El dichoso cambio de hora





Siempre pendientes del dichoso reloj


Juro que no lo entiendo. Todos los años sin dejarse uno, desde 1974 para acá -aunque hubo algunos precedentes a lo largo de la primera mitad del siglo XX, fundamentalmente durante las dos guerras mundiales-, al llegar la primavera se empeñan en fastidiarnos adelantándonos la hora... que ya de por sí la llevamos bastante adelantada desde que en 1940 a Franco se le antojara igualarla con la de Alemania y desfasarla respecto a la de Inglaterra, que casualmente cae justo en nuestro mismo huso horario1. Pero ya se sabe que cuando los mandamases se empeñan en algo son capaces de contradecir hasta a la astronomía, como ocurrió tiempo atrás con la tardía implantación del calendario gregoriano en los países no católicos, simplemente porque había sido promovido por un papa.

Es una lástima que la caza y captura desatada en estos últimos años contra todo lo que oliera remotamente a franquista no se extendiera también a esta disparatada iniciativa que nos hace compartir hora con Polonia y tener que atrasar el reloj cada vez que viajamos a Portugal o a Inglaterra, lo cual no parece ciertamente muy lógico cuando la única “explicación” al disparate estriba en el empeño de Franco por identificarse con sus correligionarios del Eje aun en campos tan alejados de la política como es la hora.

Pero no es de la absurda hora oficial que padecemos desde hace más de setenta años de lo que quiero hablar en esta ocasión, sino del no menos absurdo adelanto veraniego implantado en plena crisis del petróleo de los años setenta, más por motivos políticos -a los gobernantes les encanta fingir que hacen algo, aunque este algo no sirva para nada más que para fastidiar- que en base a una justificación real. Desde entonces, aunque en estos casi cuarenta años, hemos pasado por varios períodos de bonanza económica alternados con sendas crisis económicas, no ha habido manera humana de cargarse el muerto, y menos aún desde que la Unión Europea tomara cartas en el asunto convirtiéndose en el gendarme del puñetero cambio. Incluso todavía fue peor, ya que los seis meses iniciales del dichoso horario de verano se convirtieron en siete a partir de 1996, y desde luego el invento no tiene visos de desaparecer pese a que los argumentos esgrimidos por sus promotores son cualquier cosa menos sólidos.

La razón fundamental -y en la práctica la única- que se suele dar para el cambio de hora es la de un presunto ahorro de energía al aprovecharse mejor las horas de luz solar. Curiosamente, y al menos en España -no sé si ocurrirá igual en otros países-, el gobierno de turno nos suele bombardear con unas cifras de presunto ahorro que a mí siempre me parecieron las cuentas del Gran Capitán, es decir, hinchadas y sin posibilidad real de verificación... las cuales se dan siempre, o casi siempre, en forma de una determinada cantidad de millones de toneladas de petróleo, sin que “casualmente” se suelan acompañar con el dato del porcentaje correspondiente sobre el consumo total, el único significativo para saber si el ahorro, suponiéndolo cierto, merece realmente la pena o si, por el contrario, se trata tan sólo del consabido chocolate del loro.

Y cuando lo hacen, que no es siempre, dan cifras disparatadas de un 3, e incluso de un 5%, las cuales no se las creen ni ellos. Si recurrimos a datos más fiables procedentes de organismos ajenos a los gubernamentales, nos encontramos con que, según Red Eléctrica Española, el “ahorro” real en electricidad oscilaría entre el 0,1 y el 0,5% del consumo total, una cifra realmente insignificante cuando bastaría con una reforma eficaz del alumbrado público, tal como están hartas de denunciar numerosas asociaciones, para obtener un ahorro mucho mayor sin necesidad de andar fastidiando a los ciudadanos.

En cualquier caso habría que tener en cuenta también otros muchos factores, desde su efecto sobre diversas actividades cotidianas que consumen mucha más energía que el alumbrado, hasta la forma en la que las sociedades occidentales han ido evolucionando, no ya desde que Benjamín Franklin propusiera en 1784 por vez primera el adelanto horario en verano como modo de ahorrar velas, sino incluso desde la década de los setenta para acá.

