El refranero y la política





Mingote, todo un clásico



Hay dos conocidos refranes que se pueden aplicar perfectamente a la política, pese a lo cual, por las razones que sean, nuestros políticos -y lo que es más grave tampoco los periodistas ni los opinólogos- hacen caso omiso de ambos.

Se trata de Los extremos se tocan y No hay peor cuña que la de la misma madera. Seguramente podríamos encontrar más, pero de momento con éstos nos basta. Comencemos por el primero.

Por lo general, estamos acostumbrados a identificar al espectro político con una imagen similar a la del espectro electromagnético, una línea recta en la que están representados de izquierda a derecha, en orden de frecuencias crecientes, los distintos tipos de radiaciones: ondas de radio, microondas, infrarrojos, luz visible, ultravioleta, rayos X y rayos gamma. Y, en lo que respecta a la luz visible, aparecen los colores del arco iris empezando por el rojo y terminando en el violeta.

Así, y en lo que respecta a los partidos clásicos, el extremo de la izquierda correspondería a los rojos, es decir, comunistas y socialistas en este orden, y el derecho a los azules en sus diversas tonalidades -en realidad debería haber sido el violeta, pero tampoco vamos a ponernos puntillosos-, mientras el centro quedaría de un color indeterminado y desvaído. Esta regla cromática se ha roto con los nuevos -y en ocasiones efímeros- partidos que han elegido sus colores corporativos al azar entre los que quedaban disponibles: fucsia, naranja, verde, morado... aunque curiosamente no el amarillo, ¿será por su mal fario entre los actores? Pero esto es irrelevante para nuestro estudio, aunque lo que sí es cierto que el concepto de una barra recta está arraigado en nuestro inconsciente colectivo.

Por esta razón, asumimos que entre la izquierda -el PSOE- y la derecha -el PP- existe la nebulosa región del centro, maldita desde el colapso del CDS de Adolfo Suárez y el fracaso electoral del PRD promovido por Miquel Roca ya que, pese a los notables triunfos de UPyD primero y Ciudadanos después, ha vuelto a caer en barbecho pese a que según confirman los sucesivos resultados electorales, y ya vamos camino de cincuenta años de democracia, el grueso del electorado español opta por un voto moderado; aunque las distorsiones del espectro político -la más reciente ha sido el hundimiento de Ciudadanos-, así como los vaivenes de los líderes de los partidos mayoritarios, hacen que esta voluntad mayoritaria se vea perturbada, cuando no directamente manipulada... contando, por si fuera poco, con las perniciosas consecuencias de la ley D’Hont.

Esta distribución se completaría con la extrema izquierda y la extrema derecha, situadas más allá de sus respectivos vecinos de modo que la distancia entre ambas, por constituir los dos extremos de la barra, sería equivalente a la longitud de la misma, convirtiéndose por su propia naturaleza en antagónicas.

Pero existe otra manera de concebir el espectro político, para mí mucho más realista: no una línea recta sino una circunferencia cerrada, de modo que los dos extremos, el izquierdo y el derecho, serían en realidad contiguos haciendo bueno el refrán aludido, ya que la extrema izquierda lindaría por un lado con la izquierda y por el otro con la extrema derecha, mientras que esta última tendría por vecinas a ella y a la derecha, por lo que ambas se tocarían.

Si nos ceñimos a los resultados electorales todo parece indicar que esta hipótesis no anda descaminada, ya que tanto en diferentes países europeos, como más recientemente en España, la extrema derecha, hasta hace poco no ya minoritaria sino residual, ha encontrado un caladero de votos en los antiguos votantes comunistas, algo que debería hacer reflexionar a los políticos con vocación de estadistas, si es que esta especie todavía existe y no se encuentra en peligro de extinción como con frecuencia es de temer.

