Laicos, ateos y anticlericales





La tentación de censurar siempre ha sido universal



Estoy en desacuerdo con tus ideas, pero defiendo tu sagrado derecho a expresarlas.

Evelyn Beatrice Hall



Antes de empezar, resultaría conveniente recordar algunas definiciones tomadas del Diccionario de la Real Academia de la Lengua:


Laicismo: Doctrina que defiende la independencia del hombre o de la sociedad, y más particularmente del Estado, respecto de cualquier organización o confesión religiosa.

Agnosticismo: Actitud filosófica que declara inaccesible al entendimiento humano todo conocimiento de lo divino y de lo que trasciende la experiencia.

Ateísmo: Opinión o doctrina del ateo. Ateo: Que niega la existencia de Dios.

Anticlericalismo: Animosidad contra todo lo que se relaciona con el clero.

Libertad de conciencia: Facultad de profesar cualquier religión sin ser inquietado por la autoridad pública.

Libertad de cultos: Derecho de practicar públicamente los actos de la religión que cada uno profesa.

Libertad de pensamiento: Derecho de manifestar, defender y propagar las opiniones propias.

Tolerancia: Respeto a las ideas, creencias o prácticas de los demás cuando son diferentes o contrarias a las propias.


Y aunque no aparece en el DRAE, tenemos a la libertad de expresión como uno de los derechos fundamentales avalados por la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, la cual es definida por la Wikipedia como:


“Libertad de pensamiento y de expresión.

1. Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento y de expresión. Este derecho comprende la libertad de buscar, recibir y difundir informaciones e ideas de toda índole, sin consideraciones de fronteras, ya sea oralmente, por escrito o en forma impresa o artística, o por cualquier otro procedimiento de su elección y gusto.

2. El ejercicio del derecho previsto en el inciso precedente no puede estar sujeto a previa censura, sino a responsabilidades ulteriores, las que deben estar expresamente fijadas por la ley y ser necesarias para asegurar:

a) El respeto a los derechos o la reputación de los demás, o

b) La protección de la seguridad nacional, el orden público o la salud o la moral públicas.”


Y ahora, podemos entrar ya en faena.

Para empezar, conviene tener en cuenta la gradación existente entre los distintos términos que definen la posible actitud personal de un ciudadano ante el fenómeno religioso en lo referente a su no aceptación, al menos de manera global, del mismo: en primer lugar estarían los laicos, defensores de la separación entre iglesia y estado o, si se prefiere, contrarios a la intromisión religiosa en los asuntos que no sean de su incumbencia, en especial las leyes civiles. Huelga decir, aunque por desgracia todavía hay mucha gente que no lo tiene nada claro, que un laico, por el hecho de serlo, ni se opone a la religión ni tiene en principio nada en contra de ella, limitándose a rechazar su tutela en aquellos ámbitos que no le competen. Este principio, hoy en día común a la práctica totalidad de los estados occidentales, remonta su origen a la Revolución Francesa, aunque en realidad fue el propio Jesucristo quien, según los Evangelios, lo estableció de forma explícita en su conocido “Al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios”.

En realidad el laicismo no tendría por qué entrar conflicto con la religiosidad o con la ausencia de ella, salvo en los casos, claro está, de que se pretenda, tal como ocurre aún hoy en día con ciertas creencias ajenas al cristianismo, que la tutela religiosa se extienda sobre todos los ámbitos de la sociedad, incluso en contra de la voluntad de los ciudadanos. Tampoco conviene olvidar que la jerarquía católica ha solido tener históricamente una desagradable tendencia a entrometerse en los asuntos civiles, aunque hoy en día, y con excepciones, sus límites de actuación suelen estar regulados por las leyes y, lo más importante, asimilados por la ciudadanía.

En cualquier caso, tanto un creyente sensato como alguien que no lo sea deberían coincidir en su defensa del laicismo como mejor garantía para la importancia social de la religión.

Y desde luego, ni el agnosticismo que se inhibe frente a la religión, ni el ateísmo que va un paso más allá rehusándola, tienen por qué resultar hostiles a la misma, ya que en ambos casos se trata de una elección personal e individual -totalmente respetable, huelga decirlo- que no implica en modo alguno beligerancia (“disposición o proclividad al combate, a la contienda o a la polémica”) en contra suya, sino únicamente distanciamiento.

