El Día del Orgullo Gay: ¿Reivindicación, o carnaval?





Hace algún tiempo, cuando todavía creía, ingenuo de mí, que era posible intervenir en los comentarios de las ediciones digitales de los periódicos de forma civilizada y sin que saltara inmediatamente al cuello el troll de turno, metí baza en una noticia relativa al desfile del Día del Orgullo Gay, siendo mis sucesivas intervenciones -a ellas me forzaron los inevitables gaznápiros empeñados en coger el rábano por las hojas- las que me han servido como base para escribir este artículo, ya con el reposo necesario para poder hacerlo en frío y sin moros en la costa.

Para empezar, vayan por delante dos advertencias. La primera es que no soy homosexual, afirmación que ha de ser tomada como una simple puntualización; no lo soy al igual que tampoco soy, pongo por caso, mujer, de raza negra, budista, ingeniero agrónomo ni profesor de aerobic, pongo por caso, sin que medie en ello juicio de valor alguno. Y evidentemente no tengo absolutamente nada en contra de los integrantes de ningún colectivo -salvo, claro está, de aquellos intrínsecamente insidiosos o peligrosos- por el simple hecho de pertenecer a ellos, sin que medien circunstancias particulares que a mi modo de ver pudieran resultar reprobables.

La segunda advertencia es que siempre he sido un ferviente defensor del derecho de cada cual a llevar su vida privada libremente, y como mejor le plazca, siempre que no perjudique a nadie por ello, razón por la cual desde mi punto de vista los homosexuales son muy dueños de serlo sin que nadie deba entrometerse en su vida ni, mucho menos, les intente condicionar ni coaccionar por ello.

Asimismo, resulta evidente que el colectivo homosexual tiene el mismo derecho que cualquier otro a no ser ni discriminado ni perseguido, algo que por desgracia aconteció en nuestro país hasta hace relativamente poco y todavía sigue ocurriendo en bastantes zonas del planeta; pero como estamos en España y, por ende, en Europa, me voy a limitar a considerar lo que ocurre aquí, que bastante tenemos con afrontar nuestros problemas para que encima pretendamos resolver -huelga decir que de forma tan simbólica como generalmente inútil- los problemas ajenos, aunque no cabe duda de que suele quedar bastante bonito hacer declaraciones y convocar manifestaciones que en la práctica no sirven absolutamente para nada, salvo para satisfacer el ego y demostrar a los demás lo guay -que no gay- y lo progre que eres.

Pero una cosa era normalizar a un colectivo históricamente reprimido y otra muy distinta montar unos saraos que a lo único que conducen es, paradójicamente, a remarcar esas diferencias que en buena ley se deberían erradicar. Me estoy refiriendo a los desfiles del Día del Orgullo Gay, que para mí poco o nada tienen que ver con una manifestación reivindicativa y sí bastante con algo sospechosamente parecido a un desmadrado carnaval. Porque para mí la normalización pasa precisamente por ser y comportarse en público, valga la redundancia, de una manera normal, pasando desapercibido para lo bueno y para lo malo sin llamar la atención con actitudes extravagantes, exhibicionistas ni, mucho menos, con conductas provocativas con las que se pretende escandalizar a quienes nada les han hecho y tienen tanto derecho como ellos a ser respetados. Y aunque a mis años tengo ya la piel bastante dura y cada vez me resulta más difícil escandalizarme por algo, lo cierto es que he visto fotografías y vídeos de los dichosos desfiles -la afición de los medios de comunicación por la zafiedad hace que la cobertura informativa de los mismos sea cada vez más machacona- de los cuales lo menos que se puede decir es que resultan groseros y de un indiscutible mal gusto, con independencia de las connotaciones sexuales que pudieran arrastrar.

Claro está que los límites del escándalo, el mal gusto o la provocación suelen ser muy elásticos y variar mucho de una a otra persona, a la par que acostumbran a evolucionar con bastante rapidez a lo largo del tiempo, de modo que algo capaz de soliviantar a nuestros abuelos hoy es contemplado con indiferencia, cuando no con jocosidad, por la mayor parte de la gente; por ello me estoy refiriendo, como cabe suponer, a los límites actuales, entendiendo como tales a los compartidos de forma mayoritaria.

