo, en especial cuando ese “alguien” procede del colectivo social al que pretende representar de forma tan excluyente como absoluta. Claro está que no todo el mundo tiene por qué estar de acuerdo, aunque han sido necesarios treinta años de sarampión nacionalista para que empiecen a surgir los primeros síntomas de que las cosas comienzan lentamente a cambiar en sus propios patios traseros, donde la gente está empezando a reivindicar algo tan evidente como es su derecho a no ser nacionalista sin con ello renegar de sus raíces ni, mucho menos, pasarse al bando contrario del nacionalismo “español”.

Éste es el caso de la recién creada plataforma Ciudadanos de Cataluña, un movimiento de intelectuales catalanes nada sospechosos de connivencia con la derecha española que, sin renunciar en ningún momento a ser catalanes, defienden un modelo de sociedad que no esté dominado por los nacionalismos... Algo, por cierto, a lo que encuentro ciertas similitudes con hechos históricos pasados, pero no tan antiguos, tales como la lucha por una sociedad laica frente al predominio abusivo de la religión en la vida pública; porque, en definitiva, el nacionalismo y la religión tienen en común la posibilidad de recurrir a la fe, en lugar de a la razón, para movilizar a sus respectivos fieles sin necesidad de tenerlos que convencer previamente de la bondad de sus reivindicaciones. No vivo en Cataluña y por supuesto miro con lupa las versiones que dan los periódicos de las distintas tendencias, pero tal como afirman Boadella y sus compañeros, a los que presumo bien informados, este fervor nacionalista tan exacerbado ha sido creado y alimentado por los políticos en busca de su propio interés, mientras la gente de la calle se toma las cosas con mucha más calma... si le dejan, claro.

Similar es también el caso del filósofo Fernando Savater y el movimiento ciudadano ¡Basta ya!, aunque la problemática vasca es sin duda mucho más preocupante y grave que la catalana al existir una atmósfera de violencia y amedrentamiento que excede con mucho del terrorismo propiamente dicho. No obstante, ambos tienen en común el rechazo hacia la hegemonía nacionalista en unas sociedades plurales que han demostrado hasta la saciedad su deseo de no ser encorsetadas; un rechazo, y esto es importante, que ha partido de sectores ajenos a la política, algo que debería hacer reflexionar a los políticos españoles (e incluyo en este apartado también a los nacionalistas periféricos) y en especial a aquellos que son verdaderamente de izquierdas y no se limitan a usar esta bandera como mero disfraz electoral. Por ello, siempre resultaría muy positivo poder librarnos de estos resabios decimonónicos que, pese a su anacronismo, siguen teniendo tanto predicamento.

Por esta razón, jamás entenderé ese tipo de encuestas en las que a la gente le preguntan si se siente más catalán (o vasco, o extremeño, o gallego...) que español, ya que no le veo la posible incompatibilidad por ningún lado. De hecho, siempre que pienso en ello me viene a la mente el ejemplo de esas muñecas rusas que van encajadas unas dentro de otras; de dentro afuera yo me siento por este orden alcalaíno, castellano (lo de la región de Madrid es un invento de los políticos, ya que Madrid es tan castellana como Alcalá o Burgos), español, europeo... y no sigo porque por desgracia hoy por hoy el horno no está para bollos en otras latitudes, que ya me gustaría poder rematar con un “terrestre”. Desde mi punto de vista, no veo que ser catalán tenga que ser incompatible con sentirse español, de la misma manera que mi españolidad no niega mi europeidad; así de sencillo, al menos para mí.

Pueden ponerse ejemplos de ello a montones: Unamuno, sin ir más lejos, coqueteó en un principio con el nacionalismo vasco, pero cuando descubrió lo que éste daba de sí rompió con él, lo que no le impidió seguir sintiéndose vasco hasta la médula... y español al mismo tiempo. Yo mismo siento cariño por mi Alcalá de Henares natal y estoy orgulloso de su historia y su patrimonio, ni tengo por qué negarlo ni por qué renunciar a ello; pero al mismo tiempo, procuro que ello no me ciegue encerrándome en un localismo miope y cateto que no me deje ver más allá de mis narices.

Esto nos conduce directamente hacia el segundo punto a tratar, el de los regionalismos, localismos y particularismos varios; porque tal como he comentado, para mí no existe contradicción alguna entre el rechazo a los nacionalismos y el apoyo al derecho de cualquier pueblo, colectivo, nación o individuo a preservar sus propios rasgos de identidad y su idiosincrasia propia siempre y cuando, claro está, no se vulneren los derechos ajenos. Aun más, lo considero una riqueza cultural digna de ser defendida y conservada. A mí personalmente me encanta la variedad existente entre las distintas regiones españolas, y nada me entristecería más que ésta se perdiera tal como ocurrió en Francia, donde los jacobinos y sus herederos pasaron la apisonadora cultural de modo que ahora todo es igual o muy parecido en todos los sitios del vecino país, una especie de puré homogéneo que puede ser mejor o peor, pero que a la postre siempre acabará resultando aburrido.