También contamos con claros antecedentes históricos. En la Europa de entreguerras medraron dos totalitarismos que tuvieron gran parte de la culpa de los desastres de la II Guerra Mundial: el fascismo y el comunismo, que también hicieron de las suyas en nuestra Guerra Civil o, mejor dicho, en los años agónicos de la II República de manos de los falangistas por un lado y de las diferentes facciones comunistas -estalinistas, trotskistas e incluso los teóricamente apolíticos anarquistas y la facción radical del PSOE liderada por Francisco Largo Caballero, el Lenin español- por el otro. Aunque, conviene no olvidarlo, el dictador Francisco Franco pudo ser muchas cosas y ninguna buena pero en absoluto era fascista, ya que a quien defendió fue a la derecha tradicionalista e inmovilista -la derechona que tenía su hábitat natural en el caciquismo- aprovechándose de todas las facciones que se convirtieron en aliadas circunstanciales suyas para consolidar un régimen autocrático en el que lo único que le importaba era detentar un poder omnímodo, reprimiendo cualquier conato de discrepancia incluso entre los suyos.

Aunque en Europa la evolución política fue diferente, podríamos resumir diciendo que los fascismos -porque hubo varios, incluyendo el régimen nazi- tenían en común con el comunismo estalinista su afán por imponer una brutal dictadura estatal en la que los ciudadanos, reducidos a la condición de meros súbditos, vieron sus derechos y sus libertades no sólo recortados sino también supeditados a los dictados de la nación -léase el dictador y su cúpula de poder-, sin el menor derecho a disentir ni mucho menos a rehusar bajo la amenaza de graves penas e incluso la ejecución. Huelga decir que el estado de derecho era inexistente allá donde unos y otros implantaron su férreo dominio, estando obligados todos a obedecer las órdenes de sus líderes para mayor gloria y beneficio de la nación, tal como pregonaba la aplastante propaganda con la que eran bombardeados.

Eran, pues, muchos los puntos de contacto entre los fascismos y el estalinismo, aunque había algo que no sólo los distanciaba sino que los convirtió en enemigos acérrimos: mientras los fascismos practicaban un nacionalismo radical y como tal excluyente, los estalinistas presumían de internacionalismo conforme a la conocida consigna marxista -una herencia de la que se apropiaron sin que les correspondiera- ¡Proletarios del mundo, uníos!; aunque en realidad tras este falso internacionalismo lo que se escondía era un intervencionismo feroz del régimen soviético sobre los partidos comunistas de otros países, como demostró el control estalinista del Partido Comunista de España durante la II República y la Guerra Civil. Prueba de ello fue la represión sin contemplaciones que Stalin aplicó a cualquier facción disidente como fue el caso del trotskismo, tanto en la Unión Soviética como en otros países, ordenando el asesinato de dirigentes como Andrés Nin en España o el propio Trotsky en México.

No es casualidad que nazi sea el acrónimo de nacional socialista, que Mussolini antes de fundar el partido fascista italiano militara en el socialismo o que los falangistas españoles -los de antes de la Guerra Civil, no los domesticados por Franco- se declararan anticapitalistas y revolucionarios.

Y, aunque en la actualidad ni el fascismo ni el estalinismo existen por fortuna en Europa, salvo en las cerriles mentes de unos cuantos descerebrados, lo cierto es que continúa siendo válido el refrán Los extremos se tocan, todavía más cuando la extrema izquierda, huérfana de ideología tras la caída del Muro de Berlín, se dedicó a ejercer como defensora de causas de lo más peregrino, irrelevantes o bien de aquello que, pese a ser objetivamente merecedor de ser considerado, lo cogían cual rábano por las hojas pervirtiendo totalmente su espíritu, al tiempo que lo empozoñaban poniéndolo fuera del alcance de cualquier persona con un mínimo de criterio y sentido común. Por su parte la extrema derecha, irrelevante durante décadas, ha conocido un resurgir apropiándose de reivindicaciones abandonadas por los otros partidos y sobre todo por los de izquierda, adobándolas de una retórica populista y facilona que encandila a todos aquellos que son incapaces de distinguir entre el grano y la paja.