Para empezar, son muchas las actividades a las que el cambio horario, o mejor dicho los ciclos diarios de luz y oscuridad, no les afectan en absoluto, como ocurre con buena parte de la industria -en especial la más pesada- o con el tráfico y los medios de transporte, ya que todas ellas se desarrollan bien a lo largo de las 24 horas del día, bien más allá de las horas de luz solar, independientemente de cual pueda ser la hora oficial. Y por supuesto su consumo energético, tanto el total como el de electricidad, es mucho mayor que el que se pueda invertir en iluminar nuestras casas y nuestras calles durantes las horas nocturnas. Así pues, si el ahorro en el alumbrado es ya de por sí mínimo digan lo que digan los políticos, si lo comparamos con el consumo energético total el resultado rebosa ya lo ridículo.

Y además tampoco está demostrado que el ahorro sea no ya mínimo, sino ni tan siquiera real. Reflexionemos un poco. Si bien durante los meses de primavera todavía podría hablarse de un mayor aprovechamiento -que yo lo dudo- de la luz diurna, esta posible ventaja se diluye por completo en los meses veraniegos, en los que el día es tan largo que, lo cojamos como lo cojamos, siempre nos levantaremos de día y nos anochecerá a unas horas suficientemente tardías. Ocurre además que en numerosos lugares de España el clima es tan tórrido que resulta imposible dormir antes de que hayan pasado al menos varias horas desde el ocaso, por lo que si por culpa del adelanto horario nos vemos obligados a acostarnos una hora solar antes, es muy probable que no nos quede otro remedio que recurrir al aire acondicionado para poder dormir... con lo cual habremos hecho un pan con unas tortas. Asimismo, en las semanas iniciales del horario de verano, es decir, a lo largo del mes de abril, son muchas las personas que se ven obligadas a levantarse cuando todavía es de noche, con lo cual realizarán un consumo de electricidad durante sus actividades matutinas que se habrían ahorrado de haber seguido vigente el horario de invierno.

A ello podrían sumarse también otros factores propios de la idiosincrasia española tales como la reciente afición a trasnochar de forma masiva al menos durante los fines de semana y los días de fiesta. Como es fácil de comprobar cualquier ciudad española de mediano o gran tamaño, e incluso los pueblos, bullen literalmente durante la práctica totalidad de las horas nocturnas con independencia de adelantos horarios de cualquier tipo. Aunque en los años setenta, cuando se implantó el horario de verano, estos hábitos noctámbulos no existían o eran irrelevantes, ahora no ocurre lo mismo, y me gustaría que me dijera alguien si no se ahorraría más electricidad haciendo algo tan sano como es dormir por la noche, en lugar de andarnos forzando los biorritmos a golpe de decreto-ley.

En cualquier caso, y dentro de la dificultad existente para poder cuantificar con precisión el presunto ahorro energético acarreado por el adelanto de la hora oficial, no hace falta ser muy perspicaz para concluir que, en cualquier caso, lo más probable es que no merezca realmente la pena, dado que a sus como mucho exiguas ventajas habría que contraponer toda una serie de inconvenientes provocados por esta iniciativa.

Llegamos ahora a la otra cara de la moneda, los posibles trastornos causados por esta práctica. Aparte del descalabro que supone ajustar durante los dos cambios horarios anuales todas aquellas actividades que se desarrollan de forma continua durante las 24 horas del día, o aquellas otras a las que les afectan los citados cambios pese a que son realizados de madrugada, está el tema de los ritmos biológicos. Nuestros cuerpos, como los de cualquier otra especie animal, están adaptados de forma natural a los ciclos diarios de luz solar y oscuridad, comúnmente denominados ciclos circadianos. Tal como se ha podido comprobar realizando experimentos con personas aisladas por completo de cualquier referencia exterior que les permitiera conocer el avance del tiempo, se trata de un fenómeno fisiológico interno independiente de cualquier tipo de estímulo exterior, y de él dependen importantes procesos biológicos tales como la segregación de diferentes hormonas y enzimas.

Cierto es que estos ciclos circadianos son relativamente flexibles y admiten un determinado margen de cambio en función de los estímulos externos, pero tienen sus límites y, una vez sobrepasados éstos, el organismo se resiente, como ocurre de forma temporal con los viajeros que realizan vuelos transoceánicos -el famoso jet lag- o de forma continua con los trabajadores que se ven obligados a realizar su actividad laboral en horario nocturno o, todavía peor, en turnos rotatorios a lo largo de las 24 horas del día.