Los españoles, por el contrario, tenemos el privilegio de contar con una riqueza artística, cultural y antropológica que es una auténtica bendición y que deberíamos hacer todo lo posible por preservar. Y desde luego, a mí lo catalán, o lo vasco, o lo gallego, o lo andaluz no me es modo alguno ajeno, ya que también lo considero propio. Y me gusta mucho, realmente disfruto yendo a cada sitio para paladear lo propio de allí, algo que me aporta riqueza cultural y personal a la par que apertura de miras.

Otra cuestión muy distinta, que a la postre es lo que yo siempre he criticado y seguiré criticando, es que algo tan noble y tan legítimo sea utilizado con fines digamos mercenarios. No me gusta que la idiosincrasia (llamémosla así para utilizar un término aséptico) sea convertida en poco menos que en algo sacrosanto (siempre he odiado los becerros dorados y las estupideces al estilo de “Ser español es lo único importante que se puede ser en el mundo” tan del gusto de los franquistas y de sus herederos naturales), como tampoco me gusta que sea utilizada con fines políticos, que en definitiva es lo que hacen todos los nacionalismos, máxime cuando se utiliza como coartada para discriminar a parte de la población negándole su derecho fundamental a discrepar de sus postulados.

De todos modos no se trata de algo singular, ya que por desgracia los políticos tienen la desagradable manía de meter las narices en nuestras vidas incordiando tanto como pueden; y si bien donde les es posible recurren al nacionalismo para exaltar los sentimientos del pueblo en provecho propio (la fe de cualquier tipo siempre es fácilmente manipulable por su irreflexibilidad intrínseca), donde no pueden hacerlo así se dedican a fastidiar de otra manera distinta, pero siempre con el populismo a mano ya que éste es una herramienta muy socorrida. No es nada excepcional, por supuesto, ya que forma parte de la manera de ser de todos los políticos en todos los sitios; pero molesta, y mucho.




Estrambote


Si no fuera por el peligro que arrastran y el daño que pueden llegar a causar, los peculiares -por no decir pintorescos- análisis políticos que suelen hacer los nacionalistas en su afán por llevar el agua a su molino deberían hacernos cuanto menos sonreír, si no reír a carcajadas a causa de lo estrambótico de sus planteamientos.

Vaya un ejemplo reciente, que cacé al vuelo, y de forma incompleta, hace unos días en la radio. La verdad es que no llegué a averiguar quién era el interlocutor del periodista, pero éste es un dato que resulta irrelevante dado que se trataba claramente de un político nacionalista, catalán según todos los indicios, y que lo que proclamaba era la doctrina oficial de su partido, que no tenía desperdicio.

En el momento en el que conecté la radio -repito que pillé la conversación empezada-, el periodista estaba hablando de la integración europea, y puso como ejemplo el caso hipotético de una independencia de Escocia que según él, una opinión que comparto plenamente, supondría un retroceso o, por utilizar sus mismas palabras, “menos Europa”.

Al político nacionalista le faltó el tiempo para saltar como un resorte manifestando su total discrepancia, ya que según él la secesión de Escocia, o de Cataluña -la mentó explícitamente- nos conduciría a una situación de “más Europa”, dado que conforme a su peculiar interpretación política la existencia de varios grandes estados europeos poco menos que yugulaba a los socios más pequeños, por lo que la situación ideal para él sería que todos los estados miembros de la Unión Europea fueran del tamaño de Dinamarca o de Holanda.

Justo en ese momento cambié de cadena, puesto que ya me sabía el resto del discurso; si algo bueno tienen los nacionalistas, es que sus particulares dogmas difícilmente nos pillan de sorpresa, ya que antes dejaría de salir el sol por las mañanas que ellos se plantearan cambiar sus opiniones adoptando otras más sensatas. Como mucho, se las callan a la espera de alcanzar una situación más favorable para sus intereses. Mientras tanto, pretenderán convencernos de que la Tierra es plana, o de que sus respectivos territorios -perdón, naciones- serían una arcadia feliz en caso de emanciparse de los pérfidos estados que les sojuzgan.

Por otro lado ya tenía suficientes elementos de análisis, empezando por la evidencia de que lo que ellos veían como un inconveniente, la existencia de varios estados grandes en la Unión Europea, para mí es no sólo una ventaja, sino la única garantía de que la cosa funcione medianamente bien. Téngase en cuenta que de los veintisiete estados miembros, ateniéndonos a la población nos encontramos con cuatro grandes -Alemania, Francia, Italia y Gran Bretaña-, dos medianos -España y Polonia- y el resto, hasta veintiuno, oscilando entre pequeños y minúsculos. Sin embargo, y según las leyes comunitarias, el voto de Alemania cuenta tanto como el de Luxemburgo o el de Malta, por lo que sólo el peso de la prosaica realidad consigue reequilibrar lo que cualquiera con dos dedos de frente consideraría una cuestión de sentido común, que la opinión de los ochenta millones de alemanes cuente, en la práctica, más que la de los cuatrocientos mil malteses, por muy respetable que esta última pueda ser... lo que no evita que en ocasiones algún país se ponga especialmente chinche, como ocurrió hace poco con Hungría, obligando a sus socios a enzarzarse en arduas negociaciones diplomáticas para intentar convencerlo de que entre en razón.