No menos cierta es la afirmación de que No hay peor cuña que la de la misma manera, algo que ha venido padeciendo el PSOE -pese a lo cual parece no escarmentar- desde los tiempos de la Transición y ahora también el PP. Por entonces, y cuento con mi experiencia personal de la universidad entre 1975 y 1980, la izquierda estaba repartida entre un PSOE recién resucitado en el congreso de Suresnes de 1974 tras una plácida hibernación durante los años del franquismo; un PCE curtido en la clandestinidad y alejado de la Unión Soviética dentro del eurocomunismo patrocinado por Santiago Carrillo y, a la izquierda de este último, una sopa de letras de grupúsculos extremistas -LCR, MC, OCE-BR, ORT, PCE m-l, PCE(r), PCOE, PST, PTE, UCE... -que recordaban poderosamente a la genial sátira de Monty Phyton La vida de Brian, por cierto estrenada en 1979.

Pese a ser cuatro gatos no se podían ni ver entre ellos, ya que eran marxistas-leninistas, estalinistas, trotskistas, maoístas, castristas, guevaristas e incluso nacionalistas (!) catalanes o vascos... Por si fuera poco, algunos de ellos estuvieron vinculados a grupos terroristas como el FRAP o los GRAPO.

Y a diferencia de los militantes del PCE, con los que podías estar o no de acuerdo, pero eran gente seria y consecuente con sus ideas, esta patulea lo único que hacía era incordiar -su especialidad consistía en reventarnos las clases con cualquier pretexto- sin aportar lo más mínimo al empeño común de construir una democracia en España, tildando de revisionistas a los comunistas ortodoxos que habían optado por arrimar el hombro.

Durante estos años se forjó el mantra de la unidad de la izquierda, concebido inicialmente para la suma del PSOE y el PCE pero al que se acabarían adhiriendo los grupúsculos extremistas. Aunque esta coalición no se plasmó a nivel nacional ni siquiera tras la victoria del PSOE en 1982, sí fue fundamental para que en las elecciones municipales de 1979 se impusiera en muchas poblaciones españolas incluyendo la mayoría de las grandes capitales: Madrid, Barcelona, Valencia, Zaragoza, Málaga o Córdoba, gobernada por el carismático Julio Anguita.

Puedo hablar con conocimiento de causa de mi ciudad natal, Alcalá de Henares, donde los dos partidos ganaron con holgura asumiendo el gobierno municipal. Y, justo es reconocerlo, los concejales comunistas trabajaron codo a codo con sus colegas socialistas para resolver los graves problemas que aquejaban a una ciudad que había crecido desaforadamente sin ningún control ni, huelga decirlo, la menor planificación de las infraestructuras pese a haber pasado, en apenas veinte años, de unos veinticinco mil habitantes a más de cien mil, por lo que le reventaban literalmente las costuras. Y lo lograron, aunque no sin muchos esfuerzos.

Claro está que también hubo sus claroscuros. Sobre un total de 27 concejales, junto a los 12 del PSOE y los 6 del PCE, lo que les garantizaba con creces la mayoría absoluta, el partido de extrema izquierda ORT -Organización Revolucionaria de los Trabajadores-, de tendencia maoísta cuando los desmanes de la Revolución Cultural todavía estaban calientes, consiguió otros dos ediles más. Y, aunque no los necesitaban ni este partido había entrado en el pacto nacional, también fueron admitidos en el equipo de gobierno en aras de la unidad de la izquierda.

No tardarían en arrepentirse, puesto que estos dos concejales, en lugar de sumarse al esfuerzo de sus compañeros para solucionar problemas tan graves y tan apremiantes como el suministro de agua potable, los colegios, la falta de un ambulatorio médico -entonces ni se planteaba reclamar un hospital- o el caos urbanístico de los nuevos barrios, se dedicaron a lo único que sabían y querían hacer: activismo político ajeno por completo a las necesidades reales de la población.

La fórmula podría haber seguido funcionando al menos a nivel municipal, pero en 1982 el PCE se enfrentó a una grave crisis saldada con la dimisión -en realidad una expulsión- de Santiago Carrillo del cargo de secretario general del partido. Con independencia de las luchas de poder internas, lo cierto es que el PCE, que tanta relevancia había tenido durante la Transición y los primeros años de la democracia, entró en una espiral de fracasos electorales que redujeron cada vez más su importancia política al tiempo que sufría escisiones y perdía militantes y votos.

