No es diésel todo lo que reluce





Antiguos surtidores en el estado norteamericano de Oregón



Como es sabido, los motores de combustión interna que equipan a la práctica totalidad de vehículos actuales que no cuentan con tracción eléctrica son de dos tipos, los de explosión, usan como combustible gasolina -en ocasiones adaptados para otros combustibles como el alcohol o hidrocarburos gaseosos como el gas natural, el propano o el butano- y los diésel, que consumen gasóleo. Aunque existen diferencias técnicas importantes entre ambos, lo que aquí me interesa es comparar ambos combustibles y, en especial, su incidencia en la contaminación ambiental, aunque siempre refiriéndolo a los otros factores.

La invención y el desarrollo de ambos tipos de motores fueron casi simultáneos. El primer motor de explosión de cuatro tiempos -existen otras variantes, pero ésta es la habitual en los coches- fue construido por el ingeniero alemán Nicolaus Otto en 1872, pero los primeros automóviles no empezaron a generalizarse hasta principios del siglo XX. El motor diésel, por su parte, fue inventado en 1893 por el también alemán Rudolf Diesel, pero dado que no era posible instalarlo en los automóviles a causa de su tamaño, hubo que esperar hasta la década de los años veinte, y sobre todo al final de la II Guerra Mundial para que, ya perfeccionado, comenzara a aplicarse tanto a maquinaria industrial como a vehículos pesados tales como camiones, maquinaria agrícola, vehículos militares, locomotoras o barcos.

Esta diferenciación se mantuvo durante bastante tiempo, de modo que habría que esperar hasta los años setenta para que apareciera el primer turismo equipado con un motor diésel, de manera que en esta década y la siguiente comenzaron a popularizarse, sobre todo en algunos segmentos profesionales tales como el de los taxis, aunque sin llegar a competir ni de lejos con los hegemónicos motores de gasolina, a los que si bien ganaban en campos como el del precio del combustible, no podían igualar en prestaciones tales como la velocidad o la agilidad en la conducción.

No obstante su desarrollo continuó adelante, de modo que en la década de los años noventa y, sobre todo, a partir del inicio del nuevo siglo, se produjo un enorme crecimiento del parque diésel no sólo gracias a que sus prestaciones se equipararon con las de los motores de gasolina al tiempo que bajaban sus precios, sino también a causa del decidido apoyo de los gobiernos europeos -no así del norteamericano- que hizo que acabaran convirtiéndose en mayoritarios -alrededor de un 70 ó un 75%- en relación con los de gasolina pese a que éstos, después de una serie de innovaciones tecnológicas a las que se sumaron la supresión de los aditivos de plomo en la gasolina y la implantación del catalizador, redujeron considerablemente tanto el consumo como las emisiones de gases contaminantes.

Hasta entonces el principal motivo que limitaba la compra de coches diésel para usos particulares, quizá más que sus prestaciones, había sido fundamentalmente su coste, superior al de sus equivalentes de gasolina y sólo amortizable, merced al precio más barato del gasóleo, en caso de mucho uso del vehículo a lo largo de toda su vida útil, lo que podía resultar rentable a un taxista o a un viajante, pero no a un conductor medio. Así pues, no es de extrañar que cuando tanto las limitaciones mecánicas como el coste de los coches tendieron a igualarse con los de gasolina, al tiempo que se mantenía la diferencia -eso sí, cada vez menor- entre el precio de ambos combustibles, la gente se decantara por los diésel, sobre todo cuando contaban con un decidido apoyo gubernamental, tanto de forma directa con incentivos fiscales como de forma indirecta manteniendo el precio del gasóleo artificialmente por debajo del de la gasolina merced a unos impuestos inferiores.