Así pues, se pueden imaginar ustedes a donde nos llevaría una fragmentación interna de los estados grandes, si ya de por sí el gobierno de la unión actual se asemeja bastante al de un gallinero. Pero, claro está, esto les permitiría a los políticos nacionalistas tener su minutito de gloria, aunque en la práctica acabaran siendo un cero a la izquierda y “rascaran” menos que dentro del país al que hasta entonces hubieran pertenecido. Pero ya se sabe, con tal de ser cabeza de ratón -o de infusorio- poco es lo que les importa de cara al beneficio real de sus ciudadanos.

Y todavía hay más. Nunca he ocultado que mi ideal histórico, con todos los matices que se quiera, es el extinto imperio romano, principalmente porque consiguió unificar a una parte importante de Europa y de otros territorios lamentablemente perdidos para nuestra civilización. Y a nivel más práctico, a pesar de las notables diferencias que nos separan, me gustaría que Europa se asemejara a los Estados Unidos, donde su sistema federal no sólo no debilita a su estructura política, al contrario de lo que sucede aquí, sino que la refuerza.

Por contra, en el otro platillo de la balanza tenemos la atomización del feudalismo medieval, una época histórica que bajo ningún concepto me gustaría revivir, y no creo que haya que seguir un curso intensivo de historia para entenderlo. Pues bien, me gustaría saber la manera en la que esa utopía pluriestatal -y miniestatal, de paso- que propugnan los políticos nacionalistas pudiera redundar en beneficio de los ciudadanos europeos, sean éstos del país, región, taifa, nacionalidad irredenta o territorio de cualquier pelaje que se quiera... a no ser, claro está, que los beneficiados, como siempre, fueran ellos, y a los demás que les dieran morcillas.

Y si no se lo creen, fíjense en lo ocurrido con los territorios de la antigua Yugoslavia, o en la gran mayoría de las nuevas repúblicas surgidas de la desintegración de la Unión Soviética. Puede que antes no estuvieran bien, pero hace falta ser muy crédulo para estar convencido de que ahora les va mejor... salvo, claro está, a sus respectivos políticos. Faltaría más.




Segundo estrambote


Lo reconozco: la situación política catalana ha acabado por desbordar mi capacidad de comprensión, de modo que lo que allí ocurre cada vez me parece más surrealismo en estado puro que bien podría haber servido de inspiración para una obra del teatro del absurdo o para una película de los hermanos Marx, en especial Sopa de ganso.

Aunque, bien pensado, sus chuscos protagonistas parecen estar mucho más cerca de los hermanos Dalton que de los geniales Groucho, Chico y Harpo. Porque lo peor de todo es que estos bufones han resultado ser también unos filibusteros de la política, capaces de saltarse a la torera cuanta normativa legal se les ponga por delante, incluyendo la suya propia, y de ignorar olímpicamente no sólo a la mitad larga de los catalanes que no comulga con sus trasnochados delirios, sino probablemente también a muchos de los que han conseguido encandilar con sus artes de trileros. Eso sin contar, claro está, con la palmaria inviabilidad de su demencial proyecto independentista, advertida hasta la saciedad por todo tipo de gobiernos y organismos internacionales aunque basta con tener un poco de sentido común para llegar a idénticas conclusiones.

Pero todo esto les da lo mismo, y en su cerrazón de aprendices de brujo se empeñan en seguir adelante camino del precipicio, sin importarles aparentemente lo más mínimo todo lo que puedan arrastrar consigo ni que puedan dividir -ya lo han hecho- a la sociedad catalana y hundir su economía hasta extremos impredecibles. Porque si bien de consumarse el disparate todos los españoles saldríamos seriamente perjudicados, el daño que sufrirían los catalanes alcanzaría probablemente rango de hecatombe.

Resulta increíble que a estas alturas, y en la civilizada Europa, puedan acaecer episodios así, más propios de repúblicas bananeras o de centurias pasadas, pero la evidencia está ahí. Y los daños que ya han causado, y los que todavía pueden causar estos individuos, también. Porque como afirma Arturo Pérez Reverte, el peor enemigo del mundo no es la maldad sino la estupidez, y si ésta se une a la política, el resultado puede ser devastador. Eso sin contar, claro está, con toda la podredumbre que estos padres putativos de la patria catalana esconden bajo las alfombras, que no es poca.


Publicado el 8-3-2006
Actualizado el 10-11-2015