Sus responsables intentaron revertir la deriva fundando en 1986 Izquierda Unida, una coalición con diversas formaciones minoritarias pertenecientes en su mayor parte a la extrema izquierda, convertida en partido en 1992 aunque dada su estructura federal los antiguos partidos siguieron manteniendo sus corrientes ideológicas propias; al fin y al cabo no eran lo mismo -volvemos a La vida de Brian- el Frente Popular de Judea que el Frente Judaico Popular, el Frente del Pueblo Judaico, el Frente Popular del Pueblo Judaico o la Unión Popular de Judea.

Como era de esperar, esta fusión no sólo no reforzó al PCE sino que le diluyó dentro de las otras siglas, derivando el resultado hacia la extrema izquierda. Y si bien el revulsivo de IU le llevó a alcanzar en las elecciones de 1996 casi el mismo número de diputados -se quedó tan sólo a dos- que su máximo de 23 logrado en 1979, el efecto duró poco y el nuevo sello del comunismo español se desplomaría en años sucesivos hasta ser prácticamente anulado en 2015 por el recién creado Podemos y convertido en satélite de éste en 2016. De ello hablaremos más adelante.

La evolución de la derecha fue muy diferente. En los primeros años de la democracia, siendo Adolfo Suárez presidente, se asentó un bipartidismo incompleto con dos partidos mayoritarios, la UCD de Suárez y el PSOE de Felipe González, flanqueados por el PCE a la izquierda del PSOE y Alianza Popular -la antecesora del PP- a la derecha de UCD. Esta última había sido creada por los denominados Siete Magníficos, antiguos jerarcas franquistas de los cuales el más significado, y también aunque sorprenda el menos franquista de todos ellos, era el incombustible Manuel Fraga. Huelga decir que estaba muy escorado a la derecha, por lo que se podría considerar, si no de extrema derecha, al menos como postfranquista.

Todavía más allá había una pléyade de grupúsculos decididamente de extrema derecha, en su mayor parte facciones autodenominadas todas ellas falangistas añadiéndole un calificativo (Falange Auténtica, FE-La Falange, Falange Española Independiente, Falange Española de las JONS) que las diferenciaba -de nuevo Monty Python- de sus rivales, no consiguiendo ninguna de ellas el menor respaldo electoral. Fuerza Nueva, el grupúsculo franquista fundado por Blas Piñar, tuvo más suerte, puesto que consiguió un escaño en 1979 que no logró renovar en las elecciones de 1982. Otras siglas más recientes como Frente Nacional, Democracia Nacional, Alternativa Española o España 2000 pasaron sin pena ni gloria, consiguiendo como mucho algunas concejalías.

El monolitismo de la derecha cambió radicalmente con la llegada de Vox, surgido en 2013 de una escisión de los sectores más extremistas del PP. A diferencia de los anteriores este intento sí cuajó, ya que aunque no consiguió ningún escaño en las elecciones de 2015 ni en las de 2016, en abril de 2019 logró 24 y en noviembre de este mismo año 52, cayendo a 33 en 2023 aunque manteniéndose como la tercera fuerza más votada tras PP y PSOE. Sus pactos con el PP a nivel local y autonómico le llevaron a entrar en varios equipos de gobierno, tanto municipales como autonómicos, no sin polémica dada su ideología de extrema derecha.