Porque siempre ha habido, y por supuesto sigue habiendo, una clase particular de individuos que, y perdóneseme por el vulgarismo, disfrutan actuando de tocapelotas, empeñados no en defender la causa que sea sino en provocar, casi diríase que por deporte, a un número suficientemente elevado de personas buscando gozar, gracias a la indignación de éstas y a las cajas de resonancia de los medios de comunicación, de una efímera fama, por más que ésta sea negativa. Por supuesto hay tocapelotas de todo tipo, desde los que destrozan óperas clásicas con sus montajes estrambóticos o practican un anticlericalismo trasnochado -contra la Iglesia Católica, obviamente, no contra quienes tienen la costumbre de poner bombas-, especializándose por lo general en provocar de cualquier manera a quienes no les han hecho nada en absoluto, destacando en esta habilidad ciertos movimientos políticos, presuntamente progresistas, que parecen tener especial querencia por convertirse en desfacedores de entuertos ajenos -preferiblemente muy ajenos- sin necesidad de que nadie les pida ayuda.

Hoy en día, por fortuna, se ha avanzado mucho en la erradicación de las discriminaciones seculares, y aunque éstas todavía distan mucho de haber llegado a su término -ahí están, a modo de dramático ejemplo, los casos de violencia conyugal que con machacona insistencia se asoman a las páginas de los periódicos-, lo cierto es que es mucho lo que se ha avanzado, por lo cual, y a modo de corolario, cabe asumir que ciertos modos radicales de reivindicar derechos -los de las mujeres, los de las minorías étnicas o de cualquier otro tipo, los de los propios homosexuales-, que pudieron haber tenido su justificación en el pasado, distan mucho de tenerla ahora, pese a lo cual hay quienes siguen sin querer apercibirse de ello.

En el caso concreto del colectivo homosexual vemos que ocurre algo similar. Tras su aceptación social -si no individual, que esto acostumbra a tardar bastante más- y, sobre todo, tras el reconocimiento de derechos tales como el de contraer matrimonio, poco es lo que queda por reivindicar, al menos desde el punto de vista legal. Huelga decir que no soy tan ingenuo como para pensar que ya está todo hecho, pero creo poder afirmar que ahora los métodos deberían ser otros.

Aunque, tal como he dicho anteriormente, no pertenezco a este colectivo, estoy convencido de que, en el caso de haber sido homosexual, pensaría exactamente lo mismo y me indignaría probablemente más ante la imagen tan esperpéntica y mayoritariamente falsa que saraos como el que nos ocupa dan de quienes presuntamente pretenden defender. De hecho yo no voy vestido de torero por la calle, pongo por caso, ni acostumbro a montar numeritos de ningún tipo en público, al tiempo que procuro mantener mi vida privada dentro de mi ámbito personal porque a nadie, salvo a mis íntimos, le interesa.

Huelga decir que mi rechazo a este tipo de iniciativas es general, de modo que -permítaseme el símil, por más que resulte forzado- si se convocara el Día del Orgullo Machote, con un desfile de machos alfa rezumando testosterona, opinaría exactamente igual. Por esta razón, insisto en que yo no critico ¡faltaría más! a ninguna tendencia sexual concreta, la homosexual en este caso, sino que la exhibición pública de la misma, ya de por sí innecesaria, se haya acabado convirtiendo en un carnaval, lo que desde mi punto de vista es algo que resulta de todo punto antagónico con una deseable normalización real, ya que de poco sirve salir del armario para entrar en el circo.