Y así todos contentos... hasta que llegó el verdadero malo de la película, la contaminación. Algo que cualquiera con unos mínimos conocimientos de química sabe es que el gasóleo es un combustible mucho más sucio que la gasolina y, por lo tanto, contamina más; sólo hay que ver las humaredas negras que sueltan a veces los coches diésel por los tubos de escape, o como se tiznan de hollín los parabrisas de los coches guardados en un garaje. Así pues, las consecuencias han sido las que cabía suponer por tan irracional apoyo gubernamental: cuando se habían conseguido unos motores de gasolina bastante limpios, el crecimiento exponencial de los motores diésel ha provocado en muchas ciudades un gravísimo incremento de la contaminación y, lo que es todavía peor, de sus componentes más nocivos como los óxidos de nitrógeno o las partículas sólidas -la carbonilla-, las cuales han tenido mucho que ver en el espectacular aumento de las alergias y las enfermedades respiratorias al provocar la irritación de los alvéolos pulmonares.

Para mayor sarcasmo, a partir de 1997 se llegó a vender con todo descaro, dentro de la parafernalia montada en torno al tema del calentamiento global y de las directrices del Protocolo de Kyoto, convertido a la postre en poco más que papel mojado, la presunta bondad de los coches con motor diésel bajo la peregrina excusa de eran más limpios que los de gasolina puesto que contaminaban menos (las cursivas son mías), cuando en realidad lo que ocurría era que emitían menos CO2 -convertido en el villano oficial- que los de gasolina, a cambio de soltar a la atmósfera cuatro veces más de óxidos de nitrógeno y veinte veces más de partículas sólidas, unos contaminantes mucho más perniciosos para la salud que el inocuo dióxido de carbono que exhalamos en la respiración y consumimos en numerosas bebidas con gas.

Asimismo, tampoco está nada claro que, a lo largo de toda su vida útil, compense económicamente tener un coche diésel salvo que su uso sea bastante intensivo, dado que a la cada vez más escasa diferencia de precios entre ambos combustibles se suman tanto un mayor precio del coche nuevo -en torno a unos 2.000 euros, alrededor del 15% en un modelo medio- como unos mayores costes en detalles nada desdeñables como el seguro, las reparaciones y el mantenimiento, las inspecciones periódicas obligatorias o los impuestos. Según las estimaciones realizadas, compensaría el ahorro -estoy considerando exclusivamente factores económicos- a partir de un uso de unos 20 ó 25.000 kilómetros al año, algo que no llegan a alcanzar muchos de los conductores. De hecho, estas mismas estimaciones calculan que casi un 30% de los coches diésel vendidos en España nunca llegarán a amortizarse en comparación con su opción equivalente de gasolina.

Al llegar a este punto surge indefectiblemente la pregunta: ¿por qué hemos llegado a esta situación que perjudica económicamente a un número considerable de conductores y está provocando un problema de salud pública nada desdeñable? Puedo entender que mucha gente no haga cálculos a la hora de comprar un coche nuevo, y que no sepan, o no quieran saber, las consecuencias que su elección vaya a tener sobre la contaminación que nos tragamos todos los que vivimos en grandes ciudades. Puedo entender también que haya intereses económicos por medio, tanto de los fabricantes de vehículos como de las empresas petroleras, pero ¿por qué los gobiernos europeos han obrado de una manera tan irresponsable? A no ser, claro está, que los intereses de estas grandes compañías, multinacionales en su mayor parte, hayan tenido más peso que los del común de los ciudadanos, en un ejemplo sangrante de lo que se ha venido en denominar la Europa de los mercaderes.

Si me lo permiten, voy a hacer un inciso primero químico y posteriormente tecnológico. Empecemos por la química. Como sabe cualquiera que lo haya estudiado a nivel de bachillerato, el petróleo crudo es una mezcla compleja de hidrocarburos que ni siquiera es constante, puesto que su composición varía con los yacimientos. Los hidrocarburos son compuestos de hidrógeno y carbono -de ahí su nombre- cuyas moléculas adoptan la forma de cadenas más o menos largas, en ocasiones con ramificaciones o bien formando anillos cerrados.

