¿Valentía, o temeridad?





El espartano Leónidas, uno de los héroes más famosos de la antigüedad
Fotografía de Gonzalo Serrano tomada de la Wikipedia


Les voy a contar una anécdota de la que fui testigo durante mi -forzado, por supuesto- servicio militar. Aunque habitualmente hacíamos las guardias en el propio cuartel, en una ocasión nos mandaron al polvorín. El recinto estaba situado en pleno campo, en una ladera que caía hacia el río, y no tenía más edificaciones que el cuerpo de guardia, las garitas de vigilancia y las casamatas por las que se accedía a las galerías subterráneas en las que se almacenaban los explosivos. Una simple alambrada era lo que lo separaba del exterior.

Estábamos allí matando el aburrimiento cuando pasó por delante un pastor llevando tras de sí un rebaño de ovejas. Auxiliaba al pastor un mastín, un magnífico animal de gran porte. Por el interior del recinto del polvorín pululaban tres o cuatro perros callejeros que sobrevivían como buenamente podían con los restos del rancho de los soldados, y éstos, supongo que respondiendo a sus instintos atávicos, comenzaron a ladrar al mastín desde el interior de la alambrada pese a que éste, en su olímpica indiferencia, no había mostrado el más mínimo interés hacia ellos.

Tampoco se dignó el mastín en darse por aludido ante la provocación; pero uno de los chuchos, más osado o más insensato que los demás, se escabulló por un agujero abierto en la tierra por debajo de la alambrada y, en un alarde de temeridad puesto que el mastín le doblaba con creces en tamaño, se atrevió a retarle cara a cara o, por decirlo con más precisión, hocico a hocico.

El mastín, huelga decirlo, respondió como cabía esperar. Aferró con sus poderosas mandíbulas al chucho por el cuello y, alzándolo en vilo, comenzó a zarandearlo sin soltar la presa pese a las imprecaciones del pastor, que no paraba de arrearle en el lomo con el cayado. Finalmente el mastín acabó soltándolo, y el derrotado perro volvió a refugiarse en el recinto del polvorín, escabulléndose a toda velocidad sin que pudiéramos averiguar su paradero.

No fue sino hasta varias horas después cuando lo encontramos, en el interior de una garita, agonizante y con un impresionante tajo en el cuello. Puesto que en su momento llegó el relevo de la guardia y nosotros volvimos al cuartel, ignoro lo que le pudo pasar al chucho, aunque supongo que no tardaría mucho en morir dada la magnitud de la herida... y así acabó todo.

En principio puede parecer que la imprudencia suicida de un chucho callejero, pese a la fama que tienen éstos de ser bastante más inteligentes que sus degenerados congéneres de raza, no daría en principio mucho más de sí, pero lo cierto es que este incidente me hizo reflexionar extrapolándolo, claro está, a los humanos. Porque, se mire como se mire, comportamientos de este tipo suelen ser de lo más habitual en individuos a los que en un principio cabría suponerles una inteligencia muy superior a la de un triste perro.

Sin ir más lejos, en la propia mili tuve ocasión de comprobarlo. Era habitual que en el transcurso de las infinitas ocasiones en las que nos formaban, un día sí y otro también, se nos amenazara con un arresto si nos movíamos, si hablábamos, si fumábamos... pues bien, siempre le faltaba el tiempo a algún pringado para hacer lo que nos acababan de prohibir justo delante de las narices del sargento de turno.

Recuerdo, también, el caso de un compañero -hicimos juntos el curso de cabos y trabé cierta amistad con él- al cual, molesto porque una inoportuna guardia de fin de semana le chafaba los planes de irse a la sierra con su novia, sólo se le ocurrió fingir que a ésta le había atropellado un coche, matándola. En principio todo le salió bien y le dieron permiso de inmediato, pero no contó con que un alférez de complemento, más pulido como universitario que era que los militares de carrera, estimó que lo correcto sería ir a la casa del desconsolado novio a manifestarle sus condolencias... encontrándose al llegar allí con que todo había sido una trola.

