Hidrofobia hostelera





Tampoco es que pidiera las cataratas del Niágara...


Me suele pasar bastante a menudo.

Cuando estoy de viaje y a la hora de comer opto por recurrir a los democráticos menús del día, por lo general suelo pedir como bebida agua. No, no soy abstemio, pero cuando pido un menú del día suelo optar por el agua debido a varias razones.

En primer lugar, hay un motivo de lo más pragmático: el vino que te suelen poner con los menús del día no es ya que sea peleón, es que directamente justifica las diatribas de los antialcohólicos más virulentos. Teniendo en cuenta que en España hay montones de vinos razonablemente baratos y razonablemente decentes que no harían crujir ni al margen de beneficios de los hosteleros ni al sufrido estómago de los clientes, la verdad es que no entiendo como pueden poner unos vinos tan espantosamente malos que, además, es muy probable que no les supongan un ahorro apreciable con respecto a otros simplemente bebestibles. Pero es lo que hay.

Ciertamente podría pedir cerveza, pero aparte de que no tengo costumbre de consumir este rubio y espumoso néctar comiendo -manías mías-, hay otra razón poderosa por medio: a mí me gusta beber bastante comiendo -abstenerse chistosos, me refiero a cualquier tipo de líquido potable, incluida el agua- y normalmente, si pides una cerveza, suerte tendrás de que te pongan un tercio, ya que entra dentro de lo posible que tengas que conformarte con un modesto quinto. Y yo bebo bastante más.

A ello hay que sumar a que en ocasiones, aunque no siempre, tengo que conducir, y pese a parecerme a todas luces excesivo -y abusivo, aunque muy rentable para las arcas de Hacienda- que los señores políticos se hayan empeñado en bajar exageradamente los límites permitidos de alcoholemia, metiendo en el mismo saco a quien se ha tomado un par de cervezas, o una copa de vino comiendo, y al que va beodo perdido, como soy un ciudadano obediente o más bien tirando a miedoso, y no me gusta que los señores de Tráfico le den dentelladas a mi economía, me encuentro con una nueva excusa para justificar mi predilección por el oxígeno hidrogenado.

Así pues opto por pedir agua, en la esperanza eso sí de que me pongan una cantidad razonable de ella, digamos que su buen medio litro por barba... o incluso más, ya que en realidad basta con ir a un supermercado para comprobar que una botella de litro y medio de agua mineral viene a costar casi lo mismo que una de capacidad inferior. Vaya un ejemplo, tomado de internet y sin necesidad de rebuscar, ya que fue la primera página web que encontré: Para una de las marcas más conocidas del mercado -no pienso decir cual, porque no me han pagado ni un duro por hacerles publicidad-, nos encontramos con los siguientes precios: 9,12 euros para 12 botellas de litro y medio (0,51 euros/l), 11,12 euros para 24 botellas de medio litro (0,93 euros/l) y 11,20 euros para 35 botellas de 33 centilitros (0,96 euros/l). Como era fácil de suponer, el coste de la materia prima -el agua- es bastante secundario en relación al encarecimiento provocado por otros factores tales como los envases o el transporte de los mismos, eso sin considerar todo lo relativo al ahorro de materias primas, combustibles y demás cosas que, como las omnipresentes emisiones de CO2, tanto están ahora en boca de todos.

Por supuesto si consideráramos también envases de mayor capacidad como garrafas de 5 u 8 litros el desfase sería todavía mayor, pero he optado por no hacerlo debido a que resultaría demasiado incómodo que te pusieran en la mesa, junto a la comida, una garrafa de estas dimensiones, por mucho que te pudiera gustar el líquido elemento... además no suelen llevar grífo en la parte inferior, con lo cual escanciarlas podría convertirse en una maniobra bastante engorrosa.

Así pues, dejémoslo en el intervalo comprendido entre las botellas de un tercio de litro y las de litro y medio, junto con las intermedias de medio y un litro, y pongamos un ejemplo práctico. Si una pareja va a un restaurante y les ponen una botella de litro y medio de agua para los dos -bebida incluida en el menú del día, se entiende-, el coste para el dueño del establecimiento será de 0,76 euros. En realidad supongo que será bastante menos, ya que estos profesionales pagan precios de mayorista, pero como es de presumir que la proporción se mantenga, me resultará más fácil manejarme con los datos de que dispongo.

Veamos ahora qué es lo que pasa si el dueño del restaurante es más rácano y les pone sendas botellas de medio litro -a veces ponen una de litro, pero no he conseguido encontrar precios equiparables a los otros-; un simple cálculo matemático nos demuestra que las dos botellas de medio litro le habrán costado 0,93 euros, es decir, 17 céntimos más, con el agravante de que los clientes habrán bebido medio litro de agua menos y habrá dos envases en vez de uno para reciclar.

Pero amigo, si pensando en una posible sequía los despacha con dos míseros botellines de 33 centilitros, entonces se habrá gastado tan sólo 0,64 euros, lo cual supone un ahorro en los dos menús de la exorbitante cifra de trece céntimos -seis céntimos y medio por cabeza-, a costa eso sí de matar de sed, o poco menos, a los sufridos comensales. Y por supuesto si éstos, sedientos y deshidratados, optan por pedirle más agua, cabe la posibilidad de que ésta les sea cobrada a un precio bastante superior al que me sale en las cuentas, ya que el menú del día tan sólo suele cubrir la primera bebida, da igual que sea una cantidad generosa o poco más que un chupito, y eso cuando lo hace, porque con el galimatías de las diferentes normativas de cada taifa, perdón, comunidad autónoma, cuando estás de viaje nunca aciertas a saber si te están engañando o no.

En mis viajes por todo lo largo y ancho de este mundo, que decía mi añorado Capitán Tan -chascarrillo, por cierto, que tan sólo entenderán aquellos que arrastren de cuarenta y tantos años para arriba-, o por lo menos en aquellos realizados por la vieja piel de toro, la verdad es que me he encontrado de todo. Sería injusto acusar a todos los hosteleros de matarme de sed por ahorrarse -si se ahorraban- unos míseros céntimos, pero faltaría a la verdad si no dijera que la desagradable manía de servir cantidades misérrimas de agua -uno de los días, durante mi último viaje, nos pusieron medio litro ¡para dos!- está bastante más extendida de lo que parece. Si tenemos en cuenta que el beneficio económico para el hostelero, si existe, es tan mínimo que resulta irrelevante en el monto total de la cuenta, y que además el agua, aun la mineral, es mucho más barata que cualquier otra bebida a la que tiene opción el cliente -cerveza, vino, refrescos...-, díganme ustedes a qué viene entonces tamaña racanería.

Porque que yo sepa, no estamos en el desierto del Sahara...


Publicado el 23-4-2011