En general las propiedades físicas de los hidrocarburos dependen del tamaño de sus moléculas. Los de moléculas más sencillas -metano, propano, butano...- son gaseosos y entran en la composición del gas natural. Luego viene otra fracción de hidrocarburos que son gases volátiles, siendo su principal compuesto la gasolina. Conforme va aumentando el tamaño de las moléculas tenemos el gasóleo, el fuel y, finalmente, compuestos sólidos como el asfalto. Desde el punto de vista químico, y aunque todos ellos son combustibles, su calidad disminuye conforme aumenta su tamaño; dicho con otras palabras la gasolina arde mejor que el gasóleo y deja menos residuos de combustión -el humo y las partículas sólidas-, por lo que es más limpia -insisto, el CO2 no contamina- que el gasóleo. Además hay que tener en cuenta que el petróleo bruto lleva siempre impurezas que al arder son la fuente de contaminantes tales como los óxidos de nitrógeno, y como estas sustancias se acumulan en las fracciones más pesadas del petróleo, ésta es la razón de que los motores diésel las emitan en mayor cantidad.

Veamos ahora a grandes rasgos en qué consiste el refinado del petróleo bruto. Puesto que los distintos hidrocarburos se evaporan a diferentes temperaturas, éste se somete a lo que se denomina una destilación fraccionada, que consiste en calentarlo lo suficiente para provocar la evaporación de todos los componentes volátiles, que luego son condensados en diferentes recipientes en función de sus respectivas temperaturas de evaporación: por un lado los gases, por otro las gasolinas, por otro el gasóleo, por otro el fuel...

Aunque el proceso es sencillo, cuenta con una importante limitación: dependiendo de la composición original del crudo se obtendrá una proporción mayor o menor de cada uno de sus componentes, pero ésta no se alterará ya que la destilación no rompe las moléculas, sino que simplemente las separa por tamaños. La consecuencia práctica de todo ello fue que, muy pronto, las compañías petroleras se encontraron con el problema de que la oferta no se ajustaba a la demanda, dado que había escasez de gasolina al tiempo que sobraba gasóleo, dado que entonces eran todavía muy pocos los vehículos que lo usaban. Es por esto por lo que el gasóleo tenía tradicionalmente un precio de coste inferior al de la gasolina, con independencia de la distorsión causada por la brutal carga impositiva que tienen los combustibles tal como veremos más adelante.

La solución que se buscó fue la conocida como pirólisis o cracking, consistente en someter a los excedentes de gasóleo a un tratamiento térmico lo suficientemente fuerte -evidentemente mayor que el de la destilación- para lograr partir las moléculas; puesto que los fragmentos finales son más pequeños, el resultado práctico es la conversión del gasóleo en gasolina. El método resultó ser efectivo y permitía ajustar la oferta al consumo total de gasolina pero, claro está, a cambio de un encarecimiento de la misma.

Esta situación se mantuvo hasta que el número de coches diésel comenzó a ser superior al de los de gasolina, lo que provocó la inversión de la demanda. Y si bien en un principio a las petroleras les vino muy bien ahorrarse la pirólisis, ya que podían vender directamente todo el gasóleo que refinaban sin necesidad de convertirlo en gasolina, finalmente acabaría dándose el caso contrario, con un exceso de producción de gasolina y un déficit de gasóleo. Desconozco como lo habrán resuelto desde el punto de vista técnico, pero el resultado práctico de cara al consumidor ha sido el encarecimiento del gasóleo hasta alcanzar casi el mismo precio -excluidos impuestos- de la gasolina, con lo cual el principal aliciente para la compra de uno de estos coches se ha visto reducido en buena parte.

Y luego está el tema de los impuestos. La fiscalidad que grava el precio de los combustibles en Europa es brutal, sin que quepa la excusa de justificarla, tal como se hace con los otros productos gravados con impuestos especiales, el tabaco y el alcohol, con la excusa de que se pretende combatir su adicción, ni tampoco se puede defender a estas alturas -supongo que ésta sería la motivación inicial- que se trata de un artículo de lujo. El caso es que a las distintas haciendas nacionales les viene muy bien arramblar con tamaña cantidad de dinero, de muy fácil recaudación además, con el agravante de que cuando baja el precio del petróleo, marrullerías de las petroleras aparte a la hora de trasladar la bajada a los usuarios, tan sólo lo hace la parte de los impuestos correspondiente al IVA, pero no el resto de los mismos ya que se trata de una cantidad fija. En cualquier caso el porcentaje de impuestos sobre el precio final de la gasolina o el gasóleo, aunque puede oscilar según fluctúe la cotización del crudo, suponía a principios de 2016, en un entorno de precios bajos -del crudo, se entiende-, alrededor del 55% para la gasolina, y del 50% para el gasóleo.

