¿Grande, o pequeño?





A más de uno le vendrían bien las lecciones de Coco sobre los conceptos de grande y pequeño


En los albores de la civilización, allá por el período neolítico, las primeras sociedades humanas que surgieron, más allá de las primitivas hordas, fueron las tribus. No es difícil imaginar como fueron éstas, ya que una estructura social similar perduró en algunos lugares del planeta a lo largo del tiempo, llegando incluso hasta nuestros días en regiones apartadas tales como la cuenca amazónica o Nueva Guinea. Así pues, no es difícil suponer que las actuales tribus amazónicas o papúes sean bastante similares en sus estructuras básicas a, pongamos por caso, los antiguos cromañones europeos.

Evidentemente, lo más habitual fue que la evolución social no se quedara en esa etapa, surgiendo primero pequeños poblados y posteriormente ciudades de complejidad y tamaño cada vez mayores. Coincidiendo con el origen de la historia surgirían las ciudades estado y en varias ocasiones, casi sin solución de continuidad, los primeros reinos e imperios, algunos de notable complejidad pese a su antigüedad tales como el Egipto faraónico o los imperios babilonio y asirio.

Sin embargo, no en todos los casos ocurrió de esta manera, de modo que civilizaciones tan esplendorosas como Sumeria, la Grecia clásica o la cultura maya no necesitaron pasar de la fase de las ciudades estado para alcanzar las más altas cotas de desarrollo, mientras otros imperios contemporáneos suyos -el ejemplo más evidente es el de los persas, tradicionales antagonistas de los griegos- se extendían sobre vastos territorios.

En principio, y a la vista de los resultados, cabría pensar que ninguno de los dos sistemas políticos fuera intrínsecamente mejor que el otro, y ahí están los ejemplos de Maratón o Salamina para demostrarlo. Pero, pese al auge de la Grecia clásica, que en realidad fue en su mayor parte mérito propio de la ciudad de Atenas, tuvo que llegar Alejandro Magno y poner patas arriba todo el orbe entonces civilizado para que la civilización griega, ahora convertida en helenista, rebasara por vez primera en su historia las estrechas murallas de las antiguas polis, convirtiéndose en lo más parecido posible a una cultura universal.

A diferencia de Grecia, Roma nunca tendría esos problemas, de modo que ya desde un principio, cuando era tan sólo poco más que una pequeña aldea ubicada en las orillas del Tíber, demostró poseer una voluntad expansionista que la llevaría a dominar primero la península itálica y, posteriormente, a buena parte de Europa junto con la totalidad de la cuenca mediterránea. A lo largo de varios siglos Roma se anexionó extensos territorios, a los que uniformó imponiéndoles su lengua y su cultura, desbarató a otras potencias asimismo expansivas como la cartaginense, chocó con el gran imperio persa -primero con los partos, más tarde con los sasánidas- y nunca se sabrá lo que hubiera podido ocurrir de no ser porque sus propias convulsiones internas acabaron obligándola a replegarse sobre sus extensas fronteras, al tiempo que la hacían víctima de las invasiones de las tribus bárbaras del norte y centro europeos.

Si la Historia hubiera acabado en los albores del siglo V, la conclusión habría sido irrebatible: el imperio, entendiendo como tal a un estado de vasta -incluso para el concepto moderno- extensión que englobara en su territorio a diversos pueblos culturalmente unificados, parecería ser la última e inevitable etapa de la evolución social de la humanidad. Pero...

En pocas décadas el imperio romano o, por hablar con mayor propiedad, la fracción occidental del mismo, colapsó siendo sustituido por un puñado de pequeños reinos bárbaros, al tiempo que la civilización sufría un dramático retroceso de siglos, cuando no de un milenio. Comenzaba la Edad Media, y con ella llegó también un largo período de oscuridad caracterizado por una enorme fragmentación política que, salvo en algunas fugaces ocasiones, como aconteció con el efímero imperio carolingio, caracterizaría a la realidad europea durante varias centurias.