Veamos ahora como les ha ido a los dos partidos mayoritarios con sus respectivas cuñas. A nivel nacional el PSOE nunca estuvo coaligado con los partidos situados a su izquierda, incluido el PCE antes y después de sus sucesivas metamorfosis, hasta las elecciones de noviembre de 2019, entrando varios dirigentes de la coalición de Podemos e Izquierda Unida, encabezados por su líder Pablo Iglesias, en el gabinete ministerial formado en enero de 2020. Como es sabido esta cohabitación generó fricciones entre la parte socialista y el núcleo duro podemita formado por Pablo Iglesias, Irene Montero e Ione Belarra debido a que éstos priorizaban su militancia ideológica frente a las directrices de gobierno, mientras las relaciones con los ministros procedentes de Izquierda Unida, Yolanda Díaz y Alberto Garzón, fueron mucho más fluidas. Resultado de esta guerra de desgaste fue la salida del gobierno de Pablo Iglesias y la neutralización de sus dos correligionarias, en especial de Irene Montero, en la reorganización que experimentó el conglomerado de la extrema izquierda, bajo el liderazgo de Yolanda Díaz y la marca electoral Sumar, de cara a las elecciones de 2023 y con el objetivo reconocido de reafirmar la coalición con el PSOE.

Podemos, fundado en 2014, se estrenó en las elecciones europeas de este mismo año logrando 5 escaños. Tras conseguir unos aceptables resultados en las autonómicas y municipales, en las generales de 2015 ganó 42 escaños en el Congreso, y 9 en el Senado. En 2016, coaligado con Izquierda Unida -que se vio reducida a un papel secundario- bajo el sello Unidos Podemos, alcanzó 71 escaños junto a las denominadas convergencias, grupos políticos afines de ámbito autonómico. En las dos elecciones generales de 2019, ya con el PSOE en el poder, su grupo parlamentario descendería a 42 diputados en las de abril y a 35 en las de noviembre, siendo en esta legislatura cuando los ahora denominados Unidas Podemos entraron en el gobierno presidido por Pedro Sánchez. Por último, e invertidos los equilibrios de poder en el seno de la coalición a favor de la facción procedente de Izquierda Unida, el sello Sumar perdió cuatro escaños en 2023 con respecto a la legislatura anterior, quedándose en 31.

Analizando las relaciones entre socialistas y comunistas fuera del gobierno, así como el comportamiento de estos últimos en las corporaciones locales -obviamente en los casos que conozco-, cabe concluir que a excepción de la etapa previa a la defenestración de Santiago Carrillo, gran defensor de la alianza entre ambos partidos, éstas no fueron por lo general cordiales y, debido a un activismo político con el que compensaban su condición minoritaria, los últimos consiguieron a menudo arrastrar a los socialistas a escenarios que no les correspondían y en los que se encontraban incómodos. En definitiva, algo similar a lo que ocurría en mi facultad.

Por su parte el PP gozó de unos largos años de placidez al no contar con competidores en su nicho ecológico ni por la izquierda -el PSOE se encontraba demasiado lejos- ni por la derecha, dada la condición residual de los grupúsculos de extrema derecha. La primera china en el zapato que le surgió fue Ciudadanos, el fallido partido de centro fundado en 2005 en Cataluña que dio el salto a nivel nacional en 2008. Tras un primer intento baldío -no obtuvo ningún escaño en esas elecciones- y un nuevo pinchazo en las europeas de 2009, lograría resultados notables a nivel autonómico y municipal antes de presentarse a las elecciones nacionales de 2015 obteniendo 40 diputados y dos senadores, que disminuyeron a 32 perdiendo los dos senadores en 2016 para alcanzar sus mejores resultados en abril de 2019: 57 diputados y 4 senadores, estando a punto de rebasar al PP que sólo logró 66.

Bastarían unos meses para tirar por la borda este patrimonio merced a una serie de graves errores estratégicos de su entonces líder, Albert Ribera, cuya negativa a apoyar a Pedro Sánchez forzó la convocatoria de nuevas elecciones en noviembre de ese mismo año con un resultado catastrófico para este partido, ya que perdió más del 80% de sus diputados quedándose en tan sólo 10. Por si fuera poco, su política de pactos con el PP a nivel autonómico y municipal resultó suicida, puesto que éste maniobró de forma artera en autonomías como Murcia -la sombra del tamayazo es alargada- o Madrid, donde Isabel Díaz Ayuso convocó elecciones anticipadas para quitárselos de encima, cosa que logró. El resto fue una lenta agonía consumada en las elecciones autonómicas y municipales de 2023 y rematada en las generales de este mismo año, a las que ni siquiera se presentó. El PP, de una manera que se puede calificar de todo menos limpia, se había desembarazado de un potencial competidor por su flanco izquierdo.