Y ahora vamos a prestar atención a un detalle que conviene no pasar por alto. Si se fijan ustedes, verán que la fiscalidad con la que está gravada la gasolina es mayor que la correspondiente al gasóleo en aproximadamente un 5%; o, si lo prefieren, el gasóleo está subvencionado de manera indirecta en este mismo porcentaje. Ello se debe a que tradicionalmente este combustible era utilizado para fines agrícolas, industriales o de transporte, mientras la gasolina la consumían básicamente los coches particulares en actividades que, tal como he comentado, podían considerarse de lujo... lo cual tenía bastante de cierto cuando los únicos que poseían un coche eran los ricos, pero que desde luego no es sostenible ahora. No obstante la extorsión fiscal se ha mantenido incólume pese a que cabe preguntarse por qué razón a estas alturas un coche diésel ha de estar subvencionado frente a uno de gasolina, cuando resulta que ambos son utilizados de idéntica manera... misterios de la política.

En cualquier caso lo que resulta evidente es que, de corregirse esta discriminación fiscal, los precios de ambos combustibles prácticamente se equipararían, e incluso a pesar de ella la diferencia entre ambos se ha venido estrechando paulatinamente, de acuerdo con las reglas del mercado, al aumentar la demanda de gasóleo y disminuir la de gasolina.

Pasemos ahora a la tercera pata del problema, los fabricantes de coches. En general, y al menos en los que a las marcas normales, es decir las que compramos los ciudadanos corrientes, se refiere, éstas suelen estar en manos de un pequeño grupo de compañías multinacionales de origen europeo (Volkswagen, Fiat, Renault y Peugeot-Citröen), norteamericano (General Motors, Ford y Chrysler) o asiático (Toyota, Nissan, Honda, Suzuki, Mazda y Mitsubishi, Hyundai, Tata), y aun algunas de ellas están a su vez asociadas, tal como ha ocurrido con la reciente fusión entre Fiat y Chrysler.

En resumen, en la práctica nos encontramos con un oligopolio cuyos miembros tienen tanto poder que les resulta extremadamente sencillo actuar como grupos de presión -o lobbies, por utilizar la jerga inglesa- frente a unos gobiernos que, dada la importancia del sector en la economía de sus respectivos países, suelen ser más permisivos de lo que debieran.

La pregunta del millón es la siguiente: prescindiendo de de cualquier otro tipo, ¿ha influido la rentabilidad económica pura y dura a la hora de que al menos las multinacionales europeas se volcaran por la opción del diésel? Si he de ser sincero lo ignoro, pero la intuición me dice que por ahí deben de ir los tiros, puesto que ya se sabe que el interés por cuestiones tales como la filantropía, la salud pública o el medio ambiente suele ser inversamente proporcional al tamaño de cualquier compañía.

Y ello a pesar de que, a igualdad de condiciones y tal como he comentado, un motor diésel es mucho más sucio y contaminante que su equivalente de gasolina, lo que obliga a introducir elementos tales como un filtro de combustible para eliminar las impurezas sólidas que arrastra el gasóleo, un filtro de partículas para evitar que los residuos sólidos de su combustión vayan a parar a la atmósfera y la adición de urea para neutralizar los perniciosos óxidos de nitrógeno.

Claro está que esta complicación tiene sus inconvenientes, y no sólo el coste mayor de fabricación. A diferencia del catalizador de los motores de gasolina, que no requiere mantenimiento y suele tener un periodo de vida similar al del coche, los filtros han de ser limpiados o reemplazados periódicamente, ya que de no hacerse así no sólo perderían su efectividad sino que incluso podrían afectar al funcionamiento correcto del motor. En cuanto a la urea, por tratarse de un aditivo, ha de ser añadida de forma periódica, ya que su agotamiento supondría que los óxidos de nitrógeno acabarían vertiéndose a la atmósfera, cosa que se evita mediante un mecanismo de seguridad que bloquea el motor -siempre es preferible evitar la tentación- hasta que no se repone el aditivo.