Con el tiempo, ya en la Baja Edad Media y en los albores del Renacimiento, comenzarían a consolidarse los grandes estados nacionales -España, Francia, Inglaterra...- que, en buena parte, han llegado hasta nuestros días. Este movimiento imparable hacia la unificación, que falló tan sólo en Alemania e Italia, acabaría imponiéndose a la tendencia centrífuga del feudalismo medieval, una herencia directa de los antiguos reinos bárbaros que a estas alturas no era ya sino un rancio y obsoleto residuo en una Europa renacida a la que le reventaban literalmente las costuras.

Lamentablemente este movimiento aglutinador pronto encontraría sus límites, no pudiéndose recuperar la todavía anhelada unidad del desaparecido imperio romano ya que, además de la existencia de varios estados nacionales consolidados, su teórico sucesor, el Sacro Imperio Germánico, no era en realidad sino un mosaico de pequeños principados sobre los que la autoridad imperial no iba mucho más allá de un mero poder nominal.

Las razones por las que no se llegó más allá fueron varias. En primer lugar el expansionismo musulmán -primero el árabe, y posteriormente el turco- cercenó del antiguo orbe clásico vastas regiones de la cuenca mediterránea, muchas de ellas con carácter irreversible -todo el norte de África, Egipto, Oriente Medio y Asia Menor- mientras España, Sicilia, los Balcanes -aunque no Constantinopla-, las llanuras húngaras y amplios territorios de la actual Ucrania lograron ser recuperados, en ocasiones tras siglos de sometimiento al islam.

Por otro lado la antigua unidad lingüística impuesta por el latín había saltado hecha pedazos, sustituida por numerosas lenguas de origen latino, germánico o eslavo. Asimismo, la conquista de vastos territorios vírgenes en la recién descubierta América, en el África Negra y en Asia provocó que las principales potencias europeas, con España y Portugal a la cabeza, crearan sus propios imperios al margen del viejo continente europeo.

De la consolidación de los estados renacentistas arranca, con más o menos variaciones, el armazón de la estructura política de la Europa actual. A los viejos países herederos de Roma se irían uniendo los estados escandinavos, los eslavos -muy mediatizados, cuando no absorbidos, por sus poderosos vecinos- y el gran coloso ruso, única nación de entonces, a excepción del imperio otomano, a la que se le puede considerar en propiedad un auténtico imperio europeo.

A lo largo de los siglos XVII a XIX lo más significativo en la evolución política europea fue la consolidación de los grandes estados centroeuropeos, Austria y Prusia sobre todo, que devendrían en sendos imperios, el austro-húngaro y el alemán respectivamente. Rusia, también con vocación imperial, proseguiría su expansión hacia el sur -a expensas de los turcos- y hacia el este por los vastos territorios siberianos, mientras la fragmentación de la parte europea del imperio otomano, que sólo fue capaz de mantener una pequeña porción de territorio en nuestro continente alrededor de la antigua Constantinopla, creaba los nuevos estados balcánicos de Grecia, Bulgaria, Rumania, Serbia, Montenegro y más tardíamente, en vísperas ya de la I Guerra Mundial, Albania. Al mismo tiempo, algunos países de larga tradición histórica, como Polonia o Hungría, desaparecerían durante buena parte de este período víctimas de la voracidad de sus poderosos vecinos.

Ya de forma tardía, en la segunda mitad del siglo XIX, tendría lugar la largamente demorada unidad italiana -la alemana le había precedido en pocos años de la mano de Prusia-, con lo cual acabó de consolidarse un mapa europeo en el que el continente, aunque fragmentado en comparación con dos milenios atrás, se encontraba repartido entre un relativamente reducido número de estados independientes.

Así, al estallar en 1914 la Primera Guerra Mundial los países europeos eran los siguientes: Portugal, España, Francia, Italia, Suiza, Bélgica, Holanda, Luxemburgo, Gran Bretaña, Alemania, Austria-Hungría, Dinamarca, Suecia, Noruega, Rusia, Rumania, Bulgaria, Serbia, Montenegro, Grecia, Albania y Turquía; veintidós en total, a los que habría que sumar los microestados -meras anécdotas históricas y territoriales- de Andorra, Mónaco, Liechtenstein y San Marino. De ellos dos eran muy recientes como estados independientes: Noruega, separada de Suecia en 1905, y Albania, disgregada del imperio turco en 1912.