Cosa muy distinta es el anticlericalismo. Aunque el DRAE lo define como animosidad contra todo lo que se relaciona con el clero, en realidad esta animadversión habría que entenderla como extendida hacia todo lo que huela a religión -y, todavía peor, a alguna religión en concreto), yendo por lo general mucho más lejos que las lógicas y razonables críticas que plantearían un laico -creyente o no-, un agnóstico o un ateo a las posibles intromisiones eclesiásticas en asuntos ajenos a su competencia. En último extremo, los anticlericales pueden llegar a convertirse en enemigos acérrimos de cualquier manifestación religiosa sin matices de ningún tipo, tal como ocurriera en España, sin ir más lejos, durante la Guerra Civil.

Conviene recordar asimismo, y en esto España no ha sido ninguna excepción sino más bien todo lo contrario, que por lo general la religión siempre ha tenido, y todavía sigue teniendo, una influencia histórica, artística, cultural y social que no puede ser ignorada en modo alguno, ni tan siquiera por aquellos que voluntariamente hayan decidido mantenerse al margen suyo. Basta con visitar un museo o un monumento para encontrarnos por todos los lados con arte religioso, no sólo cristiano, y en lo que respecta a la historia, poco es lo que puedo añadir al respecto que no sea ya conocido por alguien con un mínimo de cultura general. Por esta razón, los salvajes que quemaron iglesias en 1936 no estaban “combatiendo” -según su propia terminología- al oscurantismo religioso, simplemente estaban destrozando de la manera más estúpida un patrimonio artístico imposible de reemplazar.

Pero la influencia religiosa no acaba aquí. Muchos de sus rituales como los bautizos, las comuniones, las bodas o los entierros están tan arraigados en el acervo social, que incluso los más fervorosos anticlericales -y, por paradójico que resulte, en especial ellos- han optado por calcarlos con inventos tan estrambóticos como las mal llamadas “comuniones laicas”, sobre las cuales me resulta imposible hablar sin que me asalten las carcajadas. Eso sin contar con toda la parafernalia copiada a la liturgia cristiana por estos apóstoles del ateísmo -en realidad anticlericalismo-, con solemnes parafernalias y hasta momias de sus líderes, veneradas como “reliquias laicas”.

Y yo, desde luego, por mucho que pueda estar o no de acuerdo con determinadas opiniones y actitudes de la Iglesia Católica, y con independencia también de mi postura personal frente a la religión, la cual no hace al caso, no estoy dispuesto en modo alguno a renunciar a una parte tan fundamental de mi acervo cultural en base a unos argumentos tan peregrinos como los esgrimidos por estos furibundos anticlericales, por idénticos motivos a los que no reniego de la Mezquita de Córdoba o de la Alhambra de Granada pese a no ser musulmán.

Pero volvamos al tema principal del artículo, que no es otro que la contraposición del laicismo al anticlericalismo y, más genéricamente, la defensa a ultranza de la libertad de pensamiento y de opinión -religiosos o no- así como de la tolerancia y el respeto mutuo, algo que se suele olvidar más a menudo de lo que resultaría deseable. O, si se prefiere, la crítica total y absoluta hacia cualquier tipo de radicalismo, fanatismo o intolerancia con independencia de cual pueda ser su pelaje.

Huelga decir que el bando clerical tiene en su haber, con independencia de credos, épocas y naciones, un largo y censurable historial en este sentido, y desde luego los españoles podríamos hablar largo y tendido del tema sin salirnos de nuestra propia historia, con el nacional-catolicismo franquista todavía fresco en las mentes de muchos de nosotros; pero yo no me estoy refiriendo al pasado, ni tan siquiera al cercano, sino al momento actual en el que, pese a las inevitables interferencias, la situación resulta ser aceptablemente razonable, sin necesidad pues de rasgarse las vestiduras porque alguien se pueda ir de la lengua en un momento determinado.