Por supuesto el adelanto de una hora en verano -que en realidad son dos gracias a la “propina” que llevábamos ya adelantada, sin devolución invernal, por gentileza de Franco- entra dentro de lo que podríamos considerar un margen tolerable, pero que nuestros cuerpos se adapten mejor o peor a ello no quiere decir que sea igual; no lo es en absoluto. Para empezar no todos tenemos exactamente los mismos ritmos, hay quienes madrugan sin ningún problema y quienes por el contrario consideran al despertador como una auténtica tortura. Yo personalmente acostumbro a despertarme con los ritmos biológicos muy relajados y suelo tardar algún tiempo en “calentar motores”, razón por la que el adelanto horario me sienta literalmente como un tiro, no sólo los primeros días en los que llego a trabajar poco menos que arrastrándome, sino durante la práctica totalidad de los siete meses de tortura, en los cuales me encuentro, si no tan fastidiado como al principio, sí francamente incómodo. Por el contrario, el retraso horario del otoño me sienta como un bálsamo. Y no exagero.

Así pues, si prácticamente todo parece demostrar, excepto para los berroqueños políticos, que los dichosos adelantos horarios no sirven para nada, ¿por qué se mantiene el cambio de hora? Según opinan muchos, entre ellos organizaciones como Ecologistas en Acción, “por inercia, porque lleva muchos años haciéndose y gobernantes y gobernados temen los cambios. Se mantiene como tradición, como un rito”.

Yo pienso exactamente lo mismo, aunque añadiría además otro posible factor: Europa es muy grande, y sus condiciones climatológicas y de iluminación diurna son muy diversas. Dicho con otras palabras, una fórmula que resulte óptima para, pongamos por caso, los países escandinavos o para Alemania, no tiene por qué ser adecuada para los países mediterráneos entre los que nos contamos. Lo lógico sería buscar la fórmula adecuada para cada uno no sólo en cuanto a su hora oficial, que vuelvo a repetir está adelantada para España, sino también para el tema del adelanto veraniego. No tengo motivos para dudar que en Suecia pueda resultar beneficioso no tanto por el ahorro energético, que supongo que será tan nulo como el nuestro, sino de cara a un mejor aprovechamiento de su débil sol; pero aquí, que lo que nos sobra precisamente es sol y calor, no es ya que se trate de una medida inútil, es que incluso puede llegar a ser contraproducente.

Pero así nos va, con políticos empeñados en no  poner los pies en el suelo.


Post data




Países que aplican el cambio de hora (azul y naranja) frente a los que
no lo hacen (gris claro y oscuro). Mapa tomado de la Wikipedia


Algo tendrá el agua cuando la bendicen; en febrero de 2018, y a petición de Finlandia, el Parlamento Europeo aprobó una moción, con 384 votos a favor frente a 153 en contra, en la que insta a la Comisión Europea a estudiar los pros y los contras del cambio de hora y, en su caso, a suprimirlo. Aunque en el mejor de los casos todavía quedaría mucho camino por recorrer y, previsiblemente, un buen puñado de años más padeciendo esta lacra, al menos se considerará, que no es poco. Otra cosa muy distinta es que el sentido común prime sobre la inercia burocrática o sobre la soberbia política, pero en fin, habrá que ser optimistas aunque tampoco es de desdeñar la previsible presión de ciertos sectores presuntamente beneficiados por la situación actual como es el caso, por ejemplo, de la hostelería.

Llama la atención, asimismo, que la iniciativa proviniera no sólo de un país pequeño sino también nórdico, en el que en verano tienen horas de luz -aunque sea tristona- más que de sobra tanto por la mañana como por la tarde, por lo que en principio estos bailes anuales no deberían afectarles demasiado; en cualquier caso, una proporción de parlamentarios europeos a favor de la supresión dos veces y media superior a la de los que se opusieron debería dar que pensar a quienes tienen en sus manos la potestad de hacerlo.

Conviene recordar, por último, que varios países europeos que no pertenecen a la Unión Europea y, por lo tanto, no están obligados a cambiar la hora de forma sincronizada con éstos, han renunciado en los últimos años a hacerlo: Rusia -con el enclave de Kaliningrado-, Turquía, Bielorrusia e Islandia, a los que también hay que sumar los estados caucásicos de Armenia, Georgia y Azerbaiyán.