El final de la I Guerra Mundial, a causa de la aplicación de la nefasta Doctrina Wilson -difícilmente se podían trazar fronteras estatales coincidentes con las nacionalidades étnicas en territorios en los que la población llevaba mezclada desde hacía siglos- provocó la aparición de nuevas naciones debido principalmente a la desintegración del imperio austro-húngaro, que generó los nuevos estados de Austria, Hungría y Checoslovaquia al tiempo que los territorios de Eslovenia, Croacia y Bosnia-Herzegovina, hasta entonces pertenecientes al mismo, se unían a Serbia y Montenegro para formar Yugoslavia. Asimismo el terremoto de la revolución soviética provocó que el antiguo imperio ruso se dejara varios jirones por el camino, los nuevos estados de Finlandia, Estonia, Letonia, Lituania y Polonia, esta última de nuevo independiente tras casi dos siglos convertida en provincia rusa. También en 1918, aunque sin nada que ver en esta ocasión con el recién terminado conflicto bélico, Islandia alcanzaba la independencia de Dinamarca.

Durante el período de entreguerras fueron muy pocas las modificaciones en las fronteras europeas -Grecia fracasó en su intento de recuperar los territorios turcos con mayoría de población griega-, ya que tan sólo tuvieron lugar en 1922 la independencia de Irlanda -hasta entonces territorio británico- y en 1929 la creación del estado Vaticano, un artificio diplomático para preservar el rango de jefe de estado de los Papas católicos después de que la unificación italiana les hubiera despojado de sus posesiones territoriales.

Pese a que en 1945 el final de la II Guerra Mundial acarreó importantes movimientos de fronteras, las únicas modificaciones políticas de calibre fueron la desaparición de las tres efímeras repúblicas bálticas -Estonia, Letonia y Lituania-, engullidas por la Unión Soviética, y la partición en 1949 de Alemania en dos estados, la República Federal y la República Popular, de corte comunista, división que perduró hasta su reunificación en 1990. Por lo demás, la división del continente en dos bloques antagónicos, el occidental y el soviético, traería como consecuencia la “congelación” de las fronteras europeas durante más de cuatro décadas. De hecho, durante el período de tiempo comprendido entre el final de la II Guerra Mundial y la caída del Muro de Berlín 45 años más tarde, tan sólo tuvieron lugar las independencias de Chipre -en 1960- y Malta cuatro años después, ambas ex-colonias británicas.

La situación cambiaría drásticamente a raíz del colapso de los regímenes comunistas en los países del este europeo. La desintegración de la Unión Soviética en 1991 dejó un rosario de quince nuevos estados independientes, de los cuales pueden ser considerados europeos, descartando tanto a las repúblicas del Asia Central como a las caucásicas, a Rusia, Bielorrusia, Ucrania, Estonia, Letonia, Lituania -los tres únicos que habían sido anteriormente independientes- y Moldavia. Por su parte Checoslovaquia se escindió pacíficamente en dos en 1993, surgiendo de ella la República Checa y Eslovaquia.

Mucho más dramático resultó ser el caso de Yugoslavia, que entre 1991 y 1999 se desintegró tras un rosario de cruentas guerras civiles que acabaron generando nada menos que siete nuevos estados entre los cuales se repartieron un territorio inferior al de España: Eslovenia, Croacia, Bosnia-Herzegovina, Serbia, Montenegro, Macedonia y más tardíamente, ya en 2008, Kosovo. Para hacernos una idea del grado de fragmentación al que se llegó, cabe reseñar que el mayor de todos ellos, Serbia, tiene una extensión de tan sólo 88.000 kilómetros cuadrados, similar a la de Andalucía o Portugal.

En consecuencia, en la actualidad el número de estados independientes europeos alcanza la cifra de cuarenta y siete, cincuenta si incluimos además los tres caucásicos de Armenia, Georgia y Azerbaiyán. Esta cantidad supone justo el doble de la correspondiente hace apenas cien años, lo que ciertamente pone en entredicho la presunta -y para muchos, yo entre ellos, deseable- unidad europea.