Huelga decir que el listillo, nada más llegar al cuartel el lunes por la mañana, fue a parar de cabeza al calabozo, pero al preguntarle la razón por la que había hecho semejante majadería, me respondió quitándole toda importancia y por supuesto sin mostrar la menor señal no ya de arrepentimiento, sino tan siquiera de procurar ser más prudente en un futuro, lo cual como cabe suponer me dejó perplejo. Y aún tuvo suerte, porque días después llegó la fiesta de la patrona y le aplicaron un indulto, aunque supongo que a partir de entonces lo que nos quedaba todavía de mili, que no era mucho, no lo debió de pasar demasiado bien.

Desde entonces han pasado ya más de treinta años y no he vuelto a tener el menor contacto con el para mí profundamente desagradable ámbito militar, pero no por ello he dejado de reflexionar -éste es precisamente el motivo del presente artículo- sobre la insensatez humana, máxime cuando cada dos por tres me encuentro con la noticia de que un descerebrado se ha partido la cabeza saltando desde el balcón de un hotel a la piscina o cosas similares, que por desgracia abundan. Y es que, teniendo en cuenta que el instinto de supervivencia es una de las más poderosas herencias de nuestro pasado animal, sigo sin entender que siga habiendo gente que se juegue literalmente el pellejo -no hablo ya de comportamientos cuyas consecuencias se limitan a perjuicios materiales de diversa índole- de la manera más estúpida.

Y aunque por desgracia no suele hacer falta que nadie estimule a estos imbéciles para que se jueguen de una forma tan absurda no ya sus intereses, sino incluso sus propias vidas, lo cierto es que siempre ha habido quienes han sabido explotar en beneficio propio a estos pobres desgraciados, convirtiéndoles en el mejor de los casos en unos tontos útiles y, en el peor, en barata carne de cañón. Se trata, en definitiva, de algo tan arraigado como el culto al héroe, exaltándose su sacrificio -incluso el de su vida- en defensa no ya de otras vidas, lo cual tendría su lógica, sino de determinados conceptos muchas veces tan abstractos como discutibles.

Véase, por ejemplo, el caso de los mártires del cristianismo, oficialmente torturados y asesinados por los enemigos de su fe. Poco importa que las actas martiriales que han llegado hasta nosotros fueran pura propaganda escrita por los exégetas de la interpretación más rígida e intolerante del paradójicamente humanista mensaje transmitido por los Evangelios. Poco importa que su verosimilitud histórica sea en la mayor parte de los casos dudosa y, aun en los más fiables, exagerada. Los mártires están ahí, y durante veinte siglos nos los han estado poniendo como ejemplo de la manera más rápida y más honrosa de ir al cielo, por más que si el cristianismo logró expandirse por todo el ámbito del antiguo imperio romano no fue evidentemente por los cristianos muertos, sino por los que quedaron vivos.

Por supuesto existen también los mártires laicos, sobre todo en el campo militar y en el de la ideología política, en especial dentro de este último en aquellos movimientos en los que se pretende captar a los militantes -y en el caso de los nacionalismos a quienes hayan tenido la suerte de nacer dentro de lo que ellos consideran su feudo- no por el convencimiento o por la razón, sino por la pura y simple imposición. Es por ello por lo que los héroes suelen gustar tanto a los dictadores de cualquier pelaje, y todavía recuerdo de los libros escolares de mi infancia la exaltación de las gestas de personajes tales como Viriato, Don Pelayo, El Cid, Guzmán el Bueno, Eloy Gonzalo... Cierto es que no en todos los casos éstos -o sus allegados- llegaron a perder la vida víctimas de sus heroicidades, pero dentro de la parafernalia franquista estaba claro el mensaje de que, por el simple hecho de ser españoles, teníamos la obligación irrenunciable de defender a la patria -su concepto de patria- hasta la última gota de nuestra sangre.

Y no es esto lo peor posible. En último extremo los candidatos a héroes, voluntarios o no, son manipulados de tal manera que éstos no dudan en llegar a inmolarse a cambio de llevarse por delante a cuantos infieles o enemigos se pueda, al tiempo que los promotores de tamaño desatino, huelga decirlo, se cuidan mucho de seguir su misma suerte aunque sólo sea para seguir consiguiendo que nuevos descerebrados se sumen a la rueda.