Fuera de Europa y del ámbito anglosajón -Canadá, Estados Unidos, Australia y Nueva Zelanda- el horario de verano está muy poco extendido, siendo mayoritarios los países que hacen caso omiso tanto en Asia -tan sólo lo aplican Israel, Siria Líbano, Jordania e Irán como en África -Marruecos es la única excepción- y las dos Américas, en las que México, Cuba, Haití, Chile, Paraguay y Brasil, junto con algunas islas menores, son los únicos que lo cambian. Teniendo en cuenta que quedan fuera de esta iniciativa países de la importancia de Rusia, Turquía, China, India, Japón, Corea, Taiwán, Pakistán, Indonesia, Malasia, Irak, Egipto, Argelia o la República Sudafricana, resulta difícil creer que puedan estar equivocados en tantos sitios.

En fin, esperemos que cunda el ejemplo.


Segunda post data


En julio de 2018 la Comisión Europea promovió una consulta a los ciudadanos de la Unión instándoles a pronunciarse sobre su opinión a favor o en contra del mantenimiento del horario de verano. Tras cerrarse el plazo el 16 de agosto, a finales de este mes se hicieron públicos los resultados: de los 4,6 millones de personas que participamos en la consulta, más del 80 % votamos por suprimir el adelanto horario veraniego, un porcentaje a considerar por más que el número de participantes, aunque elevado, sea una fracción minoritaria del censo total europeo, lo cual tampoco es de extrañar dada la falta de precedentes de consultas de este tipo.

En cualquier caso, el ejecutivo europeo ha afirmado que, aunque la consulta no era vinculante, el resultado sería tenido en cuenta, junto con otros factores, dentro del compromiso adquirido por éste para evaluar la conveniencia o no de seguir con el cambio horario. Aunque las cosas de palacio van despacio y no cabe prever una supresión inmediata, bueno es que comience a imponerse la sensatez de cara a podernos librar de esta molesta e ineficaz rémora.

Sin embargo, aunque todo parece indicar que la vuelta a un único horario fijo durante todo el año está ya bastante encarrilada, que no es poco, todavía queda otro tema nada baladí por dilucidar: ¿nos quedaríamos con el horario de invierno, o con el de verano? Porque a juzgar por sus declaraciones del 31 de agosto, el presidente de la Comisión Europea Jean-Claude Juncker parece ser partidario de la segunda de estas opciones, precisamente la que a mí menos me convence porque, gracias a la gentileza de Francisco Franco, ya gozamos de una hora de adelanto sobre el horario solar durante todo el año, que se convierte en dos en verano. Por esta razón, de adoptarse finalmente esta alternativa tendríamos las dos horas de adelanto de enero a diciembre... a no ser que esta medida fuera contrarrestada parcialmente con la vuelta de España -excepto Canarias- al huso horario de Greenwich, que es el que por geografía nos corresponde, con lo cual nos quedaríamos tan sólo con una hora de adelanto y en una situación similar a la de antes de que empezaran a tocarnos las narices a mediados de los años setenta del pasado siglo.

Claro está que no todo el mundo opina igual. En uno de los artículos publicados en diferentes medios de comunicación a raíz del anuncio de Juncker, se defendía el mantenimiento de la hora de propina arguyendo que en invierno amanec en Madrid al mismo tiempo que en Limoges, Colonia, Copenhague o Tallin, pese a que la capital estonia, situada en el huso horario de Europa Oriental, está una hora adelantada sobre la oficial española, dos añado yo sobre la solar... y el redactor se quedaba tan campante, e incluso ilustraba el artículo con un mapa de Europa en el que se ve como el terminador, la línea que separa la zona diurna de la nocturna, discurre en diagonal desde Sevilla hasta Helsinki.

Este argumento es cierto, pero encierra una trampa ya que, además de ignorar que en invierno anochece en esas mismas ciudades mucho antes que en España, tampoco tiene en cuenta que las comparaciones entre los horarios solares de dos lugares situados a diferentes longitudes geográficas han de ser hechas a mediodía -solar, se entiende-, por ser éste el único momento en el que queda compensado el efecto de la latitud, excepto en los dos equinoccios. La explicación es sencilla y se debe, como cabe suponer, a la inclinación del eje terrestre sobre el plano de su órbita, que hace que las horas de luz varíen a lo largo del año con un máximo en el solsticio de verano y un mínimo en el de invierno. Esta variación, que a una latitud media como la española oscila entre las 15 horas del solsticio estival y las 9 horas y cuarto del invernal, depende de la latitud, siendo nula en el ecuador y máxima en las proximidades del polo, donde se suceden seis meses de luz -el famoso sol de medianoche- y otros seis de oscuridad.

