La letra pequeña





A veces la letra, más que pequeña, es realmente minúscula


Me lo contó mi madre hace unos días. Le echaron en el buzón un folleto de propaganda de una cadena de supermercados -voy a silenciar su nombre- y, viendo en él una oferta interesante, fue a comprarla a uno de los dos establecimientos que tiene esa cadena en su ciudad, concretamente al que más cerca de casa le pillaba. Cual sería su sorpresa al descubrir, en la caja, que no le hacían el descuento prometido, y al reclamarlo le respondieron que en la última página del folleto venía -en letra pequeña, por supuesto- un listado de los centros de esa cadena en los que la oferta en cuestión -en realidad todas las que aparecían en el folleto- no era aplicable.

Lo comprobé en el folleto y era cierto, como cierto era también que, dadas las tipografías respectivas de las ofertas y de las excepciones, lo más normal era que el detalle pasara desapercibido. No me voy a detener por el momento -esto sería objeto de otra reflexión- en la extrañeza que me produce el hecho de que una misma cadena haga excepciones entre sus diferentes centros, incluso dentro de una misma ciudad en la que tan sólo existen dos; a mi modo de ver se trata de una extraña política de ventas, pero al fin y al cabo sus responsables son muy dueños de hacerlo, como yo lo soy de comprar o no en sus establecimientos.

Lo que ya no es de recibo es que, sin ocultar esta información, cosa que, eso es cierto, técnicamente no hacen, la publiquen de forma no me atrevo a decir escondida, pero sí arrinconada por llamarlo de alguna manera, dado que, vuelvo a repetir, lo más habitual en esas condiciones es que pase desapercibida para el común de la gente. Y si cuela, cuela, puestos ya a ser malpensados.

Estas marrullerías, por otro lado, suelen ser bastante habituales dentro de unas prácticas regidas, por lo general, por el criterio de apurar los límites legales al máximo aunque esto suponga una clamorosa falta de respeto hacia los clientes, y ejemplos hay a montones solamente en el etiquetado de todo tipo de productos, sin necesidad de irse a la tradicional letra pequeña -más bien minúscula- de los ya de por sí farragosos contratos y similares. Vayan aquí algunos ejemplos aparte del anteriormente dicho:

De un tiempo a esta parte, todos los alimentos envasados suelen llevar información acerca de sus características nutritivas incluyendo su valor energético, las calorías para entendernos. Lo normal es que estas cantidades estén referidas a cien gramos de producto, con lo cual sus valores corresponden al tanto por cien respectivo, una manera sencilla e intuitiva de comparar si una pizza engorda más que unas galletas, o unas patatas fritas más que un chorizo.

Pero, claro está, esto no debía satisfacer demasiado a los fabricantes de alimentos hipercalóricos, en los cuales esta información podría asustar a los posibles clientes preocupados por el perímetro de su cintura; así pues, se inventaron el concepto artificial de “dosis” -como si todos comiéramos lo mismo- y ya se solucionó el problema. Huelga decir que estas “dosis” suelen ser bastante menores que los cien gramos de referencia y tanto más pequeñas cuanto más engorde el alimento en cuestión, con lo cual el número de calorías correspondientes resulta ser siempre menos escandaloso y aparentemente aceptable. Por ahora, el colmo del cinismo se lo lleva una marca de galletas que anunciaba en letras gordas las calorías, evidentemente pocas, que tenía ¡una galleta!; la información referida a los 100 gramos, aunque existía, venía escrita en tamaño minúsculo en la parte trasera del envase, completamente camuflada dentro de un largo texto.

Ah, se me olvidaba, la información sobre la cantidad correspondiente a la "dosis" calculada suele estar, por lo general, bastante bien camuflada, o en letra convenientemente pequeña; salvo, claro está, que los fabricantes opten, como en el caso anterior, por informar acerca de una cantidad tan minúscula que el valor energético no resulte escandaloso, sino todo lo contrario. Sin embargo, es evidente que no se trata de comer obligatoriamente cien gramos de producto, sino de considerar siempre una misma cantidad para poder comparar con otras posibles alternativas... porque, ya puestos, supongo que la “dosis” habitual de hierba que come una vaca todos los días supondrá en su conjunto un buen puñado de calorías, sólo hay que ver lo lustrosos que están estos animalitos; pese a lo cual cien gramos de verdura, como sabe cualquiera, engordan bastante menos que su equivalente en morcillas. Pero, claro está, este tipo de comparaciones no les interesa hacerlas.