Asimismo conviene tener en cuenta que tradicionalmente el tópico homosexual ha sido el del mariquita, totalmente denigrante por supuesto. Por esta razón, exagerar este ridículo arquetipo tan sólo puede redundar en perjuicio de un colectivo que merece ser tratado con respeto, razón por la cual me resulta difícil aceptar que tamaña trivialización, que no hace sino perpetuar esta imagen distorsionada y peyorativa, sea utilizada como símbolo de un grupo de personas en el que cabe suponer que haya, como en cualquier otro lo suficientemente amplio, de todo.

Sin embargo, como oses criticar esto en público te caerá de forma automática el anatema de los neoinquisidores de turno, los cuales no dudarán en tildarte de retrógrado, homófobo -palabro muy de su gusto-, troglodita u otras lindezas por el estilo, dentro de su tradicional concepción filofascista -o filoestalinista, que viene a ser lo mismo- de que ellos son los detentadores exclusivos de la verdad, razón por la cual todos los demás estamos obligados a acatar sus dictados sin rechistar... o todavía peor, puesto que recuerdo que hace unos años, en uno de los principales periódicos del país, apareció publicado un artículo -en realidad un panfleto- en el que una individua cuyo nombre he olvidado criticaba “que muchos heterosexuales -huelga decir que se arrogaba el derecho a opinar por la totalidad del colectivo homosexual- toleraran las reivindicaciones de éstos -es decir, las suyas- pese a no estar de acuerdo con ellas, por lo que era forzoso que además las asumieran y defendieran”. Era éste un magnífico ejemplo de tolerancia, importándole poco o nada a la opinante el pequeño detalle de que tolerar significa respetar todo aquello con lo que no estás de acuerdo -hacerlo con lo que simpatizas no tiene mayor mérito-, sin olvidarnos tampoco del inevitable corolario -cosas de la libertad de pensamiento- de que nadie tiene derecho a imponerte sus ideas.

Sin embargo, y por mucho que les pese a estos talibanes, tan falaz empeño totalitario en confundir de forma descarada la parte por el todo choca con la prosaica realidad del rechazo explícito o implícito de bastantes miembros del propio colectivo homosexual que no se sienten en modo alguno representados en semejantes desmadres, algunos de ellos muy significados en la lucha -la de verdad- contra la secular discriminación a la que han estado sometidos. Pero da igual, lo importante es que siga la juerga y se perpetúe la imagen del mariquita desinhibido y loco.

Irónicamente mucho me temo que, en realidad, estos dictadorzuelos de andar por casa se han visto desbordados por unos intereses mucho más prosaicos y nada escrupulosos que han convertido el Día del Orgullo Gay en una simple máquina de generar dinero, desvirtuándose sus iniciales orígenes reivindicativos de modo que hoy nos encontramos con un simple y desmadrado carnaval que rinde, eso sí pingües beneficios a quienes lo controlan, que supongo serán los de siempre ya que, como dijera hace casi dos mil años el emperador Vespasiano, el dinero no huele.

Ésta no es ninguna novedad, ya que es de sobra conocida la capacidad de la sociedad de consumo o, más propiamente hablando, de quienes la controlan para fagocitar cuantos movimientos contestatarios surgen en contra de ella, existiendo notables ejemplos de domesticación que van desde la pintura impresionista y las posteriores vanguardias artísticas hasta el movimiento hippie, la música rock o modas tales como vestir de forma desaliñada o llenarse el cuerpo de tatuajes o de material de ferretería. Todo vale, hasta lo más estrambótico, siempre que sirva para hacer caja, y lo más triste es que muchos de estos presuntos contestatarios no se dan cuenta -o si se dan no les importa- de que en el fondo no son sino un engranaje más al servicio de los poderes fácticos que en su ingenuidad creen combatir.

Si a todo esto le sumamos la infantilización de la sociedad occidental, que ha reemplazado el pan y circo de los romanos por un nihilismo suicida que le impele a disfrutar -o al menos a intentarlo- de un estado de juerga permanente sin mayores preocupaciones, no es de extrañar que hayamos llegado a donde hemos llegado, al fin y al cabo el dichoso desfile no sea sino una muestra más de esta domesticación. Y así nos va.


Publicado el 10-8-2016