No le resultaría tan fácil al PP por el derecho, ya que Vox resultó un hueso duro de roer probablemente porque procedía de sus propias entrañas. Surgido en 2013 de la escisión de la sección más derechista del partido, se fogueó en las elecciones autonómicas antes de presentarse a las nacionales de abril de 2019, en las que consiguió 24 diputados que en noviembre de este mismo año se doblaron hasta alcanzar los 52. Tras las elecciones autonómicas y municipales de 2023 firmó, no sin polémicas, pactos de gobierno con el PP en ayuntamientos y autonomías, y aunque su representación parlamentaria perdió 19 diputados en las generales de 2023 cayendo a los 33, insuficientes para lograr una mayoría con el PP, siguió siendo un dolor de muelas para éste al trocar la ingenuidad de Ciudadanos por una posición mucho más combativa en la defensa de sus intereses políticos.

En resumen, y si hacemos abstracción de la desgraciada aventura de Ciudadanos, cabe preguntarse volviendo al refrán si a los dos partidos mayoritarios les compensa o por el contrario les perjudica esta relación de amor-odio con sus vecinos del correspondiente extremo, primero porque son claros competidores electorales -el PSOE y el PP pueden intentar arañar votos por ambos lados, pero Podemos o Izquierda Unida frente al primero y Vox frente al segundo sólo pueden hacerlo compitiendo directamente con sus presuntos aliados naturales, aunque como ya he comentado si consideramos no el modelo de la barra sino el del círculo, también han de arrebatárselos entre ellos.

Así pues, tanto PSOE como PP se encuentran ante un dilema, el primero desde hace mucho y el segundo recientemente, que tiene bastante de hamletiano: ¿pactar o no pactar con sus respectivos adláteres? Porque si mala puede resultar una opción, la opuesta podría acabar siendo todavía peor.

Mientras tanto, el centro político continúa huérfano y a merced de los vaivenes de ambos partidos, que parecen no querer entender que sus respectivos nichos electorales son como una manta demasiado corta: si te tapas la cabeza se te quedarán fríos los pies, y viceversa. O, dicho en román paladino, pueden elegir entre escorarse al centro sacrificando los votos más radicales al asumir que lo ganado compensará con creces lo perdido, o echarse al monte disputándoselos a sus aliados/rivales al tiempo que abandonan el vivero centrista; porque hace falta ser muy ingenuo para creer que se puede rebañar simultáneamente por ambos lados sin perder votos en ninguno de ellos, aun en el caso de que, tal como ocurre ahora, la ausencia de un partido consolidado entre ambos parezca favorecer lo que en realidad es una entelequia.

Y no se trata de ninguna broma. La política española -no así el electorado- se ha polarizado en dos bloques con vocación de antagónicos reproduciendo el viejo y caduco esquema de la izquierda y la derecha. Precisamente éste fue el mal que provocó las convulsiones que condujeron a la Guerra Civil, en la cual las facciones radicales de ambos bandos arrastraron contra su voluntad al resto de los españoles a un sangriento conflicto en el que la inmensa mayoría salieron perjudicados. Por fortuna la situación es hoy muy diferente de la de entonces, pero me preocupa cada vez más esta evolución cuando de existir una división ésta tendría que ser entre los sectores democráticos del arco político y los que fingen serlo para alcanzar sus fines, es decir entre moderados y extremistas cualquiera que sea su pelaje, ya que en el fondo, como bien dice el refrán, los extremos se tocan. O, si se prefiere expresarlo de otra manera, no dejan de ser los mismos perros con distinto collar.

Es de lamentar que las mentes pensantes de los principales partidos no estén demasiado duchas en historia, ni tan siquiera en la más reciente, y que su cortedad de miras no les permita ver más allá de las inmediatas elecciones.


Publicado el 24-7-2023