Mucha complicación, ¿verdad? Sobre todo cuando disponemos de una alternativa mucho más sencilla y asimismo más barata, como son los motores de gasolina. Pero veamos ahora cual es la legislación vigente en la Unión Europea.

La normativa europea sobre emisiones, comúnmente conocida como Normas Euro, recoge un conjunto de leyes, cada vez más restrictivas con la contaminación, que han sido numeradas de forma correlativa, desde la Euro I de 1992, que prohibió la gasolina con plomo, hasta la Euro VI de 2014. En lo que respecta a los turismos con motor diésel, que es lo que estamos considerando ya que en los vehículos industriales no se contempla la alternativa de la gasolina, vemos que la norma Euro V implantó en 2009 los filtros antipartículas y la Euro VI debería haber reducido a partir de 2015 tanto la emisión de partículas como la de óxidos de nitrógeno, equiparando la contaminación producida por los motores diésel a la de los motores de gasolina.

Sobre el papel todo esto estaba muy bien, pero... para empezar, y como cabe suponer, esta norma no afectaba a los vehículos comprados con anterioridad a su entrada en vigor, por lo que siguen siendo muchos los diésel antiguos que han acabado provocado un gravísimo problema de contaminación en muchas ciudades europeas. Obviamente habría que esperar a que el parque automovilístico se fuera renovando, pero por desgracia la pertinaz crisis económica ha jugado en contra prolongando la vida media del parque automovilístico español, por lo que la deseada limpieza del aire tendrá que esperar más tiempo del deseado.

Pero lo peor no ha sido esto. Las compañías automovilísticas alegaron que las modificaciones técnicas necesarias para implantar estas medidas habrían supuesto un considerable incremento de costes inasumible para la industria... pese a que cabía la posibilidad de olvidarse de los dichosos motores diésel y volver a los turismos de gasolina. En cualquier caso, lo cierto es que la presión ejercida por éstas logró que se rebajaran drásticamente los límites establecidos originalmente en la norma Euro VI, de forma que hasta 2020 la emisiones de los vehículos nuevos podrán excederlos en un 110% -más del doble-, e incluso a partir de 2020 se permitirá que éstas alcancen, ya de forma indefinida, un 50% más de los valores establecidos inicialmente, lo que la convierte, en la práctica en papel mojado.

Y no acaba aquí la cosa. En septiembre de 2015, coincidiendo con la entrada en vigor de la descafeinada Euro VI, saltó la noticia de que Volkswagen había equipado a sus vehículos diésel con un sistema informático que falseaba las mediciones de emisiones contaminantes, dando unos valores inferiores a los reales. Es decir, ni siquiera se conformaron con las débiles restricciones impuestas finalmente por la legislación europea, por lo que buscaron la forma de saltárselas a la torera mediante una sofisticada manipulación de los programas de control con los que iban equipados estos vehículos.

Curiosamente la denuncia partió no de los organismos de vigilancia europeos sino de los norteamericanos, lo que mueve a pensar que, con independencia de la verosimilitud de la denuncia -la multinacional alemana acabó reconociendo los hechos y prometiendo que los corregiría-, quizá pudiera haber por medio más una guerra comercial -es sabido que los lobbies norteamericanos suelen dejar en mantillas a sus homólogos europeos- que una verdadera preocupación del gobierno de los Estados Unidos por la preservación del medio ambiente y la salvaguarda de la salud pública.

Y como a estas alturas se puede ser cualquier cosa menos ingenuo, surgió la duda de si se trataba de un caso aislado o si, por el contrario, nos encontrábamos ante una práctica habitual de la industria automovilística. Pero ésta duró poco, ya que apenas destapado el affaire Volkswagen comenzaron a aparecer serios indicios de que se trataba de una práctica generalizada de numerosas marcas, pertenecientes a diferentes compañías automovilísticas, tanto europeas como norteamericanas o asiáticas, que habían trucado también las mediciones.

Huelga decir que el gobierno español, como cabía esperar, no ha movido un solo dedo para investigar el alcance del fraude en nuestro país, pero ya se sabe lo que los políticos españoles se suelen preocupar por la salubridad pública, sobre todo cuando hay intereses comerciales por medio.


Publicado el 3-5-2016