Privacidad robada





Hace poco más de dos años compré el ordenador con el que estoy escribiendo este artículo, “agraciado” muy a mi pesar con Windows 10. No me voy a extender en detalles sobre los múltiples fallos que aun hoy en día sigue teniendo esta versión, que a mí me trae mártir con cortes aleatorios de la conexión ethernet, porque esto nos desviaría del tema.

Sin entrar tampoco en detalles como los famosos agujeros de seguridad en algún punto de nuestra red -hace tan sólo unos días leí que en mi router antiguo, suministrado por la compañía con la que tengo contratado internet y ya sustituido por uno nuevo, habían descubierto un grave fallo-, sí puedo decir que lo primero que hice al conectarlo por vez primera fue entrar en la sección de privacidad dentro de la configuración y empezar a desactivar todas las opciones que venían activadas por defecto, mediante las cuales no es ya que vendieras tu alma al diablo, es que se la dabas gratis y encima le invitabas a unas cañas.

Resulta alucinante que Microsoft -y por supuesto el resto de las compañías, que en la práctica todas hacen cuanto pueden- tenga la desfachatez de incluir opciones tan escandalosas como -copio textualmente- que Windows o las aplicaciones usen el identificador de publicidad basándose en el uso de tu ordenador; que recopilen tus actividades en el equipo; que sincronicen tus actividades con la nube -luego hablaremos de ello-; que puedan localizar y utilizar tu ubicación; que accedan a la cámara, al micrófono, a las notificaciones, a la información de la cuenta, a los contactos, al historial de llamadas, al correo electrónico, a los documentos personales, a información sobre el uso de las aplicaciones y los sitios web que se visitan, e incluso al teclado.

Preocupante, ¿verdad? Pues eso no es todo. Por supuesto me apresuré a desactivar Cortana, ya que no le veo la utilidad alguna en un l ordenador de sobremesa -y la verdad, tampoco en los portátiles o en los móviles- y tiene merecida fama de ser una cotilla. Lo de las cuentas de Microsoft también tiene su traca, ya que si habilitas la cuenta de usuario con una de ellas y no como local, poco menos que perderás el limitado control sobre el ordenador que te deja Windows, como tuve ocasión de comprobar cuando por error -inducido por Windows, que insiste insidiosamente en recomendártelo- una de ellas se apoderó del ordenador y al final no me quedó otro remedio que formatearlo para poder recuperar la configuración original.

Y la guinda: una modificación añadida en la última actualización de octubre de 2018, que tantos problemas está dando y que yo por fortuna no tengo instalada, mediante la cual el sensor de almacenamiento, con el que Windows realiza limpiezas periódicas de basura y ficheros innecesarios, podrá subir cuanto le apetezca a la nube cuando estime que el disco duro está demasiado lleno.

Claro está que ya llevan tiempo intentando embaucarnos con el tema del almacenamiento en la nube no sólo Microsoft sino también otras muchas aplicaciones, algo que a mí me da escalofríos ya que no estoy por la labor de que mis documentos personales acaben arrumbados en unos servidores que quedan completamente fuera de mi control. Puede que a las empresas les resulte útil, pero dudo que lo sea para un particular que puede resolver fácilmente el problema de la falta de espacio con algo tan sencillo como un disco duro externo. Pero no todos deben de pensar así, a tenor del estúpido argumento con el que me rebatió alguien, precisamente en un curso sobre Windows 10, alegando que si te ibas de vacaciones así podrías disponer de tus fotos para bajártelas al móvil cuando quisieras (sic). Yo personalmente prefiero usar estos servicios -y por si acaso no el de Microsoft- tan sólo cuando necesito intercambiar con alguien ficheros demasiado grandes para mandarlos por correo electrónico, y ni siquiera me quedo tranquilo del todo pese a que una vez descargados los borro inmediatamente de allí.

No hablemos ya de los teléfonos móviles inteligentes -Google, con Android, tampoco es manca, y supongo que Apple tampoco se quedará atrás-, con los que según he leído te tienen más controlado todavía. Por ésta, y por otras razones como que no me apetece conectarme a internet por una pantallita canija, ir atontado por la calle mirando al chisme en vez de al suelo o leyendo las memeces que te mandan en el autobús, sigo en plan último de Filipinas con mi zapatófono, que sólo sirve para hablar y acostumbro a desconectar cuando tengo un teléfono fijo a mano. Por si acaso.

De todos modos, lo que más me sorprende no es que la gente entre a trapo y con total aquiescencia en las trampas que tienden estas empresas por más que la contrapartida sea tan sólo freírte con publicidad no por personalizada necesariamente bienvenida, sino que se haya renunciado a todo atisbo de privacidad a tenor de como cascan voluntariamente sus intimidades, sus irrelevancias y sus majaderías -no sé qué es peor- por todas las redes sociales.

Porque esta es otra. Únicamente tengo una cuenta abierta en Facebook y por pura necesidad, ya que es la única manera de poder contactar con muchas empresas, organizaciones, periódicos, asociaciones e incluso particulares que no tienen ni una página web ni un correo electrónico disponibles, pero sin aportar más información que los datos estrictamente obligatorios. La mantengo además completamente inactiva y bloqueadas todas esas molestas opciones que dan la tabarra continuamente con peticiones de amistad, avisos de mensajes sin leer y demás zarandajas por el estilo, y huelga decir que mi número de amigos es cero. En cuanto a las demás redes sociales -Twitter, Instagram, Linkedin, Google+, Watsapp-, en un elevadísimo porcentaje meras fuentes de cotilleo y cosas todavía peores, ni están ni se las espera. Quien quiera leer mis artículos puede acceder a mi página web, y quien quiera contactar conmigo puede hacerlo por correo electrónico -está indicado en el pie de la página- o por teléfono, aunque esto último lo reservo para los más cercanos, que la tabarra telefónica es otra historia de la que se podría hablar largo y tendido.

Así pues todos estos cachivaches que tan de moda están ahora -este año son al parecer los altavoces inteligentes con vocación de mayordomo, mañana ya veremos-, en la práctica tan sólo van a suponer un clavo más remachado en la tapa del ataúd de nuestra intimidad. Aparte de que tampoco les encuentro una mayor utilidad que la de poder epatar a los compañeros de trabajo o a los cuñados, suponen clarísimamente una nueva grieta por la que tenernos todavía más aherrojados; en el menos malo de los casos para comernos el coco con publicidad de algo que con mucha seguridad tampoco necesitamos, y en el peor para someternos a un control que haría palidecer a los jerarcas de la extinta Stasi. Y con individuos como Trump, Putin, Xi Jinping o Mohamed bin Salmán teniendo la sartén por el mango, no es para tomárselo a broma.

Aunque esto no parece preocupar demasiado a buena parte de la población, que vive despreocupada haciendo suyos los versos del conocido salmo “El Señor es mi pastor; nada me falta”, sólo que sustituyendo a Dios por la compañía o el político de turno. Y es que quien nace borrego siempre irá tras el rebaño, por más que se le advierta de que el pastor le conduce directamente al matadero.


Publicado el 13-1 -2019