Lo que me irrita mucho más, y no porque puedan ser peores sino por su farisaica invocación a la libertad de expresión, entendida ésta como un trágala de sus particulares opiniones, es que ciertos sectores abiertamente anticlericales -por mucho que ellos pretendan camuflarse de laicos- intenten barnizar su beligerancia antirreligiosa bajo una cobertura de hipócrita defensa de la libertad de expresión, justo la misma que niegan con contumacia a quienes osen discrepar de ellos. Y aunque este fanatismo (“defensa con tenacidad desmedida y apasionamiento de creencias u opiniones, sobre todo religiosas o políticas”) vaya a la contra del fanatismo contrario, sea éste real o no, de los sectores clericales, no por ello resulta redimido de su pecado por la simple razón de que un acto reprobable nunca podrá justificar la perpetración de otro contrario, ni tan siquiera bajo la excusa de neutralizarlo. Ya saben eso de que el fin no justifica los medios.

La cuestión, en contra de lo que pudiera pensarse, es más preocupante de lo que parece puesto que, bajo la excusa de luchar contra una inquisición, estos presuntos defensores de la humanidad lo único que pretenden es implantarnos la suya propia, y basta con recordar la conocida poesía de Martin Niemöller -falsamente atribuida a Bertolt Brecht- Cuando los nazis vinieron por los comunistas, para alarmarse.

Aunque podría poner muchos ejemplos ilustrativos de este estalinismo soterrado y tenaz, apenas camuflado por una débil capa de falso barniz librepensador, basta con recordar cómo cada vez que un portavoz eclesiástico opina sobre algún tema controvertido -y están en su perfecto derecho de hacerlo, como cualquier otro ciudadano, con independencia de que se pueda estar o no de acuerdo con sus planteamientos-, a estos jacobinos de vía estrecha les falta el tiempo para saltarles al cuello no para rebatir sus argumentos, que asimismo estarían en su derecho, sino para intentar negarles la menor posibilidad de ejercer su libertad de expresión, lo cual me parece gravísimo.

Eso, claro está, sin contar con iniciativas, a las que suelen ser tan aficionados, del tipo de la de “exigirle” una retractación pública -¿no les suena a ustedes a algo relacionado con Galileo?- a un obispo por haber cometido el intolerable “delito” de hacer unas declaraciones públicas que a ellos no les gustaron, con el esperpéntico estrambote añadido de llegar a “exigir” su destitución -al Papa, supongo- en un pleno municipal, sin duda un foro de lo más “competente” para estos fines. Sin comentarios.

Pero lo más grave del caso, con diferencia, es que haciendo bueno el conocido dicho de “apártate que me tiznas, dijo la sartén al cazo”, ellos no suelen tener el menor empacho en practicar alegremente su particular deporte de “tiro al cura” -aunque sea, por fortuna, tan sólo de forma metafórica-, rebasando con frecuencia los límites de la discrepancia legítima para incurrir de pleno en la descalificación sectaria, cuando no en cosas todavía peores, al tiempo que disfrutan elevando la provocación gratuita e impune a la categoría de arte... de manera selectiva, por supuesto, porque ya se sabe que los “otros” suelen tener muy malas pulgas cuando se les cabrea y no sea que la vayan a tomar con ellos, así que buen rollito multicultural por si acaso.

Véase si no, a modo de ejemplo, el empeño con el que llevan dando la lata desde hace años para celebrar una “procesión laica” -sólo el término, aunque sea coloquial y no oficial, tiene bemoles- justo la tarde del Jueves Santo y justo en la misma zona donde se desarrollan entonces las procesiones de Semana Santa, como si no hubiera más días en todo el año, y como si en vez de tratarse de una manifestación de protesta por lo que ellos consideraran más oportuno, algo totalmente legítimo siempre y cuando se respeten las leyes, no estuviera concebida como una zafia y descarada mofa (“burla y escarnio que se hace de alguien o de algo con palabras, acciones o señales exteriores”) y befa (“expresión de desprecio grosera e insultante”) del catolicismo, tanto del practicante como del que no lo es.

Por cierto, la manifestación -o lo que fuera- fue autorizada finalmente dos semanas después de la fecha pretendida por los organizadores, contando con la abrumadora asistencia de... dos centenares de manifestantes.

Eso sí, les ruego que no identifiquen a estos individuos con los laicos, los agnósticos o los ateos de verdad. Por favor se lo pido.


Publicado el 10-5-2012