A consecuencia de ello el ángulo que forma el terminador sobre Europa, lejos de mantenerse constante tal como parece sugerir el citado mapa, varía periódicamente a lo largo del año dentro de un intervalo que corresponde al doble de la inclinación del eje de rotación, unos 46 grados, aproximadamente la mitad de un ángulo recto. Por esta razón, tal como se puede apreciar en esta ilustración animada, la situación varía mucho de un mes a otro, de modo que si bien es cierto que en invierno en España amanece a la par que en Alemania o en el norte de Rusia, en verano sucede justo lo contrario; algo lógico si tenemos en cuenta que las casi seis horas que varía en nuestro país la duración del día solar a lo largo del año se convierten en casi nueve en Berlín (de 16,5 a 7,7) y en trece (de 18,5 a 5,5) en Helsinki, tal como se puede calcular en este interesante enlace. Así pues, ¿por qué tenemos que dar como bueno, para defender el horario franquista, el criterio de la inclinación invernal del terminador y no el de la estival, que serviría para apoyar la argumentación contraria? Eso sin considerar, claro está, que la distinta duración del día según nos desplazamos en dirección norte-sur también condiciona, y no poco, la actividad cotidiana de los habitantes de los distintos países europeos.

En realidad lo único razonable, tal como he apuntado, es hacer estas comparaciones en los dos equinoccios o, durante el resto del año, en el mediodía solar, ya que cualquier otra interpretación será necesariamente sesgada cuando no interesada.

Recapitulemos, por último, diferenciando entre los dos problemas diferentes -y acumulados- con los que nos encontramos en España, el adelanto franquista de la hora solar y los adelantos estacionales durante el verano. El más molesto de ellos es con diferencia el doble vaivén anual, por lo que si desaparece de una puñetera vez ya habremos ganado bastante. En cuanto al otro, el permanente, la verdad es que en la práctica su efecto fue contrarrestado, al menos en parte, por los españoles de la época, ya que el adelanto de una hora provocó que buena parte de las actividades cotidianas se retrasaran en idéntica duración, de modo que aunque según el horario oficial todo se hiciera una hora más tarde, en la práctica se siguió haciéndolo más o menos a la misma conforme al horario solar, en una espléndida demostración de la máxima lampedusiana que recomienda cambiar todo para que todo siga igual... al precio, eso sí, de ganarnos en el resto de Europa un injustificada fama de tardíos pese a que levantarnos a las ocho en España equivale a levantarse en Inglaterra a las siete. Pero ya se sabe, cría fama y échate a dormir.

De todos modos, en marzo de 2019 y en vísperas del que debería haber sido el último cambio de hora, el Parlamento Europeo ha decidido retrasar su supresión hasta 2021... sin que me convenzan las explicaciones dadas de que “se necesitaba más tiempo para llevar a cabo un debate en profundidad sobre la cuestión”. ¿Más tiempo para qué, si existe consenso entre los expertos de que este baile horario no sirve para nada, salvo para fastidiar al personal? Al parecer, la explicación que dan es que creen que una descoordinación entre los países vecinos podría causar trastornos en el tráfico aéreo y en los desplazamientos entre distintos países, algo que podría tener cierta justificación, aunque sólo momentánea, si parte de los países optaran por dejar como definitivo el horario de verano y otra parte el de invierno. Pero si se decide que todos ellos elijan la misma alternativa -lo más adecuado sería dejar el de invierno, puesto que es el que mejor se ajusta de los dos a la luz solar-, no habría más trastorno que el que se produce dos meses al año, y tan sólo una única vez. Quizá sería algo más complicado si algún país decidiera aprovechar para cambiar su hora oficial, como sería el caso de España de volver al horario de Greenwich tal como nos corresponde geográficamente, pero eso parece poco probable -lo que trastorna no es que el horario oficial esté adelantado en relación al solar, puesto que es continuo, sino los vaivenes bianuales- y en todo caso se trataría de un ajuste puntual. Sí, ciertamente dejaríamos de tener la misma hora que Francia, pero la compartiríamos con Portugal, Irlanda y Gran Bretaña, como parece más lógico.

Y en esas estamos, ya que al día de hoy ni siquiera es seguro que dentro de dos años nos dejen definitivamente en paz. Esperemos, pues, que no acabe quedándose todo en un mareo de la inocente perdiz.




1 Quien esté interesado en el tema de la hora oficial española y de los distintos países europeos, puede consultar el artículo titulado El lío de la hora oficial.


Publicado el 14-4-2011
Actualizado el 26-3-2019