Conste que no niego en modo alguno que el sacrificio altruista de una persona pueda ser un acto loable si éste trae como consecuencia la evitación de un mal mayor o la salvación de un número mayor de vidas; pero por desgracia, la mayor parte de las veces no suelen ser éstos los casos. Y desde luego, no es a éstos a los que me estoy refiriendo.

Pero el caso de estos héroes épicos -excluyo, claro está, a los héroes de verdad del párrafo anterior- no es único. Existen también otros héroes de menor categoría que, pese a lo intrascendente de sus proezas, no por ello dejan de gozar de su momento de gloria... aunque éste haya de ser necesariamente póstumo. Así ocurre, por ejemplo, con los mal llamados deportistas de riesgo -¿por qué razón cualquier deporte tiene que ser arriesgado?- empeñados no ya en culminar una hazaña más o menos objetiva, tal como escalar un monte a cuya cima hasta el momento nadie hubiera podido llegar, sino que, al habérseles agotado los destinos vírgenes -para desgracia de más de uno ya no deben de quedar demasiadas montaña por conquistar-, deciden optar por el circense más difícil todavía, en un claro intento de llamar la atención de cualquier manera a fuerza, pongo por caso, de escalar el Everest por el lado más difícil y en pleno invierno, sin oxígeno, en ropa interior y, si me apuran, con la mano derecha atada a la espalda y cargando con una piedra de cincuenta kilos a modo de mochila; que para machos, ellos. Y luego, si la palman, al menos tendrán garantizado el siempre efímero laurel del triunfador, por poco que esto les pueda aprovechar en el cementerio.

Más de una vez he tenido esta discusión con algunos que defendían lo que yo consideraba un riesgo innecesario y absurdo, no ya porque personalmente no le vea el menor beneficio objetivo -mi espíritu deportivo y competitivo es virtualmente nulo- sino porque, una vez alcanzada una meta por alguien, todos los que vienen detrás de él parecen estar empeñados, con demasiada frecuencia, en ganar el Récord Guinness a la tontería más peregrina que se les pueda ocurrir, con el añadido de que aquí ya no estamos hablando de hacer cualquier imbecilidad inofensiva, sino de poner en riesgo su integridad física e incluso su propia vida.

Y si bien los exploradores supusieron en su momento un beneficio para la sociedad al aportar sus descubrimientos al conocimiento común, o los pioneros de la aviación contribuyeron a desarrollar este medio de transporte, en ambos casos arriesgando sus vidas, no veo qué beneficios pueden reportar a estas alturas proezas tales como la ya citada de escalar un monte especialmente difícil en condiciones artificialmente forzadas, saltar desde un avión sin más paracaídas que uno de esos pintorescos trajes de Batman con los cuales se juegan literalmente el pellejo, cruzar el Atlántico en una moto acuática... por no hablar de aficiones tales como tirarse desde un puente con una cuerda atada al tobillo, ponerse delante de los toros sin tener ni puñetera idea de cómo se corre un encierro, irse de excursión a la sierra justo cuando han avisado de la inminente llegada de un temporal -luego tendrán que ir las brigadas de rescate a buscarlos- o marcharse de vacaciones a los lugares más exóticos y peligrosos del planeta, por poner tan sólo algunos ejemplos de comportamientos relativamente frecuentes y en modo alguno prudentes.

Sin embargo, son muchas las ocasiones en las que no sólo no se reprueban estas imprudencias, sino que incluso se llega a jalear a sus víctimas cuando éstas han sido las únicas responsables del desaguisado; y aunque evidentemente todas las muertes, hasta las más necias y las más absurdas, son por definición lamentables, de ahí a apoyar a estos comportamientos suicidas media un abismo. Recuerdo el caso del intento, finalmente fallido, de que le fuera dedicada una calle en una ciudad española a alguien a quien había corneado mortalmente un toro en Pamplona... con el riesgo potencial, nada desdeñable por cierto, que supondría poner a estos muertos como ejemplo a seguir, máxime si tenemos en cuenta de que todo se pega, menos la hermosura.

Porque, por desgracia, son bastantes más numerosos de lo que creemos aquellos que, a la hora de la verdad, se comportan de una manera no demasiado diferente a como lo hiciera el chucho de mi relato.


Publicado el 11-12-2014