Siguiendo con los etiquetados de los alimentos, otra cosa que a mí siempre me ha sublevado es comprobar el oscurantismo existente en lo relativo a los aceites y grasas utilizados por la industria alimentaria. No hace falta ser un experto en nutrición para saber que hay grasas buenas -el aceite de oliva- y grasas malas -el aceite de palma o la manteca-, pese a lo cual su aportación energética es exactamente la misma... pero si hablamos de temas tales como el colesterol o la arterioesclerosis, las cosas cambian un poquito.

Pues bien, a lo más que se ha llegado es a conseguir que diferencien entre grasas de origen animal -muy anatemizadas últimamente- o vegetal, como si todas estas últimas fueran buenas por definición. Se da la circunstancia de que la industria alimenticia consume ingentes cantidades de grasas vegetalísimas, como los aceites de palma o coco, que son poco menos que auténticos venenos... pero resultan baratas aunque, por si acaso, evitar precisar su naturaleza precisa. ¿Imaginan ustedes que en la composición de unas salchichas se dijera que contienen “carne” sin más, independientemente de que ésta fuera de vaca, de cerdo, de pollo o de iguana? Pues esto es equivalente, o al menos yo así lo veo.

 Independientemente de la conveniencia o no de que estas grasas de dudosa calidad se utilicen con fines alimentarios, lo cierto es que lo menos que podrían obligarles a hacer es a anunciarlas explícitamente, de forma que la gente pudiera decidir si compraba ese producto o no. Eso sin contar con el problema añadido de las grasas hidrogenadas, las margarinas para entendernos, las cuales tampoco parecen ser demasiado saludables aun cuando sí lo sean los aceites utilizados para su fabricación, al haberse convertido los ácidos grasos insaturados iniciales en ácidos grasos saturados, mucho más dañinos para el organismo... dándose la circunstancia de que la única justificación existente para este proceso de hidrogenación de los aceites es el hecho de que resulta mucho más cómodo -y por lo tanto más barato- manipular grasas en estado sólido -las margarinas- que aceites líquidos, aunque éstas sean más chungas para la salud.

Así pues ha de quedar claro que estamos hablando simplemente de cuestiones de rentabilidad económica, las cuales no deberían primar, según indica el sentido común, sobre la mucho más importante salud pública, y todavía más en un país que padeció no hace tantos años el grave problema del aceite de colza tóxico... pero como dijo Quevedo, poderoso caballero es Don Dinero.

Para terminar, dejemos de momento los alimentos y vayamos a otro etiquetado que también se las trae, el de los cosméticos. Hasta hace poco este tipo de productos, desde un jabón a una colonia, desde un desodorante hasta un dentífrico, no traían la menor información acerca de su composición química, con la excusa de que no eran ni medicinas ni alimentos. Bien, puede que nadie en su sano juicio se beba la colonia -aunque algunos lo suficientemente desesperados lo hacen- o se coma el jabón, pero lo cierto es que las dermatitis alérgicas, sin ir más lejos, son un problema real que afecta a bastante gente.

Sea por ello, o por alguna otra cuestión, el caso es que la mayoría de estos productos traen ahora detallada, en la parte trasera de los envases, su composición química cualitativa... en inglés. Lo cual, teniendo en cuenta que los españoles no brillamos precisamente por nuestro dominio de los idiomas extranjeros, no deja de ser un sarcasmo. Y como de muestra basta un botón, veamos lo que indica un dentífrico cogido al azar del cuarto de baño de mi casa:


Ingredientes: Aqua, sorbitol, hidrated silica, PEG-8, sodium benzoate, sodium lauryl sulfate, aroma, cellulose gum, sodium monofluorophosfate, sodium saccharin, sodium fluoride, methylparaben, sodium propyl paraben, triclosan, mica, CI 77891, CI 47005, CI 42051.


Aparte de que he tenido que usar una lupa -y no exagero- para leerlo, se da la curiosa circunstancia de que ni tan siquiera es inglés ortodoxo -ese aqua suena más bien a latín- y de que ni siquiera estoy convencido de que la terminología de los distintos componentes sea correcta desde el punto de vista químico... y eso que soy del gremio, por lo que algo entiendo del tema. Eso sin contar, claro está, a los códigos varios -PEG-8, CI 77891- que vete a saber lo que significan.

Por si fuera poco, tengo entendido que la ley obliga a etiquetar todos los productos en español, razón por la que verdaderamente no entiendo esta llamativa excepción, todavía más considerando que el dentífrico está fabricado en España y, salvo la citada composición, el resto de su etiquetado está correctamente escrito en la lengua de Cervantes.

¿Casualidad? ¿O más bien oscurantismo?


Publicado el 27-7-2011
Actualizado el 21-10-2011