Claro está que hasta ahora no habíamos considerado un fenómeno paralelo a esta fragmentación, la constitución de la Unión Europea, iniciada tímidamente en 1957 por tan sólo seis países y formada en la actualidad por veintisiete. La actual Unión Europea, originada en un modesto Mercado Común, ha evolucionado mucho en sus cincuenta y tres años de existencia, logrando resultados que, si bien han de calificarse de modestos en comparación, por ejemplo, con los Estados Unidos, habrían resultado impensables hace tan sólo unas décadas, con resultados tan espectaculares como la supresión de las fronteras internas o el establecimiento de una moneda única.

Desde un punto de vista técnico en estos momentos la Unión Europea, es algo que políticamente comienza a asemejarse a una confederación, aunque para ello todavía le faltan algunos elementos básicos tales como una política exterior o un ejército únicos. Dentro ya de la teoría política queda la discusión sobre si el futuro europeo habría de basarse en una confederación real -de hecho a Suiza no le va nada mal con esa fórmula- o si, por el contrario, habría que proseguir hasta alcanzar una federación al estilo de los Estados Unidos. En cualquier caso, lo indudable es que el edificio europeo está todavía a medio construir, por más que cuente ya con unos sólidos cimientos.

Pongámonos ahora a especular sobre cual podría ser el futuro de una Europa unida. Siendo realistas, es preciso convenir que el modelo de los Estados Unidos no es probablemente el más adecuado, tanto por la diferente evolución histórica como por la dificultad que supone la babel de lenguas que constelan el Viejo Continente, aun considerando tan sólo las estatales y no las minoritarias, cuya aceptación en pie de igualdad con las oficiales -algo con lo que están dando continuamente la lata los nacionalismos irredentos- supondría provocar un guirigay de campeonato. Eso sin contar, claro está, con el desequilibrio que supone que estados pequeños o minúsculos tengan voz y voto en pie de igualdad con los seis grandes países de la Unión: Alemania, Gran Bretaña, Francia, Italia, España y Polonia.

¿Quiere esto decir que no hay solución posible al rompecabezas europeo más allá de lo conseguido hasta ahora? No necesariamente. Fijémonos en el ejemplo de la India, un caso mucho más similar al europeo que el norteamericano. Con una identidad cultural innegable y una diversidad asimismo considerable, la India permaneció fragmentada políticamente a lo largo de la mayor parte de su milenaria historia. Asimismo, y al igual que Europa, su territorio está constelado por multitud de lenguas distintas.

Y sin embargo la India es hoy una unidad política, mientras Europa no. Curiosamente a la llegada de los ingleses en el siglo XVIII este subcontinente estaba fragmentado políticamente, siendo precisamente la colonización británica la que provocó una unidad que sobrevivió íntegra a la independencia salvo en lo referente a la escisión de Pakistán y Bangladesh, provocada por motivos religiosos y no por causas lingüísticas, políticas o sociales. Ciertamente en algunas regiones de la India siempre han existido movimientos separatistas, pero no menos cierto es también que, pese a todo, más de 60 años después de su independencia nadie duda hoy en día de su solidez como estado unitario.

Evidentemente, si los indios pudieron hacerlo ¿por qué no los europeos? Al fin y al cabo su historia es tan convulsa como la nuestra, y la heterogeneidad de las respectivas poblaciones es similar en ambos casos. Por supuesto no todos piensan como yo; por desgracia los defensores de lo pequeño son numerosos, en especial los nacionalistas de cualquier pelaje emperrados en promover no ya la fragmentación actual, sino incluso una marcha atrás en forma de hipotéticas independencias de determinadas regiones, sin importarle lo más mínimo algo tan evidente como que en política tan sólo se puede avanzar hacia adelante, y nunca retroceder.

Pese a quien pese, resulta evidente que el futuro de Europa pasa de forma indefectible por su unidad política, única forma de no quedar fuera de juego en un mundo que no sólo no se detiene, sino que evoluciona de manera cada vez más acelerada; que lo consigamos o no, depende fundamentalmente de nosotros. Si triunfa el sentido común, podremos lograr algo que no consiguieron personajes de la talla de Carlomagno, Carlos V o Napoleón, restaurar después de más de mil quinientos años la perdida unidad europea. Si por el contrario lo que triunfa es la cortedad de miras de los egoísmos nacionalistas, grandes o pequeños, habremos echado a perder una ocasión única y probablemente irrepetible.

En nuestras manos está el futuro de Europa.


Publicado el 22-8-2010